Llama

  La tierra ennegrecida y la lava candente que rodeaba las faldas del volcán hacían del lugar un verdadero infierno.
  Sin embargo, él ya era todo un adulto, y ya sabía controlar el poder de las llamas. Esto no le planteaba ningún tipo de desafío, y miraba con desdén la borboteante lava.
  Sus ojos, de un tono marrón oscuro con una tonalidad roja, reflejaban la impasibilidad del hombre ante las situaciones críticas.
  Su piel, oscura como el mismísimo ébano parecía tener el poder de no quemarse ni con el más ardiente de los fuegos, y su pelo negro era tan oscuro como la obsidiana.
  Había sido moldeado por los años y la fiereza de los mismos, y su porte esbelto así lo connotaba.
  Vestía un elegante traje negro, perfectamente arreglado, acompañado de una corbata del mismo color y unos mocasines brillantes.

  Se encontraba al borde del sinuoso cráter, entre la ladera del volcán y la chimenea, observando con estoicidad la lava bajo sus pies, a unos quince metros de profundidad.
  No obstante, la lava había emergido a la superficie por otros volcanes cercanos cuyos conos se habían fragmentado, fomando ríos abrasadores de un vibrante color naranja.
  El aire caliente que salía del crater agitaba el oscuro cabello del hombre, que se mantenía a la espera de algo, alguna señal que le indicase lo que debía hacer.
  Levantó su brazo izquierdo, y abrió la mano que hasta entonces se mantenía cerrada en forma de puño, queriendo avisar a alguien.
  De los cielos, envuelta en llamas, un ave incandescente descendió en picado hasta donde él se encontraba, y se posó a su lado al borde del cráter.
  Su plumaje ardía en llamas, y su flamígero cuerpo mantenía el brillo de las mismas.
  Ahora ambos se encontraban mirando fijamente la lava del cráter. No era más que un día de entrenamiento como otro cualquiera, en el que harían lo de siempre.
  Con gran calma, el hombre se subió sobre el ave de fuego, y respiró profundamente.
  Tanto él como el pájaro de fuego estaban muy tranquilos. El ritual ya formaba parte de su rutina, tal como levantarse, vestirse o comer.
  Ninguno de los dos hacía ningún movimiento, ambos se mantenían muy quietos, esperando una señal.
  Pasaba el tiempo, y la actividad volcánica no cesaba, pero tampoco se agrandaba. En cierto punto, ambos se llegaron a preguntar si lo que esperaban se produciría, impacientes porque sucediese.
  Entonces, el hombre, harto de la espera, tocó levemente el costado del pájaro de fuego, lo que hizo que, cual ave fénix, el ave se incendiase en unas llamas más fuertes. Tal era la intensidad de estas nuevas llamas, que el suelo conformado de rocas volcánicas parecía incluso chamuscarse a los pies de ambos.
  Moltres, pues ese era el nombre de la increíble criatura, desplegó sus alas de par en par, mientras las llamas recorrían su cuerpo y también el del hombre, sin hacerse ni un solo rasguño.
  A pesar de la fuerza que podía captarse en una escena como aquella, también se podía sentir un halo de elegancia, pues las llamas que rodeaban a ambos no eran un caos desordenado y ordenado al mismo tiempo, sino que unos elegantes remolinos de fuego que les envolvían, como si de humo de tratase.
  El hombre inclinó el tronco un poco hacia delante, esperando a que Moltres alzase el vuelo.
  Con gran sigilo, Moltres descendía en círculos por el cono del volcán, dejando oir únicamente dos sonidos, el lento batir de sus alas, y el borbotear de la lava. Ni siquiera se dejaba oir la respiración de ambos, pues lo que hacían necesitaba sangre fría, helada, que ardiese a su vez con valentía.
  Fue entonces cuando la elegancia dejó paso a la fuerza, pero sin desvanecerse por completo. El hombre se inclinó un poco más, y Moltres aumentó la velocidad.
  Giraban en círculos por la chimenea, dejando que el aire caliente ascendiese por encima del cráter, colisionando con el aire frío que se encontraba más arriba, y haciendo que este descendiese; pues el aire frío es más pesado.
  Una gran nube negra se formó en torno al volcán, como si fuese un gran cúmulo de humo salido del mismo.
  Moltres seguía girando por dentro del volcán, y la lava comenzó a agitarse con severidad. El borboteo de la misma se hacía cada vez más sonoro, hasta que comenzó a ascender debido a la inercia.
  Eso era lo que ambos querían y tanto ansiaban. Cuando dejó de ser necesario volar en círculos para provocar el movimiento de la lava, Moltres se detuvo en el centro del caluroso lago, y ascendió hasta salir del volcán, pero sin alejarse del centro del cráter.
  La lava subía cada vez con mayor velocidad. No podían desaprovechar la ocasión.
  El ave, y él hombre también, ambos aún envueltos en llamas descendieron bruscamente; y sin temor alguno, se sumergieron en la mismísima lava.
  Era muy densa y abrasadora, aunque ninguno de los dos sentía ningún tipo de dolor ni sufrían daño alguno.
  El hombre ya estaba acostumbrado a la extraña sensación de la lenta y ardiente lava envolviéndole el cuerpo, hasta entrar en sus pulmones a través de los orificios de la nariz y de la boca, a que la lava y él se uniesen en un sólo ser que a su vez se unía con Moltres, unido también con la lava.
  A veces incluso experimentaba la sensación de que su valeroso corazón se fundía con el denso compuesto, bombeando lava en vez de sangre a sus venas.
  Por extraño que resultase, tanto el ave como él podían respirar en tales circunstancias. Su entrenamiento en eso consistía, adaptarse y luchar, aunque significase tener que respirar en un lago en el que la más mínima gota de agua se evaporaría al instante.
  El fuego y él ya eran uno, un ser repleto de fuerza y elegancia a su vez; alguien que había tardado años en unirse con su elemento, por fin lo hacía, de una forma extrañamente grotesca a la par que elegante que no habría sido posible sin valor.
  La ira del volcán unida con la valentía de ambos seres, no podía hacer más que una cosa en el mundo: Acabar de la forma más espectacular.

  Moltres y el hombre se separaron, para nadar un poco entre la lava, y disfrutar de unos pequeños instantes la calma que pronto se vería perturbada.
  Se dejaron acunar por el incipiente borboteo, como si fuese una nana que les arrullase hasta dormirse.
  Pero, como no podía ser de otra manera, un ligero cambio que ambos conocían perfectamente se dejó entrever por el ascenso que comenzaron a experimentar.
  Un ascenso que cada vez se iba acelerando. Entonces, como si nadasen en agua, pero también como si volasen, comenzaron a subir a un ritmo vertiginoso por la alta chimenea del volcán.
  Colocados uno frente al otro, nadando en la lava y girando en espiral por la chimenea, ascendían a pasos agigantados hasta llegar al cráter.
  Al rededor del volcán, de las grietas del suelo emanaba lava, indicio de aquello que propulsaría al hombre y a Moltres por los aires. Una erupción volcánica.
  Era la gran actuación para la que ambos se habían preparado, y para la que el hombre se había vestido de gala. El mayor espectáculo que podría darse por parte de su progenitora, la madre naturaleza.
  Durante su ascenso, el hombre se ajustó la corbata, y tras ello Moltres y él se situaron de tal forma que cuando ambos saliesen volando por los aires el ave pudiese emprender el vuelo con el hombre a cuestas.
  Ya habían llegado al cráter, cuando un fuerte estruendo resonó por todo el lugar, llegando incluso a kilómetros de distancia.
  La lava y otros materiales fundidos fueron expulsados con gran fuerza del volcán, siendo propulsados hacia el cielo para más tarde caer en forma de lluvia, una lluvia candente que iluminaba con pequeños destellos anaranjados el oscurecido cielo.
  Ambos salieron volando del cráter, separándose de la lava, junto con un segundo gran estallido que provocó su rotura. Comenzó a salir lava por todas partes, rocas y cenizas inundaron el cielo, con una elegancia que sólo tras años de entrenamiento podrían haber logrado.
  El hombre miraba con sus ojos henchidos de fuego la flamante escena a lomos de Moltes, en el centro de lo que antes era el cráter del volcán, ahora roto y rebosante de lava.
  El momento culminante había llegado. Tras la explosión, sólo quedaba un último ejercicio más para completar el minucioso entrenamiento.
  Los ojos del hombre parecieron fundirse, pues su color de antes un marrón rojizo había pasado a un ardiente naranja, y su pelo, se había transformado en una llama que se movía al son de la elegancia de la erupción. Las venas de su cuerpo se encendieron, y comenzaron a brillar. Realmente su corazón bombeaba lava, aquello que le daba vida y a su vez le hacía arder por dentro.
  Moltres, por su parte, no era menos. Sus llamas se avivaron de tal forma que, si hubiese volado en círculos, se habría dicho que era un tornado de fuego, el desastre elegante, la fuerza destructora más bella de la unión de los vientos y el corazón de la tierra, el magma.
  Pero no era el caso. Debían lograr un buen final, un final digno de aquellos cuya osadía no es ni más ni menos que algo titánico.
  Ambos se prendieron fuego, pero no de cualquier tipo de fuego. Esta vez, las llamas que inundaban sus cuerpos, se transmitían por el aire a las rocas, las cenizas y las nubes. Un fuego que abrasaría los cielos así como Moltres lo hacía cuando volaba con sus alas encendidas.
  Un fuego procedente de sus corazones, unos corazones llenos de coraje que latían e impulsaban cada combustión de cada única y mísera ceniza que flotaba sobre el cielo.
  El resultado, como cabía de esperar, fue espléndido. Todo ardió tanto que el mismísimo Reshiram estaría orgulloso.

  Exhaustos ambos y la erupción ya algo calmada, descendieron. El fuego de las alas del Pokémon legendario se apagó nada más tocar tierra fime, una tierra ennegrecida por las cenizas, y el cuerpo del hombre hizo lo mismo. El fuego del cielo también se desvaneció en ese preciso instante.
  Parecían haberse relajado, pero su pulso seguía aún bastante acelerado, y seguiría así hasta finalizar la actividad volcánica.
  Un volcán era aquello que describía de una manera excelente a ambos. Una gran barrera que roza los cielos, calmada por fuera y candente por dentro. Sumida en paz hasta que esta es perturbada, siendo interrumpida por una explosión. Una explosión a la que sólo los más temerarios se enfrentarían.
  Los ríos de lava fluían por el terreno, lentamente, destruyendo todo con calma y serenidad a su paso.
  Ambos disfrutaban plenamente observando la escena. Si por ellos fuese, se lanzarían sin dudarlo a los ríos de lava, nadando entre los restos de rocas fundidas, sin fundirse ellos y a la vez fusionándose con la misma.
  No obstante, el ambiente debía calmarse un poco. La erupción que habían provocado había resultado un poco más violenta de lo que solían ser habitualmente, y el magma no dejaba de salir de los distintos cráteres, convirtiéndose en lava.

  Un pequeño fragmento blanco y grácil cayó del cielo, flotando, meciéndose levemente con el aire caliente y los gases expulsados por el volcán. Un copo de nieve. Que no se había derretido ni siquiera por el calor que lo azotaba.
  El hombre se percató de que el cielo se encontraba cubierto por unas nubes negras, unas nubes que calmarían su fragor. Nubes de ventisca, una ventisca de nieve que ya había comenzado a caer.
  Los copos y las cenizas se iban amontonando encima de la tierra, bajando su temperatura. Los copos seguían sin fundirse.
  Hubo un momento en el que dichos copos de nieve, se posaban sobre la lava, y, en vez de derretirse o evaporarse al instante por sublimación, congelaban la lava, convirtiéndola en rocas metamórficas.
  Era la ventisca de nieve que precedía a la erupción volcánica, la ventisca que helaría el mismísimo fuego.
  Un fuego que ya estaba helado.

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