Capítulo 6
https://youtu.be/O5W8MYKUiEU
Tengo un "te extraño" en la punta de los dedos que no voy a escribirte por miedo a que no tengas un "yo también".
Una noche sin café.
Shelly y Jenn eran amigas desde la secundaria. Dormían juntas, leían los mismos libros, tenían las mismas alergias... y se habían acostado con los mismos chicos, pero esa ya es historia para otro día.
Ella era famosa por haber sido la capitana del equipo de las porristas, la más inteligente de su curso y se consideraba un arte su capacidad para beber tequila sin sufrir un coma etílico.
Quizás por eso no me sorprendió que estuviera muerta de la risa, colgando de una cuerda rota, mientras los rescatistas la ayudaban a salir de ahí.
A pesar de no haber caído al suelo sufrió un buen golpe y todas las damas de Jenn, junto con la propia Jenn, subieron al helicóptero que los sacaría de la isla para llevarla al hospital.
La cara de seriedad que todos llevábamos era un poema. Parecía que habían regañado a la familia completa, y ahora nadie se animaba a continuar el festejo, como si de alguna forma eso fuera a faltarle al respeto a la herida de Shelly, aún cuando ella misma nos imploró que no nos detuviéramos con las actividades, como si temiera arruinar el itinerario de ese día.
Teníamos que agradecerlo a su estado de embriaguez y a su siempre presente buen humor, porque yo los hubiera mandado al infierno a todos juntos si la herida hubiera sido yo.
—Sé que un accidente puede poner nervioso a cualquiera—comenzó la tía Nel con las manos temblorosas, mientras Santiago, a su lado, le daba ánimos—. La linda Shelly ya será atendida por los doctores, estamos seguros de que solo son unos cuantos rasguños y el parque prometió darnos gratis el resto de las actividades así que no hay que desperdiciarlas.
Los ojos de todos se abrieron cuando dijo la palabra "gratis".
—Por ahí hubieras empezado, hija mía—dijo el abuelo mientras se bajaba los lentes de sol—. Llévenme a la playa, que vi a unas europeas preciosas en traje de baño.
—¡Papá!
Lo regañó la tía Nel, pero solo causó que él soltara una risa descarada.
—Andando y que no se te olvide mi aparato para la presión.
La familia se dividió. Unos cuantos se fueron con el abuelo a la playa, otros corrieron a hacer snorkel y los niños se fueron como manada al área de juegos.
—¿Vamos por unas copitas?—sugirió Kathleen mientras encogía los hombros.
James estaba a lado de ella y aunque no era un mal tipo, algo me dijo que no se nos iba a quitar de encima.
—Necesito unas con urgencia.
—¿Puedo acompañarlos? Me han dejado solo.
Quisiera decir que eso lo dijo el señor comercial de Calvin Klein, pero no, la voz venía de la espalda de Kathleen justo donde se veía a Santiago caminando hacia nosotros.
Los tres lo volteamos a ver. James con una neutralidad que no supe descifrar, Kathleen a punto de preguntarle por su vergüenza y yo... queriendo salir corriendo.
—No.
—Sí—agregó mi amiga con una sonrisa que me hizo voltearla a ver con el infierno ardiendo en mi interior.
—No, no puede—contrapuse.
—¿Pasa algo?—preguntó James extrañado.
—Nada—la sonrisa de Kathleen creció más mientras volteaba a verlo—. Íbamos a ir a la barra, ¿quieres venir?
—Me vendría bien—respondió él.
A mi no me iba nada bien.
A mi me iba del carajo.
Y más aún cuando llegamos a una mesa para cuatro donde el silencio era taladrante.
Pedí mi bebida bien cargada. Demasiado cargada. ¡Si le podían echar la botella entera mejor! Y todo, mientras asesinaba a Kathleen con la mirada.
La maldita sólo sonreía con malísia.
Esa noche la dejaría durmiendo en el suelo.
—¿Desde cuando bebes?—preguntó Santiago con las cejas alzadas cuando el mesero llegó con las bebidas. Él se había pedido una simple piña colada.
—Desde ayer que llegué—respondí mientras le daba un trago a la mía.
Álvaro me había preguntado eso mismo y no tenía la menor duda de que le había contado a Santiago sobre nuestro breve encuentro en el bar.
Álvaro.
De pronto supe con que regresarle el golpe a Kathleen.
—Miré a Álvaro el otro día en el bar, ¿no está aquí?—pregunté con fingida inocencia.
Mi amiga detuvo en seco todos sus movimientos.
—Está trabajando en una demanda de divorcio. Se quedó en el hotel arreglando un papeleo de último minuto.
—Vaya, finalmente son grandes abogados—festejó mi amiga.
Y un pinchazo me dobló las entrañas.
Un dolor agudo que me llevó a los tiempos donde un par de niños se contaban lo que querían ser de grandes; después miré el terror y las ganas de dos jóvenes que entraron a la universidad dispuestos a comerse al mundo.
Al final de todo eso me miré a mi, llorando en mi graduación deseando verlo entre el público con una sonrisa de orgullo en el rostro. Me lo había imaginado con un ramo de flores y la certeza de que en ese momento todo era posible para ambos.
Pero él no estuvo.
Y yo tampoco estuve en la suya.
Jenn sí.
Durante toda la universidad estuvo Jenn.
Tenía tantas cosas que decirle. Tantas cosas que preguntarle. Pero no ahí, ese no era el momento, y saber eso también dolía.
—Que ambiente tan tenso—comentó James sorbiéndole a su popote.
Sí, se había vuelto algo pesado.
—¿Y si bailamos un poco?—sugirió Kathleen poniéndose de pie y meneando los hombros. En un escenario al aire libre había un grupo tocando música tropical.
—Ni loca.
Aún no me hacía efecto lo que había tomado.
—¡Anda, anímate!—James se levantó y le tomó la mano a mi amiga para hacerla girar. Siempre le envidié el fabuloso movimiento de caderas y la forma sensual con que la música se apoderaba de los movimientos de su cuerpo.
—Creí que te gustaba bailar.
La voz de Santiago me hizo recordar que estaba ahí, a mi lado, tan cerca que su perfume embriagaba todos mis sentidos. Por Dios que esa sensación estaba siendo más fuerte que mi bebida.
Tenía el corazón golpeándome el pecho y llevaba todo ese rato disfrazando mi nerviosismo.
—Sí.
—¿Y no quieres hacerlo?
—No.
—Se ve divertido. Si quieres puedo acompañarte.
—No.
—Vale...
—¡No hagas esto!—le exigí apretando los dientes. Kathleen me miró desde donde estaba bailando, para ya era tarde para que interviniera porque mi corazón ya había explotado—. No seas amable, no quieras pasar el rato con mis amigos, no me hables, no me mires y no me invites a bailar.
Porque duele. Maldita sea, duele mucho. Pero no le iba a decir eso.
—Solo soy cortés—su rostro se volvió serio.
—Pues no lo seas.
—No quiero hacerte daño, Vale.
Todo en mi dolía. Verle era como un golpe en el estómago.
No llores. No llores.
—Pero yo a ti sí. Quiero hacerte mucho daño para que entiendas un poco lo que yo siento—juro que le escupí un pedazo de mi corazón. Quería verlo llorar, derramar sangre de su alma y después, escucharlo suplicar que me detuviera. Quería romperle cada uno de los trozos en los que se componían sus sentimientos, y dejarlos pequeños para que no pudiera repararse.— Te vas a casar con Jenn y a eso le debo respeto. Así que no, no quiero nada de ti.
—Tampoco te estoy proponiendo que hagamos algo malo...
—No me interesa. Esto no me interesa. Vine para quedar bien con mi madre, no para platicar contigo.
Antes de darle tiempo a contestar ya me había ido.
Pasé el resto del día sentada en la playa mirando al abuelo seducir señoritas europeas. La tía Nel solo soltaba suspiros de cansancio en su espalda, mientras mi madre reía anotando los números de teléfono en el celular de mi abuelo porque él no los sabía guardar.
No supe en qué momento comencé a llorar. Para cuando me di cuenta las lágrimas ya habían llegado a mi cuello y no paraban de correr por más que les suplicaba que dejaran de brotar.
Dolía tanto.
Y no entendía como en su momento lloré a mares, y aún ahora existía una reserva de lágrimas para seguirle sufriendo.
Dolía saber que el tiempo había pasado para ambos.
Él cumplió sus metas, terminó la universidad, se convirtió en un abogado exitoso en menos de dos años y ahora iba a casarse con una chica fabulosa.
Y yo no estuve en su graduación.
No lo felicité con fuerza ni le dije lo orgullosa que siempre había estado de él.
No lo miré llevar su primer caso.
No le di un beso de buena suerte.
No estuve.
Ni él estuvo conmigo por más que me imaginé teniéndolo a un lado.
Y ahora... ahora que lo tenía solo quería ahogarlo en el mar.
Desaparecerlo.
Hacer como que no existía.
En algún momento de mi autocompasión, Billy, el novio de mi madre, se me sentó a un lado. No solía hablar mucho pero era lo más cercano que tenía a un padre y para mi suerte, sabía leerme como si yo fuera su hija.
Había ocasiones en las que le marcaba cuando necesitaba un consejo y él siempre levantaba la llamada.
—¿Quieres hablar?
Era una pregunta simple, sin mucha complejidad.
¿Quería hablar?
Y lo más importante... ¿podía hablar?
Yo sabía que en esa información estaba arriesgando mi corazón. Sabía que iba a terminar rota, irreconocible, o sanada y fresca.
Esto era un proceso.
Pero...
—¿Cuando deja de doler?—mi voz sonó pastosa.
—¿El qué?
—Un corazón roto... ¿cuándo deja de doler?
Billy lo pensó unos momentos antes de responder.
—¿Ves a tu abuelo?—para mi mala suerte... sí. Le estaba sonriendo a una rubia que podía ser su nieta—. Tú madre a veces va en las madrugadas a verlo porque tiene pesadillas con tu abuela. Hay corazones que nunca dejan de doler, porque hay personas que se merecen ser amadas y recordadas incluso después de la muerte. Pero también, hay quienes hicieron tanto daño que no se merecen ni una sola lágrima.
—¿Y si la persona hizo cosas buenas y malas?
Billy se encogió de hombros y me miró con sus ojos cálidos.
—Nadie es perfecto. En mi opinión, quédate con lo bueno, agradécelo, y de lo malo aprende, sigue adelante y no dejes que otro llegue a herirte de la misma forma. Ningún dolor dura para siempre... uno mismo es quien lo revive muchas veces por melancolía.
Y era cierto, porque antes de eso lo había creído superado.
Antes de eso no dolía.
Y ahora me estaba matando.
Volvimos al hotel para la cena.
Por más que deseé cenar en mi habitación, me obligué a mi misma a tomar un baño y buscar la ropa más decente que Kathleen pudiera tener en su maleta. Mañana, sin falta, me levantaría temprano para revisar en el aeropuerto lo de mi equipaje o iría a algunas tiendas a comprar ropa.
—¿Prefieres la tanga roja con el vestido negro o el vestido negro sin la tanga?
La ignoré mientras seguía buscando en su equipaje.
—¿Vale?
De nuevo nada.
Kathleen soltó un largo suspiro en mi espalda.
—Sé que estás molesta por lo de Santiago.
No le había dirigido la palabra en todo el camino de regreso.
Ella siguió hablando.
—Lo lamento, ¿está bien? Lo hice para que tuvieras material... no pensé que te fuera a herir.
Volteé lentamente a mirarla. Tenía el cabello negro mojado en los hombros. En una mano llevaba el vestido y en la otra la tanga roja.
La que suspiró en ese momento fui yo.
—Ponte la tanga. Si no la llevas, James podría aprovecharse.
Una sonrisa traviesa le curvó los labios.
—Es para Álvaro.
—Eso él no lo sabe y con lo desesperado que se mira...
Rio asintiendo.
—¿Me vas a perdonar?
—Jamás podría estar estar enojada contigo.
Y era verdad.
Kathleen siempre había estado en todas... incluso en las peores.
La cena era al aire libre, en una enorme mesa de madera negra cerca de la playa, rodeada de palmeras y cientos de velas que le daban un ambiente elegante y agradable.
Shelly estaba en una silla de ruedas con una pierna rota y un brazo vendado, riendo a todo pulmón con el resto de las damas de Jenn.
Un alivio extraño me llegó al alma cuando la miré. Se veía tan despreocupada que parecía animarse a tirarse nuevamente de la tirolesa.
—¡Oh por Dios! Ahí está—festejó Kathleen tomándome del brazo y dando unos saltitos.
Seguí su mirada y me encontré a Álvaro charlando con Santiago cerca de la cabecera de la mesa. Hablaban animadamente y reían como dos elegantes abogados.
Por Dios, se veían guapísimos en esos trajes.
—No fuiste buena con los detalles... está mucho más que delicioso.
—Lo sé—le respondí empujándola para que tomáramos nuestro lugar en la mesa.
Éramos casi treinta personas y a todos se nos sirvió el mismo platillo: lomo con aderezo, ensalada y muchas otras guarniciones que esparcieron por la mesa.
De un lado estaba toda mi familia y del otro estaba la familia de Santiago.
Recurrí a todas mis fuerzas para no verlos.
Jenn se puso de pie junto a Santiago, con una sonrisa radiante y una copa en la mano.
—Familia, sigue siendo un gusto tenerlos a todos aquí. Sé que esta tarde sufrimos un susto muy grande con el accidente de mi amiga Shelly, pero gracias a Dios fueron solo golpes que le permiten aún estar aquí—desde la silla de ruedas la chica gritó algo como "¡primero la fiesta y luego el dolor"—. Lastimosamente ella era parte de mi grupo de damas y por su estado, es mejor que descanse y no esté preocupándose por los preparativos de la boda. Así que, aquí frente a todos, quiero preguntarte, Valentina...— sus ojos se pusieron en mí y mi corazón dio un vuelco—. ¿Quieres ser parte de mis damas? Sé que con la edad nos hemos ido alejando, pero aún eres la niña con la que jugaba a las muñecas y me gustaría que me acompañaras en esto.
El aplauso de todos en la mesa fue más rápido que la reacción de mis propios sentidos.
No supe qué fue lo que me llevó a levantarme para darle un abrazo a Jenn y un apretón de manos a Santiago. Quizás fue la presión social, la mirada amenazante de mi madre o mi conciencia que me estaba pudriendo de culpa.
Sea lo que fuera... de pronto ya era parte de la corte de damas de la novia.
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