Capítulo 15
https://youtu.be/SyuRxUKDJjI
Algunos días me estoy curando y otros días me rompo de nuevo.
Mario Benedetti.
No podía moverme.
No podía pensar.
Tenía un hueco en mi pecho que no se cerraba con nada.
—¿Estás bien?—fue lo único que escuché de Emmy cuando tomé mis cosas y salí corriendo de ahí con el pretexto de que me había llegado el periodo.
No estaba bien.
¿Jenn estaba embrazada?
¿Santiago iba a ser papá?
¿Por qué me dolía tanto?
¡¿Por qué diablos me estaba matando si la noche anterior ya estaba mejor?!
No pude hacer otra cosa más que correr. Y cómo si fuera cosa de chiste marqué a mi madre buscando su ayuda, como no había hecho nunca antes. Marqué, marqué y marqué, pero no contestó.
¡Tenía que tenerlo en silencio!
El dolor en mi pecho era insoportable. Las lágrimas no dejaban de correr por mis mejillas.
Y la culpa era un demonio que me estaba matando, que me hundía y me cortaba la respiración, haciendo que mis pulmones ardieran reclamando oxigeno.
No paré un taxi. No le marqué a Kathleen para buscar ayuda. Dentro de todo el mal que me atormentaba me comencé a sentir patética por no poder soltar de una vez el maldito pasado.
¿Qué me costaba olvidarme de todo?
¿Qué me costaba pisotear los recuerdos y seguir?
"Jenn es buena. La familia es buena. Un hombre no me puede arrebatar eso".
Me lo comencé a repetir hasta que el sabor amargo en mi boca se sintió insoportable.
Y cómo toda mujer patética casi en sus treinta, me compré un helado y me senté en una banca que daba a la playa, probablemente del otro lado de la ciudad, lo suficientemente lejos del hotel como para admitir abiertamente que estaba perdida.
Mamá comenzó a marcar después de una hora pero no contesté.
Me estaba ahogando tanto que saqué el celular, abrí las notas y escribí para el artículo, tan desesperadamente como pude, escupiendo el dolor que se me amontonaba en el hueco de mi pecho que aún llevaba su nombre. La fecha límite para entregarlo era el domingo y con todo el material que me había dado Santiago, tenia hasta para escribirles un libro si les daba en gana.
Cuando levanté la cabeza del celular ya era de noche. No sabía cuantas horas llevaba ahí sentada, pero entre todas esas letras que habían salido de mí, se fue un poco del dolor asfixiante que me impedía respirar. Ya no lloraba. Mis pulmones se expandían libremente. Y mi estómago no dolía.
Pero aquel era un alivio momentáneo y lo sabía muy bien. Pronto volvería. Tan pronto como había llegado.
Respiré profundamente y me guardé el celular en el bolsillo trasero. La calle estaba repleta de autos que corrían a toda velocidad, con música estridente y gritos de euforia, festejando que era viernes por la noche y estaban en Cancún.
Sonreí de lado y con un poco de nostalgia me contagié de algo de su entusiasmo.
Era viernes y yo estaba en Cancún infectada de un dolor que estaba cansada de que fuera mío.
Cuando el semáforo me marcó que podía pasar, puse un pie en la calle tan confiada que no miré la motocicleta que me empujó a toda velocidad hasta el pavimento.
El dolor del alma se convirtió en físico y la cabeza, que fue lo primero en golpeó el suelo, comenzó a ceder ante la nube espesa que me consumió.
~•~
—No te mueras, por favor no te mueras.
—No morirá, señor. Puede estar tranquilo.
—No lo sabe—la voz se escuchaba desesperada.
—Soy el doctor, claro que lo sé.
—Yo también.... Bueno, casi. A dos semestres de graduarme, pero hay algo que no me termina de cuadrar. ¿No cree que sus ojos se ven muy inexpresivos?
—Bueno, está desmayada—contestó con un suspiro exhausto como de quien lleva tanto tiempo en turno que ya no puede aguantar idiotas.
—Hasta los ojos de los desmayados parecen tener alma, pero los de ella no tienen ese brillo.
Bien, basta de insultos.
¿Cómo que no tengo alma?
Quizás no, pero eso no era de su incumbencia.
Las voces molestas fueron suficientes para que abriera los ojos con un dolor de cabeza peor que el del tequila.
—¡No esta muerta!—festejó esa parlanchina voz que ya me tenía con jaqueca.
—¿Donde estoy?—pregunté tomándome las cien e intentando sentarme en la cama.
—En el hospital—dijo el doctor, deteniendo mis movimientos con sus manos. Recostó mi cabeza suavemente mientras yo fruncía el ceño mirando su cabello rubio y su bata blanca, después sacó sus cosas médicas y comenzó a examinarme—. Este pobre tipo te arrollo mientras ibas cruzando la calle.
—¿Me arrolló?—la confusión era más grande que yo. Moví la cabeza buscándolo y para mi sorpresa me encontré con un hombre sonriente que se rascaba la cabeza con inocencia. Tenía el cabello oscuro, la piel un poco aceitunada y una enorme sonrisa blanca que disimulaba cómo si él no hubiera ido manejando la motocicleta... espera... él era...—. No puede ser.
—¡Estás viva, no te maté!—levantó las manos en señal de paz, para ser evidente que aún seguía ahí.
—Eres el tipo que me derramó el café encima—rugí.
—¿Te preocupa más un café que la arrollada?
—¡Era mi único cambio de ropa en ese momento! Pero si he de tener mucha mala suerte para volverme a topar contigo.
—Largo y tedioso viernes—suspiró el médico con cansancio mientras terminaba de rellenar una cosas en su carpeta—. Bien, solo tienes unos rasguños superficiales, nada grave ni preocupante. Iré a hacer el papeleo para que te den el alta.
—¿Puedo irme hoy mismo? Me urge pedir un taxi para alejarme de él.
—¡Escuché eso!—el tipo se cruzó de brazos con indignación.
—Por desgracia no creo que pedir un taxi sea lo mejor. Es casi media noche, tú ropa está un poco rota y ellos podrían pensar que estás ebria; sencillamente peligroso, pero podríamos hablarle a tu familia.
—No, mi familia no.
Ni de loca los iba a preocupar a todos y mucho menos a Jenn. No quería arruinar otro día más de su celebración, suficiente tenía con la vergüenza que había pasado en la bendición.
—Yo podría llevarla—ofreció mi presunto casi asesino.
—¿En la moto con la que me arrollaste?—levante una ceja con incredulidad.
—¿Tienes una mejor idea?
~•~
—¡Prefiero el taxista acosador!—grité media hora después con el viento nocturno de Cancún golpeándome el rostro.
—¡Muy tarde!—rugió el chico por sobre el ruido de los autos que me dejaban escuchar su grito como si le fuera arrebatado.
Me aferré a la chaqueta de cuero que vestía su pecho. Mis uñas se atacaban con fuerza y mi nariz se traicionaba a sí misma con el perfume fresco que desprendía su espalda.
A mi alrededor, las luces de la ciudad me envolvían. Era completamente distinto a lo que veía de día y lo que me había estado acostumbrando en esa semana.
Todo se había transformado.
Los autos corrían con música estridente, los chicos bailaban en la calle con parejas preciosas que seguro habían pasado todo el día rizándose el cabello y por un momento la adrenalina de ir nadando entre el tráfico me hizo olvidarme de que estaba sufriendo por un dolor egoísta.
Egoísta en todos los sentidos.
¿Cómo podía estar triste por la llegada de un bebé?
¿Cómo podía dolerme la felicidad de ambos?
Las llantas de las bicicletas rodaron a toda velocidad por el pavimento y pronto la idea del taxista acosador se convirtió en una mierda.
El chico iba en completo silencio y quizás eso ayudó a que todos, incluso él, desaparecieran. Y solo quedamos el viento, la noche y yo. Todo eso mezclándose con la adrenalina que se liberaba por todo mi cuerpo.
Estaba viva.
Después de mucho tiempo me sentía viva.
Y cuando todo se detuvo y tuve que esperarme unos segundos para aterrizar de nuevo en la tierra al bajarme, solo pudo salir una cosa de mi boca:
—Wow.
El chico alzó una ceja sorprendido.
—¿Wow?
—¡Ocupo comprarme una de estas!—sonreí pero mi sonrisa fue desapareciendo mientras veía lo que me rodeaba: absolutamente nada.
—Creí que lo odiarías—soltó con tono pícaro.
—A ti te sigo odiando. ¿En donde estamos?—mis ojos recorrieron los árboles espesos que nos rodeaban y la oscuridad inmensa que nos estaba engullendo—. ¿A caso eres un asesino en serie?
—No, para nada—la sonrisa incrementó y para mi profundo pesar sonreía bonito—. Yo... me siento en deuda por la arrollada aún cuando tú fuiste quien cruzó sin mirar.
—¡No es cierto!
—Sí es cierto.
—Al grano—lo detuve, sin nada de ganas de admitir que tenía razón.
Él se comenzó a rascar el cuello con nerviosismo.
—Quiero enseñarte algo—extendió su mano y yo la miré con todas las emociones del mundo atascadas en la garganta.
—Estamos en medio de la nada—le recordé.
—Confía en mí.
Confiar.
Hace mucho tiempo que yo había dejado de hacer eso.
Incluso la simple idea de intentarlo aceleraba mi corazón como si estuviera a medio maratón.
Pero no podía pasarme toda la vida sin hacerlo, ¿cierto?
Tomé su mano y solté un suspiro que liberó el enorme peso que tenía en el pecho.
—Muéstrame—sonreí.
Él asintió y pronto comenzamos a caminar entre los enormes árboles que nos rodeaban. La mayor parte era oscuridad pero había una luz lejana que fue acercándose a nuestros pies, proveniente de unas escaleras que daban hacía el interior del suelo.
Mi miedo se convirtió en adrenalina cuando un cenote nos comenzó a cubrir. La belleza que desprendía era eléctrica, mágica, casi como sentir miles de cosquillas subiendo por los talones hasta las orejas. La luz venía de unas farolas en el techo, las paredes lucían blanquecinas y el agua se veía de todos los tonos azules y verdes posibles.
Se me secó la boca.
—¿Esto es legal?
—Quizás.
Abrí los ojos con sorpresa, buscando quejarme en más de un idioma, pero de mi boca no salió nada.
Esa tarde había sentido un dolor tan agonizándote que en esos momentos solo me sentía cansada, deseosa de sentir algo más que lastima por mí misma. Y entre todas esas emociones, había otra que se escondía entre mis cosquillas, algo así como una luciérnaga que revoloteaba escurridiza en mis adentros.
¿Pero qué era?
El chico me seguía teniendo de la mano y no me soltó hasta que las escaleras terminaron y llegamos a una plataforma de madera. Bajo nuestros pies el agua fluía libremente.
—Vengo aquí cuando tengo un mal día—. Contó, hipnotizado por el lugar—. Las leyendas dicen que el agua es curativa.
Alcé una ceja completamente escéptica.
—¿Y se supone que me cure los raspones?
—O el alma—respondió encogiéndose de hombros.
Y comenzó a quitarse la ropa.
—¡¿Qué haces?!—me exalté.
La playera cayó al suelo.
Su espalda quedó al descubierto.
Se me aceleró el corazón en el pecho.
Después le siguió el pantalón.
Y brincó al agua.
—¡¿Estás loco?!
Se me salpicaron los pies mientras él se hundía por unos segundos y después salía a la superficie acomodándose el cabello.
—¡Está deliciosa!—festejó—, ¿vienes?
—Ni loca.
Negué.
¿Meterme al agua de un cenote con un desconocido?
—¿Qué es lo peor que podría pasar? Ya viste que no soy un asesino.
—Aún podrías ahogarme en el agua.
—O esta podría ser la mejor noche de tu vida, pero jamás lo sabrás si no vienes.
Me cosquillearon los pies.
La luciérnaga de mi pecho voló a un lugar junto a mi alma.
Y sentí calientito después de morir de frío por dos años.
—La vida no está para tener miedo. Salta, si te asusta yo te saco.
No fui yo la que tomó el dobladillo de la blusa y la sacó por mi cabeza. No, para nada fui yo quien se sacó el pantalón y los zapatos, fue algo más. Fue una serie de movimientos involuntarios que venían del cúmulo de cosas que me había detenido de hacer por miedo al dolor.
Y salté.
El agua me recibió tan helada como esperaba y mi cuerpo tembló mientras levantaba las manos y nadaba a la superficie.
Respiré y algo en mí se unió como la pieza de un rompecabezas.
"Las leyendas cuentan que el agua es curativa".
Recordé y cómo si él leyera mis pensamientos, agregó:
—Las antiguas civilizaciones traían aquí a sus enfermos y los hacían beber para recuperar la salud.
—¿Y tú me trajiste porque me arrollaste?—reí aunque sonaba tierno.
—Te la debía—y Dios, sí que sonreía bonito.
Seguimos nadando por un par de horas. Él no habló mucho aunque algo me decía que se mordía la lengua para no hacerlo porque no parecía el tipo de persona que solía quedarse sin palabras.
Yo, por mi parte, me sumergí en esa agua hasta que el rompecabezas comenzó a tener forma. Y como si fuera cosa del destino, sentí que por primera vez en mucho tiempo estaba donde debía estar. Quizás en el inicio de algo, tomando por fin el camino certero, atándome el cinturón de seguridad para tomar las riendas de una vida que estaba viviendo sin vivir.
La madrugada ya estaba en su punto más alto que estacionó su moto frente a mi hotel.
—Espero que te la hayas pasado bien, Valentina, ya sabes, sin lo de la arrollada—se rascó la cabeza con timidez.
—Me divertí—sonreí sincera—. Aunque... creo que no me has dicho tu nombre.
—Arman.
—Es lindo.
—Significa esperanza.
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