Capítulo 21
El fulgor espectral del granado pintado en la pared se había atenuado. El tornado de emociones que había precipitado una violenta colisión frontal entre Hale y Lea había hecho sitio a la resignación. El llanto, la rabia, la aprensión sosegaron su fuerza. En todo caso, la desesperanza aportaba su granito de arena. Desconectarse podía llegar a ser efectivo.
Hale llenó los pulmones con una inspiración lenta, notando el flujo de aire viajar por su tórax. Se resistía a centrar la mente en otra cosa que no fuera esa sensación, pues le costaba detener los pensamientos que se apilaban en su cabeza. La perspectiva de estar viviendo en un sueño era igual de aterradora que la realidad propiamente dicha. Con la baza, por qué negarlo, de que poner fin a su vida no conllevaría ni un ápice de dolor.
Las comisuras de Hale vibraron. Su voluntad era frágil. Prefería decantarse por la opción que más rápido extrajera el aguijón de la infelicidad de su vida, pese a que muy en su interior supiera que no era una solución, sino todo lo contrario. Como de costumbre, abordaba los problemas que llevaban su nombre con la gracia de la evitación. Era un hombre decepcionante.
Escaquearse de su responsabilidad comprometería la vida de los inocentes que Heliot Chadburn tuviera en mente aniquilar. La vida de Lea. La imagen de la detective mitigó la intensidad del estado de abstracción que soportaba. Él solito había autorizado a su inconsciente a que plagara su hogar con engaños que lo mantuvieran al borde de un precipicio al que no se atrevía a mirar. Pero el presente había barrido las ensoñaciones construidas por sus defensas. Lea había afianzado sus pies a la realidad arrancando de cuajo las raíces podridas de su pasado.
Todavía convaleciente, Hale se puso en pie. Abandonó la habitación que había sido de su hijo y cerró la puerta. Con un nudo en la garganta, descendió las escaleras hacia la sala de estar. Lea no se había llevado sus pertenencias. El ordenador seguía abierto por el historial de Heliot Chadburn.
Se lavó la cara con agua helada para eliminar el letargo y cogió las llaves del coche.
Hizo una primera parada en su oficina. Quizás Lea se había resguardado allí hasta que uno de los dos estuviera dispuesto a firmar la paz. Encontró a Carl en la conserjería del recibidor del edificio, una pequeña habitación con una mesa, una silla incómoda y la hilera de llaves de los inquilinos en la pared frontal.
—Carl —alertó de su llegada al portero, que lo observó suspicaz, pues era la primera vez que lo llamaba por su nombre—, ¿dónde tienes encerrado a mi Dóberman?
Este se encogió de hombros como respuesta.
—Te pago para que lo cuides, ¿lo olvidabas?
—Tiene muy buen olfato. Olió algo y salió trotando como si tuviera alas en los pies. No pude seguirle —se excusó.
—Genial, Carl —musitó con desprecio—, y no te has acordado de informarme porque...
—Estaba ocupado con mis labores.
Hale suspiró.
—Ya hablaremos tú y yo.
Rebasó al portero en dirección al pasillo. Al abrir su despacho, lo halló vacío.
—¿Has visto a Lea por aquí? —le preguntó de regreso a la entrada, recibiendo un movimiento negativo de cabeza.
Un mal presentimiento condujo a Hale a tocar al piso de las ancianas.
—Dinos, querido, ¿qué podemos hacer por ti? —le saludó Diadora con una tierna sonrisa.
—¿Ha visto usted o alguna de sus hermanas a una joven con gafas hace poco?
—¿Se refiere a Lea, su ayudante? —sorprendió a Hale con el conocimiento del nombre de la detective—. No, ninguna de nosotras la ha visto. Ni siquiera hemos escuchado ruido en su despacho hasta ahora, que ha llegado usted. Tiene mala cara, ¿se encuentra bien?
Hale se apresuró hacia su coche dejando a Diadora sin una respuesta. Condujo a través del tráfico nocturno hacia el apartamento del inspector Taegan.
—Estuvo aquí —afirmó acodado en el filo de la puerta. Tenía los ojos hinchados y unas medias lunas parduzcas debajo—. Lo siento, pero le dije que no podía quedarse.
—¿Se te ha ido la cabeza o qué? —Hale lo agarró de la camisa entreabierta y acortó la distancia entre ellos.
El inspector se lo quitó de encima de una sacudida.
—Pero ¿qué coño haces? Sé que me contaste que alguien había ido tras ella, pero tampoco puedes afirmar con la mano en el fuego que fuera Heliot. Joder, demasiada casualidad, ¿no? Además, hay otros más importantes y directamente involucrados con su caso que Lea.
—Me importa una mierda lo que a ti te parezca. ¿Por qué no la dejaste pasar?
—Mis asuntos no te competen —replicó con gravedad.
Hale chasqueó la lengua.
—Tu hermano gemelo está en casa —adivinó.
Taegan parpadeó pesadamente, alargando el silencio.
—No está pasando por un buen momento.
—Ya... Y no querías que Lea viera a tu hermano Hyland en uno de sus estupores catatónicos.
—Avísame cuando la encuentres —dijo cerrándole la puerta en las narices. Antes de marcharse, lo oyó añadir—: Si necesitas refuerzos, dame un telefonazo.
El último lugar en el que se le ocurría que Lea podía haberse resguardado era su piso. La expectativa de encontrarla allí, no obstante, le parecía ridícula. No la creía una insensata con instintos suicidas.
Los radares capturaron la matrícula de Hale sobrepasando la línea de detención de los semáforos que colmaban las calles. Se personó frente a la puerta rota del apartamento de Lea, ensamblada al marco de tal forma que aparentaba estar cerrada, y la entreabrió con un golpe seco de la puntera del zapato. La mudez del ambiente se acopló a sus pisadas mientras revisaba las habitaciones.
¿Adónde demonios se habría largado? Se maldijo a sí mismo por no haberse preocupado en conocer en profundidad a su pupila. La lectura de su personalidad, de la historia de su familia y el rol que desempeñaba en ella había sido pura especulación sustentada en las pocas interacciones que habían mantenido. No había indagado en la relación actual con sus padres, ni siquiera sabía si residían en Nueva York o si su lugar de origen se hallaba en la otra punta del estado.
A juzgar por el escepticismo con el que sus padres habían encajado la noticia de su incursión en el mundo de la investigación privada, desde luego no habría retornado al nido familiar.
Los expedientes que ni se había parado a leer eran otra fuente de información que no lograba reconstruir. La insignia de una de las universidades locales naufragaba borrosa en su memoria. En el diploma que la acreditaba como detective privado figuraba el nombre de una de las agencias más consagradas de la ciudad que formaba en materias de seguridad y derecho.
Hale vació los cajones del escritorio y repasó las libretas en busca de nombres y números de teléfono. En la estantería, disimulada entre los libros, localizó la foto grupal de los graduados en la universidad. Lea estaba en una esquina. No parecía cercana a ninguno de sus compañeros, lo que constataba el hecho de que no hubiera encontrado notas, cartas o teléfonos que no tuvieran que ver con profesores y consultorios en los que Lea había solicitado prácticas.
Con la paciencia al límite, desbordado por las imágenes de las grandes manos de Heliot en el cuello de Lea, arrojó los documentos de la mesa de un manotazo. Los papeles volaron por la habitación.
Hale siguió el movimiento ondulante de una de las hojas hasta que se posó encima de los bolígrafos escurridos por el suelo. Con el ceño fruncido, se agachó sobre el lapicero que había chocado con la pata de la mesa. Dentro había una fotografía del tamaño de la palma de su mano cuyo filo estaba incrustado en la hendidura de la base. Metió dos dedos y dio un tirón a la foto. Una Lea de catorce años aparecía abrazada a un chico de cabello castaño oscuro que delineaba una mueca sonriente.
En el reverso de la foto había dos nombres y una dirección.
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