CAPÍTULO 19.


22 de diciembre, 2016.

Me había decantado por una blusa y unos vaqueros de cuero negros de talle alto, intentando parecer sencilla pero arreglada. Además, hacía un frío de la hostia y, entre el jersey de punto y el abrigo impermeable, parecía más la mascota de Michelin que una joven de 21 años que ha quedado para comer.

Mi padre, por su lado, se había ataviado con unos vaqueros de los de toda la vida, un suéter de alguna marca carísima de esas que le encantan lucir, creo que, en este caso, se había puesto uno de punto y confeccionado en cashmere de la nueva colección de invierno de UNIQLO.

—¿Fuiste de compras antes de venir?

—Por supuesto, sabes que soy precavido, mi pequeña Sissi.

—¿Y eso en qué se traduce? —interrumpo sin poder evitarlo. Me gusta ver esa faceta de mi padre, estando tranquilo, sosegado, sin la presión de superarse a sí mismo a cada momento laboralmente hablando. Me encanta verle con una sonrisa en la cara y no con excusas de que no tiene tiempo.

—En que es aislante térmico y no pasaré frío —Se acicala y me pide la laca del pelo para ponerse bien el peinado. Si hay una cosa que tenemos los González es la frondosa mata de cabello—. Te traje algunas prendas de ropa, creo que acerté con la talla y tu abuela te ha tejido un gorro de lana.

Mi abuela Ángeles es una mujer muy creyente, chapada a la antigua, detesta que suelte injurias —de ahí el nacimiento que cambie a Dios por Buda— y, no es que nos llevemos mal, claro que no, pero tenemos opiniones muy distintas y formas de ver el mundo tan disparejo que somos incapaces de darnos los puntos de vista discrepantes.

Sin embargo, siempre que hace calceta piensa en mí, ya sea confeccionando guantes, gorritos de invierno, bufandas ostentosas o incluso calcetines de andar por casa.

Le pido que le dé las gracias cuando la vea y enseguida estoy cubriendo mi cabeza con el regalo.

Terminamos de prepararnos, me aseguro de que todo esté apagado, cerrado y listo antes de salir por la puerta y aguardar a que el Uber venga a recogernos y nos lleve a la dirección que Nash me ha facilitado: Fernsby's Restaurant.

Es la segunda vez que escucho ese apellido y eso me confirma que hay algo más allá de una simple curiosidad familiar. Y... creo que estoy más que atraída por la idea de seguir conociendo.

─── ── ── ───

El sitio es elegante a más no poder y es hermoso. Es como si te transportase a un nuevo mundo, a uno que se parece al paraíso y al mismo tiempo te evoca a querer quemarte. Es como si toda la parcela escondiera un secreto lleno de magia que puedes sentir en el ambiente, pero que no puedes explicar.

Si tuviera que describir el paisaje nevado, los grandes árboles típicos de Carolina del Norte colmados de cellisca y hielo, las fuentes con agua entre congelada y líquida, sólo me saldría decir que es como una canción de Lana Del Rey, con su voz melódica y nostálgica que te evoca a un recuerdo que ni siquiera has vivido, pero que puedes sentir tengas los ojos abiertos o no.

Me sorprende la fuente de la derecha por el gran lobo en posición de alerta que destaca por encima del resto del paisaje tan elegante y hermoso que vamos dejando atrás a cada paso que damos.

No es que el lobo desentone, es que se roba toda la atención. Hay enredaderas que evitan el que una se pueda arrimar y, si no fuera porque tengo una imaginación bastante desarrollada y que por ello me obligo a mantenerme con los pies en la tierra, juraría que la figura dorada me ha percibido y me ha hecho un guiño con su ojo animal, como si hubiera reconocido mi presencia, quién soy.

¿Por qué tienen tanta obsesión con los lobos en este Estado? Un escalofrío me recorre la espina dorsal y me sujeto a mi padre para no tropezarme o resbalarme con el suelo resbaloso.

Sacudo la cabeza, riéndome de mí misma en silencio y sigo caminando por el paseo de madera que nos lleva hasta la puerta con cristaleras del restaurante.

Si la intención de Nash era conseguir que yo me sintiera abrumada de tanta grandiosidad y que mi padre se sintiese más que complacido, ha dado en el clavo con su elección.

Cuando abrimos las puertas, nos encontramos enseguida con Nash, quien se acerca con seguridad y asiente hacia mi padre al reconocerlo. Supongo que será algún tipo de código arcaico masculino que sólo ellos conocen y respetan.

Sintiéndose seguro, se acerca a mí y me besa la frente. Evalúa la reacción de mi padre y, cuando parece conforme, estrecha su mano. ¡Por Buda! Vaya paripé más innecesario.

Lleva el pelo engominado hacia atrás, pero me gusta que no dé la sensación de estar lleno de productos, más bien es efecto mojado. Su olor a lavanda y frescura me invade y el nerviosismo que llevaba en el cuerpo, desaparece casi por completo. ¿Cómo un perfume puede traerme tanta paz?

Reparo en la parte de dentro y me doy cuenta de que es un restaurante como los de toda la vida que evitamos por Madrid, de esos que tienen pinta que van a sacarle los cuartos a los turistas y cobrar más de 10 euros por un bocata de calamares. Es bastante amplio, con una zona llena de dulces y tartas expuestas para que los comensales puedan elegir cuál quieren. Las mesas están distribuidas y hay desde circulares hasta rectangulares y de todos los tamaños. Parece un lugar amplio y preparado para eventos privados, celebraciones de bodas, graduaciones y cumpleaños o simplemente para ir a comer un día cualquiera.

—¿Cuál es el animal oficial de Carolina del Norte? —chapurrea con su inglés—. ¿Los lobos?

Nash sonríe de medio lado, como si hubiera esperado en todo momento que alguno de los dos mencionase dicho animal.

Niega y nos indica que le acompañemos a la mesa que él había reservado para los tres, más alejada de la gente que ya estaba comiendo y buscando que tengamos algo de privacidad.

—La ardilla gris —repone él—. Aunque tenemos gran devoción por los lobos, en especial por los rojos —Por alguna razón siento que la mención al color es más que una casualidad y más teniendo en cuenta su obsesión por llamarme ciervo rojo—. Son animales en peligro de extinción y autóctonos de aquí, por suerte, desde el gobierno están protegidos y ponen medidas para ello.

—¿Tanta facilidad tenéis para conseguir vuestros caprichos? —Tomamos asiento, mi padre a mi lado y Nash en frente nuestra. Empiezo a quitarme capas de ropa hasta quedarme únicamente con la blusa algo escotada que revela los tres lunares en la zona izquierda. Aprieta los puños y se obliga a apartar la mirada, dejando fugaces vistazos hacia mi y mi cuerpo—. ¿Tanta potestad se os da?

—Ventajas de tener contactos —repone con tono neutro, intentando ocultar hacia mi padre el poder que él y su gente tiene—. Los Dankworth y los Terry, en este caso.

Me tenso al escuchar el primer apellido y mi cabeza empieza a maquinar.

—¿Qué pasa con ellos y quienes son? —Se interesa mi padre.

—Senadores y parte del gabinete del gobierno del Estado.

Por eso necesita buena comunicación con Sadie, por intereses políticos. ¿Qué familia es más poderosa, los Callegher o los Dankworth? Por alguna razón, siento que los Dankworth son marionetas, como si estuvieran ahí sirviendo a las grandes castas de su secta.

Y por eso Sadie se cree con tanta impunidad. Ahora, siento la necesidad de preguntarle por Harper Sellers.

—Bueno, ¿y qué intenciones tienes con mi hija?

—¡Papá! —Me niego a que me avergüence, no es algo que vaya a permitir.

Nash sonríe y muestra sus hoyuelos, él está encantado con la espontaneidad de mi padre.

—Todas son buenas —repone él, mostrándose abierto a hablar con mi padre de cualquier tema. Si me dijeran que se ha preparado para esta conversación, me lo creería con los ojos cerrados—. Mis intenciones con Sissi son buenas, señor Gonsales. Estamos conociéndonos y tomándonos el tiempo necesario para descubrirnos el uno al otro.

Embustero, si la primera vez que me viste me abordaste en mi lugar de trabajo, la segunda te pusiste modo tóxico tras una función de ballet y en nuestro tercer encuentro me comiste la boca después de perseguirme hasta un bosque sólo porque Sellers no me dejaba tranquila.

—Este tío se cree que me va a vender la moto, ¿o qué? —Me pregunta mi padre en castellano.

—No le tientes, se le da bien hacerlo.

Nash nos mira curioso, algo incómodo por no entendernos y al mismo tiempo fascinado por ver cómo me desenvuelvo con mi padre.

No me gusta, no soporto que sus ojos brillen de ilusión al notar que estoy feliz, no porque me niego a acostumbrarme a él y a caer por una persona tan apasionada y que parece tener ciertos problemas con mi excesiva independencia según él. Joder, Nash Callegher me escucha cuando le hablo y eso que a mí se me da fatal ser oyente para el resto.

Pero no puedo evitar sonreír al ver que le importa que me sienta cómoda, a gusto y que esté disfrutando de la visita de papá.

Mi padre toma la carta y se queda mirando los precios, como si estuviera sufriendo un colapso y marcándose un german stare en toda regla.

—¿Qué le pasa? —Se interesa el de ojos azules.

—Está calculando el dinero que costará la comida de hoy.

—Pero si ya te dije que os invitaba.

—Díselo a él —Pongo mi brazo por encima del de mi padre, llamando su atención y viendo la súplica en sus ojos de «hija, llévame a un KFC porque no me apetece gastar tanto dinero que luego tendré que hacer más horas extras para no sentirme un derrochador»—. A ver si le convences.

—Señor Gonsales, no tiene que pagar usted.

—¿Y vas a pagar tú? —Frunce el ceño y creo que Nash entiende la reticencia de mi padre que yo no consigo comprender—. ¿Cuántos años tienes, Nash?

—En seis días cumpliré 24.

—¿Y eso qué tiene que ver? —pregunto.

—No voy a dejar que alguien con 26 años menos que yo se haga cargo del costo.

Ah, los hombres y su ego por la economía.

Le doy una suave patada a Nash por debajo de la mesa y él atrapa mi pierna. Me enderezo rápidamente y miro hacia mi padre. No se ha dado cuenta de nada, la actitud de Callegher es neutral y me indigna que parezca tan tranquilo y apaciguado cuando sus manos están subiendo peligrosamente desde mi tobillo hacia mi rodilla.

—Invita la casa, señor Gonsales, ni usted ni yo pagaremos y nos permitiremos comer todo lo que nos apetezca.

Suelto un suspiro airoso cuando me suelta y me remuevo en el asiento. David se da cuenta de que algo pasa y me mira con sospecha.

Oops.

Me cuesta asimilar que Elleine y Nash tengan algún tipo de parentesco, son taaaaan diferentes. Pero claro, es que se consideran primos cuando sus lazos familiares se separaron hace muchísimo tiempo.

La camarera se presenta como Lux Smellie y en un primer momento me cae bien, hasta que la veo muy preguntona sobre Hayes y mi ojo de loca salta a la superficie. Sin crear ningún numerito, pero decidiendo que ya no me gusta tanto.

Por Buda, Sissi, ¿quieres dejar la toxicidad de lado? ¡Es una persona y Alicia no aprobará este comportamiento ni se lo tomará como una amenaza!

Mi padre se pide vino y yo me decido por una cerveza alemana de importación. ¡Viva Europa y nuestro alcohol!

Cuando Lux vuelve, nos sirve a los tres y me encuentro con un tercio y una copa de vino a cada lado de mi plato.

Tanto mi padre como yo nos quedamos alucinando por el sabor afrutado y dulce que tiene.

—Es de lo mejorcito que tienen aquí.

—Dime que no cuesta más de tres cifras.

—Más o menos. —Sonríe y se encoge de hombros.

Dejamos que Nash nos recomiendo qué comer y le hacemos caso con las sugerencias que nos da. Quizás no es la mejor opción darle un voto de confianza a un estadounidense en cuanto a gastronomía se refiere, pero ya es tarde para echarse atrás.

Charlamos —y yo me dedico a ser un poquito traductora de ambos—, nos vamos conociendo un poco más y descubro peculiaridades sobre él que me sorprenden y no esperaba. Por ejemplo, que enseñó a Hayes a conducir cuando aún tenía 14 años y tuvo que llevarse él la multa y la suspensión de carné por un tiempo. Me sorprende que le tenga una manía desmesurada al kétchup y a la mostaza, hasta tal punto de que el simple olor le produce ganas de vomitar. Incluso me entero de que tienen demasiada sensibilidad en el olfato y no soporta el olor excesivo del alcohol puesto que le produce nauseas.

También es fan acérrimo al fútbol americano y cuando pronuncia la palabra soccer, le hacemos jurar que eso no volverá a ocurrir. Descubrimos que William es entrenador de ese deporte en un equipo profesional, que Hayes adora a su madre y ha crecido ayudando en la academia de baile, por lo que espera algún día llevarla él.

—¿Tú llevas tatuajes o piercings? —pregunta mi padre.

—Papá...

—¿Sabías que mi hija lleva dos tatuajes? —Al menos se ha olvidado la existencia del piercing del ombligo.

Nash se queda mirándome. Conoce uno. El de la costilla, el trébol en honor a mi bisabuela.

—No, la verdad es que sólo la he oído hablar de uno..., en la costilla, ¿no es así, Red-Sissi? —Se corrige automáticamente.

—Sí, el otro lo tengo en la espalda. —Trato de no sonar sugerente y parecer indiferente. No obstante, en el fondo, me gustaría que lo entendiera como un «tendrás que ponerme de espaldas si quieres descubrirlo»—. ¿Y tú?

—Lo siento, señor Gonsales —Se disculpa por educación, por quedar bien y sin que mi padre lo vea, pongo los ojos en blanco—. Llevo una luna menguante en la cadera, el brazo derecho prácticamente todo tatuado y tengo pensado hacerme algo en el omóplato izquierdo en un futuro.

Mi padre recae en el inicio de la cicatriz que finaliza por el cuello de Nash y me lamento por no haberle avisado de ese asunto, aunque no fuera el mío. Lo horrible que es el trazo desde el cuello hasta su hombro y marcándose por toda la clavícula como si estuviera destinado a no cicatrizar jamás..., cuando me contó que estuvo a punto de morir decapitado me asusté y fui incapaz de soportarlo. Y ahora, David González, curiosea la parte visible.

—¿Qué te ocurrió? —No disimula ni muestra cortesía—. En el cuello.

—Papá..., no seas intrusivo, por favor. —mascullo en español y estoy algo tensa.

—No lo recuerdo, me la hice de pequeño, según mi madre, me caí de lo alto de un tobogán o algo así. —Está mintiendo y, si no supiera parte de su historia, me creería que es una simple herida que traen recuerdos infantiles de haberlo pasado bien, de haber tenido una infancia feliz con algún que otro susto.

—¿Y tu padre a qué se dedica? —Sigue insistiendo en interrogar al joven de delante nuestra.

—George es empresario —Se encoge de hombros, no muestra el mismo orgullo que por su madre, empezando de que habla de él por su nombre y no como si fuera su padre—. Tiene varias clínicas repartidas por el país.

—¿Sabe sobre medicina?

—Estudió un par de años y luego se cambió a business.

—¿Y es lo que tú heredarás?

Asiente.

—Aunque no me creas, yo sí terminé medicina.

—Pensaba que no habías ido a la universidad...

—Los dos primeros años sí, después ya empecé a estudiar en casa.

—¿Por qué ese cambio repentino? —Me intereso.

—Problemas familiares —Se limita a decir antes de llevarse la copa de vino a los labios—. Acabas priorizando otros asuntos más relevantes y haciendo ciertas concesiones para abarcar todo.

Frunzo el ceño, ¿qué podría haberle pasado?, ¿por qué parece que quiere hablar más, pero se mantiene en un discurso aprendido y no sale de ahí?

—Entiendo que son clínicas privadas. —Mi padre refunfuña cuando Nash se lo confirma—. No entiendo porqué la sanidad ha de ser privada.

—Yo tampoco. —coincido y noto que Nash se remueve incómodo.

Mentalidades completamente distintas. Los estadounidenses valoran todo según el coste monetario, tienden a ser individualistas y se hipotecan por cualquier cosa. En Europa no es que estemos bien, pero joder, allí nadie tiene que decidir entre meter a sus hijos a la universidad o ir al médico para que le receten un ibuprofeno.

—Ni se te ocurra pillar un resfriado; me niego a tener que vender mis riñones para que puedas costear unos antibióticos o una noche en el hospital. —me dice en español.

—¿Qué ha dicho? —Se interesa Nash.

Y, aunque siento una fuerte tentación de decirle algo como «cosas de comunistas» solo por bromear (ya que, no considero que una sanidad de calidad y gratuita tenga que ver con comunismo, sino que es básicamente sentido común) me contengo. Nash sigue siendo estadounidense y eso implica que esas bromas no están bien vistas. Es más, las alarmas de su cabeza empezarían a sonar con fuerza y no me apetece tener que lidiar con choques culturales que llevan a malentendidos.

—Nada importante. —acabo expresando.

—¡Desde luego que es importante, mi pequeña Sissi! —replica mi padre.

—Bueno, papá, no vamos a tener esta conversación en medio de un restaurante de Estados Unidos, que luego tengo que soportar yo las miraditas y que me intenten comer la cabeza.

—También es verdad. —Acepta de mala gana mientras se sirve otra copa de vino—. Y dime, Nash, ¿mi hija está exenta de sobrecostes médicos?

Muestra su perfecta dentadura en una sonrisa sincera.

—Por supuesto.

─── ── ── ───

—¿Está seguro de que no quiere acompañarnos? —pregunta Nash desde la puerta de mi casa y con su mano apoyada de forma disimulada detrás de mi espalda.

—Estoy cansado, id vosotros a dar esa vuelta.

—Te he dejado las llaves de Alicia en el comedor, Netflix lo tienes programado y ya sabes dónde está todo, cualquier cosa me llamas, papá.

Parecía yo la progenitora y él mi descendencia.

Nash y yo nos despedimos de mi padre y nos mantenemos en silencio y separados en el trayecto del ascensor hasta su coche.

—¿Adónde me llevas esta vez?

—Quiero enseñarte una cosa.

—Espero que no sea al aire libre —confieso—, hace un frío...

Aprovecha que aún no nos hemos incorporado al tráfico para buscar algo en el asiento de atrás y me ofrece una mantita de cuadros que parece calentita. Qué dulce.

—No te preocupes, volvemos a Fernsby's restaurant.

—¿Ese era tu plan desde el principio?

—No. Si tu padre nos hubiera acompañado os hubiera llevado al jardín más antiguo de Carolina del Norte, al Arboretum, pero como no es el caso, voy a enseñarte una reliquia familiar, una de los Fernsby.

Fijo mi mirada a la carretera y aprieto la mantita de lana en mis manos. ¿Por qué estoy tan nerviosa de repente?

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¡Os leo!

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