Capítulo 9
Isaac no sabía dónde estaba, a pesar de que había estado allí miles de veces.
Sabía que era el interior de una casa, una de esas grandes y victorianas. El cielo estaba oscuro, aunque se iluminaba de vez en cuando, cuando los rayos caían, acompañados de fogonazos de luz que sonaban estridentes. A Isaac le palpitó la cabeza. Odiaba las tormentas.
A pesar de que no hubiera nadie más adentro, por lo menos que él supiera, la casa no parecía abandonada. El papel de las paredes era marrón, con un tono anaranjado y dibujos de lirios, y estaba en buen estado. Como todo. No había una mota de polvo, ni siquiera en el aire.
Isaac siguió caminando por los pasillos, llamando a quien fuera a gritos. No reconocía ninguno de esos caminos, ni de las alfombras por las que caminaba. Pero había algo, algo en la forma en el que el bosque se expandía a través de las cristaleras, que fue como si se viese así mismo corriendo por éste. Aunque no huyendo.
Isaac casi se rió de su propia sandez. No sabía qué otra razón habría de tener para estar corriendo en el bosque.
Siempre pasaba lo mismo, cada una de las veces. Tardaba unos segundos en reconocer todo aquello, aquel lugar en el que no recordaba haber estado, y que a la vez podía detallar de memoria.
Escuchó unos pasos, y giró su cuerpo hacia éstos. Isaac no creyó que se los hubiese imaginado, a pesar de que lo único que hubiese escuchado hasta ahora hubiesen sido los truenos del exterior, que a pesar de que todas las ventanas estuvieran cerradas, se oían como si estuviera junto debajo de la tormenta.
Isaac siguió el sonido que habían hecho esos pasos y entonces oyó unas risas. Sabía lo que iba a ver antes de que ésta se presentara ante él. Era ella... o él. No sabía muy bien cómo explicarlo.
Isaac era un cazador de brujas. Lo había sido desde antes de nacer, aunque el vientre que lo hubiera arropado hubiese sido uno podrido. Ella, sin embargo, hacía mucho que estaba muerta.
En su familia habían sido cazadores desde hacía siglos, probablemente milenios, e Isaac había querido, había necesitado, continuar la tradición. Aunque su sangre estuviera sucia, aún podía ayudar, aún podía ser uno de ellos. Aunque era algo que parecía olvidársele cada vez que ella acudía a sus sueños.
Era alta, aunque unos 10 centímetros más baja que él. Tenía su mismo cabello dorado, pero a diferencia de Isaac, sonreía, y su sonrisa era maquiavélica. Isaac no soportaba mirarla a los ojos, ya que sabía que serían los mismos que los suyos.
—¿Por qué me persigues? —La observó de arriba a abajo, y ella sonrió incluso más—. Después de tantos años... ¿No puedes dejarme en paz?
—¿Dejarte? —preguntó. Entonces negó, chasqueando su lengua—. Tú y yo. Yo y tú. Ambos, dos mitades de un mismo ser.
—Tú y yo no somos iguales —gruñó Isaac. Ella se acercó a él, despacio, con sus pies susurrando la alfombra—. Tú eres una bruja —Ella solo rió.
—El día que naciste, nací yo. Juntos, gritando, llorando y sabiendo que este mundo no era para nosotros —Él negó, pero ella continuó—. No eres uno de ellos, y nunca lo serás, porque estás... corrupto.
—Corrupto contigo —Soltó con su afilada lengua. Ella se apoyó en la pared, cruzándose de brazos y de piernas—. Es por tu culpa, la parte tuya dentro de mí...
—Sí —aceptó—. Pero yo soy tú, igual que tú eres yo.
—Sí, ya, dos mitades blablabla. Da igual lo mucho que quieras sentenciarme, aun puedo oponerme-
—¿A tu naturaleza? —preguntó. Ella lo sabía. Sabía lo mucho que Isaac repudiaba cada centímetro de su ser, lo sabía tan bien como sabía que nunca se libraría de ello, del sentimiento de que no pertenecía, de que nunca sería suficiente, de que por mucho que lo intentara, era tan parte de ellos como de su familia. Y a la vez, de ninguno—. Nunca pertenecerás a ellos —le contestó con voz suave aunque con tono malicioso—. Siempre me pertenecerás a mí.
Isaac despertó.
Escuchaba el ritmo estrambótico de su corazón en sus oídos, como si fuera a salírsele del pecho. Isaac se llevó una a mano a éste y se recordó de respirar.
—¿Una pesadilla? —preguntó una voz a su izquierda. Isaac lo miró, y luego miró a su alrededor.
Ubicó dónde se encontraba. Era el coche de su padre, y estaban en la carretera. Cogió el teléfono del bolsillo de su chaqueta y miró la hora. Ya había amanecido, aunque todavía quedaban un par de horas para que llegaran a su destino.
—No es nada —respondió a su padre.
—¿Es ella otra vez? —Isaac maldijo.
Las pesadillas con aquella chica, una que Isaac estaba seguro de que era él mismo, la versión brujo de él, habían llegado hacía tanto tiempo que ya ni se acordaba de cuánto. Aunque en un principio, Isaac sabía que no habían sido pesadillas, sino sueños. Sueños que se habían ido oscureciendo cuanto más crecía su odio. Y siendo tan pequeño, Isaac se lo había dicho a su padre. Ahora se arrepentía.
—No —mintió.
—Isaac, tampoco entiendo por qué-
—Lo que yo no entiendo es por qué no podemos matarla —Arsen suspiró—. Tenemos que recorrer cientos de kilómetros, atravesar un océano, todo para buscarla, ¿pero no podemos matarla? ¡Es una asesina! —exclamó.
—No somos verdugos, Isaac —le dijo por quinta vez ya—. Solo la vamos a atrapar, y luego un juez se encargará de decidir lo que va a hacer con ella.
—Pero ella sí que puede-
—Isaac, no nos tomamos la justicia por nuestra mano, lo sabes —Arsen ya parecía enfadado.
—Ya lo sé, pero no es justo que ellas sí lo hagan.
Lizzie les había contado a Lidia y a Fiona lo que había pasado cuando había comprado las cosas para el ritual, así que Lidia, temiendo que pudiera encontrarlas, le había pedido a Fiona que hicieran el ritual cuanto antes.
Así que por eso Lizzie estaba en un círculo de magia, escrito en sangre, en la suya y en la de Lidia, ya que solo sangre familiar podía romper un sello así, y cualquiera de ellas se habría desangrado de hacerlo sola.
Lizzie no llevaba un vestido blanco, como se suponía que era tradición, ni pronunciaría el juramento. Nadie la felicitaría ni habría ningún banquete en su honor. No fejestarían. Lizzie nunca se habría imaginado que pasaría su mayoría de edad bruja sin su madre, sin Clarisse, e incluso sin la fastidiosa de Dafne.
Aún así, se arrodilló. Lidia hizo lo mismo delante de ella, ambas dentro del círculo, ya que necesitaba un adulto de su familia para completarlo.
La bruja que las estaba ayudando a hacerlo, una que Lizzie no conocía pero en la que por unos minutos confiaría, les había indicado qué palabras pronunciar. Lizzie sabía que Fiona no se arriesgaría a que encontraran a Lidia... sabía que ella misma le daba igual, pero solo por su prima, la mantendría a salvo. Así que no le había importado cuando se habían encontrado con esa bruja, una mujer mayor, de pelo ceniciento y rizado, atado en una coleta baja.
—Cortaos la palma de la mano, la una a la otra —les pidió.
Lidia tomó el cuchillo, y Lizzie le ofreció la mano —Solo será un segundo —le dijo Lidia. Lizzie asintió.
—No te preocupes, hazlo —Lidia cortó su palma, y luego Lizzie hizo lo mismo con la de su prima.
Juntaron sus manos y fuera del círculo, las otras dos brujas recitaron su parte. Cuando Lizzie escuchó que llegaba a su fin, empezaron a pronunciar ellas sus palabras. Lizzie no sabía lo que estaba diciendo, no en realidad, ya que los hechizos estaban en un idioma fuera de su entendimiento. Como lo estaban todos. Solo que normalmente, éstos venían con una traducción.
Por supuesto, había catedráticos sobre esta lengua, que por algún motivo que todos desconocían, era la misma en todas partes del mundo. Daba igual si eran brujos en China, en Francia o en Egipto, las lenguas de los hechizos serían la misma. Por eso, la mayoría de hechizos y conjuros eran antiguos, ya que no se podía crear nuevos en una lengua que no se conocía. Aunque en los últimos siglos sí que hubieran conseguido crear un par.
Y a pesar de que no sabía su significado, Lizzie sintió la magia obedecer a cada orden dada, como si supiera lo que debía hacer por sí sola, y solo necesitara de un poco de guía para completarla.
Luz salió del pentagrama y Lizzie supo que lo estaban haciendo bien, ya que podía sentir la magia cosquilleando la piel.
Cuando había sido pequeña, Lizzie había probado a hacer un hechizo demasiado avanzado para ella, aunque ahora que lo pensaba, había sido poco más que una tontería. Sin embargo, había cometido todos los errores posibles, y el hechizo había salido mal. Lizzie había sentido como la magia le arañaba la piel, como si se la quisiera arrancar. Había sido doloroso, y aún podía escucharse gritar si lo recordaba, pero aquello, ese mismo hechizo, lo sentía como si le susurrara, como si la meciera en su canto.
Más luz salió de la sangre del pentagrama, y bajo sus piernas, Lizzie sintió el suelo temblar. Había querido tanto hacerlo hacía unos años, muerta de envidia cada vez que una de sus primas cumplía los dieciocho... Ahora, estaba a cientos de kilómetros de ellas.
Lizzie sintió el lazo romperse, como si hubiera habido algo que las unía todavía a ellas y ésto se hubiera hecho pedazos, roto con su relación familiar en el momento en el que puso un pie fuera de casa y huyó.
Arrodillada y con el pelo hecho un desastre por el viento creado por su poder, Lizzie supo que ya no había vuelta atrás. No volvería a ser una Skelton.
Lizzie levantó los ojos del suelo cuando sintió una mano en su hombro —Bien he-
Fiona no pudo terminar su frase, ya que cuando la puerta se abrió, Lidia se levantó con una mirada de pánico, y Fiona supo que no estaban a salvo.
—Lizzie —dijo la recién llegada.
Lidia estiró los brazos —¡Aes jûs er-
—¡No, espera, vengo en son de paz! —exclamó poniendo sus manos en alto. Lidia se detuvo, sin saber por qué—. Cuánto... cuánto tiempo, Lidia.
Todas miraron a la chica menuda. Parecía una adolescente totalmente normal, vestida de manera informal como si hubiese quedado con unos amigos para tomar algo en la cafetería de la esquina. Pero sus ojos eran brillantes, y rojos.
—Clarisse, si vienes a-
—Dafne está en la ciudad —anunció. Clarisse dio unos pasos y cerró la puerta tras ella. Hubo un silencio en la sala, como si supieran que el peligro era real, más que una canción en la radio, como si pudiera alcanzarlas con estirar el brazo. Lizzie no sabía cómo las había encontrado, ya que estaban en un sótano en una ciudad enorme, pero no pudo evitar mirarla con los ojos muy abiertos, y con una sonrisa asomándose por su rostro. Era su mejor amiga, después de todo—. Y yo-
Lizzie ya estaba sobre ella, con sus brazos a su alrededor. No había tardado nada en levantarse de un salto y dar unas zancadas hacia ella. Lidia contuvo la respiración, y Fiona la detuvo, sabiendo que intentaría apartarlas. Clarisse dejó que la abrazara, aunque sólo fuera momentáneamente.
—Vuelve, si me acompañas, Dafne no se enfadara... Te dará el mismo trato de siempre de indiferencia con un toque de maldad, pero ya está —le pidió, casi suplicándole—. Podemos arreglarlo, le pides perdón a la abuela, y-
—No voy a volver —afirmó Lizzie.
—¿Qué? Pero... —Era como si después de haber hecho todo ese camino, Clarisse no hubiese pensado en la posibilidad de que Lizzie no quisiera seguirla de vuelta. Como si hubiese dado por hecho que no tenía más casa que la de las Skelton.
—Clarisse, sabes por qué me he ido.
—Lo que pasó-
—No lo digas así, no lo digas como si hubiese sido un accidente-
—¡Pero lo fue! —Clarisse no la entendía, aunque lo intentara con todas sus fuerzas. Para Clarisse, pertenecer a esa familia era un honor, y una responsabilidad. Era tener alguien en quien siempre poder apoyarse.
Un error, solo un error. Era lo que le había repetido Clarisse hasta que ella misma se lo había creído.
—No puedo volver —Lizzie la tomó de las manos—. Prefiero que Dafne me mate a volver a esa casa.
—Dafne no te-
—Dafne me odia, me lleva odiando desde el mismo día en el que nací —le dijo. Si la presionaba, Lizzie estaba segura de que lo haría. Aunque ni ésta lo supiera.
—Lo arreglaremos —Lizzie casi no pudo mirarla a los ojos. Los labios de Clarisse le temblaban, y sus ojos estaban cristalizados, como si tuviera que aguantarse las lágrimas—. Solo tenemos que volver.
Lizzie le soltó una mano y le acarició el rostro. Clarisse se apoyó en su palma.
Clarisse era su única oportunidad de poder despedirse de aquella parte que estaba dejando atrás, de la niña que había creído que estaban en guerra con el mundo, y que sólo necesitaba a su familia. La niña que había hecho lo que le habían dicho sin preguntar, temerosa de que las respuestas no solo fueran agrias, sino que dieran igual, ya que lo habría hecho igualmente, solo que con un peso en su conciencia más grande.
—No vas a volver —dijo Clarisse, como si por fin se atreviera a decirlo en voz alta.
—No.
Clarisse se separó —¿Por qué no hablaste conmigo? —preguntó—. Podríamos haberlo solucionado antes de que pasara nada —Era lo único que Clarisse quería. Creía que se merecía una respuesta, a cambio de dar media vuelta y fingir que jamás la había visto.
—Porque me daba vergüenza. Tú estabas empezando a ir en misiones y te encantaba... No iba a estropeártelo —Pero Clarisse lo había sabido igualmente. Porque solo era un año mayor, y había estado allí, y había elegido abandonarla, antes de que Lizzie eligiera exactamente lo mismo. Abandonarlas a todas.
—No le diré que te he visto —dijo, sin comentar nada sobre lo que Lizzie acababa de decir, como si ambas ya supieran lo que sentía la otra—, pero Nueva York no es segura. Dafne no parará.
—No te preocupes, eso ya está solucionado —Las cejas de Clarisse se elevaron, con una mezcla de dolor y sorpresa.
—¿Te vas? —Clarisse sabía que no había más solución que escapar aún más lejos de Dafne, ya que ésta no pararía hasta rastrearla y arrastrarla a casa. Lizzie asintió—. ¿Dónde?
—Estarás más segura si no lo sabes —Clarisse bajó el rostro y asintió.
—Por nuestra amistad —le dijo—, no te detendré —Se sorbió los mocos y se cruzó de brazos, retirándose un paso, con la pose confiada que Lizzie siempre la había visto hacer. A lo mejor Lizzie no se sentía parte de esa familia, aunque siempre lo hubiese deseado, pero Clarisse era la única parte en la que sí pertenecía, la mejor parte—. No le diré nada a Dafne, pero no dejarán de perse- no dejaremos de perseguirte. Y si te encuentro, ya no será como amigas.
Lizzie sonrió y le ofreció la mano, la que no estaba llena de sangre. Clarisse la aceptó —No esperaba menos de una Skelton.
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