Prólogo

ADVERTENCIA DE CONTENIDO: Esta historia está clasificada con contenido para adultos dado que se tratan temas de suicidio. No es nada explícito, pero por favor, si eres sensible al tema, léelo con precaución.
¡Gracias!

Un desgarrador alarido resonó junto con las doce campanadas del reloj.

La tensión en el ambiente era palpable, tanto, que podía ser rebanada con una daga de bronce mientras se escuchaban los persistentes gritos agónicos de fondo. Una mujer sollozaba con desespero y soltaba clamores a manera de súplica, rogando que el dolor culminara de una vez por todas. Era abrumador; los gritos, las maldiciones, los llantos y las plegarias.

Hasta que el escándalo acalló.

Witka fue azotado por el silencio sepulcral; tenso, ambiguo, doloroso; el mutismo perturbaba aquel bosque bañado por las penumbras de la noche. Los blancos rayos de la luz lunar resplandecían en el negro firmamento y se posaban sobre las copas de los imponentes robles cuyas hojas comenzaban a marchitar y perecer.

Una hoja cayó, y aunque su impacto contra el suelo no produjo el mínimo susurro en la quietud de la noche, un llanto sí lo hizo. Las revitalizadoras lágrimas de una nueva vida hicieron acto de presencia y, con estas, el sonido retornó:

—Está en perfecta salud —informó la impávida voz de una partera, en cuyos brazos cargaba a un bebé recién nacido que lloraba y se quejaba.

Varios pasos detrás de dicha partera, se hallaban tres mujeres encapuchadas y ocultas a la sombra de la tenue luz que iluminaba aquella reducida habitación. Intercambiaron miradas entre ellas y la de en medio dio un paso al frente, bajando la capucha de su raída capa negra para revelar el rostro de una madura mujer cuyos penetrantes ojos negros —característicos de las brujas— y muy leves arrugas debajo de estos, no delataban el pasar del tiempo en ella.

—¿Qué es? —cuestionó con interés.

—Una niña, mi señora.

La bruja extendió las manos y la partera entregó a la bebé. La sostuvo entre sus brazos con sumo cuidado y colocó la yema de su dedo índice sobre su frente. Sus iris negros resplandecieron en verde esmeralda y también la punta de su dedo que hacía contacto con la frente de la pequeña criatura. Pudo percibir la usual desbordante magia de una bruja recién nacida emanar de ella. Una nueva bruja para el aquelarre de Witka acababa de nacer.

La bruja esbozó una serena sonrisa e inclinó su rostro hacia la bebé, susurrando una palabra a su pequeño oído:

—Duerme.

La recién nacida pronto cesó sus llantos y quejidos, sucumbiendo a un profundo y tranquilo sueño. La bruja levantó el rostro y conectó su mirada con la joven muchacha que descansaba en la cama frente a ella, la madre de la recién nacida.

—¿Cómo está ella? —cuestionó a la partera.

—Agotada, pero en perfecta salud como la bebé.

La bruja asintió, juzgando en silencio a la muchacha que yacía derrotada en la cama de aquella habitación. Era una joven sumamente hermosa, de cabellos castaños rojizos y un inconfundible mechón blanco que enmarcaba su afilado rostro y almendrados ojos negros. Era una lástima que dicha muchacha, la misma noche que había dado a luz a su primera hija, moriría.

La bruja cargó a la bebé con un brazo y levantó el restante, señalando a la chica con la punta de su espigado dedo índice.

—Joven bruja —llamó con severidad—. Por quebrantar una Levythe, yo, Ágatha Bellerose, con la autoridad que ejerzo como cabeza de la Trifecta de brujas madres, revoco tu custodia sobre esta niña y te sentencio al inmediato frenesí de Nernox.

De la punta de su dedo surgieron ondas de magia color verde que rodearon a la muchacha. Ella no reaccionaba, estaba en una especie de estupor en dónde lágrimas silenciosas rodaban por sus pálidas mejillas bañadas en sudor tras el esfuerzo del parto natural. Fue recubierta por la magia de Ágatha Bellerose y poco a poco su piel fue marcada por opacas líneas negras, señalando de esta manera que ella sería el siguiente objetivo de Nernox.

La joven bruja permaneció en silencio, pero sus labios temblaban por tratar de contener los sollozos mientras su cuerpo se estremecía. Las brujas presentes se percataron de cómo su terror abrumaba el ambiente, pero era comprensible, puesto que estaba a punto de sucumbir ante Nernox. El peor castigo que podía ser un impuesto sobre una bruja.

Ágatha bajó su mano y se volvió hacia las dos brujas madres restantes. Asintió con firmeza y ellas comprendieron el mensaje. Acataron la orden y, sin vacilar, se encaminaron hacia la bruja sentenciada a muerte e invocaron a los más fieles subordinados de las brujas: Weritas. Los Weritas eran criaturas semi humanoides, constituidos a partir de restos de esqueletos y combinados con la esencia de almas humanas, formando así un cuerpo sólido recubierto de penumbras grises.

—Encadénenla —ordenó la segunda bruja madre, con un evidente tono de disfrute en su rasposa voz.

—Y llévenla al núcleo —comandó la tercera bruja madre, su tono, a diferencia del de la segunda, asemejándose a un susurro.

Los Weritas se pusieron a trabajar de inmediato. Invocaron un par de cadenas y las colocaron en las muñecas, tobillos, e incluso cuello de la sentenciada. Ella no peleó, al contrario, no se oponía ni prestaba fuerza alguna. Los Weritas la levantaron de la cama, tomándola por los brazos con brusquedad para arrastrarla fuera de su habitación.

Las brujas madres los siguieron unos pasos detrás y en el camino fueron encendiendo fuego negro en las velas que decoraban la casa mayor del aquelarre de Witka. Pronto las brujas jóvenes y adultas comenzaron a salir de sus aposentos ante el llamado de las llamas oscuras. Todas portaban sus capas negras y raídas, cubriendo sus cabezas con capuchas mientras mantenían la mirada fija en el suelo y recitaban un antiguo cántico en una lengua casi extinta:

Moira det judzer.
Nernox frensin det ardeth.
Per det ersmik... persor serlib.

El núcleo era el sitio en donde se llevaban a cabo las ejecuciones de las brujas y se hallaba dentro de un amplio claro del bosque de Witka, un bosque de frondosos robles y ruinas de piedra con arcaicas runas que solían pertenecer a las brujas fundadoras. Un espacio protegido de toda alma humana o impura con el fin de asegurar el futuro del aquelarre de Witka y el de las brujas que darían inicio al renacimiento de la especie.

Las brujas se agruparon alrededor de una columna de piedra —cuya superficie estaba quemada con una serie de runas en forma de afilados lazos que rodeaban toda la roca. Los Werita llevaron a la joven bruja a dicha piedra y ataron sus cadenas alrededor de esta, sujetándola con fuerza.
La bruja sentenciada permaneció inmóvil, apenas soltando uno que otro quejido cuando las cadenas fueron apretadas, mas su calma fue quebrantada cuando volvió su cabeza hacia la derecha y vio un poste de madera de donde colgaba el incinerado cuerpo de un hombre, un humano... el padre de su hija.

Su perturbadora tranquilidad se disipó por completo. De sus labios partidos dejó escapar un sollozo y las lágrimas corrieron por sus mejillas como ríos caudalosos. Batallaba contra sus ataduras, tratando de liberarse para ir a ver el destrozado cuerpo de su amado.

—¡¿Por qué?! —cuestionó, desesperada y jalando de sus cadenas—. ¡No debieron matarlo! Él es inocente, él-

—Él no era inocente —intervino la segunda bruja madre, haciendo un cruel énfasis en el pasado de su oración. Esbozó una sonrisa maliciosa, dejando entrever sus anormales y afilados caninos—. te aseguraste de ello al involucrarte con él.

La muchacha continuó llorando, recargando su cabeza contra la roca en donde estaba atada y siendo sus cadenas lo único que la mantenían en pie.
Ágatha Bellerose, aún cargando a la hija de la bruja que estaba a punto de morir, observó la escena con seriedad en su rostro, sintiendo como las afligidas emociones de la sentenciada tornaban el ambiente frío y cortante.

—¿Cuál era el nombre del humano? —cuestionó a la bruja sollozante.

Entre llantos, negó con la cabeza, rehusándose a contestar la pregunta. Ante su silencio, Ágatha entornó los ojos y se volvió hacia las brujas cubiertas por sus desgastadas capas —un atuendo que solo utilizaban para las ceremonias de ejecución ante el frenesí de Nernox.

—Camilla —llamó.

Una bruja un par de años más joven que ella, salió de entre el grupo y bajó su capucha para revelar a una mujer de piel albina y una corta cabellera rubia platinada. Se aproximó a Ágatha con premura e inclinó la cabeza en señal de respeto.

—Hermana —respondió al llamado.

Ágatha extendió el brazo en donde cargaba a la recién nacida.

—Llévatela —pidió con un tono menos autoritario del que usaba con las demás brujas del aquelarre.

Camilla Bellerose asintió y tomó a la bebé en brazos, alejándose entre la multitud de brujas. No era bueno que una bruja tan tierna sintiera las desbordantes emociones que plagaban el ambiente durante una noche de ejecución, y mucho menos si dichos sentimientos pertenecían a su progenitora.

Ágatha dirigió su atención a todas las demás brujas del aquelarre que continuaban con su cántico, levantó la mano derecha, y la cerró en un puño.

—Silencio —ordenó.

Las brujas acallaron al instante y el núcleo quedó hundido en un silencio fúnebre. Se dio la media vuelta y caminó hacia la joven bruja que aún lloraba en silencio con la mirada puesta sobre el cadáver del humano que solía amar. Había sido ejecutado hace tan solo un par de horas, quemado vivo como las normas lo dictaban.

—No fue su culpa... —continuó murmurando, bajando la mirada y haciendo que un mechón blanco de su cabello cayera sobre su rostro. Ágatha la observó con sus impávidos ojos oscuros.

—Te repetiré la pregunta una vez más —avisó, con su impostada voz resonando por el núcleo como un eco—. ¿Cuál era el nombre del humano?

La bruja volvió a sollozar y, sin alzar el rostro, respondió con un quebrantado susurro:

—Oliver Moore.

—La muerte del humano, Oliver Moore, fue por tu causa —declaró entonces, entornando una vez más los ojos—. ¿Estás consciente de ello?

La bruja volvió a lloriquear y levantó la cabeza de súbito.

—¡Él no merecía morir! —bramó, jalando de sus ataduras—. ¡Esto no fue su culpa! ¡Nada de esto!

—Quebrantaste todos los principios de las Levythe, normas que se te han sido inculcadas desde que eras una niña y-

—¡Él no tuvo la culpa! —acotó con un alarido colérico y tornó el ambiente hostil por la rabia que exudaba—. ¡Pero ustedes lo asesinaron!

Ágatha levantó la mano izquierda y sus iris resplandecieron verdes, tensó los dedos con fuerza y las marcas que pintaban el cuerpo de la bruja se encendieron. La muchacha dejó salir un grito de agonía y el hedor a carne quemada se dispersó por el bosque.

—Suficiente —proclamó Bellerose con dureza.

La bruja volvió a sollozar; su respiración era agitada y gotas de sudor se acumulaban con sus lágrimas hasta derramarse a sus pies.

—Pudieron haberle borrado la memoria —musitó, derrotada y con su voz tintada de agotamiento—. Dejarlo en libertad...

—Sabes bien que eso no es posible —aseveró Ágatha—. Para ello se necesita una magia demasiado poderosa, incluso más que la de una bruja madre.

La muchacha continuó llorando, recargando la cabeza contra la piedra y observando el firmamento estrellado sobre ella mientras musitaba palabras para sí misma y suplicaba que sus plegarias fuesen escuchadas por alguien en específico.

Ágatha observó la escena con pesadez y, en un acto de misericordia, decidió que era hora de terminar con el inevitable sufrimiento de la joven bruja. Se posicionó frente a ella y volvió a colocar la capucha de su capa sobre su cabeza. Las dos brujas madres faltantes se pararon a sus costados sin decir palabra. Las tres levantaron el brazo izquierdo y juntaron tres dedos, señalando a la sentenciada.

—Cressa Blanick —comenzó Ágatha, dando inicio al juicio final de la bruja—. Por haber quebrantado los principios de las Levythe al enamorarte de un humano, intentado escapar de tu aquelarre, revelado nuestros secretos y procreado con dicho humano, yo, Ágatha Bellerose, cabeza de la Trifecta de brujas madres de Witka, te declaro culpable y te sentencio al frenesí de Nernox.

La segunda y tercera brujas madres recubrieron sus manos con magia naranja y azul y recitaron un antiguo cántico que solo ellas tenían la autoridad para pronunciar:

Flamles teint det norx.
Ofret parf Nernox.
Relest parf Moira.

Una ventarrón helado las azotó y todo ruido que llenaba el vacío de la noche fue acallado, solo para ser reemplazado por un estruendo similar al golpe de un rayo contra la tierra y luego una suave y mística melodía que se asemejaba a un delicado ulular.

Un chispazo surgió frente a Cressa Blanick, quien comenzó a alterarse y batallar contra las cadenas que la mantenían atada. La chispa explotó en un controlado resplandor de luz que obligó a todos los presentes a cerrar los ojos.

La deslumbrante luz pronto se apagó y se manifestó alrededor de la columna en dónde la joven bruja estaba encadenada; la blancura de dicha luz se tornó oscura y llamas negras surgieron del suelo, alzándose como una pared ígnea alrededor de la sentenciada. Eran llamas que jamás transmitían calor, sino una frialdad que congelaba el pasto y descendía la temperatura del ambiente a los cero grados centígrados.

Ágatha Bellerose dio un paso al frente y levantó ambos brazos, dirigiéndose a la pared de llamas negras para tocarlas con las palmas de sus manos. Sus dedos se tornaron negros y fueron recubiertos por escarcha hasta perder toda la sensibilidad en estos.

Cerró los ojos y recitó la invocación que pondría fin a la vida de la joven bruja y madre, Cressa Blanick:

Frenix det Nernox.

Las llamas se avivaron y un poderoso vendaval surgió de estas, azotando el núcleo y apagando las velas con llamas negras que las brujas sostenían entre sus manos. De nuevo el silencio se hizo presente y Ágatha Bellerose, antes de retroceder, observó por última vez los aterrados ojos de Cressa Blanick. Sintió un golpe de dolor y culpa; emociones que aún después de haber ejecutado a decenas de brujas a lo largo de su tiempo como cabeza de las brujas madres y líder de Witka, jamás tuvo la capacidad de erradicar.

Bajó la mirada de manera solemne y retrocedió a donde estaban las otras brujas madres. Las tres levantaron los brazos al mismo tiempo y se arrodillaron en el suelo, con la cabeza gacha a manera de respeto.

Las demás brujas del aquelarre las imitaron y también se arrodillaron hasta que sus frentes chocaron contra el frío pasto debajo de ellas.

—No... no, por favor, no —rogaba Cressa Blanick, jalando sus cadenas con estrépito— . ¡NO! ¡Madre Ágatha, por favor! —suplicaba, dirigiendo sus lastimeros ojos a la cabeza de las brujas madres.

La muerte por el frenesí de Nernox era aterradora por su crudeza. Para las brujas el morir no era un castigo en sí, veneran a la muerte y lo consideraban incluso un honor si era una muerte digna, pero entonces aquello significaba que el castigo en la ejecución no radicaba en perecer, sino en sufrir.

Ágatha se resistió e ignoró sus súplicas, evadiendo cruzar miradas con la joven bruja y haciendo oídos sordos a sus plegarias. Tragó el nudo que se le había formado en la garganta y se aferró al semi congelado pasto con más fuerza de la necesaria.

Las flamas negras aumentaron su intensidad y resonó un agudo silbido seguido de una explosión que se asemejaba al sonido de metales chocando.
Todo volvió a quedarse en silencio; no se oía ni un animal, un respiro, o siquiera un latido. Hasta que, de entre las flamas, surgió una esquelética mano de color negro cenizo que emanaba una bruma plateada a su alrededor. La mera presencia de aquella extremidad enfrió aún más el ambiente e inhibió toda emoción que podría percibirse, devorando todas y cada una de ellas.

La dueña de aquella misteriosa mano constituida por sobrios huesos, era el final, la propietaria de tu último respiro, latido y pensamiento, la muerte misma... Moira.

De la palma de su mano, surgió un orbe color negro que se expandió con rigididez. El sonido de huesos tronando hizo eco mientras que de aquella oscuridad surgía un ave negra de amplias alas, un afilado pico de hueso y ojos blancos y carentes de vida. Aleteó un par de veces y las plumas cayeron al pasto, disolviéndose como cenizas al primer contacto.

Ese era el cuervo de Moira y el más fiel sirviente de la muerte: Nernox.

El ave soltó un estridente graznido y alzó vuelo sobre la mano de Moira. Moira cerró su mano y la giró con lentitud, levantando el dedo índice y señalando a Cressa Blanick.

El cuervo volvió a graznar, pero esta vez se asemejó más a un alarido combinado con un sollozo. Extendió sus alas —aumentando su tamaño—, y voló a gran velocidad hacia la bruja sentenciada.

Cressa Blanick no pudo más que gritar y cerrar los ojos con fuerza al momento en que el cuervo hizo contacto con su frente, adentrándose en esta como un parásito contaminante. Los quebrados gritos de agonía de Cressa resonaron por todo el bosque, suplicando que terminaran con su sufrimiento y la asesinaran de una vez por todas.

Las llamas negras que la rodeaban acrecentaron su intensidad al sentir su dolor. La piel de la bruja se tornó grisácea, resquebrajándose como si fuese piedra mientras ella continuaba gritando al punto de desgarrar sus cuerdas vocales y que un hilo de sangre escurriera de su boca y recorriera el largo de su barbilla. Batalló con las cadenas que la aprisionaban y estrelló su cráneo una y otra vez contra la columna detrás de ella hasta que la sangre también corrió por su rostro.

Abrió los ojos de golpe y estos pronto perdieron sus irises y pupilas, siendo tintados completamente de blanco y derramando espesas lágrimas negras. Cressa soltó un último alarido que hizo temblar el suelo y las llamas negras explotaron con estrépito.

Las brujas presentes fueron cegadas, y cuando la luz se disipó, quedaron hundidas en la completa oscuridad y el silencio.

Pasaron minutos de sepulcral quietud hasta que poco a poco volvieron los ruidos de los alterados animales nocturnos que habitaban en el bosque de Witka. Ágatha Bellerose fue la primera en levantar el rostro al sentir cómo la presencia de Moira y Nernox había desaparecido, pero lo primero que se topó, fue el inerte cuerpo de Cressa Blanick; colgando de sus ataduras y comenzando a ser consumida por sí misma hasta no dejar más que cenizas grises atrás.

Se puso de pie con lentitud y levantó la mano al aire, encendiendo un orbe de magia verde en la palma de su mano que iluminó la penumbra en la que habían quedado hundidas. Las demás brujas comenzaron a ponerse de pie también, todas iluminando el ambiente con su magia de distintos colores como muestra de respeto a la bruja caída.

Permanecieron así durante tres minutos, los tres minutos que había tomado que Cressa Blanick sucumbiera ante el frenesí de Nernox. La segunda y tercera brujas madres fueron las primeras en apagar sus luces y dirigirse al grupo de brujas que habían presenciado la ejecución, ordenando que fueran escoltadas por los Weritas de regreso a la casa mayor.

Pronto Ágatha Bellerose fue la única restante en aquel sombrío bosque que ya no transmitía emoción alguna más allá de su propia tristeza. Cerró los ojos y una silenciosa lágrima rodó por su mejilla. Colocó la yema de su dedo índice sobre sus fríos labios y la besó. Se aproximó a Cressa Blanick y colocó la punta de dicho dedo en su gélida frente.

—Eterno sosiego —le deseó con un susurro.

Retrocedió un par de pasos y permaneció en respetuoso silencio, lamentando el fallecimiento de la joven bruja de Witka. Una bruja que ella tomó bajo su ala tras la muerte de sus padres cuando no era más que una niña.

—Hermana. —Escuchó la delicada voz de Camilla detrás de ella.

Ágatha soltó una suave exhalación.

—Ha terminado —decretó.

Su hermana menor se colocó a su lado, cargando en sus brazos a la pequeña bebé e hija de la bruja fallecida frente a ellas. Ahora estaba envuelta por una manta color guinda y dormía arropada en la suave tela.

—¿Qué haremos con la pequeña? —cuestionó Camilla.

Ágatha se volvió hacia su hermana y miró a la recién nacida en sus brazos.

—Vivirá aquí y será criada por las brujas del aquelarre como cualquier otra huérfana —respondió con voz tranquila para no despertar a la tierna criatura—. Ahora es una de nosotras.

Camilla colocó su mano libre en el hombro de su hermana, percibiendo la tristeza que transmitía por el fallecimiento de Cressa Blanick e intentando pasarle algo de su calidez.

—Necesitará un nombre —dijo entonces.

Ágatha asintió, esbozando una melancólica sonrisa y pasando el dorso de su mano por la suave mejilla de la pequeña.

—Llevará el nombre de uno de sus antepasados como es la costumbre —dijo y apreció a la bebé, pensando que, aunque una vida había culminado esa noche, una nueva y próspera surgió.

—Isobel —decidió.

—¿Isobel? —cuestionó Camilla.

Asintió con certeza.

—Isobel Blanick.

¡Hola, aquí la autora!

Estoy súper emocionada por que comiencen este nuevo viaje. De verdad espero que lo disfruten tanto como yo y, advertencia, no me hago responsable por traumas, lágrimas y corajes 👀

Sin más que decir... ¡Bienvenidos a Witka!

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