Capítulo 5. Maldita verdad pura

El silencio era ruidoso y sepulcral, muerto como el bosque a mi alrededor y los animales que yacían inertes a mis pies.

Levanté mi mirada hacia el humano, cuyas emociones desbordaban frágil e inexorable terror y ahora observaba sus temblorosas manos con creciente pánico. Sus palmas se tornaron grises y con imperfectas venas negras recorriendo desde sus antebrazos hasta las puntas de sus dedos. Su piel de por sí pálida fue drenada de todo color y sus iris ahora eran negros —tal y como los míos cuando no utilizaba magia.

Adquirió una catastrófica maldición que mataba todo lo que lo rodeaba con el poder de sus incontrolables y tormentosos sentimientos. Una peligrosa maldición que jamás debió ser impuesta en un humano tan inestable.

Tragué saliva con nerviosismo, percibiendo mis propias emociones de pánico y temor por lo que se avecinaba. Rompí una de las normas más básicas de las brujas y, por ende, también una Levythe: «obedecer o sucumbir».

Desobedecí, y ahora... ahora pagaría con mi vida.

Me aproximé con pasos cautelosos hacia él, quien aún se hallaba en tal shock, que no apartaba sus ensanchados ojos de sus manos y no paraba de derramar lágrimas producto de desesperación pura.

—Oye... —comencé, arrepintiéndome de nunca haberle preguntado su nombre.

Sentía el frío que emanaba de él y la temperatura del ambiente descendió a tal grado que podía ver mi propia respiración. El efecto de su maldición seguía activo y continuaba expandiéndose con lentitud. Tenía que calmarse o terminaría por asesinar a alguien.

—Necesito que me escuches —insistí—. Tienes que-

—¿Quién eres? —acotó, interrumpiendo mis palabras al levantar el rostro de súbito. Incluso sus amoratadas ojeras eran mucho más prominentes ahora. Entornó los ojos y me observó con repulsión—. ¿Qué fue lo que me hiciste?

Exhalé, calmando mi propio nerviosismo para no alterarlo más. Dos personas aterradas no harían ningún bien a nadie.

—Mi nombre es...

De nueva cuenta fui interrumpida, pero esta vez no por él, sino por un deslumbrante resplandor anaranjado que me obligó a cerrar los ojos por reflejo. Escuché una serie de pisadas que hicieron crujir el pasto marchito debajo de mí y luego una risa áspera que ya sabía a quién le pertenecía. Un escalofrío recorrió mi cuerpo entero.

—Isobel Blanick. —Comenzó aquella voz burlona y cruel para luego chasquear la lengua un par de veces—. Debí imaginarlo.

Abrí los ojos con lentitud, teniendo que parpadear una serie de veces para disipar las manchas negras en mi visión, pero lo que encontré al aclarar la vista, no fue nada grato.

La segunda bruja madre, Arisa Remonett, estaba de pie frente a mí; con su imponente altura de un metro noventa y dos, su piel pálida y recubierta de pequeñas cicatrices y una maltratada cabellera roja e intensa como fuego avivado que caía hasta su espalda baja. Su aspecto por sí solo era bizarro, pero lo que más desagrado me generaba, e incluso más repelús que la tercera bruja madre, eran sus dientes.

Me dedicó aquella típica y revoltosa sonrisa suya, dejando entrever su dentadura compuesta únicamente de afilados caninos grisáceos.

—Pero ¿qué has hecho ahora, pequeña maldita? —cuestionó con un sádico divertimento.

Vi que a sus espaldas la escoltaban un par de feroces Weritas, los cuales rodeaban y apuntaban sus imponentes lanzas hacia el humano. El chico se encontraba de rodillas en el suelo, mirando a los seres sobrenaturales con una cólera solo semejante a la de un animal salvaje.

Estaba a punto de volver mi atención hacia la madre Arisa, pero ella se me adelantó y se aferró a mi mentón con sus huesudos dedos y uñas como garras, girando mi rostro con brusquedad para obligarme a conectar nuestros ojos mientras se inclinaba para mirarme hacia abajo, siempre permaneciendo en la posición superior.

—¿No me oíste? —inquirió y apretó mi barbilla con más fuerza—. Responde la pregunta, maldita.

La madre Arisa me odiaba, en realidad detestaba a todas las brujas jóvenes. No creo que fuese odio en sí, sino más bien la necesidad de ser ella la dominante e infringir miedo para siempre permanecer en una posición muy superior a todas nosotras. Una sobre compensación.

—Salvé a un humano de la muerte —confesé.

La segunda bruja madre poseía el Unikaia de la verdad pura, lo cual significaba que podía sacarnos hasta la última gota de sinceridad de nuestro frágil ser y sentir cada vez que profesamos una sola mentira. Era imposible engañarla cuando usaba su Unikaia y por eso era dueña de un título tan importante dentro del aquelarre.

Inclinó la cabeza, volviendo a sonreír con malicia y enterrando una de sus filosas uñas en mi mejilla hasta casi abrirme la piel.

—De la muerte... ¿O del suicidio? —cuestionó con tono sombrío.

Tragué saliva con dificultad y, al ser incapaz de soportar el brillo anaranjado de sus ojos, desvié mi mirada de la suya por un instante.

—Suicidio —musité.

Volvió a girar mi rostro hacia ella.

—Conoces las reglas, Isobel... —susurró a mi oído y dejó ir mi barbilla sin mínima delicadeza, haciéndome tropezar con mis propios pies hasta caer al suelo. La madre Arisa observó mi patético desliz con disfrute y después se volvió hacia Elijah—. Y ya sabes qué es lo que debes hacer.

Sentí el pánico surgir dentro de mí y, antes de poder ponerme en pie, la madre Arisa apuntó su dedo índice hacia mí y recitó:

Alarzera.

Mi cuerpo se tornó rígido y perdí el control sobre este. Alarzera era un hechizo que te permitía controlar a otros seres vivos como si fuesen marionetas, moviendo cada extremidad como si de un titiritero se tratara. Era sumamente difícil de masterizar, siendo además considerado como un tipo de magia desagradable y cobarde. La segunda bruja madre, siendo una experta, me controló para que me levantara del suelo a punta de tumbos y me encaminara hacia él con pasos rígidos y torpes.

La madre Arisa se aproximó a mí y apartó el cabello de mi oído, susurrando a este:

—Mátalo.

Me quedé petrificada. No quería hacerlo, no quería matar a un humano inocente, pero su hechizo me mantenía cautiva y no me quedaba otra opción más que obedecer o sucumbir en agonía. De alguna forma, logré separar los labios y proferir una serie de reniegos:

—¡No! —mascullé, haciendo un esfuerzo sobrenatural—. ¡No, no, no!

La segunda bruja madre comenzó a reír de manera burlona al mismo tiempo que yo me topé con los coléricos ojos de él. Conforme más me aproximaba, más sentía el declive de la temperatura a su alrededor. La maldición seguía activa, y no por miedo, sino por enojo.

—¡Matará todo! —espeté, batallando por anclarme a la tierra—. ¡Tiene una maldición!

La madre Arisa ignoró mis palabras y aumentó la dominación de su hechizo para obligarme a matarlo. No estaría satisfecha de otra manera.
Se volvió hacia sus Weritas y señaló al humano con la cabeza.

—Sosténganlo —ordenó, sonriendo con amplitud—. Esto será cruento.

Amplíe los ojos y batallé contra el hechizo.

—¡Esperen! —exclamé. Si lo tocaban, ellos...

Pero el humano lo captó más rápido, comprendiendo la maldición que ahora recorría sus venas, se puso en pie y apartó la lanza del Werita que estaba a centímetros de su rostro. Sus ojos se tornaron completamente negros y, cuando uno de los Weritas trató de someterlo, él, con un grito, se aferró a su brazo, el cual aún cubierto por una coraza de bronce, no evitó que sucumbiera ante la maldición.

—¡NO! —bramé.

El Werita se petrificó en su última posición, soltando un grito ahogado mientras todos veíamos como su brazo se tornaba negro y dicha oscuridad subía hasta engullir su hombro, su torso, su cuello y al final su rostro, asfixiando su último respiro y luego resquebrajando su piel como si de cristal se tratara. Todos retrocedieron, incluso la madre Arisa disminuyó la magnitud de su hechizo sobre mí, más distraída por la escena frente a sus ojos.

El humano, aquel chico atormentado al que yo le hacía compañía en un cementerio y observaba dibujar con admiración, se convirtió en esto. No lo reconocía, no era como todos los demás humanos cuyo primer instinto era correr y suplicar clemencia, no, este estaba muy al tanto de la magnitud del poder que recorría su cuerpo y del peligro en el que se hallaba, pero no dejaba que el miedo lo acobardara, sino que lo llenaba de adrenalina, sacando la peor parte que lo incitaba a pelear, a defenderse... a matar.

Conecté mi mirada con la suya durante un instante, rogando con mis ojos que se detuviera ya, que si seguía así nada podría salvarlo. Él debió notarlo, puesto que en su expresión surgió un atisbo de claridad y se apresuró en dejar ir al Werita, pero ya era demasiado tarde, este último se desintegró y sus cenizas fueron arrastradas por el viento.

Él cayó de rodillas, agotado, confundido y asustado. Su cuerpo se estremecía y observaba sus manos con repudio, bañadas de cenizas, sucias con la vida que le arrebató a un ser. Soltó un sollozo ahogado y de sus ojos surgieron lágrimas grises, manchando todo su pálido rostro.

La madre Arisa apretó la mandíbula y se volvió hacia mí, utilizando su hechizo para estrujarme. Solté un grito y me arrastró hacia ella, encarándome con pocos centímetros de distancia entre nuestros rostros.

—Lo asesinarás —espetó—. ¡Lo asesinarás ahora mismo!

—¡No, no puedo! —mascullé—. ¡Si lo matamos, todos moriremos!

—¡Cállate, Blanick! —ordenó y cerré la boca, por poco mordiendo mi lengua—. ¡Mató a uno de los nuestros!

Utilicé todas mis fuerzas para separar mis labios y poder hablar entre dientes.

—Lo hizo en defensa propia —alegué, aunque apenas podía hacerme oír—. Los humanos tienen todo el derecho de matar en defensa propia.

Pero en la mirada de Arisa Remonett no había más que desquicio, razonar con ella sería imposible y lo confirmé cuando se aferró a mis mejillas , y bramó a mi cara:

—¡Te ordeno que lo asesines, maldita!

Me soltó y caí de rodillas, pero mi cuerpo, fuera de mi control, obedeció sus órdenes y se levantó con movimientos rígidos, forzando a cada músculo y hueso a seguir sus deseos. Traté de prevenirlo, pero era imposible que yo, una de las brujas más débiles del aquelarre, lo lograra con mi fuerza física o mi poder mágico.

Tenía que hallar otra forma de hacerme oír y, lamentablemente, sabía bien cuál era mi mayor arma contra Arisa Remonett.

—¡No es más que una maldita resentida! —espeté, definitivamente me matarían por esto—. ¡No puede lidiar con su propia agonía y se desquita con los más débiles!

Arisa amplió los ojos, sabía bien a qué me refería con esto. Todos en el aquelarre de Witka conocíamos la trágica historia de los Remonett. Una poderosa familia que fue asesinada a manera de venganza por brujos prohibidos, nuestros enemigos jurados.

Arisa Remonett fue la única sobreviviente, pero fue incapaz de entregar descendientes al ser completamente infértil y, para variar, se vio forzada a divorciarse de su esposo brujo para que él sí tuviese hijos con una bruja fértil. Es por eso que ahora habitaba en el resentimiento y se escudaba en la crueldad, desquitándose con aquellas brujas que somos y tenemos lo que ella no pudo ni podrá.

—¿Qué fue lo que dijiste? —inquirió, haciendo de su mano un puño para paralizarme—. Pequeña maldita. —Se aproximó a mí con pisadas recias, y recitó: —¡Surtenia!

En su mano invocó una afilada daga de bronce que sostuvo contra mi cuello mientras me jalaba el cabello y me obligaba a levantar el rostro para ver sus desorbitados ojos.

—Te mataría, pero no, eso es demasiado piadoso. —Se carcajeó con desquicio—. Voy a hacerte sufrir. Sí, te haré sufrir mi agonía, y créeme que disfrutaré escuchando todos y cada uno de tus-

Fue interrumpida cuando una explosión de luz verde nos deslumbró a todos, solo que esta vez pude vislumbrar el surgimiento de una silueta familiar. La segunda bruja madre soltó un gruñido y me dejó en libertad antes de darse la vuelta y apretar los dientes hasta casi hacerlos chirriar.

—Ágatha... —masculló, fastidiada.

—Arisa Remonett —llamó Ágatha Bellerose, cabeza de la Trifecta de brujas madres y líder del aquelarre de Witka.

El aspecto de Ágatha era completamente opuesto al de la segunda bruja madre, pero transmitía la misma o incluso más imponencia. Su rostro era afilado y sus facciones sumamente prominentes, siendo enmarcadas por su cabello grisáceo recogido en un tocado de bronce y la elegante vestimenta monocromática negra que siempre portaba.

—Estuviste a punto de asesinar a una bruja de nuestro aquelarre —parló con seriedad— . Esto podría ameritar la revocación de tu título.

Arisa bufó y desvaneció la daga de su mano.

—Ambas sabemos que eso no sucederá, Ágatha —comentó con un gesto de obviedad y mostró sus manos vacías—. ¡Además ya no hay pruebas!

Ágatha entornó los ojos en señal de esa silenciosa desaprobación que expresaba a manera de disgusto, y se volvió hacia él humano, examinándolo durante largos segundos. Él, por otro lado, nos observaba a las tres con una mezcla de disgusto y temor.

—El humano está maldito —aseveró la primera bruja madre—. Y sabes bien qué es lo que ocurre si intentas asesinar a un maldito sin mínimo procedimiento.

—Como bien diría nuestra querida Galiela: provocaríamos una hecatombe —contestó Arisa, ignorando la seriedad del asunto—. Lo tenía contemplado.

—Maldita mentirosa —maldije por lo bajo.

La segunda madre me escuchó y volvió a apuntarme con su dedo índice, dispuesta a usar su magia en mí.

—Suficiente, Arisa —reprendió la madre Ágatha—. Has hecho más que suficiente por hoy.

—Ágatha...

La líder levantó la mano y Arisa permaneció en completo silencio. Este era el Unikaia de la primera bruja madre: dominio total. Le permitía dominar completamente a cualquier bruja y ser vivo sin importar la cantidad de poder o resistencia mental que poseyera. No había excepción.

Yo estaba de rodillas en el suelo, insegura sobre qué debía hacer. La madre Ágatha me tomó bajo su cuidado tras la muerte de mis padres, por lo que sentía mucha más confianza con ella que con cualquier otra bruja madre.

Me levanté del pasto con pasos trémulos y me aproximé a ella.

—Madre Ágatha, yo...

Me ignoró, dándome la espalda y volviéndose hacia el Werita restante que retenía al humano a punta de lanza, demasiado asustado como para acercarse de más.

—Encadénenlos —ordenó con firmeza y me miró de soslayo—. A ambos.

Mis ojos se ampliaron como si me hubiesen dado una descarga eléctrica y me apresuré hacia la madre Ágatha.

—Madre Ágatha, esto fue un accidente, el humano...

Volvió a levantar su palma, pero esta vez callándome a mí.

—No tienes derecho a profesar palabra alguna a menos que yo te lo ordene —sentenció—. Por romper una serie de normas y una Levythe, ahora mismo no eres más que una prisionera. Has perdido todos tus derechos de bruja hasta el veredicto de tu juicio.

Tenía ganas de gritar, pero el Unikaia de la madre Ágatha no me lo permitía. Se sentía como si tuviese los labios pegados y la lengua paralizada. No podía más que soltar guturales quejidos y entrecerrar los ojos.

La madre Ágatha ni siquiera volvió a mirarme y, antes de que me colocaran las cadenas, lo último que la escuché decir fue:

—Lleva al humano al vacío y a la bruja déjala en mi estudio.

Tal vez, si quería ser optimista, aún tenía posibilidad de salir de esto con vida.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top