Capítulo 18
El perro dormía profundamente en la jaula. Las gotas de adormidera habían surtido efecto. Tenía previsto matarlo, librarse de una carga que le perjudicaría más adelante. De la nada surgía una excusa que postergaba el sufrimiento de aquel chucho un día más. Se estaba volviendo débil.
Se rascó la nuca y dejó los desperdicios de la comida que había robado en el armazón de madera. Necesitaba descansar. Pesadamente, se tumbó en el sucio futón del vagabundo que se beneficiaba de aquel escondrijo antes que él.
Requería un gran esfuerzo mental recordarse día y noche quién era. Su estado físico comenzaba a notarlo. El agotamiento se esparcía por sus fibras musculares con recurrentes espasmos involuntarios. Se exponía constantemente al peligro cuando emergía de su escondite. Pero no tenía otro remedio, llevaba el peso del mundo cargando en sus hombros. Él sabía la verdad.
Y se la mostraría a todos, aunque para ello debiera derramar sangre inocente.
La fatídica noche por la que ahora se mostraba agradecido le había hecho creer que era un ser abominable. Había lamentado las muertes de los hijos que adoraba y de la mujer que amaba mientras su vida discurría en una celda. Contemplaba inadmisible la idea de hacerles daño. Abrir los ojos y despertar del ensueño en el momento en que aplastaba el cuello a su pequeño Denzel dilapidaba sus creencias. En aquel instante perdió la razón. Durante años se autoflageló con la cara de su hijo muerto, la expresión de terror al ver a su padre transformado en un monstruo. Era su castigo, pese a que sus pecados no tuvieran perdón.
Ver la luz cambió el significado de aquel arranque de locura.
El traumatismo en la cabeza provocado durante un motín en el comedor de la prisión y por el que fue hospitalizado en la enfermería había quebrantado el sello que contenía su verdadera identidad. Se despertó invadido por los recuerdos, desconociendo su piel, el ambiente donde estaba recluido, los hombres que trataban de someterlo.
Una fuerza descomunal se apropió de su cuerpo. Era invencible. Los electrodos apenas le hacían cosquillas. Se quitaba a los guardias de una sacudida. Pero no contaba con el catéter que tenía en el brazo. Si no podían inmovilizarlo de forma física, un agente químico lo haría por ellos.
El encierro en el área de aislamiento no lo detuvo. Sabía quién era realmente, la vil estratagema que los había condenado a vivir como títeres. Las abolladuras en la puerta de hierro, con la forma pronunciada de sus nudillos, se habían convertido en la sonata nocturna de la penitenciaría. Sus gritos revelando su nombre ensombrecían las órdenes de guardar silencio de los funcionarios de prisiones.
A ojos de la humanidad, era un demente. En su expediente penitenciario habían anexado un informe médico con la patología que la lesión en el lóbulo temporal derecho había desembocado. Ya no era simplemente un asesino en masa. Ahora, además, convivía con una psicosis alucinatoria. El abogado que lo había defendido, en una de las entrevistas que habían celebrado, le alertó del futuro al que aspiraba si continuaba con la farsa de la enajenación mental. Demostrarle que decía la verdad conllevó un gesto juicioso de sus labios y una reunión con el gobernador de la prisión.
Con las memorias de sus días en prisión espantando el sueño, se giró de costado en el sucio colchón. Su mente no le daba tregua. Temerosa de que todos los recuerdos que había recuperado se convirtieran en polvo, rebobinaba los hilos de la vida que querían que olvidara y los observaba una vez más.
El traslado hacia el centro psiquiátrico penitenciario que suplía los déficits de las cárceles masificadas de presos mentalmente inestables fue su vía de escape. Con sus propias manos, arrancó la cadena que sujetaba sus pies al tablero de la célula de detenidos y rompió las esposas de sus muñecas. Se enfrentó a los agentes que se disponían a reducirlo uno por uno. El furgón se estrelló en mitad de una carretera deshabitada cuando forzó la apertura del habitáculo de conducción y el piloto perdió la consciencia entre sus brazos.
Era libre.
Y tenía en mente el rostro y el nombre de la persona a la que iba a mostrarle la verdad que compartían.
El detective Hale iba a despertar. Quisiera o no.
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