Capítulo 27
De la garganta de Hale nació un aullido demoledor. La indefensión de no hallar modo alguno de romper lo que quisiera que reprimía sus movimientos se fundía con la impotencia. Gritó, gritó hasta sentir que se desgarraba la garganta. Repetía el nombre de Lea como si pudiera transmitirle un gramo de su resistencia.
Encadenado a ser testigo del asesinato de la mujer a la que habían escogido como sacrificio, un espacio en negro anegó su mente. Estaba soñando, llegó a la conclusión. Ya se lo había advertido el misterioso espejismo femenino que había apaciguado su desánimo en la habitación de su hijo. Aunque, en vista de las circunstancias, era indiscutible que la cualidad del sueño apestaba a pesadilla. Romper la parálisis que lo mantenía consciente dependía de él. De cuánta convicción depositara en sí mismo.
Casi se echó a reír de la locura a la que iba a atenerse con tal de hallarle un sentido a lo que estaba viviendo. La razón era que, por primera vez en lo que le parecía una eternidad, sentía la realidad en sus propias carnes. El embotamiento que lo hacía ver vivo, aunque por dentro no hubiera más que un hombre muerto, menguaba en intensidad.
No obstante, dejarse llevar por ese sentimiento de consuelo podía ser un sucio truco de Heliot para que se resignara a su visión. ¿Un semidios?, vaciló para sus adentros.
El sentido común le confería un significado más puro y simple. Sin apenas percatarse de ello, una persona había liberado en Hale la faceta oculta que solo exteriorizaba ante aquellos a los que juzgaba dignos de su confianza. Lea había abrazado el trasfondo cálido y sensible que había aprendido a confinar para no sufrir los efectos adversos de una segunda traición.
Aun con el alivio que le suscitaba una interpretación menos enajenada de los eventos que se habían ido desencadenando, era consciente de que se encontraba en seria desventaja. Esos dos hombres estaban empeñados en imbuirle la creencia paranoide que compartían. Habían logrado paralizarle con una verborrea mística en la que no creía. Para retomar el control de sus funciones motoras debía desligarse del delirio que procuraban que asumiera como cierto.
«Vamos, Hale, ¡vamos! Focalízate en un punto, solo en uno. Reúne toda tu fuerza en una zona y ¡empuja!».
Cerró los ojos y visualizó una corriente de energía contraria a la que lo encadenaba de pie. Notó un hormigueo arropando su cuerpo. Se concentró en desplazarlo hacia una zona en cuestión.
De pronto su rodilla derecha flaqueó. Un pequeño avance en un tablero de ajedrez cuyo contrincante era su propia influencia mental.
Fitz, que vigilaba la inmovilidad estatuaria del detective, se percató de la leve pérdida de estabilidad.
—Date prisa, Heracles. Está quebrantando el hechizo.
Desanudó una bolsita de terciopelo en la que había una antorcha del tamaño de la palma de su mano. Vertió sobre la punta de kevlar el contenido de una botella y la encendió con un mechero.
El pie derecho de Hale se deslizó hacia adelante. No reparó en la sonrisa de Heliot que ensalzaba la grandeza de aquel trivial desplazamiento. El poder que el detective guardaba en su interior por fin resurgía de su prisión.
Sosteniendo el puñal contra Lea, entonó unos versos en griego:
«Σε καλούμε, ω Τρικέφαλη Θεά,
Αυτό με την ακολουθία των περιπλανώμενων ψυχών σας
Κυβερνήτες της τρέλας
Λύστε τους κόμπους που είναι συνένοχοι της λήθης
Κυρίαρχος της γης, της θάλασσας και του ουρανού
Δώστε λογική με το φως των πυρσών σας
Στο ον που σου έδωσε καταφύγιο χωρίς κυριαρχία»
«Te invocamos, oh, Tricéfala Diosa,
Que con tu séquito de almas errantes
Gobernantes de la locura
Desates los nudos cómplices del olvido
Soberana de tierra, mar y cielo
Otorga cordura con la luz de tus antorchas
Al ser que te prestó cobijo sin dominio»
En un tono más bajo, discordante con los versos, Fitz emitía murmullos inarmónicos. Con la antorcha alzada al cielo, imitaba con una voz imperceptible estridentes sonidos salvajes y de la procelosa naturaleza embravecida.
«Ω, φύλακας των κολασμένων πυλών
Η ισχυρή εκδίκηση είναι αυτή που λαχταρά
Ο θεός που θα πιει από τη σοφία σου
Και έτσι, Ω, Εκάτη
Από την εξαπάτηση θα ξυπνήσει»
«Oh, guardiana de las puertas infernales
Poderosa venganza es la que anhela
El dios que de tu sabiduría beberá
Y así, oh, Hécate
Del engaño despertará»
Con el silencio que bañó la plaza, Heliot hundió el puñal en Lea y le seccionó la garganta. En un curso creciente, la hendidura en la carne comenzó a surtir un fino riachuelo. Las primeras gotas precipitaron encima de los signos. Al impeler la cabeza hacia atrás y desgarrar el músculo, la sangre brotó en forma de cascada. La fluencia que se había amontonado a sus pies consumía las líneas blancas del suelo. La sangre rellenaba surcos y ángulos, completando el círculo.
Los rastros de una vida a segundos de extinguirse transitaron con pesadez hacia Hale. La mirada embadurnada de lágrimas de Lea recayó en la suya.
—No... no...
Ver el cuerpo inerte de la joven que había depositado sus esperanzas en él lo despojó de fuerzas. Se sintió apartado de sí mismo, como si fuera otro el que observaba aquellos ojos sin vida, uno al que apaleaban sin piedad. En tanto, su atención se había desacoplado de la escena, escapando de ese modo de un dolor ineludible.
Un estremecimiento quiso que regresara a la realidad de la plaza. Las lágrimas inundaban su garganta. Incapaz de sujetar por más tiempo la mirada de Lea, apartó la vista y la centró en el círculo. De los símbolos brotaba una luz.
—Es el momento, Hale.
Levantó la cabeza como pudo, aún con los hombros caídos. El ansia de matar a Heliot anuló todo lo demás. Quería ser él mismo quien disparara la bala que le reventara el corazón. ¡No!, una mente invadida por el ardor de las emociones no se satisfacía con una muerte tan vulgar. Primero haría que rogara misericordia. Luego le estrujaría el corazón con sus propias manos.
—¿Lo sientes?
—Voy a matarte...
—Hale, abre los ojos.
—Maldito hijo de puta...
—Va siendo hora de que recuerdes quién eres.
Desquiciado, la reiteración de la cruzada que Heliot había centrado en su persona le hizo perder la razón. Se abalanzó contra él con el brazo en alto y el deseo en mente de vengar a las dos mujeres inocentes a las que les habían privado de la vida.
No reparó en que la parálisis que lo transformaba en una efigie se había desvanecido.
Justo al penetrar en el círculo, tomando impulso para encajar los nudillos en el pómulo de Heliot, el entorno se alteró por un segundo. La plaza Rockefeller sufrió una metamorfosis instantánea que lo transportó brevemente a un espacio diferente.
Suspendido frente a Heliot, movió la cabeza de un flanco a otro de la plaza.
—¿Qué demonios ha pasado? ¿Qué ha sido eso?
—Enseguida lo sabrás.
Tocado por lo que acababa de ver, olvidó a Heliot y escrutó los alrededores. Fue entonces cuando recayó en la sangre que embadurnaba la suela de sus zapatos. Las náuseas se arremolinaron en su estómago.
—Lea... —susurró.
Las emociones se sucedían una tras otra sin otorgarle un respiro con el que adaptarse al cambio. De la ira ciega que lo oprimía transitó a una tristeza desoladora que atraía sus rodillas al suelo.
Extendió el brazo hacia Lea. Perdóname, repetía en una espiral de pensamiento que estimaba injusta. No existía absolución para el alma cuando aquello por lo que implorabas indulgencia era la muerte de otra persona.
A punto de desplomarse junto al cadáver, una sensación perturbadora lo hizo retroceder. De repente se sintió un recipiente vacío, atestado de una apabullante nada.
Una sacudida inesperada desplomó a Hale de espaldas al suelo. De manera paulatina, aquel foso insondable se fue saturando de un poder desconocido y sobrecogedor. Los ojos se le abrieron, desorbitados, al tiempo que respiraba sofocadamente para no ahogarse con lo que fuera que se apropiaba de su mente y de su cuerpo. Ardía, todo su cuerpo estaba prendido por un fuego etéreo e imperecedero. Sin embargo, no había dolor. Más bien, las llamas resultaban apacibles, como estar en paz, en un lugar seguro, conocido.
De regreso a casa.
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