Capítulo 17
Despertar en una cama y un entorno desconocidos confundió a Lea por unos instantes. Con el pulso disparado, encogida contra el cabecero, fue reconociendo poco a poco la habitación. Las paredes de un gris monótono, el armario con sus prendas de ropa, la bolsa de mano colgando en el perchero del rincón. Encima del escritorio había una nota concisa del detective Hale. Le pedía, o más bien le ordenaba, que no saliera de casa. El negro armazón de un arma de calibre pequeño relucía al lado. Era el modo que tenía el detective de hacerle comprender que, mientras estaba fuera, ella misma era su propia protectora.
Se guardó la pistola en el bolsillo y bajó al primer piso. Las agujas del reloj cruzaban el mediodía. Paseó con cierto abatimiento entre las estancias, mirando sin mirar, flotando entre sensaciones molestas y flashes del incidente en su piso tan breves que ni siquiera estaba segura de haberlos pensado. En la cocina, revisó el frigorífico. Por fortuna, el hambre se ausentaba. Las míseras sobras que se descomponían en el frigorífico facilitaban la continuación del ayuno mientras Hale estuviera fuera.
Se sirvió un vaso de agua y se acomodó en el sofá. El portátil estaba abierto por las páginas webs que en la noche había estado repasando. Situó el ordenador encima de sus piernas, cerró las pestañas que ya había leído y se enfrascó en la búsqueda de las últimas novedades sobre el fugitivo que la prensa electrónica hubiera publicado.
En el asesinato de los Chadburn, a la luz del material recopilado, habían existido dos posturas enfrentadas; la familia política, incapacitada por el dolor de un duelo que contaba con cuatro fallecidos, se había pronunciado, junto con la Fiscalía, contra su yerno. Habían enterrado muy dentro cualquier muestra de cariño mostrado o la adoración que alguna vez habían sentido por él. Los familiares directos de Heliot se debatían entre la fe en la inocencia del hijo respetable al que habían criado o resignarse a aceptar que el mal era una de sus caras ocultas.
Los índices de audiencia de un alto porcentaje de programas que examinaban la vida personal de Heliot Chadburn aumentaron sobremanera. Expertos analistas, creadores de podcast sobre crímenes y fanáticos ultracrepidarios con teorías infundadas redoblaban significativamente el número de espectadores de las retransmisiones en directo.
Los partidarios a favor de Heliot resaltaban al niño inquieto y laborioso con el que habían compartido años de escuela, al joven de espíritu atrevido que había liderado el puesto de capitán del equipo de fútbol del instituto y al hombre que había celebrado con ellos sus logros, habían invitado a sus bodas y les había asistido en las etapas más duras de la vida. Destacaban su dedicación en la mejora del vecindario, siempre el primero en echar una mano a quien lo necesitara. El amor que derrochaba con sus hijos y la felicidad que deseaba para ellos y su mujer. Las fotos y los vídeos caseros mostraban a un Heliot implicado en los entrenamientos del club de beisbol infantil que administraba -lo que había reforzado su popularidad en el barrio- junto con episodios específicos en el jardín de su modesta casa. Las secuencias alternaban las tardes de juegos con sus hijos con las celebraciones de fin de semana en las que entablaba amistad con los grupos de padres.
Otros, muy al contrario, habían expuesto una faceta preocupante a los medios: las explosiones de ira que lo transformaban en un hombre distinto, aterrador y violento. No había miedo en esa cabeza, mencionaba un compañero de instituto al que habían entrevistado en un programa que buceaba en la infancia y la juventud de Heliot. Su genio incontrolable había detonado numerosos altercados en bares en los que, según fuentes anónimas, Heliot había tenido que ser separado de los hombres a los que propinaba una severa paliza por más de tres personas.
Había declaraciones de antiguos amoríos que redundaban en la idea de que era un hombre listo, pero incapaz de dominarse. Cuanto más escarbaban en su vida, más se degradaba su imagen; testimonios anónimos de mujeres que afirmaban haber mantenido un tórrido romance con él desencadenaron un escándalo, en especial por las fechas en que dichas aventuras amorosas se habían producido -durante el matrimonio de Heliot con Melantha-, lo que afectó de lleno a los padres de Heliot, abrumados por las preguntas de los periodistas y la lluvia de insultos y críticas de una masa embravecida.
Lea se quedó observando la imagen corpulenta de Heliot en el momento del juicio. Había encontrado fragmentos de unos minutos de duración en los que se le veía entrando y saliendo esposado de los juzgados. En ninguno de ellos Heliot miraba al juez, al jurado o a la gran cantidad de público que atestaba los bancos de la sala. Mantuvo los hombros caídos desde el principio, apreciando un retraimiento mayor con el veredicto de culpabilidad. No daba la impresión de ser el animal indómito que la prensa había retratado y al que se le debía hacer pagar por sus crímenes con la pena capital, como coreaban en la entrada de los tribunales.
Sin embargo, le resultaba inconcebible que un neoyorkino cualquiera proveniente de una clase social media, sin grandes reconocimientos desde la beca deportiva que consiguió como quarterback y que le procuró la asistencia a la universidad, se hubiera escapado de una de las prisiones de alta seguridad a la que denominaban "la fortaleza en mitad de las montañas".
Lo que sumaba peso a sus dudas era la estrategia que aquel hombre tendría que haber planificado para ser el único recluso fugado. ¿Cómo habría hecho para realizar un trayecto en carretera de más de dos mil kilómetros sin levantar sospechas?
Las últimas actualizaciones sobre la operación de búsqueda del fugitivo no aportaban muchos datos nuevos. Estaba en paradero desconocido hasta que el cadáver de Macie Blossom proporcionara evidencias de su presencia en Nueva York.
La incertidumbre desenfocó los ojos de Lea de la pantalla. Confiaba plenamente en Hale; si sostenía que el encapuchado que la había atacado era Heliot Chadburn, entonces debía ser cierto. Estaba escondido, al acecho, pero con la habilidad de moverse entre la gente como uno más. La relación que había establecido con Macie mientras su nombre se incorporaba a la lista de personas más buscadas del país era prueba de ello.
Abstraída en sus pensamientos, Lea cavilaba acerca del tipo de persona contra la que estaban luchando.
*
La bocina de un coche la desveló de un sueño en negro. Estiró los brazos para desentumecer los músculos de la espalda y se levantó. El salón estaba en penumbras, sin indicios de que el detective Hale hubiera regresado de donde quisiera que había ido. Esa información, por mucho que le fastidiara, no se la había revelado.
Sin saber qué hacer para matar el tiempo, se distrajo deambulando por la casa. Se había percatado de que Hale había dormido en el sofá. Unas mantas mal dobladas cubrían el respaldo central. Durante la noche de investigación conjunta no las había visto.
Impulsada por la curiosidad, subió las escaleras y se detuvo en el dormitorio de Hale. Una sábana blanca arropaba la cama de matrimonio para que no se manchara de polvo. Dos mesitas de noche, una cómoda de madera de nogal, un tocador con espejo ovalado en un lateral y dos butacas bajas componían el surtido de muebles. Haces de luz se colaban entre los agujeros de las lamas de la persiana. Echó una ojeada al interior de los cajones. Unas cuantas prendas, documentación y munición. El baño adosado parecía fuera de servicio o, al menos, no se apreciaba ningún objeto de uso a la vista.
Parecía que Hale había renegado de la segunda planta de su casa hacía bastante tiempo. Vivía, y eso era mucho decir, en el primer piso, puesto que le había cogido gusto a usar su oficina como habitación de hotel.
Al salir del dormitorio, el cuerpo de Lea reaccionó de un modo insólito erizándole el vello de los brazos. Por pura intuición, giró la cabeza hacia la derecha. La sensación la había desplegado la puerta cerrada al término del pasillo, y el simple hecho de identificar el origen la intensificaba. La prohibición de Hale le pasó por la cabeza. Pero él no estaba. No tenía por qué enterarse de su pequeña transgresión.
Avanzó hacia la puerta, puso la mano en el pomo y lo accionó. El cambio brusco de iluminación tardó en desvanecerse y permitirle distinguir los contornos de la habitación. Entornando los ojos, dio unos pasos que la recluyeron en una contraluz mortecina.
Cuando se adaptó a la oscuridad que el alumbrado del pasillo había atenuado, se quedó muy quieta.
Impresionada por lo que veía, no tuvo tiempo de reaccionar a las fuertes manos que la agarraron. Chocó con la mirada animal del detective Hale. Un inusual brillo encarnado en sus ojos le hizo estremecer. Su cuerpo ocupaba más espacio del que Lea creía posible.
—Qué demonios haces aquí —pronunció con la mandíbula fuertemente contraída—. Te dije que este lugar debía permanecer cerrado.
Lea no articuló palabra alguna, consciente del error cometido.
—¡Contéstame! —Hale la sacudió con violencia y la atrajo hacia su rostro—. Quién te crees que eres para husmear en mi privacidad.
—Pe-pero... Si la habitación está vacía.
La aferró de la mandíbula.
—¡M-me haces daño! —farfulló revolviendo la cabeza para desprenderse de la mano de Hale.
—¡Lárgate! —La empujó fuera de la habitación. Lea, que de la potencia del impulso se había precipitado al suelo, gateó de espaldas hacia las escaleras—. Lárgate antes de que lo lamentes...
Un resplandor blanquecino aturdió a Hale en el umbral. Lea aprovechó aquel despiste y echó a correr casi sin pisar los escalones hacia el vestíbulo.
El portazo se ahogó entre los sonidos de una casa desierta. Los ojos de Hale viajaban por el dormitorio, retornando una y otra vez al mismo punto. Las piernas le flaquearon. No podía ser verdad. Había conservado la habitación tal y como estaba. No había hecho ni un solo cambio. Eso significaría enfrentarse a una realidad que detestaba.
Se tapó el rostro con las manos. Las notaba húmedas del llanto.
En el pasado que había querido preservar intacto, los peluches de la cama de sábanas azules de su hijo todavía bordeaban la almohada. Las cajas de juguetes inundaban porciones de la moqueta. Y el escritorio con cuentos y actividades del jardín de infancia conservaba el cartón bajo la pata izquierda que compensaba el constante cojeo.
Había muchas voces que hablaban atropelladamente a su alrededor, ruidos fuertes, desorden. Pero al abrir los ojos, estaba solo. En la habitación no había nadie más que él. Las voces procedían de dentro de su cabeza.
Conforme los segundos se sucedieron, el zumbido disminuyó en intensidad, dándole espacio para reponerse y observar con algo más de claridad. En la habitación no quedaba nada. No había muebles, ni los cuadros con animales que su esposa había comprado. Tampoco las figuritas de acción de su infancia que había legado a su hijo...
Un azul oscuro bañaba el dormitorio. Salvo por una porción de pared. Se aproximó lentamente, todavía con el cuerpo pesado. La luz del pasillo alumbraba la pared como un foco, revelando la forma de un árbol hecho con pintura blanca.
Extendió vacilante la mano y lo tocó. La tinta estaba seca, áspera, como si llevara mucho tiempo allí. Trazó el contorno del árbol con la yema de los dedos. Fue entonces cuando se percató de lo que simbolizaba.
El árbol pintado en la habitación de su hijo era un granado.
Los resquicios de una vida de la que ya no formaba parte se desmoronaron. Su mente colapsó. No había más que oscuridad. Desagradable, asfixiante y perversa oscuridad.
La gravedad lo atrajo hacia el suelo. Con la cabeza encerrada entre las manos, agazapado contra la pared, dejó que lo que había muerto en su interior lo engullera.
La sombra de una idea funesta, cortesía de lo miserable que había llegado a sentirse, subsistió por un momento. Una tibieza indescriptible comenzó a propagarse por su costado. Entreabrió los ojos, irritados por las lágrimas. Una neblina etérea, como el suspiro de la primavera cuya esencia flota y se extiende por la atmósfera, lo envolvía. Su consistencia resultaba reconfortante.
—¿Estoy soñando? —pronunció sin la conciencia de haber movido los labios.
—No —le susurró una armoniosa voz, ligera como una pluma, tan cerca del oído que profesó la sensación del aliento acariciando su piel—. Estás viviendo en un sueño.
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