Capítulo 11

Hale telefoneó a Esther desde una cafetería. Fue conciso. No estaba en lo que se decía. Sumido en una profunda elucubración sobre la apariencia femenina del espejismo que lo perseguía por Nueva York, colgó sin un adiós como si acabara de hablar con una operadora telefónica.

La simple insinuación de que las alucinaciones hubieran despertado de su letargo lo desmoralizaba. Las vívidas representaciones de su familia brotaron cuando renunció a la bebida. La censura en el semblante de su mujer; su hijo de espaldas, como siempre que se acordaba de él, incapaz de concebir una sola característica suya que no fuera su risa aniñada. La bebida había liberado un mal en su cerebro que se jactaba de su fracaso. Rescatar al hombre que había sido era engañarse a sí mismo. Jamás volvería a ser él.

Por alguna razón, el caso de Macie Blossom había resucitado a los fantasmas.

Sin prestar atención al movimiento de sus piernas, con un pinchazo en la zona derecha de la cabeza que se aliaba con la angustiosa opresión en el centro del pecho, culminó en el barrio de la joven artista asesinada.

Accedió al callejón con la mente aún espesa. En la puerta de entrada, reconoció a la persona que estaba a punto de cruzar el umbral.

—¿Qué demonios haces tú aquí?

—Detective Hale —dijo Lea, contenta de que la mente de su instructor y la suya hubieran sincronizado pensamientos equivalentes que los situaban en un destino común—. Terminé la lista de sospechosos. Me he informado sobre todos y cada uno de ellos, aunque hay ciertos datos que aún no he conseguido averiguar.

—Acerca de...

—Lo que le vincula a usted con esas personas. Creo que es más interesante y útil que lo que yo haya podido recabar en Internet, prensa y alguna que otra llamada telefónica.

—El punto flaco de un detective es sobrepasar la línea entre lo que es información imprescindible y lo que es puro cotilleo —la reconvino—. Lo que estás buscando no está relacionado con el caso, por lo que olvídalo.

—En eso no estoy de acuerdo —se plantó Lea, que todavía sujetaba la puerta abierta—. Las personalidades de la lista han estado enzarzadas en conflictos delicados con usted, y que se sospeche de la vinculación de todos ellos con el caso de Macie no me parece casualidad.

—¿Insinúas que actúo llevado por rencillas personales? —cuestionó avanzando intimidante hacia ella.

—Tal vez. Suena más lógico que pensar que Macie Blossom tenía relación con todos esos hombres.

—Ahora lo averiguaremos, niña, ¿o estás aquí porque te divierte pasear por escenarios de crímenes?

—Quería entrevistar a los vecinos de Macie. A lo mejor alguien posee información que no ha valorado importante compartir con la policía. También pensé que podría servirme para contrastar testimonios y formarme una impresión más elaborada de Macie.

—Aretha —pronunció Hale. Ante la confusión de Lea, añadió—: Era la amiga de Macie. Reside en este edificio. —Se introdujo en el bloque a través del hueco entre la puerta y el brazo de Lea—. Vamos.

Localizaron el piso correspondiente a Aretha Freemon en la tercera planta, a dos puertas de distancia del apartamento de su amiga fallecida.

Hale tocó a la puerta y permaneció a la espera con Lea en su flanco derecho. A los segundos, un zapateo ruidoso hizo crujir el estropeado suelo de losetas.

—¿Sí? —La mujer que salió a atenderles llevaba un vestido a ras de las rodillas con un cinto que reducía el contorno de su cintura y que la hacía ver más alta de lo que ya era. El lápiz negro que resaltaba sus ojos se había difuminado bajo sus párpados. Había estado llorando—. ¿Quiénes son?

—Usted es Aretha —dijo en una afirmación el detective al tiempo que le mostraba su identificación.

La mujer asintió.

—Nos gustaría hablar con usted en privado.

Con los brazos cruzados, reticente, Aretha estudió al detective de los pies a la cabeza. Luego pasó revista a Lea.

—¿Y por qué debería hablar con vosotros?

—Por Macie —intervino la detective en prácticas—. Estamos investigando su asesinato.

Aretha entornó los labios, que trepidaron visiblemente. Aguantaba el llanto. Se apartó a un lado extendiendo el brazo hacia el interior de su casa.

—Pasad.

*

El minúsculo piso de Aretha englobaba el salón, la cocina y el dormitorio en una sola estancia. Los invitó a tomar asiento en las dos únicas sillas de la mesa cuadriculada pegada a la ventana. La luz apenas se apreciaba, eclipsada por los edificios de enfrente. El paisaje no podía ser más deprimente.

—No me queda café instantáneo y odio el sabor del té —espetó Aretha, aún de brazos cruzados, apoyada en uno de los módulos de la cocina.

—No te preocupes por eso —le tuteó Hale.

—¿Acaso debería preocuparme? —instó ella—. No sois precisamente una visita agradable.

—Estamos aquí para resolver el crimen de tu amiga.

—¿Eso no es función de la policía?

—Depende. La ventaja es que yo no tengo por qué seguir los cauces legales.

Aretha negó con la cabeza.

—Mira, si quieres que Macie descanse en paz...

—No hables de ella como si la conocieras. —En un ahogado sollozo, se dio la vuelta y se agarró al borde de la encimera.

—Pero es que la conozco. —Recibió una mirada lateral de Aretha que apestaba a desprecio—. Al menos, una parte de ella. Te puedo dar los detalles más superfluos de su persona: una mujer preciosa, atractiva y con gran talento que tenía a todos los hombres a sus pies. Pero eso te lo podría decir cualquiera. Lo que yo he observado de tu amiga es que tenía una curiosa fascinación por la muerte. Quizá por alguna experiencia traumática o una vivencia en una casa donde la muerte estaba muy presente. Sin embargo, ella buscaba la visión compasiva y benévola del momento en que nuestro corazón deja de latir. De hecho, en sus cuadros exponía, según me explicó, el ofrecimiento de la propia vida en un gesto de puro amor y altruismo hacia quienes se ansía proteger. En mi opinión, es una muestra simbólica de su humildad. Macie poseía un gran respeto por la vida, era bondadosa. Y al igual que eran sus virtudes, también representaban sus defectos.

En un soplo de aire consternado, Aretha arrastró la silla del escritorio hasta la mesa de la cocina y se sentó con ellos.

—A Macie le habrías encantado —dijo con desdén.

—Y ese era su principal problema.

—¿Los hombres? Qué va —repuso taciturna—. Los hombres dispuestos a engañarla para beneficiarse de ella, sí. Esa clase de hombres calaba a Macie a la primera. Sabían que haría todo por agradarles si actuaban como seres sensibles que apreciaban la misma belleza que ella. Era una ingenua —farfulló, molesta y profundamente apenada—. Siempre le dije que esos hombres solo querían utilizarla. Manipularla era fácil.

—Pero esa faceta que describes es lo que la hacía especial —opinó Lea.

Aretha la miró con cara de asco.

—Me refiero a que Macie parecía querer ver los rasgos positivos de la gente —quiso explicarse.

—¿Y crees que sobrevivir a un engaño tras otro le hacía feliz? —le soltó con hosquedad—. Macie tendía a salir con hombres que le perjudicaban, hombres a los que les convenía un rollo rápido y luego se libraban de ella de la noche a la mañana. Lloraba, no comía, se tiraba días sin dormir y luego aparecía con una cara aparentemente normal como si su etapa depresiva me la hubiera imaginado yo solita. Si eso es ser especial, entonces me alegro de no parecerme a Macie.

—¿Reconocerías a algunos de esos hombres? —medió Hale.

—Tal vez. Asistía a sus exposiciones cuando el trabajo en el taller me lo permitía, y tengo grabada la cara de más de uno que me habría encantado partírsela. La miraban como si fuera carne fresca, pero ella ni se daba cuenta. Y, bueno, en alguna ocasión Macie se presentó en el taller colgada del brazo de algún tío. Lo peor es que eran unos vejestorios. Lo siento —dijo adrede mirando a Hale.

Este omitió el comentario.

—Contamos con información que relaciona a tu amiga con un hombre casado —expuso.

—No me extraña. Había un tipo, los vi varias veces despidiéndose abajo. Esa cara de vicioso me daba grima. —Inclinó los labios en una contorsión—. Le sacaba al menos treinta años, pero la compraba con un montón de regalos. Pinceles caros, cenas en restaurantes que Macie no podía pagarse... Adquirió varias de sus obras por un precio exorbitado. Todo con tal de tenerla donde él quería.

—A nosotros nos dio la impresión de que el hombre al que haces referencia estaba verdaderamente enamorado de Macie.

Tanto Aretha como Hale la taladraron con la mirada.

—Tú que sabrás lo que es el amor —rugió Aretha—. Lo de ese hombre era lujuria, lo que palpitaba entre sus piernas era lo que lo llevaba a actuar, no el amor. Pero se habría llevado un chasco enorme. —De repente se echó a reír con malicia.

Hale arqueó una ceja, comprensivo.

—¿Había otro hombre? —inquirió con la imagen en mente de dos posibilidades que habría pagado porque fueran acertadas.

—Por una vez, Macie se relacionaba con un tío que no triplicaba su edad. O que no lo aparentaba.

Aquel nuevo dato descolocó al detective. Lea se aproximó a la mesa.

—¿Los viste?

—No. Macie me habló de él. Un artista más, como ella, pero encadenado a la mediocridad porque le faltaba pasta. Me dijo que tenía un aire misterioso muy atrayente. Lo conoció cuando asistió a un curso de arte nocturno al que se había apuntado para refinar su técnica. Vio la discusión que mantuvo con la profesora y cómo se marchaba con una mirada tan impotente que le despertó lástima. —Aretha se tapó la cara con la mano—. La muy tonta le siguió. El tío fue muy rudo con ella al principio, pero ¿quién no se derrite con Macie? En fin, que le contó que no podía costearse las clases y que la profesora no estaba dispuesta a rebajarle el precio. Así que Macie se ofreció a darle clases particulares gratuitas con lo que aprendiera del curso. Comenzaron a verse varias veces a la semana, siempre por las noches. La escuchaba llegar a horas intempestivas, y creo que él la acompañó a su piso en un par de ocasiones. No sé si llegaron a acostarse, pero Macie estaba muy interesada en él.

—¿Te dijo su nombre?

—No, y tampoco se lo pregunté. Estaba harta de sus líos amorosos. Pero el interrogatorio se acaba aquí. —Aretha se levantó y rebuscó en el armario junto a la cama. Sacó un carcaj que se calzó al hombro—. Tengo hora en el club de tiro.

—Es un arco precioso —opinó Lea.

La nostalgia se adecuó en el rostro de Aretha.

—Macie sabía de mi afición al tiro con arco —dijo con una sonrisa y los ojos húmedos—. Ella lo odiaba, pero aun así me regalo un kit completo después de vender una de sus obras.

La amiga de Macie acarició el carcaj. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Una última petición y no volverás a vernos las caras —dijo Hale aproximándose a Aretha, que se había enjugado los ojos y se equipaba con una dactilera y un protector de brazo—. ¿Macie te dejó alguna llave de su piso?

Aretha agachó la cabeza con una risotada punzante. Hurgó en la cajonera, bajo el cúmulo de ropa, y extrajo una llave. Se la entregó a Hale.

—Cuando terminéis, dejadla en mi buzón.

Sobrepasando el cordón policial que prohibía la entrada al piso de Macie Blossom, el detective Hale introdujo la llave en la cerradura e ingresó en la estancia seguido de Lea. Pese a que la estructura de los pisos era idéntica, el espacio que Macie había creado sorprendía por su calidez. Había usado la pared como lienzo. Un firmamento celestial desplegaba su poderío al son de una bandada de pájaros blancos que alzaban el vuelo sobre una hermosa pradera de lirios. En el lado que ocupaba la cama, la diversidad de azules albergaba un sol naciente en el horizonte.

Hale y Lea, en una contemplación silente compartida, proyectaron la figura de Macie retratando con pasión la mezcolanza de tonos amelocotonados, dorados y violetas que aportaba una energía avasalladora a su hogar.

Las fotografías se apilaban en cada hueco libre, abarrotando el refrigerador, el tablero de corcho y el cabecero de la cama. El portátil y el teléfono móvil habían sido confiscados por la policía. Solo quedaban lienzos sin estrenar amontonados en un armario, una hilera de libros en una repisa ataviada con luces colgantes y los pocos objetos íntimos que la policía ya había analizado.

Durante la búsqueda imperó una mudez solemne. Lea tenía la sensación de estar quebrantando un lugar sagrado con la indagación en los efectos personales de Macie. Inspiró largamente y se convenció de que lo hacía para que, como había dicho el detective Hale, pudiera descansar en paz.

En el otro extremo de la habitación, Hale se había recluido en la inspección de los cajones. Soportaba un temblor en las manos semejante al de sus días de abstinencia. Estaba aturdido. Los efluvios de la vida de Macie que exponían las fotografías corrían ante sus ojos a modo de película. En una serie de instantáneas se la veía riendo, dichosa de vida, rodeada de personas que la miraban con adoración. La sonrisa de la artista le dejaba sin un resquicio de aire. Había algo anómalo en él, en las sensaciones que estaba experimentando y que estimaba improcedentes. Había sido testigo de la muerte sin alterarse lo más mínimo y, sin embargo, el humilde piso de Macie le originaba, a golpe de descargas, una pesadumbre que apagaba su voz.

—Qué me está pasando —murmuró para sí. Suspiró un par de veces para combatir el nudo en la garganta.

—He encontrado el curso nocturno de arte al que acudía Macie —le comunicó Lea elevando un panfleto que había localizado en el casillero atorado de publicidad de un aparador de ratán—. Pero, a excepción de postales que se enviaba con unas amigas y notas románticas de algún que otro admirador, no hay nada que nos dé una pista sobre quién es ese hombre misterioso.

Hale asintió sin verse capaz de hablar en alto. Le indicó con un gesto de la cabeza que salieran. En el exterior, la atmósfera oclusiva se desvaneció. Sus pulmones volvían a llenarse y la angustia desaparecía sin dejar rastros de su presencia.

—No estaría mal que nos pasáramos por la clase de arte. La profesora podría querer colaborar y contarnos quién era el alumno al que rechazó. Y si no es el caso, podemos probar con sus compañeros. Quizá alguien también fue testigo de la pelea y tiene información que aportar.

Antes de que Hale apreciara la iniciativa de la joven de gafas redondas, un Cadillac negro irrumpió en el callejón. Se detuvo obstaculizando la salida.

Hale había reconocido al conductor. Se adelantó a Lea y la ocultó con su cuerpo para que quedara detrás de él.

Del coche se apeó Héctor y su incisiva sonrisa burlona.

—Metiendo las narices donde no debes, ¿eh, detective Hale?

—Lo que me sorprende es que supieras que estaba aquí. Deduzco que quien te envía está acojonado porque pueda encontrar indicios que lo incriminen.

—Vamos a pasear un rato. Subid al coche.

Hale estiró el brazo hacia atrás, apartando a Lea.

—A ella déjala fuera de esto.

Héctor hizo una torsión con el abdomen hacia adelante y centró los ojos en Lea.

—La invitación es para los dos, y no es una oferta que podáis rechazar. No me obligues a ayudarte a entrar en el coche, detective. Quizá contigo sea más cortés por esa arma que asoma en el costado de tu pantalón, pero la novata no va a tener tanta suerte. Apuesto a que no te gustaría lo que tengo pensado para convencer a la chica que te ha dado por proteger de que suba al coche.

Esforzándose por no caer en los trucos arteros de Héctor, se giró hacia Lea.

—Estaré bien —le aseguró ella con entereza.

Hale asintió sin estar del todo conforme.

—De acuerdo —le dirigió a Héctor, y escoltó a Lea hasta la parte posterior del Cadillac—. ¿Querías saber qué tengo contra los hombres de esa lista? —le susurró cuando el tráfico de la ciudad insonorizó el interior del vehículo—. Ahora vas a ser testigo de ello.

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