Prefacio

15 de noviembre de 2018.

Las luces iban de un lado a otro, en colores brillantes y cegadores. Una capa de humo lo cubría todo junto a una dulce fragancia embriagadora, que obstaculizaba su visión. Aún así, podía ver los cuerpos moverse al ritmo de la música, una música a un volumen ensordecedor. Las chicas iban con ropa corta y reveladora, acorde a las circunstancias y al calor del local, pero contraria a la estación. Los chicos iban también vestidos para la ocasión, con polos y chaquetas americanas. Los cuerpos, muy cerca los unos de los otros, hacía que la temperatura aumentara.

Olía mal, a sudor, perfume barato y hormonas. No por nada esa era una discoteca que frecuentaban en su mayoría universitarios, aunque todo el mundo era bienvenido.

En realidad, si se era atractivo, daba igual quién fuera uno, ni su trabajo, ni su edad, ni su género. La mayoría iba pasado de alcohol, así que tampoco era que estuvieran del todo avispados sobre quién se les acercaba, aunque no lo suficiente para dejar de balancearse como si fueran los reyes de la discoteca.

Los miró detenidamente sentado en uno de los taburetes de la barra, con un vaso lleno de algo que ya ni se acordaba. Whiskey, supuso. Aunque nunca se bebía nada de lo que se pedía, era un hábito pedirse algo que le gustara. 

Cuando sintió unos ojos sobre su persona, echó un vistazo rápido, identificando de dónde llegaba esa sensación de ojos depredadores sobre él. Era una chica joven, quizás de dieciocho años o menos, pues aunque se suponía que era una discoteca para mayores de edad, nunca se sabía. Los porteros solían dejar entrar a chicas guapas, como si fueran parte del atractivo del local.

Él le sonrió, y ella soltó unas risas nerviosas. No estaba sola. Iba acompañada de unas cuantas amigas, todas igual o más borrachas que ella. No las consideró un problema. De hecho, si algo era un problema, eran los gustos de ella.

Le dió la espalda y se puso a bailar. Movía sus caderas de un lado a otro, en sincronización con una de sus amigas, a la que había tomado como pareja de baile, aunque él sabía que solo quería que la mirara él. Ella se creía una cazadora, y él su presa, sin saber que las tornas iban a girar.

El pelo le caía largo y castaño, en ondas hasta la mitad de la espalda. Sobre su cabeza, al final de su frente, le había visto un par de pequeños cuernos acabados en punta, no más de unos centímetros. Era una bruja, como muchos de allí.

Se levantó de su silla, dejando la copa atrás, y se acercó a ella por la espalda. Fue cuidadoso, colocando una mano sobre su cadera, atrayéndola hacia él. Ella se sorprendió y echó un vistazo hacia atrás. Sus ojos le devoraron.

La chica se dio la vuelta, pegando su cuerpo al de él, rodeando su cuello con sus brazos de una manera relajada, y dejando que él la tocara con sus manos.

Para cuando ambos se fueron juntos, después de que la hubiese invitado a un par de copas más, eran pasadas las tres de la mañana.

—N-necesito coger mi abrigo —le dijo. Él asintió, esperándola en el marco de la puerta de salida, ya que el guardarropas estaba en la entrada. La chica le dio el papelito que identificaba su abrigo y un muchacho entró a buscarlo.

Ella se quedó esperando, y giró la cabeza hacia él, sonriente. Él le devolvió la sonrisa, intentando no parecer impaciente. En su mano, dentro del bolsillo de su chaqueta, jugueteaba con lo que tenía dentro, sin poder aguantarse las ganas de sacarlo.

El muchacho volvió con un abrigo corto de pelo, ella lo cogió con una sonrisa y le dio las gracias.

—¿D-dónde vives? N-no podemos ir a mi piso, mi compañera tiene examen y está super super super super suuuuuper desquiciada —rió—. S-si nos ve, me matará.

—Tranquila, vamos a mi casa —le dijo.

El muchacho los miró de uno al otro con el ceño fruncido, como juzgándolos, sobre todo a él. Él no le dio importancia mientras la ayudaba a salir entre pasos tambaleantes.

Tuvieron que andar un poco hasta donde tenía el coche aparcado, aunque no le importó. De hecho, no había tenido muy mala suerte, y había pillado un sitio cerca.

Sin embargo, no era lo mismo para ella, que iba ataviada en un mono corto de tirantes, sin nada que le cubriera las piernas, aunque los brazos estaban cubiertos por la chaqueta de pelo. En sus pies, unos tacones altos repiqueteaban al andar.

—¿Y-y vive-es aquí? —le preguntó abrazándose por el frío.

—Sí —le dijo viendo el coche a unos metros. Era un todoterreno negro, ella silbó cuando lo vio.

—Y-yo quiero u-uno de éstos, aunque... —Apenas tenía aliento para hablar—, aunque mis padres no quieren pagarme el carnet de conducir. S-si quieres, puedes darme unas clases ahora.

"Así que tiene 18 años al menos" pensó.

—Quizá otro día —respondió, aunque sabía que estaba de broma.

Lo abrió a unos metros a distancia, y ella fue directa al asiento del copiloto.

—¿Y en qué tra-trabajas? —Aunque tartamudeaba, él se alegró de que no fuera lo suficiente borracha para tener que cargarla.

La chica se sentó, y puso los pies sobre el salpicadero del coche. Él se sentó y se abrochó el cinturón.

—Siéntate bien, y ponte el cinturón —le dijo.

Ella se puso de morros, pero le hizo caso.

—Ni siquiera sé cómo te llamas, yo soy Amanda.

—Me llamo Juan —Arrancó el coche, sacando el coche de donde lo tenía aparcado, y la chica tomó una de sus manos que estaban en el volante.

—Y dime, Juan —Acercó la mano de él a su entrepierna, y la metió debajo de su falda—. ¿No quieres que nos divirtamos un poco de camino? —Su pregunta fue acompañada de risas divertidas y juguetonas. Él apartó su mano de un tirón.

—Compórtate en el coche —soltó. Ella puso las manos en alto. Estaban saliendo del centro de Salamanca.

—Perdón, perdón. Qué cascarrabias eres —Miró hacia la ventanilla, pero el paisaje pasando de largo tan rápido hizo que se marease—. No me has dicho donde vives.

—En las afueras.

—¿Dónde? —preguntó.

—Aldeatejada —Ella frunció el ceño, pensando.

—¿Y dónde está eso?

—A quince minutos.

—Está bien —La vio coger el móvil, y meterse en Whatsapp, sin embargo, antes de poder ver qué hacía, Amanda apartó el móvil de su vista, ocultándole la pantalla. Y antes de que se le olvidara, cerró las puertas con seguro. Ella miró hacia su puerta, por el sonido que hizo, aún con el móvil en las manos. Luego lo miró—. Sabes, creo que me he confundido. El examen de mi compañera no es hasta dentro de una semana, es seguro ir a mi piso.

—Ya estamos de camino —le contestó él.

—Y-ya, pero está más cerca —argumentó.

Hacía unos minutos que habían pasado un puente, pero todavía habían calles peatonales, así que aún no habían salido de Salamanca.

—Estaremos más cómodos en mi casa —dijo él. Ella se agarró del cinturón de seguridad con fuerza. De repente, ya no parecía tan borracha, como si su instinto de supervivencia la estuviera espabilando.

Cogió otra vez su teléfono —Voy a avisar de que llegaré mañana —No pudo terminar de deslizar hacia abajo la larga lista de personas de su agenda, buscando un número en específico, ya que una mano le arrebató el móvil y lo guardó en su propio bolsillo, al otro lado, lejos de su alcance—. ¿Q-qué haces? —preguntó. Intentó estirarse hacia él, pero la mirada que le devolvió la asustó.

—Estate quieta —Su voz había sonado baja, pero igual de clara y seria. Ya habían pasado Salamanca, y la carretera estaba desierta.

—Por favor, quiero irme a casa —Su voz tembló, y luchó por aguantarse las lágrimas.

Él no la miró.

Pero nadie iba a volver a casa.

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