Capítulo 10
Lea cuestionaba si había sido una buena decisión aceptar el ofrecimiento de las tres ancianas que la contemplaban sin pestañear. Había dado un sorbo al té caliente que le habían servido y, después de los cumplidos de rigor, el silencio se había instaurado en la cocina. Pero antes de que su yo tímido y acomplejado que tomaba el control de su persona y la convertía en un muñeco sin voz arruinara el momento, se aclaró la garganta y pronunció la pregunta que había estado rondando desde que se sentó a la mesa con ellas:
—¿Podrían hablarme del detective Hale?
Las tres mujeres compartieron una mirada cómplice.
—Es un hombre muy reservado y, por su actitud, siento que soy una molestia para él.
—¿No te ha contratado como asistente? —preguntó la mujer de aspecto rollizo que se había presentado como Diadora y que a Lea le recordaba a un estiracosaurio.
—No exactamente —contestó—. Soy su aprendiz por una semana. Necesito más horas de prácticas para culminar la formación, pero el detective Hale no parece estar por la labor.
—Este hombre siempre igual —se lamentó otra de las hermanas, muy muy delgada y raquítica, de cara aplanada como la pared y dedos finos y largos, llamada Eline—. Jovencita, si quieres que te vea como a una más y no te excluya, te aconsejo que aprendas a soportar sus temibles cambios de humor.
—A primera vista puede parecer que todo le es indiferente y que vive abstraído en su mundo infernal —siguió Diadora—. Una farsa, todo teatro.
—He leído acerca de sus logros en el cuerpo de policía. Decían que era un inspector implacable.
—Eso es cierto, querida. Fue su época dorada. Pero no todos pueden aguantar el peso de la fama. Una vez estás arriba, la excelencia que los demás esperan que demuestres se convierte en una carga insoportable, y Hale no supo gestionarlo adecuadamente. La exigencia propia es el peor de los boicoteadores.
Lea se pasó el dedo por los labios, evocando los artículos de periódico que narraban la caída en desgracia del destacado inspector de Nueva York. No se habían cortado un pelo; hasta el hecho más banal relacionado con su alcoholismo fue desenterrado y exagerado. Su falta de puntualidad en el trabajo, la desobediencia en la colaboración con compañeros, las ofensas verbales y, en concreto, la agresión física a un sospechoso de uno de los últimos casos que había encabezado y que conllevó una acusación contra él de la que la comisaría quiso limpiarse las manos.
—Tardó en recomponerse, no contaba con el apoyo de nadie. A veces se pasaba un amigo suyo por aquí, pero tampoco es que se esforzara mucho por sostener a Hale en sus episodios más bajos. Él solito tuvo que reconstruir los fragmentos rotos, o algo por el estilo. Abrió el despacho de enfrente y comenzó su carrera como detective privado trabajando para toda clase de clientes y demandas. Algunos lo tachaban de cruel o lo amenazaban con demandarle por invasión a la privacidad. ¡Memeces! —prorrumpió con una risita Petya, la tercera de las tres hermanas cuya fisionomía lucía más uniforme—. Es un hombre firme y justo.
—Si te paras a pensarlo detenidamente, tiene un aire a su padre. Un hombre miserable. Autoritario y, por lo visto, negligente en muchos aspectos. La infancia de Hale fue dura, muy dura, nadie lo sabe mejor que él. Pero el modelo del que tanto se ha querido desligar ha dejado vestigios en él. En su comportamiento —contó Diadora—. Comprendemos que la vida de su padre, indudablemente, tampoco fue de ensueño, y que posiblemente trató de hacerlo lo mejor que pudo con los recursos con los que contaba y los miedos que seguro le invadían, pero con ese hombre no hemos tenido el placer de conversar. Con Hale, sí. Y sus rudos modales y miradas asesinas, te lo garantizamos, querida, encubren su lado más tierno.
—Es como un pastel que esperas con la ilusión de un estómago rugiente a que salga del horno y cuya cobertura se ha quemado. Cuando te deshaces de ella, el interior esponjoso y dulce te devuelve el apetito —rio Eline.
—¿Cómo saben tanto sobre él?
Las tres hermanas volvieron a mirarse y compusieron una sonrisita semejante.
—Somos los ojos y oídos de este edificio, chiquilla —respondió Petya—. Llevamos tanto tiempo aquí, que con una sola mirada adivinamos si alguien está soltándonos una mentirijilla. Hale también lo hacía. Pero ese hombre es predecible.
—Será para ustedes... —Lea golpeteó la taza con el índice. El té hacía rato que se había enfriado—. Para mí es como hablar con la pared.
—Dale tiempo, querida. Hale tiene tanto guardado en su interior que no sabe ni por dónde empezar a contar su historia.
—El pasado no hace daño si aprendemos a mirar con amor —dijo Diadora con aire reflexivo—. Hale está secuestrado por la culpa. Su familia —indicó a Lea— renunció a él, claro que después de que Hale renunciara a ellos primero. Salvo que su familia se esfumó de la noche a la mañana. Recogieron sus cosas, y cuando Hale volvió del bar donde había bebido hasta hartarse, se encontró la casa vacía.
Con el corazón compungido, Lea se abstrajo en la apariencia lúgubre que había advertido en el detective y se compadeció de él. Estaba solo, y cualquier vinculación con otra persona activaba la voz destructiva que le decía que no era merecedor de ese afecto. Era más beneficioso anticiparse y ahuyentarlos a todos que volver a sentir el dolor de ser abandonado.
—Si de verdad quieres establecer un puente hacia él, no corras —le aconsejó Petya—. Si Hale se da cuenta de que sigues ahí pese a sus intentos de sabotear vuestra colaboración, no tendrá más remedio que aceptarte. Pero debes ser lista. Reforzar y reparar, en eso consisten todas las relaciones humanas. Y con personas como Hale, la perseverancia es la mejor de las fortalezas.
La más delgada de las tres se puso en pie de un saltito y encerró las manos de Lea entre las suyas. La miró a los ojos con una fijeza abrumadora.
—Tienes unos ojos preciosos, cariño —le dijo—. Los nuestros ya no son lo que eran. Pero tú... —Eline le bajó un poco las gafas—. Sí, son hermosos. Jóvenes. —Lea creyó ver que se relamía los labios—. Hace mucho que no apreciamos de esos por aquí. Tus gafas no les hacen justicia.
—Ya... Esto... —farfulló incomodada.
—Esta joven tendrá mucho trabajo pendiente y nosotras la estamos importunando —intervino Diadora, que había tomado constancia de la turbación de Lea.
Disculpándose en nombre de su hermana, la acompañó hasta la salida.
—Toma esto, querida. —Diadora abrió uno de los cajones de la cómoda del vestíbulo y sacó una especie de piedra del tamaño de una moneda de color granate—. Te vendrá bien.
La mujer cogió la mano de Lea y situó la piedra en su palma.
—No puedo aceptarlo —rehusó con tono conciliador.
—Claro que sí —dijo con firmeza Diadora—. Es cuarzo, te aportará claridad de conciencia y fortalecerá tu alma. Llévala contigo siempre.
Lea se recluyó en el despacho con su portátil y la lista de sospechosos. Sostuvo el cuarzo entre los dedos y lo hizo girar, inspeccionándolo. ¿Quién era ella para criticar las creencias de esas mujeres? No compartiría su fe en lo esotérico, pero tampoco pensaba que una piedra semipreciosa hiciera daño a nadie. Centrando la atención en el cuarto nombre de la lista, se guardó la piedra en el bolsillo de la chaqueta.
*
Las entrecalles del Bronx no hacían fe a la campaña de regeneración que plasmaba la alcaldía. Pese a que las zonas en rehabilitación habían aumentado, Hale estudiaba a los individuos que franqueaba sin guardar la suspicacia. Su dedo índice rozaba la pistola que escondía bajo la gabardina. Había desarticulado demasiadas operaciones en aquel barrio. Actuar como un ingenuo que no conocía lo que allí se movía era atentar contra su propia vida.
A unas calles de Hunts Point, se detuvo frente a un bloque de pisos de fachada gris. Atravesó un portalón que comunicaba con el área central del bloque. El poco de verde que aportaba color al lugar lo componía un estrecho círculo de jardín cercado por cuatro bancos de hormigón. En uno de ellos, una joven vestida con un top negro de tirantes, una camisa estilo leñador y una minifalda de cuero con tachuelas se encontraba encorvada sobre un cuaderno. Tenía en las manos un pequeño carboncillo. Abstraída en el boceto que estaba diseñando, no se percató de la presencia de Hale. De pie a sus espaldas, recayó en la petaca que había junto a una de las patas del banco y del cigarrillo que la chica sostenía entre los dientes.
Hale se asomó por encima del hombro de la hermana menor de Esther y contempló el boceto.
—No has perdido tu esencia grotesca —dijo elevando la voz, pues la chica llevaba puestos unos auriculares con un volumen tan alto que Hale fue capaz de entreoír la letra de la canción.
—¡Mierda! —exclamó Mónica del susto. Se quitó el cigarro de la boca en un gesto brusco y dobló la cintura para mirar al detective a la cara—. ¿Qué coño haces aquí?
—Yo también me alegro de verte.
Se posicionó delante de ella con las manos guardadas en los bolsillos de la gabardina.
—¿Tengo monos en la cara o qué?
—Veo que no has cambiado nada. —Torció una mueca—. Tu hermana te echa de menos.
Mónica puso los ojos en blanco. Dio una calada al cigarro y lo aplastó en el banco.
—Es una pesada.
—Teníais un acuerdo: ella accedía a no preguntar por tu ubicación y tú respondías a sus llamadas.
—Los acuerdos pueden alterarse.
—Entonces, quizá tu hermana se pase por aquí a hacerte una visita.
—No te atreverías. —Se levantó y permaneció de pie con los puños comprimidos a los costados, desafiante. Sus Dr. Martens aplastaban las hebras de hierba seca.
—Yo solo soy el mensajero, lo que haya entre vosotras no es asunto mío.
—Pero aquí estás —le hizo ver.
Hale elevó ligeramente las manos, aún en los bolsillos.
—Esther me cae bien.
—Eso es porque no es tu hermana. Es agobiante y una plasta. Actúa como si fuera mi maldita madre, y ella está muerta. No necesito que la sustituyan.
—¿Preferirías que actuara como Eva?
Mónica lo fulminó con la mirada.
—No me nombres a esa bruja. —Escupió seguidamente a un lado—. ¿Quieres algo más o me dejas en paz de una vez?
—Cumple tu promesa —le advirtió señalándola con el dedo—, y seguirás conservando tu libertad.
—Que sí, que sí. —Agitó la mano cerca de la cara del detective—. Lárgate de una vez.
Hale sonrió complacido.
—Una última cosa.
—¡Qué, joder! ¿No ves que estoy ocupada?
—¿Te suena el nombre de Macie Blossom? —indagó Hale obviando el arranque rabioso de Mónica.
—Sí, sé de ella por otras personas.
—¿Qué puedes decirme al respecto?
—¿Por qué debería decirte algo de ella? ¿Ahora te ponen cachondo las jovencitas?
—Macie Blossom está muerta. Ha sido asesinada.
La expresión burlona de Mónica no se alteró con la noticia. No obstante, Hale reparó en los segundos que había aguantado la respiración, acorde al flujo de pensamientos que la apresaron y que la conectaban con el trauma que había vivido.
—Tiene una amiga. Joder, pobre Aretha. —Se dio una palmada en la frente—. Son muy cercanas, viven en el mismo edificio. O vivían. Se conocieron en la facultad. Aretha es otra artista, pero de un sector diferente. Es artesana, una puñetera crack. Tiene unas manos que más de un tío querría para él. Supongo que ya estará enterada. Joder —bufó.
Hale archivó en su memoria el nombre de la amiga de Macie.
—Espero no tener que pasarme de nuevo por aquí —se despidió, a lo que Mónica le sacó el dedo corazón—. Y que eso no contenga alcohol —añadió apuntando a la petaca.
Mónica se echó a reír.
—¿Quieres asegurarte? Ver si es cierto que sigo acudiendo a esa mierda de terapia y que ya no estoy deprimida por mi fama de puta.
La petaca relució frente a sus ojos. Se le secó la garganta. Mónica removía el contenido con la intención de provocarle. Sonaba llena.
—¿Qué apuestas que contiene? Whisky, vodka, ginebra...
En un arrebato, Hale le quitó la petaca de la mano. Tentado de beber un trago, hizo lo posible por mojarse solo la lengua. En el acto, escupió la saliva que se le había amontonado en la boca y se limpió los labios en la manga de la chaqueta. Mónica estalló en carcajadas. La violenta mirada que Hale cernía sobre ella no la intimidaba.
Le lanzó la petaca y alargó el paso hacia la avenida. Las risas de Mónica se fusionaban con el regusto que todavía persistía en su boca.
No tenía conciencia del momento en que comenzó su aversión a la granada. El sabor astringente le provocaba arcadas. El acusado amargor de la fruta detonaba una letanía de flashes incomprensibles. Sin motivo aparente, conectaba con las grietas cementadas de la herida que no había terminado de curar. El foso que había cavado resurgía bajo sus pies.
Ancló la mano a la moldura del escaparate de una tiendecita y se encogió sobre sí, sofocado. Inspiró con dificultad. Al elevar la cabeza, una racha de viento que arrebataba los tonos de un sol en descenso se manifestó y se esfumó de su campo de visión. Llevado por un sentimiento de conexión, echó a correr hacia la esquina. Entre la marabunta de coches vislumbró el resplandor de un blanco cegador que abrazaba a la mujer de apariencia espectral de la galería. Otra vez ella. Su mirada lo alcanzaba de perfil. Una mirada sombría y, de un modo que Hale no llegaba a entender, cargada de amor.
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