Capítulo veintiuno: "Adónis."

TW: Violencia explícita. Descripciones de mutilación. Menciones de tortura. Insultos homofóbicos. Escenas gatillantes.

Buenasnoches.

Capítulo dedicado a mjmciiiuwu porque estuvo de cumpleaños el quince. Te deseo lo mejor, hermosa.

Hay un anuncio importante al final.

Notarán pronto que la primera parte del capítulo es un recuerdo de Aemond. En este escenario Aemond tiene apenas dieciocho años y aún no ha terminado de crecer, por lo que sus rasgos aún poseen algunas facciones algo aniñadas.

¿Qué tal estas semanas?

Yo comí mucha comida típica porque estuvimos de fiestas patrias.

Besitos, y ñam ñam.

Ojo con los tags de arriba.

»There are times when,
I will (need you)
There are times when,
you're not around.«
Leni. Crystal Castles. 

La calle mojada reflejaba perfectamente el brillo de las luces y los autos al pasar. Aún siendo entrada la noche, las avenidas permanecían iluminadas, y la gente paseaba disfrutando del día húmedo pronto a la nieve.

Aemond tenía sus manos escondidas en sus bolsillos y una bufanda negra cubriendo la mitad de su rostro. Hacía frío, hacía mucho frío. El vapor escapaba de sus labios en nubes abundantes, similares al humo de un cigarrillo. Pero él no fumaba, así que esa era su comparación más cercana.

Le gustaba ese clima, pronto a nevar pero aún sin hacerlo. El neón mezclándose con el pavimento, la paleta de colores brillante y fría. Le gustaba el invierno más que cualquier otra estación, especialmente ahora que Daeron había crecido lo suficiente como para organizar una guerra de bolas de nieve con Daemon.

Incluso había convencido a Helaena y Aegon de jugar. Serían Daeron y Daemon contra él, Aegon y Helaena; debía ser una batalla equitativa. Aunque estaba seguro de que, a pesar de que todos habían crecido, Daemon seguiría siendo el campeón invicto.

Exhaló una nueva nube de vapor y disimuló un escalofrío. Aún tenía algunos trabajos que hacer para la universidad, y debía envolver el regalo de Daemon.

Su reflejo lo saludó cuando lo observó de reojo al avanzar por la avenida. El cabello se le había ondulado por la humedad del ambiente y rozaba su mentón porque estaba dejándolo crecer. A veces lo tomaba en una coleta similar a la de Daemon, y otras lo dejaba simplemente ser, aunque eso significase a veces lucir un poco como su hermano. Pero más alto.

La navidad estaba cerca, y no necesitaba de su auto para pasearse por las calles de Mayfayr, especialmente cuando se disfrutaba más de la vista caminando sin prisa. Aemond observaba los escaparates con ropa y regalos, sopesando qué podría gustarle a Daeron.

Daemon lo había amenazado con desheredarlo si se le ocurría siquiera pensar en regalarle unas ganzuas.

Daemon jamás cumplía sus amenazas, pero no pensaba arriesgarse a provocar su furia. La sola idea lo hacía estremecer.

Y podía entender, a medias, el deseo de Daemon por mantener alejado a su hermano del mundo criminal. Tenía doce, casi trece, pero ya había comenzado a aprender alemán para poder robarle a unos hermanos que de alguna forma se ganaron su odio. Por más charlas y amenazas que Daemon pudiese darle, nada le sacaba de la cabeza el deseo de poder unirse al negocio familiar.

No era un negocio, era un pasatiempo, porque su padre y Daemon ya habían establecido una buena base con sus ganancias sucias, para que ellos no tuviesen que robar jamás. El hecho de que lo disfrutasen solo significaba que había algo extraño en al genética de la familia.

Daeron quería una mascota. Aemond sabía que no lo anunciaba en voz alta únicamente porque él se sentía mal de sus propias alergias. Pero Daeron deseaba un perro, o un gato. Le gustaban mucho. Había llorado más que ninguno cuando Caraxes falleció debido a la edad, y después de él solo quedó Vhagar como embajadora animal del hogar.

Y Vhagar odiaba a todo el mundo, así que no cumplía bien su rol.

Daeron había intentado acariciarla un par de veces, y si no resultó herido fue únicamente porque la iguana tenía dientes pequeños incapaces de dañarlo. Daeron lo descubrió a la mala, y desde entonces se abstuvo a solo lanzar miradas de reojo al mañoso animal.

Su teléfono vibró, y respondió cuando leyó el nombre de su tío. Caminaba sosteniendo el teléfono contra su oreja, su mano restante se mantuvo oculta dentro de la tibieza de su bolsillo.

—Tu padre quiere que traigas algo dulce para el postre.

—Buenas noches a ti también —comentó.

Recibió un bufido, y Aemond sonrió.

—Mocoso —Daemon gruñó—. ¿Ya tienes algún regalo?

—Nada —sus dos dedos frotaron su nuca en un gesto frustrado—. ¿Y si adoptamos un gato? Yo tomaré antialergicos, quizás después me vuelva inmune o algo.

El silencio se extendió al otro lado de la línea por algunos segundos antes de que Daemon tomase otra vez la palabra.

—No creo que a tu reptil feo le guste la idea, se va a comer al pobre animal.

—Vhagar está vieja, apenas sale de mi habitación al patio —acotó—. Agrandaré su terrario y el gato no entrará. Y no le digas reptil feo.

—El gato va a verla y quedará traumatizado.

—Daemon.

Daemon soltó una risita. Aemond no rió porque no era gracioso que se burlaran de su iguana. Podría ser un reptil, y ser poco agraciada, pero no merecía esos comentarios degradantes.

Solo él podía decirle reptil feo a su reptil feo.

—Si no te molesta a ti el tema de las alergias, entonces comienza a buscar gatos en adopción —Daemon dijo—. Y ni pienses en comprar de esos sin pelo, sería peor que tu cocodrilo.

—Algún día vas a tener una mascota fea, y yo voy a molestarte —juró.

—Sueña —Aemond bloqueó los ojos—. Tu hermano va para allá, también quiere comprar algunos regalos.

—Estoy en Mayfayr, que me llame cuando llegue.

—Lo hará. No olvides el postre.

Daemon colgó después de despedirse y entonces Aemond cambió su ruta hacia una pastelería situada en esa misma calle, algunas cuadras más adelante.

Cada segundo inmerso en sus pensamientos volvía la idea de un gato más factible. Daeron ya tenía trece, era capaz de cuidar él solo de un tercero, y estarían los tres para supervisar que fuese así.

A su madre podría hacerle algunos problemas ya que no era muy fanática de los animales, pero todos habían notado la diferencia desde que el perro de Daemon falleció hacía algunos años. El hogar era más alegre con una mascota haciéndoles compañía, y dudaba que Daemon volviese a interesarse en una; Caraxes había había vivido muchos años con él y su padre, su muerte resultó un golpe feo.

Aemond pensó en que la sola idea de perder a Vhagar, incluso por la edad, le revolvía el estómago.

Su pastelería habitual rebosaba de gente. Probablemente porque en vísperas de navidad todos deseaban cosas de buena calidad para una deliciosa cena, y ese lugar era famoso por su repostería.

Entró ojeando su teléfono, buscando en varias redes sociales personas cercanas que regalasen gatos. Avanzaba en la fila sin prestar atención a las personas, hasta que tres toques en su costado lo hicieron apagar el aparato.

Miró a un niño ceñudo, tenía doce o trece años máximo. Era bajo y castaño.

—Yo estaba primero —él dijo.

Aemond parpadeó y retrocedió un paso, entregándole su lugar.

—Disculpa, no te vi.

El niño le lanzó una última mirada y después le dio la espalda, situándose delante. Él compró unos pastelillos que sostuvo con ambos brazos y salió sin volver a mirarlo. Entonces le tocó a él.

—Quiero. . . —Aemond ojeó el mostrador de la pastelería en un silencio apreciativo y luego señaló algunos pastelillos—. Dos de esos y dos de esos otros. Y un par de galletas.

Tramitaron su pedido, al entregárselo, la vendedora sonrió.

—Es usted muy amable.

—¿Disculpe?

—Por dejar pasar al pequeño —ella señaló.

—Él estaba primero que yo —Aemond se encogió de hombros. La vendedora parpadeó.

—No, él recién había entrado —dijo—. Llevaba algunos segundos acá.

Aemond se tomó unos segundos para procesar que acababa de ser engañado por un mocoso.

No dijo nada más, simplemente tomó sus cosas y salió entregando una sonrisa de labios apretados.

No tenía más que hacer allí, eso le había pasado por estar distraído. Ojalá los pastelillos del niño estafador estuviesen malos.

Pronto tomó su teléfono y marcó otra vez.

—¿Qué? —Daemon dijo.

—¿Puede ir Cole a cenar con nosotros? No lo pregunté antes.

Se hizo un silencio. Aemond detuvo su caminata para escucharlo mejor.

—Sí, claro.

—¿De verdad? —Aemond parpadeó, sus dos ojos observaron la pantalla del teléfono con genuina perplejidad. Esperaba una negativa inicial más rotunda.

—No —Aemond blanqueó los ojos—. Como vea a esa tragedia humana pisando un milímetro de mi casa, le disparo, ¿algo más?

—También es amigo de Aegon.

—¿Es amigo mío?

—Si le dieras la–. . .

—Se está cortando la señal. . . —Daemon hizo sonidos raros de estática junto a ese comentario, Aemond sintió el burbujeó de una risa hormigueando en su pecho—. ¿Hola? Sobrino, no te escucho.

—Eres terrible.

—La señal. . .

Y Daemon colgó.

Al menos lo había intentado. Para año nuevo trataría de nuevo.

Envió su ubicación a Aegon para que pudiese encontrarlo más rápido, y Aegon respondió con un pulgar en alto. Entonces Aemond envió un mensaje breve a Cole anunciando que su tío se había rehusado a su visita.

El mensaje recibió dos vistos azules.

No hubo respuesta.

Se mantuvo algunos segundos ojeando el contacto, a la espera de un texto emergente o algún emoji. Al no recibir nada todo lo que hizo fue suspirar y guardarse el teléfono.

Ya no tenía mucho más que hacer allí salvo esperar a Aegon, por lo que su primera intención fue sentarse en algún lugar y comenzar a buscar centros de adopción.

Aemond no alcanzó a dar un paso, porque pronto una figura chocó con fuerza su hombro y arrebató el teléfono de sus manos. Fue descarado y fugaz, provocando una sorpresa involuntaria antes de lograr alguna reacción más efectiva.

—¡Oye!

El tipo salió corriendo.

Aemond no encontró algo más lógico que correr detrás de él.

Sortear personas cuando las calles estaban repletas era más difícil que intentar no perder de vista al tipo. Principalmente porque el sujeto no era particularmente rápido, de hecho, Aemond hasta podría haberse burlado de su inusual lentitud.
Colisionó con algunos transeúntes y recibió un par de malas palabras que ignoró porque su atención estaba estrechamente ligada al idiota que se le ocurrió buena idea tomar su teléfono.

El tipo dobló en un callejón, y él se adentró unos metros por detrás. Podía escuchar su propia respiración, el frío evaporaba cada exhalación y dejaba a su paso una suave nube blancuzca. Su corazón iba rápido, pero no lo suficiente; él aún podía seguir corriendo de ser necesario, porque su condición física era buena.

Su objetivo, por otro lado, no parecía en la misma situación.

Aemond lo vio detenerse luego de haber girado en otras dos esquinas más. El tipo apoyó las manos en sus rodillas y emitió un jadeo. Aemond se detuvo a un par de pasos, permitiéndose inhalar e intentar regular su respiración.

El ruido de los autos era un eco lejano, de hecho, el silencio fue incluso un poco tenebroso considerando lo concurrida que estaba la noche.

Se descubrió ojeando el lugar; un vistazo rápido porque su atención estaba situada mayormente en el tipo que había tomado su teléfono, pero recayó en lo oscuro del sitio. Y la falta de gente.

—Devuélvemelo —dijo—. No quiero problemas.

Aemond supo que algo no iba bien cuando el tipo balanceó el teléfono en el aire manteniéndose en un silencio contemplativo, y luego se lo lanzó sin fuerza, permitiéndole atraparlo.

Observó el aparato.

Todo en él se erizó cuando alcanzó a ver por el reflejo de la pantalla negra una silueta oscura alzándose a sus espaldas. Fue el roce de la ropa, una pisada mojada, la respiración vaporosa. Aemond logró percibir algo detrás suyo y moviéndose por un puro reflejo adrenalínico alcanzó a esquivar un golpe que iba directo a su cabeza.

El bate golpeó el suelo, y Aemond tropezó sin calcular su propia velocidad. Sus manos se humedeciendo cuando contactaron el cemento húmedo, pero al menos estaba ileso.

Un segundo golpe fue esquivado con la misma velocidad entorpecida. El tercero lo atrapó con sus dos manos, y el dolor seco palpitó en sus palmas. Su atacante lo observó con las cejas alzadas, quizás sorprendido de su propio entrenamiento. Alejó la madera con un tirón potente y Aemond tropezó.

No fue capaz de esquivar el cuarto, y este, por consecuencia, dio de lleno en su cabeza.

El mundo dio vueltas.

Las luces se duplicaron, los colores brillaron, y él cayó esta vez sin alcanzar a sostenerse. Su mejilla se raspó con el cemento. Había un pitido en  su oído.

Otro golpe detuvo su naciente intento por levantarse. Después otro arrancó el deseo de raíz. Otro más lo atormentó por si acaso. Y después otro. Y otro.

¿Sería una venganza? Se preguntó. ¿Habrían logrado reconocerlo de algún robo? Era imposible. Todos eran calculados de manera milimétrica.

Aemond exhaló un jadeo. Si se concentraba en el dolor, este se duplicaba. Por ello quiso pensar en cualquier otra cosa. En su madre, que iba a regañarlo por meterse en peleas. En Daemon, que le obligaría a decir quienes fueron. En Daeron, él posiblemente lloraría; no le gustaba cuando salía lastimado, era bastante sobreprotector para su corta edad.

Una mano se enredó en su cabello y tironeó para levantar su rostro. Aemond pudo enfrentarse de frente al sujeto del bate. Nariz torcida, cabello lacio y negro, rostro redondo, corpulento. Genérico, malvado, feo; no lo olvidaría. El tipo lo miró, y después a alguien más.

Sonrió, una sonrisa amplia y desagradable.

—Si yo fuera tu novia —él dijo—. También te habría dejado por él.

Aemond deslizó la lengua por su labio inferior. Paladeó el metal en su boca, el interior de su mejilla ardía porque la había mordido sin querer al caer, e ignoró las punzadas lacerantes que atacaban en enjambre sus costados. No tenía nada roto, al menos. Solo hematomas.

—Déjate de bromas —el otro tipo gruñó.

Lo soltó y Aemond se vio obligado a apoyar las manos en el concreto mojado para sostener su peso. Pronto alguien más estuvo delante de él. Ese mismo alguien se acuclilló y levantó su cara con violencia. Su pómulo herido ardió. Sus mejillas se abultaron. Pudo apreciarlo en un silencio tétrico, y el cómo la sonrisa desdeñosa del matón se distorsionaba en algo desagradable y malhumorado.

—Eres un imbécil —él dijo. Aemond por un segundo pensó que le hablaba a él, sin embargo el tipo lo soltó y se dirigió al sujeto que lo había llevado hasta allí—. Este no es Aegon.

Por supuesto que buscaban a Aegon.

La sangre en su sistema de pronto se sintió varios grados más helada. En su rostro de por sí pálido debió haberse reflejado el espanto, porque el sujeto no se perdió su propia expresión. Algo nuevo brilló en sus ojos negros. A Aemond le recordaba el hocico de un cerdo. Plano y pequeño.

—¿Cómo iba a saberlo? Es jodidamente idéntico al de la foto.

Aemond podía escuchar su pulso bullendo en sus propios oídos, espesa y ensordecedora. Porque daba igual si lo habían confundido o no con su hermano, ya tendría tiempo para preguntar qué mierda había hecho para provocar tal nivel de ira en esos tipos, si era Aegon a quien querían, no lo dejarían a él solo por ser su hermano.

Estaba jodido.

Aemond se vio otra vez analizado a profundidad por el tipo con cara de cerdo. Sus ojos eran castaños y sus pupilas estaban demasiado dilatadas, como si se hubiese drogado antes de ir.

—No es tan idéntico, a Aegon se le mueven los ojos —él comentó, zarandeando con saña su cabello—. ¿Lo conoces? ¿Sabes quién es Aegon Targaryen?

Su boca sabía a metal y ardía donde se mordió al caer. Escupió a un costado intentando deshacerse del sabor nauseabundo y se alzó de hombros.

—No tengo idea.

—Mala respuesta —él dijo—. ¿Encontraste algo?

El silencio que se formó fue pronto interrumpido por el otro tipo.

—Targaryen —Aemond se obligó a mantenerse impasible—. Aemond Targaryen.

Tuvo que enfrentarse al brillo desquiciado que poseían sus ojos, casi completamente ennegrecidos por la carencia de luz en la zona. Aemond no temió al devolverle la mirada.

—Es tu hermano —él adivinó, y agregó cuando Aemond abrió la boca dispuesto a debatirlo—. Ni siquiera trates de negarlo, sabemos que los tiene. Son cuatro, ¿no? Aegon, su hermana, y otros dos. Viéndote a ti puedo apostar todo a que no eres el menor.

Aemond no pudo reaccionar con la suficiente velocidad cuando el tipo lo soltó. En el mismo instante el otro sujeto atinó una patada en su vientre, tumbándolo de costado en el suelo. El dolor le quitó el aire. Volvió borrosa su visión, otra vez.

—¿Crees que Aegon se enoje más si le mandamos a su hermanito con algunos dedos menos? —recibió una risa que le provocó escalofríos, cuando Aemond hizo el ademán por voltearse, una presión en su espalda lo obligó a mantenerse boca abajo sobre el suelo mojado. Un jadeo ahogado escapó de su boca—. O quizás deberíamos ir a buscar a su hermana.

—Debe ser una belleza —el segundo concordó—. Si este ya tiene toda la pinta de ser una princesa, ¿le viste las manos?

Las carcajadas retumbaron en el callejón vacío. Sólo entonces Aemond descubrió que no eran dos, sino tres. Había un tercer matón camuflado entre las sombras, probablemente como resguardo en caso de que alguien llegase.

El dolor en su extremidad derecha estalló cuando una bota la aplastó contra el concreto. Mientras no la rompiese podía soportarlo, se obligó a pensar, era zurdo, no necesitaba tanto la derecha para usar sus ganzúas.

Pero Aemond de pronto no estaba seguro de si la compresión de su pecho era por el zapato manteniéndolo sobre el suelo, o su propia angustia ante malos recuerdos. El frío paralizaba sus extremidades, las risas formaban grandes monstruos anómalos que se cernían sobre él y lo hundían en la eterna incertidumbre.

Todo se estaba repitiendo. Nada había cambiado, por más esfuerzo y ejercicio, por más intentos de mejorar, al final terminaba igual. Pisoteado. Humillado. Rezó por que Aegon no llegase; no en ese instante, cuando era un despojo triste tirado en el suelo. No quería que su hermano lo viese así, no de nuevo.

No podía pasar todo de nuevo.

Aemond parpadeó cuando recayó en que habían dejado sus dedos. Y lo habían soltado. Hasta sus oídos llegaban sus voces hablando, y solo prestó una media de atención al recibir un toquecito con un pie.

—¿Tu hermana es la que está en tu fondo de pantalla?

El oxígeno se estancó en sus pulmones, porque lo era. Tenía una selfie tomada por Daeron en la que aparecían los cuatro. El mismo Daeron la había establecido como fondo porque le gustaba jugar de vez en cuando con su teléfono.

Aemond no notó que temblaba hasta que fue capaz de notar los espasmos en sus propias manos al lograr incorporarse de a poco.

—¿Cuántos años tiene el más pequeño? —el tipo preguntó. No recibió respuesta.

—Tómale una foto —el otro señaló—. Los visitaremos después.

Más risas.

Eventualmente, varios años después, Aemond podría explicar que en ese instante sus movimientos fueron producto de la adrenalina pura rondando su sistema. Que, aún si no era capaz de recordar a ciencia cierta qué había ocurrido en el lapso de tiempo en el que él parpadeó y se movió, impulsado por una rabia agónica. Por desesperación. Ante la idea de ver a su único hermano menor amenazado por un par de animales.

Cuando fue entendió medianamente lo que estaba sucediendo, él ya estaba sobre el tipo más cercano, repartiendo golpes repetitivos en su rostro. Sus nudillos resentirían los contactos luego, luego porque en ese instante no sentía dolor. No escuchaba los gritos, pero estaban allí junto al sonido húmedo que provocaba cada impacto sobre el rostro del bastardo. Todo lo que alcanzaba a sentir era un hormigueo envolviendo una gran parte de su anatomía, donde debería estar el actual insoportable dolor.

No había nada.

Por unos segundos todo lo que envolvió su mente fue un recuerdo no tan lejano. Dos años, o un poco menos. Una pizarra blanca repleta de definiciones y términos médicos que Aemond no necesitaba anotar, pero que hacía igual porque no era lo mismo memorizar que entender. El silencio era absoluto y lo rompía únicamente la voz de una mujer explicando la función de distintas glándulas y hormonas dentro del cuerpo humano.

Mientras Aemond anotaba, pensaba en que los efectos adversos de la adrenalina eran bastante contraproducentes. Se le hacía un poco extraña la idea de que la gente realmente disfrutase una sensación tan estresante. Pero después coincidía en que dudaba que existiese algo mejor que la satisfacción posterior. No le gustaba la adrenalina, le gustaba salir vivo después. Sortear con éxito a la policía, robar en grande sin ser descubiertos.

¿La idea de rozar la muerte y sortearla? No le atraía demasiado. Quizás por eso prefería abstenerse de vehículos descubiertos; aunque le gustaban las motos.

—Targaryen —Aemond parpadeó—. ¿Estás de acuerdo?

Aemond a veces se preguntaba si lo cuestionaban porque solía intentar esconderse entre las últimas filas del aula, o porque un adolescente resaltaba bastante entre adultos. Le daba igual; Aemond odiaba que le preguntasen. Si fingía equivocarse, lo iban a cuestionar por su edad, y si evidenciaba su propia opinión, entonces lo tacharían de nerd. Daba igual lo que respondiese.

—No —dijo, tirando con dos dedos un poco de piel expuesta de su cutícula hasta provocarse una nueva herida—. Las hormonas catecolaminas facilitan una respuesta física inmediata relacionada a la preparación para una acción muscular violenta. Pueden ser una reacción a una huida o lucha, pero estas no son el único gatillante.

El silencio reinó.

Cuando la lucidez volvió a presentarse en su sistema, y Aemond fue un poco más consciente de su propio entorno cuando la bruma cubriendo su visión se difuminó un poco, y entonces notó que estaba siendo separado entre tirones por los dos restantes.

Aemond se retorció entre gritos. Empleó toda su fuerza en sus intentos por deshacerse y correr, o pelear, o defenderse, y, sin embargo, todo lo que logró fue recibir otra oleada de golpes que terminaron por atontarlo lo suficiente como para apresarlo contra el suelo.

—¡Sujétenlo!

Pronto sus brazos se encontraron inmovilizados, un hombre sobre cada uno, y encima suyo el tipo al que había golpeado. Pudo apreciar la sangre goteando de su nariz y cortes en distintas parte de su rostro, no lo hizo sentir mejor saber que lo había dejado más feo que lo que ya estaba.

Solo quería irse. Volver a su casa y olvidar todo eso.

El terror lo paralizó cuando el viento golpeó su estómago, y notó entonces que el tipo había cortado su ropa, exponiendo su abdomen al frío cruel. Escuchó una única risa gangosa por encima de su propia respiración; era irregular, errática, acortada, adolorida. Su corazón no podía ir más rápido porque terminaría deteniéndose; Aemond de pronto se descubrió suplicando internamente que todo acabase allí. Que le cortasen los dedos, las manos, lo que fuese, pero que quedase allí.

Que por favor, por favor, se detuviesen.

Una punta metálica pinchó su piel. Los bellos de todo su cuerpo se erizaron ante la realización.

—Le dejaremos un mensaje a tu hermano —le dijo, incrustando con más fuerza la punta poco afilada—. ¿Te parece? Así lo recordarás tú y él.

—¿Qué vas a escribirle?

Aemond evocó su propia voz, y todo lo que salió fue una expresión ahogada ante las primeras puntadas de dolor cuando el cuchillo comenzó a atravesar capa tras capa de su piel.

—Tiene cara de chupa pollas —el tipo siseó, girando el arma sobre la herida sin escribir nada—. Pero no creo que alcance, tendría que seguir en su espalda.

—Tállale puta —el tercero sugirió—. Es corto y preciso.

El silencio se volvió escalofriante cuando todo lo que Aemond pudo ver fue el rostro del tipo arriba suyo pasando de la ira a una malicia psicopática. Negó, gritó, se retorció. Luchó una y mil veces hasta que su visión se tornó borrosa por el sobreesfuerzo.

—Quizás debería practicar un poco antes —Aemond no se percató de los movimientos hasta que la manga de uno de sus brazos se vio rasgada, y entonces la piel limpia quedó expuesta—. La obra maestra no puede quedar fea.

El terror lo consumió, espeso y tenebroso, cuando hizo el intento por alejar su extremidad todo lo que logró fue un espasmo inútil.

El primer corte no fue el más doloroso, pero sí el peor. Implicó el inicio de un suplicio que se sintió eterno. Línea tras línea, grito tras grito, risas e insultos. La tortura abarcó toda la extensión de su antebrazo, y se plasmó en su piel con forma de profundos surcos imborrables, a los que no le fue difícil encontrar la forma.

El filo era austero, cada corte significaba latigazos lacerantes, ardientes, tormentosos. La sangre goteaba por los dos costados, insuficiente como para llevarlo al desmayo, o para cubrir la espantosa mezcla de letras que, al finalizar, expusieron frente a él.

En mayúsculas, hinchada, torcida, repugnante, sucia, horrenda, incorrecta, injusta y dolorosa se encontraba escrita una sola palabra. Siete letras, todas incrustadas en su dermis con la fuerza suficiente como para volverse algo irremediablemente permanente. La bilis ácida quemó su garganta, o quizás el dolor venía en realidad del nudo ardiente que se estableció allí al leer el resultado de su tortura.

Maricón.

Aemond tuvo que tragar sus náuseas, como tragó las incontenibles ganas que tenía de llorar. Si sus ojos ardían, era únicamente una respuesta fisiológica al dolor; a la humillación. Exhaló una respiración temblorosa, incapaz de apartar la mirada de su brazo.

Palpitaba, el carmesí se deslizaba por la piel sana y ensuciaba todo. Y le dolía. Dolía. Dolía. ¿Por qué no podían detenerse? ¿No era ya suficiente? ¿Por qué seguían riéndose? ¿Por qué le sucedía eso? ¿Era porque disfrutaba robando? Pero él no lastimaba a nadie con sus robos. Ni Daemon. Ni sus hermanos. ¿Debería haber delatado a Aegon?

Dudaba que eso importase en ese instante. No cuando ya tenía la marca en su brazo. No cuando los tres estaban otra vez apresándolo contra el suelo.

Aemond estaba al borde de la inconsciencia, podía sentirlo, así como sentía cada roce estallando en oleadas de dolor crudo e inhumano. Los costados de su visión se oscurecían a momentos y la silueta del tipo sobre su cuerpo se duplicaba cada pocos segundos.

La punta se situó en la primera herida que hizo con el cuchillo. Ahora, al verlo, era una mezcla de metal oxidado y sangre que ensuciaba también la mano del que lo sostenía.

—Yo que tu me quedo quieto —él dijo, generando líneas superficiales que no alcanzaba a lastimarlo—. No quiero pasar a llevarte alguna arteria importante.

Aemond pensó, por una fracción de segundo, en que todas las arterias eran importantes. Y en que era improbable que alcanzase a tocar alguna con ese cuchillo de mierda. O quizás sí. Todo lo que Aemond sabía con certeza en ese instante era la alta probabilidad de que se infectasen las heridas. O de que le diese tétanos. Lo que pasara primero, en ese instante, le daba igual.

El poco filo se presionó en su piel, y Aemond no fue capaz de quedarse quieto. No cuando significaba tener otra palabra escrita con su propia sangre en su cuerpo.

Se impulsó, se retorció, buscó algo con lo que defenderse y eso lanzó por su brazo cortado oleadas eléctricas de agónico dolor. Pero no se comparó con la punzada que abarcó todo su frente cuando la punta se hundió en su piel, y marcó el inicio de un nuevo calvario.

—¡No! —vociferó, empleando toda su fuerza en intentar soltar aunque fuese un brazo—. ¡No! ¡Basta! ¡Sueltenme! ¡Sueltenme! ¡Voy a matarlos! ¡Los mataré!

Él mismo se interrumpió entre gritos afónicos, desesperados, adoloridos. No era capaz de seguir el movimiento del cuchillo cuando todo lo que lo recorría era el implacable tormento que el filo mezquino plasmaba sobre su piel.

Impulsó su cuerpo hacia arriba, hacia los costados, trató de voltear, se contorsionó ignorando el potente palpitar de su brazo ya que era sostenido con fuerza por uno de los matones, de su estómago, de sus músculos. No había dolor si no se concentraba en él. Y si no se concentraba en él aún podía raspar la poca cordura nebulosa en las zonas más profundas de su latente cabeza, e intentar.

—Les digo que lo sujeten bien —el tipo gruñó—. Quedó toda chueca.

Aemond no quería mirar el desastre en su estómago. Y no tuvo que hacerlo, porque de pronto un par de pisadas y un grito no muy lejano llamó la atención de los tres asaltantes.

Impulsado por su propio instinto de supervivencia, arrebató una de sus manos del agarre de su captor y casi de manera automática agarró lo primero que sus ojos captaron. Sus dedos se cerraron alrededor de una estructura alargada que logró reconocer como uno de los bates que habían usado para golpearlo, y aprovechándose de la sorpresa momentánea, lo estampó con toda su fuerza en la cabeza del tipo arriba suyo.

Entonces fue capaz de terminar de escapar.

Escuchó su nombre, escuchó gritos. Golpeó al tipo otra vez con el bate, y al levantarlo de nuevo pudo recaer en que alguien estaba gritándole a él. Reconoció la voz, pero lo que fuese que iba a decir, fue cortado a la mitad por un movimiento fugaz que Aemond no fue capaz de procesar.

Hay un flash, un silbido que corta el aire.

Hay un grito.

Hay dolor.

Hay mucho dolor.

Hay sangre.

La oscuridad que lo envolvió por un costado fue absoluta y abrumadora. Y solo entonces Aemond descubrió que quien gritaba era él, porque la agonía en su lado izquierdo era ensordecedora, brutal e irreversible. Era tibia. Era roja. Deseó que fuese un espejismo, una alucinación de su cabeza expuesta a golpes que en primer lugar no le correspondían.

Pero no eran invenciones de su cerebro, y cuando logró enfocar la vista, un jadeo ahogado fue todo lo que escapó de su boca. Un sonido tembloroso y húmedo, ahogado y bajo. No sabría cómo describir el repentino golpe de realización que tornó borrosa su visión.

Descubrió entre sus propios dedos, mutilado y espeso, fragmentos de lo que antes era su globo ocular. Ahora reducido a trozos que no podía enfocar porque su mano temblaba de una manera convulsiva, y la sangre se deslizaba entre ella sin pausa ni final.

Caía por su nariz, la paladeaba sobre la lengua, se espesaba en sus palmas, ensuciaba el suelo, su ropa, su cabello. Carmesí, brillante, abundante, caliente. Demasiada, demasiada para ser una herida superficial, demasiada para ser capaz de curarse. Y Aemond no podía ver, notó, no veía.

Las náuseas tornaron borrosa su visión obstruida. Su única visión. Fue lo único que logró callar los gritos que hasta el instante emitía, y que nadie escuchaba. ¿Por qué nadie lo escuchaba? ¿Por qué nadie lo ayudaba?

—¡Aegon! —gritó, balbuceó, sollozó.

Su otra mano estaba apoyada en el suelo embarrado, partículas de tierra y cemento se incrustaron en su piel ya mutilada, pero no era capaz de moverse. Su estómago palpitaba, la cabeza le daba vueltas.

Todo era ruido y dolor, y luces rojas y azules, y oscuridad, y dolor, y ruido, y borrones.

Y dolor.

Era capaz de escuchar un chapoteo a un costado de su cabeza. No era consciente de que había caído sobre el pavimento hasta que tuvo que voltearse y cubrir su vientre cortado.

—¿Aegon. . .?—balbuceó—. Ae–. . .

Pero los impactos no se detenían, y el sonido ya no era seco, sino húmedo. Y nadie lo atacaba porque los otros dos sujetos estaban inconscientes en el piso.

—¡Aego–. . .

El suelo dio una vuelta peligrosa, cortando su grito.

Su mano apretando su rostro perdió fuerza. Él perdió fuerza. No tenía fuerza. No podía respirar. No podía ver. No podía hablar. Y, de pronto, no fue capaz de moverse.

Entonces sus brazos se doblaron, y Aemond cayó.

Si se ponía a hacer memoria, a buscar entre toda la infinita cantidad de recuerdos innecesarios, Aemond podría asegurar que sí alcanzó a ver a Daemon antes de ser sedado. Recordaba un poco el sonido ahogado que emitió uno de los paramédicos cuando llegaron a la escena y descubrieron todo lo que había sucedido.

A Aemond luego le contarían, en ese instante solo pudo suponer que había sido grave, porque las sirenas chillaban a todo dar y entre ellos se movían en la ambulancia haciendo intentos por detener el sangrado de todas sus heridas. Aemond solo esperaba que alguien le dijese que no le quedaría ninguna cicatriz. Que era una pesadilla. 

Que despertaría y sería navidad. Daeron reiría al recibir a su gato, tendrían una batalla de bolas de nieve que definitivamente perderían contra Daemon porque era un tramposo. Comenzarían a enseñarle a Daeron a usar las ganzúas que Daemon le habría regalado, y comerían todos en familia con sus padres.

Aemond lo sintió como un parpadeo. Se desmayó en ambulancia y después nada. Era mejor así. No quería soñar y despertar con la ilusión de que todo había sido mentira.

Aemond despertó, pero no abrió los ojos. Paladeó las heridas en su boca y se preguntó cuánta anestesia tendría que estar recorriendo su sistema en ese instante para mantenerlo tan tranquilo.

Algo apretaba su mano. Otra presión permanecía sobre sus piernas. Inhaló, intentando no entrar en pánico al descubrir el aroma a medicamentos y desinfectante del hospital. Odiaba el olor a hospitales. Odiaba los hospitales.

Cuando se removió, algo sutil y adolorido, la presión en sus dedos se volvió más factible, y reconoció la sensación de dedos entre los suyos.

—¿Daemon? —susurró, ladeando de a poco la cabeza hasta el costado del que venía el agarre.

Reconoció una abundante cabellera castaña, difuminada y cercana.

—Mamá. . . —adivinó, y entonces buscó en la habitación. No encontró a Daemon, pero sí reconoció el cabello albino con las puntas teñidas de su hermano menor.

Parpadeó, enfocando de a poco su mirada en la figura delgada. Y entonces recayó en el borde rojizo que tenían sus ojos. En que tenía ojeras. En que su labio inferior temblaba. Su corazón se comprimió, le dolió más que sus músculos golpeados y las heridas vendadas.

Levantó sus manos en la dirección de su hermano y apreció en silencio como él hacía el ademán de subirse sobre la cama para poder situarse a su costado. No fue capaz de nada ya que pronto la mano de su madre lo detuvo a medio movimiento.

—Necesitas descansar —ella dijo—. Llamaré al doctor.

Aemond estaba demasiado drogado como para enojarse, pero no lo suficiente como para volverlo un tipo dócil. No cuando solo había uno de sus cuatro hermanos haciéndole compañía, y su tío no estaba por ningún lado.

Daemon tenía que estar ahí con él. Lo necesitaba ahí. La idea de enfrentarse a la realidad sin él a su lado para acompañarlo sonaba demasiado angustiante e irreal.

—No voy a desangrarme por abrazar a mi hermano —masculló, apretando los dientes al moverse algunos centímetros. El espacio en la camilla era lo suficientemente grande como para permitirle a Daeron acomodarse a su costado.

Daeron lo hizo, y cuando finalmente pudo rodearlo con los brazos él rompió en llanto.
Los sollozos se ahogaron contra su ropa. Eran sonidos bajos y agudos, ahogados. Daeron apretó la tela que lo cubría con una mano, y se hundió con más ahínco contra la prenda del hospital, escondiéndose del mundo.

—Estoy bien —murmuró, frotando su espalda con su mano sana, la otra estaba abultada por las vendas que la rodeaban—. Son solo algunas heridas. No me duelen. Está todo bien, ¿ves?

Salvo que casi la mitad de su cabeza estaba rodeada por vendas, y solo podía ver por uno de sus ojos. No sentía más que un pinchazo al intentar cerrarlo. Supuso que tenía puntos o algo.

Daeron asintió sin dejar de llorar, él frotó su cara con una mano y se mantuvo contra su cuerpo.

—¿Sabes si el doctor dijo cómo está mi ojo? —preguntó, esta vez dirigiéndose hacia su madre—. Me duele un poco la mejilla.

Ella observó la venda de una forma rara, y después a la puerta. Extendió una mano y regaló una caricia conciliadora sobre su mejilla. Daeron exhaló otro sollozo contra su pecho. Aemond volvió a frotar su espalda.

Aemond parpadeó, intentando enfocar completamente su visión y notando que aún así permanecía un sutil desenfoque. No se preocupó, al menos no demasiado, después de todo habían pasado a llevar su ojo, ver solo con sería difícil.

—Él te lo explicará todo —ella dijo, dejando caricias amenas sobre su mano—. Esperemos a que venga.

Había algo extraño en toda la situación. Algo fuera de lugar.

—¿Dónde están Aegon y Helaena?

Pudo notar la tensión abrazando sus hombros cubiertos por varias capas de ropa. Ella observó la puerta de una forma casi compulsiva, y luego a él. Daeron seguía emitiendo un llanto bajo.

Enredó una mano en el cabello de su hermano y él volvió a llorar. Su madre no fue capaz de mirarlo. Había algo pálido y descompuesto en sus facciones, como si estuviese obligándose a lucir medianamente bien, y fallando en el proceso. Ella incluso temblaba. Sus dedos estaban helados.

Algo no estaba bien.

—¿Dónde está Daemon?

Lo que sea que fuese a decir su madre se vio interrumpido por la llegada de una cuarta persona. La puerta se abrió, y por ella entró un médico. Su madre desvió la atención y le regaló al hombre una sonrisa. Aemond la conocía, sabía cuando su madre no era sincera al sonreír.

—Buenas tardes, Aemond —él dijo, Aemond no le devolvió el saludo—. ¿Cómo te–. . .

—¿Dónde está Daemon? —repitió, esta vez con una paciencia a leguas escasa. Ni siquiera miró al médico.

Pudo ver el escalofrío que recorrió el cuerpo de su madre. Pudo ver la impasibilidad en las facciones del hombre. Lo único que no pudo ver era el rostro de Daeron, aún escondido a su costado.

—Aemond, primero deja que el médico te revi–. . .

—El puto médico se acerca otro paso y le rompo las manos—siseó al notar como el hombre avanzaba en su dirección. Él frenó de golpe—. Dime ahora, ¿dónde están mis hermanos?

El silencio se hizo fúnebre en cuestión de segundos. Pesado y tenso. Se sentía un poco mejor sabiendo que al menos Daeron estaba con él. Él sorbió por la nariz y se volteó para lanzar una mirada a su madre. Su madre hizo algo que ardió en sus venas, ella lo observó de vuelta de una forma casi fulminante; como si lo hubiese amenazado con no decir nada.

Daeron sollozó otra vez.

Aemond apretó la mandíbula, y al hacerlo el dolor se duplicó.

—Helaena está testificando contra los que te hicieron esto —ella dijo, y al señalar su brazo Aemond supo que ella lo había visto. No la venda, sino la herida. Las letras talladas con violencia. El odio. La venganza—. Aegon está con ella.

La vergüenza hizo un revoltijo desagradable en su estómago. Sus ojos ardieron. Respiró. Tragó el puño de hierro que de pronto se había estancado en su garganta y asintió.

—¿Y Daemon?

—Está con Viserys.

—Mentirosa.

Su madre jadeó. Quizás no esperaba de él una respuesta tan grosera. Aemond solía ser bastante aprensivo, no le gustaba llevarle la contraria a su madre.

—Dime dónde está —gruñó—. ¿Qué es lo que esconden? ¿Le hicieron algo a Aegon?

Su madre no tardó en negar. Fue un movimiento compulsivo y desesperado.

—No, amor, te lo explicaré todo, ¿sí? Te prometo que voy a contártelo todo, pero primero debes escuchar al médico. Debes estar tranquilo.

El pánico entonces fue real, y exhaustivo. Volteó desde el médico hasta su madre, una y otra vez, y después frunció el ceño. Su cara dolió al hacerlo. El temblor en Daeron se hizo más notorio, había dejado de llorar.

—¿Qué tienes que contarme? —cuestionó, deteniendo los roces en el cabello de su hermano—. ¿Qué pasó con Daemon?

—Hijo, por fav–. . .

—Responde.

—No aún.

—¡Respóndem–. . .

—Se lo llevaron —Daeron lo interrumpió, roto y en medio de un renovado llanto—. Se lo llevaron. La policía se lo llevó. Él quería estar acá contigo.

—¡Daeron!

—Dijeron que asesinó a alguien.

¿Qué?

—Helaena está en el juzgado ahora intentando abogar por una fianza.

—¿En el juzgado? —balbuceó, volteándose hacia el médico e ignorando con intención el rostro descompuesto de su madre—. ¿Qué hora es?

El hombre le devolvió la mirada, él avanzó y esta vez Aemond no ejerció amenazas para detenerlo. Él se acomodó al otro lado de la camilla. Era viejo. Tenía canas en la barba y el cabello castaño claro. Sus ojos eran azules, muy azules. No parecía una mala persona.

—Daeron, dale un espacio a tu hermano, por favor —el médico indicó, y para su sorpresa, Daeron lo obedeció. 

Él se apartó con cuidado, frotando su rostro. Su piel estaba rojiza y tenía las mejillas húmedas.

—¿Sabes qué fue lo que pasó, Aemond?

—Me atacaron —Aemond dijo—. Me hicieron varias heridas, una en el ojo.

—Eso es correcto. ¿Puedes recordar algo más?

—No, ¿cuántas horas estuve inconsciente?

Aemond contempló el silencio con una incomodidad palpable. Quizás no había estado inconsciente algunas horas, quizás fue un día.

—Aemond —él dijo, acercándose un poco más. Tenía una expresión amable; Aemond se sintió un poco mal por haberlo amenazado—. Tus lesiones fueron graves.

—Lo sé.

—Perdiste mucha sangre.

Frunció el ceño. El doctor siguió.

—Tu cuerpo entró en shock en la ambulancia —Aemond asintió, procesándolo—. Tu operación duró casi ocho horas, tuvimos que mantenerte sedado para que pudieses recuperarte correctamente. 

—¿Recuperarme de qué? —cuestionó—. ¿Cuánto tiempo estuve sedado?

—De las complicaciones —Aemond lo sintió como una bofetada—. Tu herida era profunda, Aemond, varios nervios y músculos faciales se vieron fuertemente comprometidos.

—¿Nervios? —repitió, ignorando lo aguda que de pronto se tornaba su voz.

El médico asintió.

Su madre volvió a sostener su mano.

—Pero los pronósticos son favorables —ella no demoró en asegurar, asintiendo al médico. Su voz provocaba un eco en su cabeza—. Todas las expectativas son de una completa recuperación.

Todo comenzaba a sonar distorsionado y lejano.

—¿Sobre mi ojo? —murmuró, aferrándose a una esperanza falsa.

Lo vio apretar los labios. Su madre cubrió su boca. Él habló, y lo hizo con cuidado.

—Cuando llegaste acá, tu globo ocular se encontraba casi completamente extirpado —dijo—. El daño era irreparable, habríamos comprometido tu visión si hubiésemos tratado de repararlo.

Aemond asintió, ignorando las punzadas en su único ojo sano cuando se percató de la humedad humillante que comenzaba a aguarlo.

—Entonces. . . —balbuceó, delineando la intravenosa, perdido en el propio ruido agónico en su cabeza—. El pronóstico. . . ¿Qué parte es la favorable?

—La parálisis desaparecerá en unas semanas. 

El aire en sus pulmones se escapó de forma temblorosa y difícil.

Parálisis.

La mitad de su cara estaba paralizada.

No tenía un ojo, y no lograba ver correctamente bien con el otro.

—Debes saber algo más.

Aemond no quería saber nada. Solo quería cerrar los ojos y no volver a despertar nunca. Quería a Daemon. Quería a sus hermanos. No quería estar solo.

Asintió, esperando sus palabras. El médico inhaló y Aemond aguantó la respiración.

—Existe una posibilidad de que pierdas la visión —él dijo, terminando por destrozar lo que fuese que quedase de su esperanza por alguna buena noticia—. Es pequeña, pero está ahí.

Volvió a asentir.

Simplemente debía aceptarlo. Los trozos de su vida, que se caía a pedazos, uno por uno. El dolor. Podía vivir con eso. Lo superaría. ¿Qué más le quedaba por hacer? Ya le habían quitado el ojo, tenía su cuerpo marcado, Daemon no estaba. Helaena no estaba. Aegon no estaba.

¿Por qué Aegon no estaba?

Todo era su culpa.

—¿Aegon está con Helaena? —preguntó, carraspeando para aclarar el ardor agónico en su garganta—. Debería estar acá.

—Está ocupado ahora —su madre dijo.

—No mientas —Daeron gruñó.

—Daeron, silencio.

—Aemond —el médico habló por encima de la discusión—. Psiquiatría enviará a alguien para que te acompañe.

Eso le pareció gracioso.

—¿Por qué? —Aemond interrogó—. No estoy loco, solo tuerto, ¿psiquiatría me hará crecer un ojo nuevo?

Todos se callaron.

La expresión del médico fue complicada, no dijo nada.

—No, ¿cierto? —Aemond aplastó el dolor lacerante en su pecho, y en su lugar tocó el brazo vendado—. No quiero a un psiquiatra, quiero saber dónde mierda está Aegon, y por qué no está acá disculpándose.

—Él no vendrá por algunos días —su madre dijo.

—Dile.

—No es un buen momento.

—¡No habrá un buen momento para esa mierda!

—¡Estás haciendo un escan–. . .

—Si necesitan discutir, pueden hacerlo afuera —el médico señaló, sonaba menos compresivo con ellos. Quizás hasta un poco molesto—. Aemond necesita tranquilidad, decidan lo que harán y vuelvan a entrar.

—No hay una mierda que decidir —Aemond gruñó—. Díganme donde está Aegon.

Su madre pareció finalmente romperse, porque cubrió su rostro con ambas manos y cayó sobre sus piernas en un llanto silencioso.

Daeron no parecía igual de afectado. Él miró al médico, que frotaba su nariz, y después se acercó con cuidado. Sus ojos estaban hinchados, su cabello despeinado. A él le gustaba teñir las puntas de distintos colores, en ese instante eran de un rojo pálido.

—Aegon está acá —Daeron dijo, ignorando de una forma olímpica los sollozos de su madre—. Estuviste sedado casi siete días, Aemond, pasaron. . . Pasaron muchas cosas.

—¿Él está bien?

Daeron presionó los labios, atrapó sus dedos, cubiertos de moretones violáceos, y negó.

La sangre dejó de circular en su sistema.

—Sufrió una sobredosis hace dos días —el eco, el ruido, las voces, de pronto todo se ensordeció bajo el agudo pitido que atacó sus oídos—. Sospechan que fue un intento de suicidio, lo tienen en observación.

Asintió.

Perdió la cuenta de cuántas veces había hecho ese movimiento en ese lapsus de tiempo. Simplemente no sabía qué más hacer.

Escuchaba el pitido, la voz de Daeron, él llanto de su madre, las palabras del médico, una risa.

¿Por qué alguien estaría riendo?

Era baja, al principio, una única risita baja que se perdía con el ambiente. Luego aumentó, a medida que los sonidos a su alrededor se volvían más y más bajos e inentendibles. Eran carcajadas, Aemond notó, alguien reía a carcajadas. Se sentía surreal escuchar a alguien reír con tanta abertura en esa situación.

Su rostro tiraba en uno de sus costados, le dolía el vientre, su brazo estaba completamente cubierto de vendas y probablemente ya todos vieron el maricón tallado en él. Daemon estaba preso, o a punto de ser apresado. Aegon había tratado de suicidarse.

Sentía como si ese cuchillo sin filo se incrustase una y otra vez en su pecho, apuñalaba su corazón sin piedad y le dolía. Le dolía, como los cortes que esos tres hicieron en su piel. Le dolía más. Le dolía todo.

Y alguien reía.

¿Por qué alguien reiría en esa situación?

Aemond sintió algo tibio deslizándose por una de sus mejillas, y solo entonces se percató de las lágrimas calientes bajando por su único ojo sano. Una tras otra. Pero él no estaba llorando. Cuando de pronto se detuvo a tomar aire, recién fue consciente de que él era quien reía.

Su hermano y su madre lo miraban, el espanto en sus facciones era de admirar. Digno de una película de terror. No le interesaba hacer algo para que se sintiese mejor. No podía. No quería. Solo quería detener las estocadas a su pecho. Solo quería parar ese dolor. Daeron dijo algo, él se alejó un paso.

Y Aemond reía. Reía y lloraba. Reía y lloraba.

Y reía.

A

Este es un capítulo fuerte que me costó mucho escribir. No soy una fanática de la violencia, especialmente si es tan explícita. No es probable que vuelva a escribir otra escena así.

Con este capítulo entendemos finalmente qué fue lo que sucedió para que Daemon se fuese preso. De cualquier forma en el próximo capítulo se explicará todo mejor.

Este capítulo y el próximo iban a ser uno, pero siento que habría sido demasiado mezclar momentos íntimos con una situación tan traumática como lo fue esta.

EL ANUNCIO.

Esta historia tendrá dos partes.

Wicked Game, que finalizará pronto (no taan pronto).

The Trickster, que será publicada junto con el epílogo de Wicked Game.

Esto por dos motivos:

El primero es que es necesario que se sienta el cierre del capítulo final de la primera parte, que será importante.

El segundo es porque a partir de la segunda historia la trama comenzará a girar más alrededor del robo que se aproxima y el naciente amor entre Luke y Aemond sin tantos golpes y tensiones de por medio.

Sin más que decir, me despido.

Wicked Game no acabará aún, aún le faltan algunos capítulos.

El capítulo veintitrés estará está misma semana, y será mucho más bonito.

Besos.

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