Capítulo tres: "Paciencia y calor".
N/A: Datito: en este universo los Alfas sí se pueden embarazar. Requiere esfuerzo, pero es posible.
Creo que ya dije que en esta historia no se odian como tal, ya que son destinados. Solo se caen mal y se obligan a sentir ese rechazo porque no conciben la idea de una relación.
Eso, saludos, besitos, lxsquieromucho y nos vemos. Contenido sexual no tan explícito (entre mayores de edad oKAY?)
Capítulo sin editar.
Aemond despierta en una cama vacía debido al rasguñeteo constante en el terrario de Vhagar. Debe abrir los ojos y voltearse hacia ella. Recibe una mirada asesina de vuelta; no espera menos después de haberse retrasado en su alimentación.
Le duele todo. Los músculos, la cabeza, los ojos, los huesos, el estómago —que resuena por el hambre—, la garganta, incluso su espalda arde. Traga, y siente la boca tan seca como el desierto de Atacama.
Vhagar retoma los rasguños. Jesús con ese animal.
Aemond gruñe, frota su cara, y está por ponerse de pie cuando se percata de un vaso sobre el mueble junto a su cama lleno de jugo de naranja natural y acompañado de dos pastillas.
Se pregunta si Lucerys le habrá tomado también le dinero de la billetera mientras rebuscaba en su habitación buscando sus inhibidores. Decide que le da igual, y las traga junto con todo el contenido del vaso. Dios, tenía mucha sed.
No quiere pensar en el extraño vacío que envuelve al descubrirse solo. Los despojos de su celo se mantienen ahí, sensibilizandolo. O quizás es solo él mismo, que, muy en lo profundo, deseaba despertar junto a Lucerys. Despedirse. Hablar.
Algo.
Pero aparentemente sí es un bastardo helado capaz de acostarse con alguien y después desvanecerse con el amanecer.
Ni siquiera sabe por qué espera algo de él en primer lugar. Es estúpido de su parte hacerse ilusiones idiotas por el simple hecho de compartir ¿qué? ¿Un destino? Si Lucerys pretende fingir o escapar, no lo buscará. No lo merece. Ni siquiera debería estar dándole tantas vueltas.
No le duele, y no le sorprende.
Sirve a Vhagar su comida habitual, y un poco más como disculpa por su irresponsable demora, y ojea su habitación.
Está todo ordenado.
¿Lo considera extraño? Sí, porque lo último que recuerda con certeza antes de que todo se vuelva un borrón colorido, es que se metieron entre tropezones y Aemond le destrozó más de una prenda. Y quedó todo tirado en el suelo. Todo.
Saca una camiseta de su closet, y se pone los pantalones de pijama porque no planea salir. Sigue en celo, sabe que su humor es una mierda y es capaz de golpear a cualquiera que lo mire medianamente mal. No desea exponer a la gente, y no se desea exponer.
Sus hermanos le dejaron la casa, y posiblemente avisaron a Helaena. Ellos hacían eso cuando alguno entraba en celo, dejarles el espacio seguro para pasar los días más tortuosos en tranquilidad. Son todos Alfas, al final, entre ellos se entienden.
Aemond les tendría que avisar mañana que volviesen, sus celos no duraban más de dos días, y este había sido repentino, gatillado por la rabia.
Necesita saber donde está Cole. Necesita dejarle claro que Lucerys está prohibido.
Necesita comer algo porque no está siendo capaz de soportarse a sí mismo.
Siente el malhumor emanando de sus poros, y el calor aún incomodándolo. Siente sus músculos tensos y el palpitar en sus sienes. Y todo en él se activa como un resorte cuando es capaz de captar un sonido en el primer piso.
Baja manteniendo un sigilo mortal. Descalzo ni siquiera él es capaz de escuchar sus propios pasos, mucho menos quien estuviese de intruso en su casa. Lo atrapará desprevenido, aprenderá por las malas por qué es malo meterse en hogares ajenos.
Avanza un paso tentativo, la cocina está separada del resto de la casa por una isla de mármol, y desde su lugar alcanza a percibir a una única figura moviéndose en ese perímetro. El aroma a comida lo abraza, su corazón da una voltereta humillante ante su propia ilusión estúpida, especialmente cuando pierde su sigilo y se mueve con rapidez para descubrir si realmente su emoción está argumentada.
Se detiene en la entrada de la cocina, y entonces es capaz de apreciar en primer plano a Lucerys.
Él está ahí. Ahí cocinando. En su casa.
No se fue.
Tiene el cabello húmedo y usa ropa que debió tomarle del armario. Le queda grande. Está descalzo. Está despeinado. Tiene marcas rojas y lilaceas en el cuello. Usa su ropa. Está ahí. Cocinando. Y usa su ropa.
Aemond ni siquiera se da cuenta de en qué momento se moviliza, pero antes de recaer en sus propias acciones ya ha rodeado a Lucerys con sus brazos, y lo ha presionado contra su cuerpo, abrazándolo. Lucerys balbucea algo, quizás emite algún insulto porque definitivamente lo tomó desprevenido.
Solo piensa en que Lucerys está ahí, y que odia ser feliz por eso.
—No sabes lo mucho que te detesto —masculla contra su cabello, llenándose con el aroma a café.
—Suéltame, estúpido, se va a quemar la comida —él alega de vuelta, pero Aemond puede sentir una de sus mano dejándole roces por su columna.
Lo aprieta un poco más, intentando quitarse esa sensación desoladora. Todo disminuye; el dolor, la tensión, el malhumor. La compañía de Lucerys es como un analgésico natural, y tiene sentido considerando el lazo sin sellar que los envuelve.
Respira más profundo, Lucerys frota su espalda. Lo escucha suspirar.
—No me iré —murmura—. Solo estaba preparando el desayuno.
—¿Por qué no me despertaste?
—Tenías un poco de fiebre aún —Aemond parpadea, ya no se siente afiebrado—. Y era temprano, ¿puedo seguir cocinando o no? Debes comer e hidratarte, siéntate.
No está seguro de cómo debería tomar esas órdenes. Siente la necesidad de discutir, gruñir que no sigue las órdenes de nadie, pero mentiría. Ni siquiera sabe en qué momento dejó de estar parado para sentarse en una de las sillas más cercanas a Lucerys.
La comida comienza a llenar la mesa. Huevos revueltos con jamón y tomate, otro vaso de jugo de naranja, pan integral recién tostado, ensalada de frutas picadas y peladas a mano, avena, té humeante y leche tibia. Aemond observa todo en un silencio contemplativo, incapaz de pronunciar algo frente a esa cantidad de comida casera. No sabe si su sorpresa viene de la cantidad de comida, del cuidado al cocinar o de la elección de platos.
—¿Cómo lo sabes? —cuestiona, recibiendo una mirada ceñuda.
—¿Qué?
—Lo que me gusta.
Lucerys lo observa unos segundos y después a los platos sobre la mesa, solo entonces de alza de hombros.
—No lo sabía —dice—. Hice cosas saludables que te den energía, el celo baja las defensas y te expone a otras enfermedades.
Aemond necesita unos segundos únicamente para observar el perfil de Lucerys sentándose a su lado, y preguntarse si ese sujeto es real. Algo raro se remueve en su pecho, una cosa desagradable y tibia ante la idea de recibir actos tan amables de ese tipo.
La comida inunda el lugar de aromas que abren su apetito, Aemond muere de hambre, por lo que no duda en comer. Y come mucho, es un Alfa en celo, y es objetivamente grande, la cantidad de comida que ingiere no es menor. El único que le gana al momento de comer es Daeron, y es porque él sigue en crecimiento. Seguramente será igual de alto que él.
Comen en silencio, beben en silencio, respiran, existen. Lucerys se sirve una porción significativamente más austera, de la que consume a su ritmo, y un café al que echó un poco de leche.
—Come más —Aemond murmura, extendiendo su porción de frutas.
—No quiero más —Lucerys alega, lanzando una mirada al cuenco—. Las hice para ti.
—Me da igual, come.
Lucerys chasquea la lengua, toma una cuchara y divide la ensalada en dos porciones iguales aunque más pequeñas.
Lucerys deja una junto a él, todo bajo su mirada incrédula.
Come de todo, y todo sabe increíble. Tiene entendido que Lucerys trabaja en una cafetería, seguramente tiene experiencia manipulando comida. Eso no le quita lo delicioso al desayuno, y lo bien que se siente después de haber comido todo.
Apoya la cabeza en su mano y lo observa. Su nariz arqueada. Sus labios brillantes porque está comiendo. Los hoyuelos que se marcan cuando mastica. Su manzana de Adán bajando al tragar té. Sigue la forma elegante de su cuello y se percata del círculo rojizo plasmado en la curvatura con su hombro.
Otro más se nota cerca de su clavícula. Y otro en el otro lado.
Aleja su silla, acercándose, y baja el borde de su camisa sin detenerse a escucharlo cuando hace el intento por detenerlo. Es más rápido que Lucerys, y necesita apreciar su propia obra.
Son mordidas. Muchas mordidas. No chupones superficiales, sino algo más descontrolado y feo. No alcanzan a ser como la que Lucerys le dejó en el cuello y que aún esconde con vendas, pero sí muy similares.
Hay en su espalda, en sus hombros y pecho. Son las que alcanza a ver antes de que Lucerys lo aparte de un mánotón y acomode otra vez la ropa.
—Debiste detenerme —señala, atajando su mandíbula para obligarlo a exponer la más fea, la que sí es una herida—. Esto está mal.
—Porque conseguir que un Alfa en celo no muerda es muy sencillo —Lucerys ironiza, chasqueando la lengua cuando Aemond palpa la zona alrededor—. La última vez no estabas tan preocupado.
—La última vez quería hacerte daño, estaba enojado y no te conocía.
—Siempre estás enojado, y no me conoces.
Aemond presiona los labios, concluye que Lucerys no tiene ninguna repercusión grave, pero no aparta su mano, siguiendo la forma de la herida más fea, esa que está entre su hombro y el cuello y es casi salvaje. La piel es tibia contra sus dedos, no miente, y siente su pulso bombeando vida. Guía su rostro hacia arriba después de ajustar un poco el agarre para situarlo en su mandíbula, encontrándose otra vez con su mirada.
—Lucerys Velaryon —musita—. Hijo de Harwin Strong y Rhaenyra Velaryon, tienes dos hermanos y una motocicleta absurdamente veloz. Tienes dieciocho años y eres el único Alfa de tu familia.
—Daeron sacó eso de internet cuando me doxeó.
Aemond no puede negarlo, en su lugar roza la piel de su oreja.
—Te sonrojas cuando mientes y tienes hoyuelos que se te marcan más la mejilla izquierda —Lucerys parpadea—. Hueles a café, pero no cualquier café, es café de grano recién hecho de esas cafeteras italianas, y cuando te enojas, es café de grano tostado, cuando estás asustado, entonces ahí es café quemado.
Lucerys no es capaz de decir algo, porque Aemond se inclina y absorbe del aroma desde su punto más crudo bajo su oreja, donde se encuentra la glándula encargada de emitir la mayor cantidad de sus feromonas. Inhala, llenándose de esa esencia, y deposita un beso cuidadoso encima de la piel lastimada, apenas un roce austero.
Lo escucha tragar. Aspira de las partículas dulces y cuando se endereza, puede apreciar el tono rojizo que ha adquirido su rostro.
—¿Cuántas veces. . .? —cuestiona, deslizando el borde de su camiseta para observar las manchas rojas esparcidas por toda su piel.
Son muchas. Muchas mordidas, muchos chupones. Sus colmillos pinchan el interior de sus labios, porque son sus marcas, pero no se recuerda dejando ninguna y eso, de alguna manera, lo enfurece.
Luke carraspea.
—Varias —dice.
—¿Te anudé?
El rostro de Lucerys adquiere una tonalidad carmesí. No es un sonrojo bonito, sí lo es, pero es todo su rostro y cuello absolutamente rojo producto de la vergüenza. Aemond lo encuentra bonito, pero le interesa más la respuesta porque ambos son Alfas y un nudo podría haberle hecho daño. Si no usó protección podría ser incluso peligroso; no habían muchos casos de Alfas embarazados, pero existían, y un nudo es casi un embarazo asegurado en cualquier subgénero.
—¿Es necesario esto? —masculla. Supone que se refiere a este interrogatorio.
—Sí, responde.
Lucerys aparta la mirada y frota su cuello caliente antes de negar.
—Saliste antes —balbucea—. Te lo pedí porque no llevabas protección.
Aemond suelta un suspiro bajo. No piensa replantearse cómo es posible que un Alfa en celo haya podido detenerse, se conoce lo suficiente como para saber que, incluso en su peor momento, no es capaz de provocar ese tipo de daño a Lucerys. Porque Lucerys lo ayudó, se quedó a su lado, lo cuidó, ni siquiera su cabeza inconsciente por el calor podría haber olvidado eso.
Era su forma más primaria e instintiva, lastimarlo es lo último que esa parte desea.
—Bien —murmura—. Bien. . .
—¿Alguna otra pregunta?
—¿Por qué no te fuiste? —pregunta.
Siente un dedo tocándole un mechón de cabello, ve a Lucerys distraerse con este y no mirarlo a los ojos, como si estuviese pensando qué responder. Al final presiona los labios. Aemond se quiere inclinar para que lo siga tocando, pero consigue permanecer quieto.
—Iba a irme —confiesa, evadiendo su mirada—. Me pediste que me quedara.
No lo recuerda, y prefiere no hacerlo. No desea imaginarse de qué humillante forma podría haberle pedido que se mantuviese con él. Decide que prefiere vivir con la duda y simplemente asiente a sus palabras.
Lucerys se pone de pie tomando los últimos platos sucios y los deja en el lavaplatos. Da el agua y comienza a lavar.
Aemond aprecia su figura en silencio por algunos segundos, alcanza a apreciar más círculos perdiéndose por el borde de la camisa. Nota que Lucerys apenas huele a sí mismo porque toda su anatomía grita Aemond. Es evidente que pasó la noche con él si ni siquiera una ducha consiguió diluir el aroma espeso de un Alfa en celo pegado a él. Le gusta que huela a él, le gusta saber que estará unos días así, apestando a él.
Es suyo, así debe oler siempre. Todos lo verán y sabrán que está marcado.
Suyo. Suyo.
Se permite una sonrisa satisfecha, y si pudiese ronronear, lo haría. Está cómodo en su espacio, su destinado junto a él repleto de sus marcas y feromonas, usando su ropa. Siendo suyo.
Se pone de pie y avanza hasta situarse detrás suyo. Sus manos lo rodean y se instalan en su estómago mientras hunde el rostro en el cabello de su nuca y respira. Lucerys no deja de lavar platos.
—¿Necesitas un inhibidor?
Niega, besando la piel expuesta.
—No volveré a perder la conciencia —musita, pero tampoco se siente del todo como él mismo.
Se siente drogado, con la cabeza liviana y el cuerpo maleable. No se siente mal, de hecho, se siente bien. Tranquilo.
—¿Siempre te pones mimoso en tu celo?
Frunce el ceño porque no es mimoso, solo quiere estar cerca porque huele bien y apacigua el calor. Esconde la nariz en su hombro y frota su estómago con una mano. La desliza bajo la ropa y su pulgar dibuja pequeños círculos sobre la piel tibia.
—Si te anudara llegaría hasta acá —dice, sin alejar la mano de su vientre. Su índice presiona sin fuerza algún punto bajo su ombligo.
Lucerys procesa sus palabras en un silencio gracioso antes de percatarse como el tono rojizo otra vez toma espacio en su rostro y cuello. Sus orejas brillan carmesí. Es bonito. Besa una.
—Eres un animal —Aemond parpadea cuando lo siente removiéndose entre sus brazos hasta que se ve obligado a soltarlo—. Bestia, vete al sillón.
Un dolorcillo agónico aprieta su corazón ante la idea de separarse. No. . . ¿Por qué? Está bien ahí, escuchándolo respirar y abrazándolo. Ni siquiera alcanza a sentirse de mal humor.
—Contigo —dice, besando la piel de su mejilla.
Lo envuelve otra vez en sus brazos, escuchándolo bufar. Lucerys es como un gato, se eriza y se tensa, sisea y bufa.
—El efecto del inhibidor te duró demasiado poco —él observa.
Eso tiene sentido, el calor comienza a asediarlo otra vez y el aroma de Lucerys es cada segundo más adictivo. Aunque ya no perderá la consciencia, eso es cierto. Planea recordar esta vez cada instante.
Mordisquea su mejilla. Después su cuello. Sus dedos escalan bajo la ropa, primero por su camiseta y después dos se deslizan bajo el elástico de sus pantalones. Mas piel le da la bienvenida. Piel, no ropa.
Lucerys no lleva ropa interior.
—¿Ahora? —él cuestiona, estremeciéndose bajo su toque y apretando los labios cuando Aemond asiente y besa otra vez su mejilla.
Presiona su pelvis contra la de Lucerys, ganándose un jadeo. El bulto en sus pantalones es evidente, y Lucerys se torna varios grados más rojizo cuando lo nota. Cuando respira la excitación palpable y pastosa, cada segundo más densa en el ambiente.
—¿No quieres?
—Es temprano. . .—dice, lo ve observar a sus espaldas cuando choca con el borde de la mesa.
Toma su cintura y lo sienta sobre la superficie, ganándose un sonidito sorprendido.
—No tanto —puede aguantar, ya no tiene tanto calor y mientras pudiese simplemente tocarlo estará satisfecho.
Choca sus frentes y desliza las manos bajo la sudadera que Lucerys lleva. Toca su columna, lo impulsa con cuidado hasta que sus cuerpos están más cerca y puede nutrirse de su aroma a café y la tibieza de su ser. Besa su sien, su mejilla y mentón, pasa por su tráquea expuesta cuando Lucerys alza las barbilla y sigue por su arteria latente hasta la fuente de su aroma.
Besa ahí y Lucerys gime cuando sus colmillos la arañan con suavidad. Es una zona sensible, para Alfas y Omegas es tan vulnerable como el cuello o el estómago. Aemond respira y exhala contra la suave epidermis. Es piel. Solo piel. Tibia y aromática.
—Hueles bien —susurra—. Hueles a mí.
—¿Te sorprende?
—Me gusta.
Lucerys abraza sus hombros. Aemond siente sus dedos repartiendo caricias sobre su espalda. Ve sus ojos alzándose para sostenerle la mirada y frota sus narices. Su cintura se ve rodeada por las piernas de Lucerys. Sus pelvis se presionan. Aemond jadea por lo bajo.
—Una vez más —solicita, atento a su rostro. A la duda. Si hay duda entonces no. Si hay incomodad entonces no. Si no quiere entonces no—. Una. . .
Lo ve analizando su rostro. Besa su mejilla. Sus propias feromonas inundan la estancia y envuelven a Lucerys. Puede paladear su excitación. Puede sentirla apretándose contra su propio cuerpo. Desea poseerlo. Desea recordar todo lo que no recuerda de la noche anterior. Grabarse hasta el último gemido. Beber de su placer. Hacerlo gritar.
Una mano se desliza por su vientre bajo su camisa, rozando la línea de suave cabello albino que se pierde en sus pantalones. Bordea su cadera y acaricia la cicatriz que une su ombligo con las costillas, siente su pulgar depositando un toque cuidadoso. Aprecia sus ojitos brillantes de cachorro cuando levanta la mirada y atrapa su labio inferior con los dientes.
Dios santo.
—Con protección —él musita.
Aemond no demora en estampar sus bocas después de asentir.
No fue solo una vez.
Una vez en la cocina sobre la mesa despejada con torpeza después de que Aemond tomase condones de la habitación de Daeron. Otra vez en el sillón, con Lucerys moviéndose sobre él aún casi completamente vestido. Otra en el suelo, sobre la alfombra mullida en la que se habían recostado a descansar para disfrutar el calor de la estufa. Otra en la ducha mientras perseguía gotas de agua que caían libres por su piel desnuda y caliente.
Una más después de almorzar, rápida porque fue un subidón de calor que Aemond no consiguió evitar con inhibidores.
No hicieron nada mientras veían películas infantiles que Lucerys exigió por las molestias y el dolor muscular. Vieron tres: "El rey león", que Aemond odió, "Toy story", que Aemond catalogó como infantil e irreal, y "Wall-E", Aemond no dijo nada sobre esa, le había gustado.
Lo hicieron dos veces más en su cama, una con Lucerys boca abajo apresado, sus dos manos atrapadas a sus espaldas mientras lo recibía mordiendo la almohada, y otra más, más lenta y cuidadosa en donde Aemond se encargó de hacerlo sentir bien por encima de todo. Se ganó lloriqueos extasiados y temblores, Lucerys tironeó de su cabello mientras gimoteaba su nombre y se arqueaba bajo su cuerpo.
En algún momento se hizo de noche otra vez.
Lucerys dormita sobre su cuerpo, exhausto y, Aemond sabe, adolorido. Cuando despierte le ofrecerá un analgésico, o le hará un masaje. O quizás ambas. Le debe eso, le debe bastante considerando su trato amable. Al final Lucerys también es un Alfa, hacerlo entre ellos no es poco común, pero sí un poco más doloroso. No está hecho para recibir a otro Alfa, se requiere de más cuidado y preparación.
Lucerys no se ha quejado, realmente. Uno que otro comentario aislado que no consiguen hacerlo sentir culpable. Duda que Lucerys desee eso, no es ese tipo de persona. Lucerys posiblemente lo insultaría o esperaría algo a cambio.
Sigue la forma de su columna sin prisa, respirando de su cabello. No hay dejos de Cole, no hay nada que no sea él mismo, picoso y anegante. Le gusta así, que huela a él, solo a él.
—¿Por qué un dragón?
Parpadea hacia el cuerpo quieto de Lucerys. Él roza la tinta negra envolviendo su brazo, y Aemond no puede evitar un escalofrío peligroso. Su piel se eriza y Lucerys se detiene.
—Creí que dormías —musita, sin moverse.
—Lo hago —Aemond frunce el ceño—. Mañana pienso fingir que esta parte es un sueño.
—Que raro eres.
Lucerys sonríe.
—¿Por qué un dragón?
—Porque tenía que escoger algún diseño grande con texturas que escondieran relieves —dice, siguiendo sus vértebras una por una.
—¿Relieves?
—Tócalo.
Lucerys lo hace. Siente sus dedos tibios deslizándose sobre la piel, primero siguiendo la figura del tatuaje. Entonces llega a su antebrazo y lo ve tensarse. Deja de seguir al dragón, nota su pulgar tocando lo que la tinta esconde mientras aguanta la respiración. No se siente diferente, salvo por el hecho de que cada cicatriz quema cuando Lucerys la acaricia con cuidado.
Abre la mano volteándola para que siga más arriba, pero Lucerys se detiene y en lugar de continuar con su descubrimiento entrelaza sus dedos besa sus nudillos. Aemond nota su corazón dando un vuelco nauseabundo. Sus dedos arden y hormiguean.
—¿No quieres saber? —curosea.
Lucerys niega, y comienza a jugar con su pulgar en su lugar.
—Creo que es una historia para otra ocasión —musita—. Cuéntamela cuando te sientas listo.
—Otra ocasión —repite, devolviendo el gesto para pelear contra su dedo gordo de manera distraída.
Permite que Lucerys le gane y observa en silencio su sonrisita triunfal.
—Otra ocasión —él asiente—. Si sigo escapando de ti voy a volverme loco.
Aemond debería admitir que él está igual. Que está peor, porque él directamente ya no es capaz de escapar. Siquiera intentar pensarlo lo revuelve y quema, y duele. Pero no piensa admitirlo en voz alta porque sigue siendo un bastardo orgulloso.
—Débil.
Lucerys sisea un insulto que se pierde porque Aemond lo envuelve con sus brazos y se esconde en su pecho cálido. Besa su tráquea, su mandíbula y mejilla. Se odia porque está vuelto un perro dócil. Lo odia por volverlo en eso. Su orgullo duele, pero la idea de odiarlo realmente, de seguir rechazando su presencia y evadiendo su deseo persistente y latente, lo apuñala y tortura.
Ya no quiere pelear contra su propio deseo. Contra la aprensión inentendible pero palpable que siente hacia este ser tan extraño y desagradable. No puede estar mal algo que se siente tan bien, y los brazos de Luke se sienten bien, se sienten tibios y pacíficos.
Escondido ahí puede dormir. Puede ignorar el pitido en sus oídos y mermar un poco la sensación desoladora de culpa que lo asedia día y noche.
Quizás con Luke pueda resolver las cosas. Quizás pueda arreglarlo todo si él está ahí para ayudarlo.
—En otra ocasión —susurra, suspirando cuando los dedos de Luke se hunden en su cabello—. Hay tiempo.
Hay tiempo.
Tienen tiempo.
Lo necesitarían.
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