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—Mamá...

Los ojos de la mujer lo enfocaban como nunca lo había hecho, se sentía desnudo y totalmente expuesto ante la fría y dura mirada de su madre.

—Siéntate Gerard —incluso su voz revelaba un tono tan sombrío e indiferente.

—Mamá... yo...

—¿Sabes que hora es? —preguntó mientras se levantaba de sillón, el folder resguardado en sus manos—. Debería estar en mi trabajo Gerard pero resulta que por azares del destino, entre a tu habitación a buscar un par de lápices para Mikey y me encuentro con esta sorpresa.

Movía exageradamente el papel en el aire.

—Al instante me preocupé porque eran exámenes de laboratorio, pensé que estabas enfermo y no me habías dicho —sacó el papel sin cuidado y lo sacudió—. Los leí y ¿qué era?

—Mamá...

Gerard trató de hablar pero Donna estaba fuera de si, su cara estaba roja e incluso la vena de su cuello se resaltaba.

—Estás embarazado Gerard, ¡embarazado! ¡una criatura! ¡una boca más! —gritó como nunca, Mikey estaba escondido en el marco de la puerta de la cocina escuchando todo y las lágrimas ya descendían por el rostro de Gerard—. Paso todo el día matándome, trabajando, para darles lo que está en mis posibilidades, para que sean algo en la vida y ¡tú me sales con esto! —le aventó los papeles encima.

—Mamá yo te puedo explicar...

—Explicar... —repitió con un tono irónico y una risita sarcástica—. ¿Explicar qué? —gritó aún más alto—. ¿Explicar como le fuiste a abrir las piernas a alguien? ¿Cómo fuiste de ofrecido? Acaso piensas que soy tonta Gerard, no me vas a venir con el cuento de que eso fue un accidente, con toda la información que hay hoy en día no es posible que me salgas con una excusa estúpida.

Donna estaba fuera de si, ni siquiera estaba analizando el hecho de que su hijo tuviera esa extraña condición, la de poder concebir, tampoco estaba contemplando que existiera la posibilidad de que haya sido abusado.

Nada.

Ella simplemente veía esa nueva vida como una nueva boca a la que mantener y alimentar.

—Te juro mamá que no es como piensas...

—¿Quién es el padre? —lo interrumpió, haciendo que la sangre del cuerpo de Gerard se esfumara, su rostro se tornó pálido y las ganas de vomitar subieron a su garganta.

—Es solo mío.

—Más estúpido tenías que salir, encubriendo a un pendejo de sus responsabilidades, ni siquiera viendo el ejemplo del imbécil de tu padre aprendiste.

Gerard se sentía pequeño en su lugar, quería cerrar sus ojos y que al abrirlos nada de eso estuviese pasando, quería creer que esto era solamente un mal sueño, pero Donna se encargó de comprobarle estaba perfectamente en la realidad, a paso decidido se acercó a su hijo y lo tomó de la chaqueta.

—Si quieres que hagamos de cuenta y caso que esto nunca pasó, hay una cosa que podrías hacer —susurró tan seria—. Abortalo.

El frío se apoderó del cuerpo de Gerard, ¿cómo su propia madre podía decirle eso?

—No mamá, este bebé es mío y lo tendré cueste lo que me cueste —abrazó su propio vientre y habló con toda la decisión que pudo a pesar de que su rostro estaba surcado por las lágrimas y sus ojos estaban tan rojos, ella miraba directamente las orbes verdes de su primogénito, estaba cegada, molesta y defraudada.

Levantó su mano derecha y estuvo apunto de impactarla contra la mejilla de Gerard pero Mikey se abrazó a su cintura llorando, pidiendo que no lastimara a su hermano.

Ella al parecer estuvo un poco consciente de lo que estaba haciendo cuando vio el estado del niño y del mismo Gerard, a pesar de ser pobres y no tener grandes lujos, siempre habían sido felices, nunca había discutido y mucho menos ella había recurrido a usar la violencia con sus hijos, los amaba pero no estaba dispuesta a tener una obligación más con esa criatura.

Después de unos cuantos minutos en silencio donde solo se escuchaban sollozos, Donna rompió el silencio, con el tono de voz más seco que pudo.

—Vete entonces Gerard.

—¿Cómo?

—Quiero que te vayas de mi casa.

La vida no podía ser tan cruel con Gerard, él sabía que tener un bebé y haber tenido algo con Robert no habían sido buenas decisiones pero no merecía ser castigado de esa forma, no merecía el odio y desprecio de su madre solo por querer a su hijo que crecía en su interior.

—Pero mamá, ¿dónde? —las lágrimas eran incontenibles—. Mamá no hagas esto —la propia Donna sintió su corazón estrujarse, pero no iba a dar su brazo a torcer.

—No sé, con el padre de eso, o donde quieras no me importa.

—No tengo a nadie aparte de ustedes.

—Eso lo hubieses pensado antes Gerard, no te quiero aquí, no vas a ser un mal ejemplo para Mikey.

—Pero... —él trató de refutar algo más pero el duro gesto de su madre lo calló.

—Cuando regrese del trabajo no te quiero hayar aquí —escupió antes de despedirse del menor, tomar su bolso y partir de casa.

En cuanto la puerta se cerró Gerard se levantó del sillón, limpió sus lágrimas con amargura, recogió sus papeles y subió a su habitación.

El pequeño Mikey también fue a la suya, entendía a la perfección todo lo que estaba pasando, no quería que Gee se fuera pero también sabía que su madre no lo dejaría quedarse, nunca la había visto tan enojada y decidida. Con desesperación y rapidez, buscaba algo entre sus peluches, aún tenía que despedirse de su hermano antes de que se fuera.

En menos de media hora Gerard ya había guardado casi todas sus cosas en un par de bolsos, en su mochila estaban sus cuadernos y los papeles de bebé, y por último en un pequeño bolso cruzado llevaba sus recuerdos, todas las cositas que Frank le había regalado, unas fotos, el poco dinero que había recogido y su celular.

Antes de girar el pomo de la puerta, Mikey abrió y se lanzó a él para abrazarlo, estuvieron así un largo rato, llorando, sintiendo el dolor de la despedida más triste que alguna vez habían experimentado.

—Promete que te volveré a ver Gee.

Gerard trató de sonreír y acarició el cabello de Mikey.

—Claro que si Mikes, nos volveremos a ver, nunca olvides cuanto te amo —le dio un beso en la cabeza y estuvo apunto de salir de la que sería su antigua habitación pero la mano de Mikey lo detuvo.

—Es para tu bebé Gee, dile que yo también lo quiero mucho —le tendió un pequeño peluche, era un unicornio blanco, había sido un regalo de la abuela Helena y sabía lo mucho que significaba para él.

—Gracias Mikey, yo sé lo diré —con manos temblorosas lo tomó y lo guardó en su bolso.

Terminó de salir de su cuarto y bajó las escaleras, y dándole un último vistazo a su hogar, partió con un corazón hecho pedazos.

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