Capítulo 1

17 de enero de 2019.

Lizzie bostezaba apoyada en una columna de la estación cuando una luz la dejó deslumbrada. Pestañeando un par de veces, vio cómo el autobús aparecía con las luces cortas encendidas cuando ya había anochecido, con una media hora de retraso.

El autobús se detuvo en su plaza, y la gente comenzó a hacer cola mientras los viajeros bajaban por la puerta secundaria. Poco a poco, Lizzie fue observando cómo se iba llenando como si fuera la gran boca enmascarada de una bestia, y los humanos lo suficientemente estúpidos para entrar en ella sin percatarse. Pero solo era ella, que tras tantos años de paranoia se inquietaba con la misma facilidad que a los seis años, a pesar de haber estado rodeada de magia y poder distinguirla.

Iban a Nueva York, una increíble ciudad por la que nunca había sentido el mínimo atisbo de curiosidad, ya fuera por las multitudes a las que no estaba acostumbrada o por cómo su familia le había hablado de ella, no de Nueva York en específico, sino de cualquier ciudad lo suficientemente grande para ser molesta para ellas. El viaje sería largo, aunque necesario, y más largo se le haría con la calefacción rota a mediados de Enero, mientras se congelaba, aún abrigada.

Por la parte trasera del autobús, Lizzie se había sentado enchufando sus auriculares al móvil, poniendo la música en modo aleatorio y haciendo una bola con el ticket del autobús. 

La capucha le tapaba la cara entre las sombras, pero incluso en un intento de pasar desapercibida, aún conseguía llamar la atención, aunque no fuesen más de dos vistazos. Aún así, era mejor de ese modo, ya que cualquiera reconocería esos paranormales ojos rojos, que eran del tono del vino tinto, profundos y oscuros, y con brillos de su herencia mágica.

En Seaville, el pueblo en el que había nacido y en el que se había criado, todos sabían que era un rasgo característico de las Skelton, pero allí, en la gran ciudad, tal vez utilizaría un glamour pequeño, que cambiase la apariencia de sus ojos. Las brujas Skelton no solían hacerlo, ya que estaban muy orgullosas de sus ojos fuesen donde fuesen, pero como ella trataba de desvincularse, no importaba. Con una nueva identidad y una vida por estrenar, Lizzie no quiso mirar hacia atrás. Lo que no resultaba fácil cuando tenía una horda de brujas detrás de ella dándole caza. O al menos, pronto la tendría.

De momento, un hechizo era lo único que la protegía de que la encontrasen, y en unas horas se desvanecería.

En el autobús, abrazada a su mochila y mirando por la ventanilla a la oscura nada, Lizzie intentó mantenerse despierta, pero en una media hora, sus párpados la traicionaron cansándola como si no hubiese dormido en días, haciendo que sus claras pestañas besaran con suavidad sus mejillas hasta hacerla caer en las profundidades de su mente.

Sus sueños habían sido de acero y sangre, de sal y agua, pero no tuvo que pensar mucho en ello, pues ya sólo quedaban algo menos de veinte minutos para llegar. Abrazó su mochila con más fuerza, comprobando que la otra seguía en el asiento de al lado, y suspiró. Estaba cansada y le dolían los ojos.

Tomó el móvil para mirar la hora y el recuerdo de su antiguo teléfono hizo que ese le fuese desconocido. Todo le parecía nuevo e intrépido. Después miró a la gente del autobús, igual de desconocida, esperando que una cara familiar desvelase su paradero y la atrapase, pero nadie parecía interesado en ella.

Los jardines tenían todo tipo de flores. Jazmines, prímulas, crisantemos, hortensias y otras que desconocía. Olivia las contemplaba con deleite, cada fragancia que desprendían la acariciaba suavemente, y sus vistosos colores hacían de ese lugar su favorito.

Un movimiento en la gran mansión la distrajo. Observó con curiosidad cómo las cortinas blancas de una de las ventanas se movían, dejando ver a un joven brujo algo mayor que ella.

Sonrió a Ross, quien por un segundo se vio sorprendido a través de la ventana, o eso creyó. Luego cerró las cortinas y se volvió a esconder en la oscuridad de su habitación.

Ross había sido uno de los primeros a los que conoció, y le seguía pareciendo igual de indiferente que el primer día.

Era alto, muy alto comparado con la esbelta figura que poseía y que lo hacía ver un poco delgaducho. Tenía un rostro fino y puntiagudo, una nariz recta y pequeña, y unas espesas cejas castaño claro. Su pelo era rubio pálido, que brillaba por los extremos en destellos plateados cuando la luz le daba por la espalda, lo que parecía encajar perfectamente con sus ojos azul plata, envueltos en una esclerótica negra. Su figura era hermosamente fantasmagórica.

Olivia se rio de sí misma. Jamás habría pensado que encontraría atractiva la figura de un fantasma.

Escuchó unos pasos a su espalda, y tras girarse vio a Chiara acercarse a ella. Llevaba un jersey color mostaza y unos vaqueros claros debajo de unas botas militares negras. Se abrazó a sí misma intentando entrar un poco en calor.

—Liv, ¿qué haces aquí? —Olivia no pudo evitar notar su casi imperceptible acento en sus palabras, acompañadas de vaho cada vez que hablaba. Olivia, que iba abrigada, sólo sentía frío en sus mejillas y nariz, que seguramente estarían rojas comparadas a la palidez de su rostro.

—Nada en especial, sólo contemplar las flores —Comparada con ella, Olivia parecía más joven de lo que era. Chiara era alta y delgada, algo bronceada por el verano, aunque casi había perdido el color, y con el pelo oscuro y ojos verdes. Olivia, sin embargo, tenía en su rostro pecas que se acentuaban en las mejillas y que la hacían ver más aniñada. También tenía el pelo castaño, de un tono café oscuro en rizos bien definidos, y aunque no es que fuera baja, Chiara parecía bastante mayor que ella, aunque se llevaran menos de un año.

—Vayamos adentro, la señora Marín ha dicho que habrá chocolate caliente dentro de poco —Olivia asintió.

Fueron en dirección a la casa admirando los alrededores y quejándose del frío. Olivia rozó con sus dedos el cemento de la fuente que decoraba el camino de tierra entre los pasillos de flores. Al llegar a la casa, abrieron la puerta principal de madera, adornada con un arco de medio punto de piedra.

La fachada de la mansión era simple, de color beige y de estilo clásico, a diferencia del interior, donde la ornamentación había sido más exagerada. La mansión estaba compuesta por los tres edificios principales, además de un garaje. Al edificio central, a donde entraron, solo lo usaban para las comidas del día y para las salas comunes, como la biblioteca o los salones, mientras que el del lado derecho, se encontraban sus habitaciones.

Según le había contado la señora Marín a su llegada, mientras le daba un tour por la casa, la mansión había sido construida en el siglo XVIII y había sido heredada por el señor de la casa hacía mucho tiempo, José Valera, quien vivía con su único hijo Víctor, y quien la había llamado a ella y a los otros brujos a su servicio.

Aún así, Olivia todavía no lo había conocido, ni a él, ni a su hijo. Y no era la única.


...

Lizzie.

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