Capítulo quince: "Intoxicado, ciego, asustado, roto, desconsolado, solo."

TW: Ninguno, ya lloraron mucho.

Andaba en la playita, de fiesta y en conciertos, se me pasaron los días JAJAJA.

Pidoperdón.

»Wanna feel alive, outside I can't fight my fear>
Isn't it lovely, all alone?
Heart made of glass, my mind of stone
Tear me to pieces, skin to bone
Hello, welcome home.«
Lovely. Billie Eilish.

—Targaryen, ¿me está escuchando? Targaryen, son tres niños albinos que ya deberían estar acá por heridas en un incendio —Daemon golpeó el mostrador de urgencias con su índice.

—Señor, ya le he dicho dos veces que–. . .

—Me importa una mierda lo que me dijiste, ellos ya tendrían que haber llegado —gruñó—. Íbamos detrás de la maldita ambulancia, si tardan más será negligencia.

—Daemon —Luke llamó.

Daemon no estaba pensando con claridad. Los costados de su cabeza palpitaban, lo recorrían escalofríos que subían por su columna y nublaban su visión. Él ni siquiera había pensado correctamente cuando corrió al departamento de Rhaenyra y le pidió a Luke que lo llevase después de haber recibido una llamada de una vecina.

Luke, medio dormido y en pijama, solo necesitó ver su rostro para entender que la situación era mala. Era muy mala. Explicó en palabras muy cortas y veloces. El rostro de Rhaenyra se había tornado de un tono cenizo preocupante.

Luke corrió junto a él hasta su moto. Daemon tuvo que sostenerse con fuerza porque la velocidad que Luke alcanzó dudaba que fuese legalmente permitida. Él no se fijó en señaléticas, en semáforos o en el tránsito. Tomó la vereda en una ocasión e ignoró de forma olímpica los insultos que algunos conductores le dedicaron.

Daemon escuchó la explosión. Él vio el humo elevándose y fue capaz de oír el jadeo de Luke. Su sangre se tornó algo tan helado como la nieve junto al pavimento. Daemon habría vomitado si su estómago no hubiese estado tan apretado por el terror.

—Daemon —Luke llamó otra vez.

Él había visto los cuerpos de sus tres sobrinos tendidos en el suelo en posiciones antinaturales, y esa imagen jamás se borraría de su cabeza.

Daemon no tenía una forma correcta de explicar las corrientes de dolor que recorrían su pecho. Eran choques eléctricos. Eran golpes. Eran arañazos. Eran punzadas. Eran desgarros. Era agónico e insoportable y Daemon habría preferido él mismo someterse a la peor de las torturas, que tener que apreciar como tres de los cuatro niños que él había criado pasaban frente suyo en camillas, con enfermeros moviéndose alrededor de ellos. Pudo ver a Luke por el rabillo del ojo acercándose a la de Daeron.

El rostro de Aemond aún tenía rastros de hollín cuando logró situarse a su costado. Él entreabrió los ojos. Solo uno de ellos tenía pupila e iris, el otro estaba vacío, la piel lucía rosada y cicatrizada. No le sorprendía, realmente, considerando que Aemond no debió tener el tiempo de colocarse el ojo falso por a la situación.

—Estás acá. . . —él murmuró. Su voz era ronca y baja y sonaba ahogada por la mascarilla de oxígeno. Daemon pudo ver como su rostro se distorsionaba en algo profundo y doloroso—. No pude. . .

—No hables —indicó—. Te pondrás bien, están en el hospital.

Aemond lo ignoró.

—No pude. . . Vhagar. . . —susurró—. Vhagar está. . .

Cerró los ojos, como si el puro pensamiento le hiciese daño.

Vhagar no estaba con ellos, y la casa en ese momento solo era un cumulo de paredes quemadas. Ella no lo había logrado.

—Debí. . .

—No habrías podido hacer nada —dijo, recibiendo una negativa leve y lenta.

Una enfermera pasó a su costado y Daemon descubrió que todo lo que no fuese el rostro de su sobrino se movía a una velocidad diferente. Se tornaba borroso a su alrededor.

Aemond se removió e inhaló, fue lento y pesado; aún notablemente intoxicado por el humo del incendio.

—Debí visitarte —Aemond babuceó—. Iba a ir. . . Tantas veces. . . Quería verte. . . Te extrañé cada día. Cada día. . .

Daemon estaba sintiendo demasiadas cosas para su gusto.

—Basta —exigió, al notar la dificultad con la que su pecho subía y bajaba—. Guarda silencio ahora. Te dañarás la garganta.

—Mi padre murió. . .—Daemon sintió su propia garganta comprimiéndose—. Lo sabes. . .

Daemon parpadeó cuando Aemond se removió y extendió una mano en su dirección. La tomó, pero Aemond abrió sus dedos y dejó algo que raspó suavemente su palma y abarcó gran parte de la superficie. Él entonces apartó su mano otra vez y Daemon pudo apreciar un papel arrugado y viejo. Lo apretó.

—Yo le dije. . . —él susurró—. Le dije que eres inocente. . . Él ya lo sabía, le dije. . . 

Fue como una bofetada. Fue fría y veloz, despiadada y brutal. No sabía qué sentir. No sabía nada. No podía cuestionar la veracidad de esas palabras, pero todo en él rogaba porque fuesen ciertas.

—¿Mis hermanos?

—Llegaron junto contigo —contó—. Luke está con Daeron.

—¿Y Aegon?

Daemon no respondió.

—No lo dejes. . . —tosió—, solo por ahora. . . No lo dejes solo. . . Daemon, por favor.

Aemond parpadeó con lentitud en su dirección. Su único ojo bueno estaba empañado, Daemon no estaba seguro de que Aemond fuese realmente consciente de toda la situación. Guardó el papel en su bolsillo y sostuvo su mano otra vez, no pudo mantener el agarre por mucho tiempo ya que los dedos de Aemond comenzaron perder fuerza y sus ojos pronto se cerraron. El pánico lo inundó como una enorme marejada.

—¿Qué pasa? —cuestionó—. ¡¿Qué pasa?!

—Señor, necesito que se calme —Daemon quiso golpear al imbécil, él lo guió hacia una zona apartada y sus nervios se erizaron cuando perdió de vista a sus sobrinos.

—Me voy a calmar cuando tenga la puta certeza de que ellos estarán bien. ¿A dónde los llevan? ¿Dón–

—Estarán bien, los llevarán a otra sala para administrar sedantes y oxígeno —el médico aseguró—. Pero necesita saber algo.

—¿Qué?

Él ojeó la puerta por la que los tres desaparecieron.

—Se encontraron altos indicios de drogas potentes en uno de sus sobrinos. Pupilas dilatadas, desorientación, mareos, pérdida de memoria.

Daemon asintió, poco sorprendido.

—Sí, es posible —dijo—. Aegon es adicto y alcohólico desde hace varios años. Lo último que supe era que llevaba sobrio un par de meses.

El médico ojeó algo en el papel.

—¿Aegon es el mayor? —preguntó. Daemon asintió—. No, estoy hablando del que estaba con usted, Aemond.

Daemon exhaló una risa. Considerando la situación podría catalogarse como algo demencial y preocupante. Él frotó el puente de su nariz para disipar los puntos que se formaban en sus ojos y negó.

—Eso no es posible —gruñó—. Aemond jamás se ha drogado, él se preocupa por su salud más que nadie en este lugar. Apenas y bebe en ocasiones.

—Los análisis–. . .

—Están mal, hazlos de nuevo, te darán otros resultados.

El médico le lanzó una mirada insegura, leyó otra vez los papeles y dejó el tema.

Daemon no escuchaba. La voz del médico era una bulla que producía eco en sus oídos. Hablaba, hablaba y no dejaba de hablar, y todo lo que Daemon podía escuchar era a Aemond, con una voz rota jurando que ante los ojos de su hermano él era inocente. ¿Qué debía hacer con esa información? En otra situación, cualquier otra situación, él se habría enojado. Él habría estado jodidamente furioso por haber sido mantenido en esa constante agonía. Pero no tenía cabeza para enojarse, porque en su mente solo se reproducía una y otra vez la expresión perseguida de Aemond.

Sacó el papel arrugado de su bolsillo. Descubrió que en realidad no era un papel, sino una fotografía.

Él con Daeron sobre los hombros revolviendo su cabello y Aemond abrazando su pierna. Viserys situado a su costado. Helaena y Aegon a cada lado de su padre. Alicent había tomado la foto, había encontrado graciosa la poderosa genética que poseían. Ningún castaño, todos albinos.

Seis pares de ojos lilas, achicados porque sonreían, miraban directo a la cámara.

Daemon notó que sus dedos temblaban. Dobló con cuidado la fotografía y la guardó en su bolsillo. Si empezaba a pensar en la cantidad de fotografías que se habían perdido el dolor realmente we tornaría algo insoportable.

Sus ojos se pasearon por la sala de urgencias con peligrosa rapidez. Todos se movían y pasaban por sus costados, generando ondas borrosas de luces y sombras. Los costados de sus ojos se tornaban oscuros a momentos y las luces blancas lo cegaban. La gente iba y venía, tornándose un cuadro surrealista de diversos matices de blancos y azules.

Daemon odiaba los hospitales.

Odiaba las máquinas con pitidos, odiaba el aroma a antisépticos, odiaba las batas blancas, odiaba a los enfermos y odiaba a los doctores. Odiaba los hospitales. Se sentía enfermo. Su estómago era un huracán que amenazaba con devolver toda comida que había ingerido hacía unas horas. Le faltaba el aliento. Necesitaba salir y fumar.

Luke estaba al otro lado de urgencias con una bolsa entre sus dedos. Lucía perdido y pálido. Muy pálido. Perturbadoramente pálido. Su cabello era un desastre y tenía ojeras porque era avanzada la madrugada y Luke era de los que solían dormirse temprano ya que se levantaba para trotar, especialmente ahora que estaba recuperando dos meses estancado por la fractura. Había perdido peso, y eso no mejoraba su aspecto enfermizo.

—¿Señor Targaryen?

Daemon volteó hacia el médico.

—¿Qué?

—Sus sobrinos serán trasladados al cuarto piso —él repitió, ya había dicho eso—. Podrá ir con ellos en cuanto sean tratadas las quemaduras. Las pertenencias que traían las tiene. . . —el médico ojeó algo en un portapapeles—, Lucerys Velaryon.

Daemon asintió. Luke seguía donde mismo cuando volvió a verlo. El médico le dijo más cosas, muchas más cosas que Daemon realmente no se tomó la molestia de procesar.

Avanzó sin ánimo hasta donde estaba Luke; para su sorpresa, él habló primero. Sonaba inseguro, incómodo. Se balanceó sobre sus talones y observó hacia cualquier sitio menos a él.

—Me dieron. . . —levantó una bolsa de género bastante vacía—, las cosas de Daeron y sus hermanos. Es lo que traían consigo cuando los trajeron. . .

Recibió la bolsa. No la miró enseguida, sino que se dirigió otra vez hacia Luke.

—Necesito salir.

—¿Dónde?

—Cualquier lugar que no sea acá —Daemon confesó, demasiado rápido para su gusto.

Abrió una caminata apresurada hacia la salida después de asegurarse de que Luke lo seguía. Él se movía dos pasos por detrás,

Daemon no se dio cuenta de que aguantaba la respiración hasta que su rostro se vio víctima del frío invernal y entonces botó todo el aire contenido en sus pulmones en una exhalando larga y ahogada. La nieve se pegó a su rostro y humedeció su cabello. Daemon contó casi cuatrocientos segundos congelándose bajo la tormenta antes de moverse otra vez hasta una pequeña zona techada. Luke estaba sentado justo en la orilla, su nariz estaba roja.

—Mi madre llamó.

Sus músculos helados no podían tensarse más, así que Daemon solo asintió y se acomodó a su costado. Un cigarrillo pronto estuvo creando una nube gris sobre sus cabezas. El humo no calentó sus pulmones. Daemon comenzaba a cuestionarse si realmente era solo un hábito o ya se había vuelto un adicto más a la nicotina.

—Quiere saber si te parece bien que venga a acompañarte —Luke agregó—. Está preocupada, me pidió que te preguntara, pero si te incomoda entonces esperará.

—¿Y Joffrey? —murmuró, apretando la colilla entre sus labios.

—Se quedará con Laenor —Daemon asintió—. Él lo entenderá.

Daemon no pensó hasta ese instante en lo mucho que quería que Rhaenyra estuviese a su lado.

—Sí —dijo, sin pensarlo demasiado—. Sí, está bien que venga. Lo agradecería.

Luke agitó la cabeza, no se movió. Daemon tampoco lo hizo y el silencio los envolvió a los dos, interrupido solo por el ruido de fondo y las gotas cayendo delante de ellos. La bolsa era cada segundo más pesada entre sus dedos.

Apagó la colilla en la nieve, la guardó en su bolsillo y en menos de cinco segundos un nuevo cigarrillo estuvo entre sus labios.

—Si necesitas algo. . . —Luke inició.

—Mañana iré a ver la casa, necesito asegurarme de que no haya nada sospechoso —anunció—. ¿Podrías quedarte con ellos mientras no estoy? No quiero que se despierten solos.

Luke apretó los labios, pero asintió sin objetar.

—Claro —él dijo—. Te enviaré un mensaje si despiertan.

Daemon sentía su cuerpo como si cien sacos de arena le hubiesen caído encima de golpe; esa pequeña afirmación sirvió para aliviar un poco el peso abrumador que taladraba su cabeza. Ladeó la cabeza y observó el rostro ojeroso de Luke; Luke no apartó la mirada de las montañas de nieve.

Luke le había dicho que odiaba los hospitales, Rhaenyra le contó que su padre murió en uno, y aún así él estaba a su lado. Él estuvo junto a Daeron en urgencias. Él seguía haciéndole compañía pese a las ambulancias que pasaban cada pocos minutos delante de ellos.

—Gracias —dijo, aclarando el ardor desagradable en su garganta. Una mano se hundió en la mata de cabello rizado, dejando un roce leve al que Luke no se negó—. Lo aprecio mucho.

Luke asintió. Él le regaló una sonrisita de labios apretados y se puso de pie después de unos segundos.

—Iré por café —anunció—. Y le diré a mi madre que venga. Vuelvo en diez minutos.

Daemon lo observó avanzar y perderse dentro del edificio otra vez. El silencio lo absorbió, turbio y desagradable, y lo hizo extrañar inmediatamente la compañía silenciosa de Luke.

No se sentía capaz de convivir consigo mismo en esas circunstancias; sus revueltos pensamientos eran lo suficientemente insoportables como para hacerlo buscar distracciones alternativas para pasar el tiempo hasta que pudiese ir con sus sobrinos. En su lugar ojeó la bolsa.

Dos teléfonos, tres relojes caros –muy caros– que seguramente llevaban puestos, y lo que realmente le sorprendió: tres estuches de cuero perfectamente mantenidos. Él fue el que les instruyó siempre ir con las ganzuas a la mano, pero realmente no esperaba que fuesen capaces de salvar los tres sets considerando la situación.

Deslizó su pulgar por uno de ellos. Lo abrió y observó las herramientas impecables, todas en su lugar y correctamente mantenidas. Imitó la acción con los otros dos estuches y el contenido fue el mismo. Un pinchazo de algo no tan doloroso le permitió esbozar una sonrisa pequeña que se borró tan pronto como apareció, principalmente porque su atención se desvió hacia uno de los teléfonos sonando.

La pantalla se iluminó con el nombre de Criston Cole.

Daemon frunció el ceño y llevó el teléfono hasta su oído después de responder. No habló, sino que esperó palabras desde el otro lado. Para su sorpresa, llegaron.

Debo suponer que si respondiste es porque sigues vivo —Cole murmuró—. Esperaba lo contrario.

Daemon no era alguien fácilmente perturbable, pero aquello produjo en su sistema una serie de explosiones peligrosas. Cole, al otro lado, volvió a hablar cuando Daemon no respondió.

¿No hablarás? Lo entiendo, en realidad, ni siquiera deberías estar despierto —Daemon sentía disparos contra sus oídos—. ¿No te sentiste con un poco más de sueño? Me sorprende que siquiera se hayan despertado.

Parpadeó.

Mareos, desorientación. Pupila hecha un círculo perfecto que abarcaba una gran cantidad del iris liláceo de Aemond. El médico. Drogas potentes.

Sus dientes rechinaron por la presión de su mandíbula, y fue una suerte que Luke no hubiese estado a su lado, porque no estaba seguro de su reacción si alguien le hubiese dicho cualquier cosa en ese instante. Daemon estaba quieto, tanto como una estatua, se sentía pálido. Por sus oídos reinaba una sinfonía de susurros mortales, bajas peticiones de sangre, altos gritos por venganza.

—Tú lo drogaste —él siseó, abofeteado por la realización.

Cole se calló, abrupta y repentinamente.

—Tú, pequeña rata asquerosa, inmundo desperdicio.

Daemon —Daemon no respondió. La voz de Cole era una burlona mezcla de un desprecio sardónico—. El plan era que los tres estuviesen dormidos, supongo que uno de ellos no lo hizo. ¿Sabes lo fácil que es envenenar a alguien conociendo sus hábitos?

Si nada había cambiado en cinco años, entonces Aemond bebía té todas las noches desde que Daemon recordaba, y él solo tomaba agua que hubiese pasado por un purificador externo que se llenaba de la llave porque era bastante quisquilloso. Daeron y Aegon tomaban del mismo lugar principalmente por constumbre.

Algo tibio se deslizó por sus dedos, cuando Daemon bajó la mirada descubrió delgadas gotas de sangre bajando suavemente por su piel. Desde su palma perforada por sus uñas hasta el suelo. Dos gotas, Daemon no sintió dolor.

—Entrégate ahora —murmuró—. Tendrás un juicio justo.

No lo tendría.

Tengo otros planes —él comentó.

—Solo quiero que sepas —Daemon inició—, que si no te entregas tú, yo te buscaré. Y te voy a encontrar, Cole, no creas que es una amenaza vacía.

Cole no respondió.

—Te encontraré, y entonces tú morirás —dijo—. Gritando.

Cuatro pitidos al otro lado le dejaron en claro que Cole había colgado.

Su teléfono se estrelló contra la pared al otro lado del pequeño sitio en el que estaba. La pantalla trizada fraccionó en varias partes el nombre de Criston Cole.

Había un auto negro estacionado frente a su casa y dos personas entrando en ella.

Un auto negro frente a su casa, y dos personas que no conocía entrando en ella.

Daemon no tenía paciencia. Mucho menos cuando los restos de su hogar se alzaban delante suyo con una dolorosa crueldad. La bonita estructura blanca que solían mantener habitualmente aseada y con un patio llamativo, no era más que madera quemada y escombros apilados a su alrededor. La nieve se acumulaba sobre los trozos de madera que no se habían caído, generaba pequeñas montañas de hielo y enfriaba aún más sus gélidos sentimientos.

Pensó en que en ese instante perdía el tiempo. Luke y Rhaenyra se habían quedado en el hospital para ayudarlo, viendo a sus sobrinos por unas horas mientras él volvía a la casa para ver los daños, llamar a Helaena y explicarle toda la situación, y finalmente ir a su departamento para acomodar las dos habitaciones disponibles y el sillón.

Daemon pensó en lo mucho que lo ayudaba Rhaenyra, y que cada día se alegraba un poco más en haber invertido su dinero en su bonita cafetería. Daemon pensó en que si Rhaenyra no hubiese llegado esa noche al hospital, él no estaba seguro de haber sido capaz de afrontar correctamente cualquier situación.

Daemon ya había terminado su café y estaba sentado en la tercera fila de sillas, justo al lado de Luke. Luke agitaba uno de sus pies, movía los restos del líquido en el vasito desechable y ojeaba hacia la puerta por la que se supone que llamarían a Daemon. No era un secreto lo ciertamente hiperactivo que era Luke, los dos últimos meses él había estado deprimido y de un malhumor palpable ante la falta de movimiento. Su pérdida de peso se notaba a simple vista.

Luke ladeó la cabeza y Daemon lo imitó justo a tiempo para apreciar a Rhaenyra.

Rhaenyra llegó con el cabello suelto, la bufanda mal acomodada y dos guantes que no eran pares. Se encontró con sus ojos celestes cuando ella barrió la sala de espera buscando a su hijo, y notó como sus hombros caían mientras se movía en su dirección.

El cuerpo de Rhaenyra era varios centímetros más bajo, estaba helada porque recién había llegado y su cabello olía a shampoo de manzana. Ella lo envolvió en un abrazo conciliador, tibio y doloroso; apretó sus cuerpos hasta que Daemon no pudo hacer algo que no fuese esconder la nariz en la curvatura de su cuello cubierto y respirar en un intento por deshacerse de la hormigueante sensación que lo cubría.

Una mezcla abrumadora de despersonalización e incredulidad porque aún no terminaba de procesar el hecho de que los tres, Aegon, Aemond y Daeron, estuviesen inconscientes y drogados, quemados y solos porque a él se le ocurrió buena idea dejarlos a su suerte.

Rhaenyra y él estuvieron cerca de media hora simplemente sentados afuera hablando. Ella lo envolvió con su bufanda y apretó sus manos hasta que su piel helada obtuvo un poco de calor. Distrajo el remolino turbulento que era su mente y logró aclarar un poco esa bruma nublando su no muy buen juicio.

Tuvo que hacer muchas llamadas, pasar por mucha gente y dormitó apoyado en el hombro de Rhaenyra hasta que les permitieron entrar a ver a sus sobrinos. Él solo pudo irse cuando se aseguró de que los tres estuviesen dormidos.

Daemon pateó sin ánimo una pequeña piedra y esta se hundió en la nieve, luego avanzó. Solo tenía un destino, y la silueta de uno de los no-invitados lo eclipsaba, por lo que él ni siquiera dudó cuando en posicionarse tras el viejo hombre en su maleducada manera de saludar.

—Es propiedad privada —comentó, deteniendo en seco a uno de los sujetos.

Él volteó. Las canas tintaban su cabello antes castaño y estaba peinado hacia atrás con demasiado gel. No tenía barba y el aroma a loción dejaba en evidencia que el sujeto debía afeitarse sin falta todos los días. Daemon fue extremadamente consciente de su propia falta de aseo debido a las circunstancias, seguro estaba despeinado, y si pasaba una mano por su cara sentiría los bellos incipientes de una barba.

Bajo los ojos del hombre estaban esparcidas más que solo unas pocas arrugas, sus expresiones más habituales en lo largo de su vida le habían dejado marcas; Daemon intuyó que el tipo era serio ante el pliegue permanente en su entrecejo.

Él lo miró, lo analizó en un silencio contemplativo antes de hurgar en su abrigo y sacar una placa.

—Me disculpo, soy el oficial Dustin, Roderick Dustin —él dijo, guardándola igual de rápido—. Mi compañero y yo vinimos a–. . .

—¿Tienen una orden?

Roderick Dustin apretó los labios.

—Solo estábamos–. . .

—¿Un permiso?

—No —respondió al final, frunciendo el ceño.

—Entonces saca a tu compañero de ahí —demandó, empleando el mismo tono condescendiente de Dustin, algo bajo y desagradable—. Hasta donde sé, sin un permiso lo que hacen no es legal.

—Sabes bien —Dustin le regaló una sonrisa perezosa, falsa—. Daemon Targaryen, ¿no? El dueño de la casa. La policía te tiene en la lista negra, eres algo conocido.

Daemon volteó hacia la puerta abierta y los crujidos que venían desde el interior. La sangre dentro de su cuerpo burbujeó. Él no tenía tiempo para esto, Luke se había quedado con sus sobrinos bajo la promesa de que volvería pronto.

Debería estar junto a ellos ahora, lo último que vio antes de irse fue a Daeron profundamente dormido y a Luke en el sillón junto a él, también dormitando. Debía volver pronto, despertarían y él tenía que estar a su lado.

—Sácalo —ordenó—, o lo sacaré yo.

—¿Es una amenaza? —Dustin preguntó.

—Si soy tan conocido sabrás que no necesito amenazar.

Dustin lo observó otra vez, y Daemon mantuvo esa mirada anciana sin algo más que pleno desinterés. Contó hasta diez y Dustin finalmente volteó hacia la puerta.

—¡Eh! ¡Novato! —llamó— ¡Sal de ahí!

Daemon apreció al segundo oficial avanzando por la puerta quemada. Él le lanzó una mirada helada, quedaba bastante bien en esos ojos perturbadoramente oscuros. No le agradó.

Tenía cara de pedir a gritos un golpe, y Daemon no estaba de humor para negarse a esas peticiones.

—No había nada útil —él dijo—. Solo basura quemada. La explosión no dejó mucho.

Sus dedos se extendieron y apretaron dentro de sus bolsillos. Toda la infancia de sus sobrinos y los mejores años con su hermano se habían desarrollado en esa casa. Sus recuerdos, sus esfuerzos, reducidos a "basura quemada". Dustin debió notar el comentario fuera de lugar, o quizás su propio deseo asesino, porque le dio al sujeto un golpe en el hombro y le hizo una mueca.

—Muestra un poco de respeto, novato —Dustin gruñó—. Una familia perdió su hogar.

—Mis disculpas —él dijo, en un tono que evidenciaba claramente lo poco que le importaba. Luego se dirigió hacia Dustin—. Debo rellenar informes, podemos irnos ahora.

Dustin parecía algo cansado, porque frotó el puente de su nariz y asintió de forma gruñona. Él solo le dedicó un asentimiento a modo de despedida y se dirigió al auto. El sujeto más joven, de cabello oscuro y barba incipiente, pasó a su costado sin dirigirle otra mirada, las dos manos escondidas en sus bolsillos.

—Devuelve eso —ordenó, frenando la caminata de los dos oficiales.

Dustin volteó con las cejas arqueadas. El otro no formó expresión.

—¿De qué hablas?

Daemon señaló con un dedo el bolsillo abultado del oficial. Este siguió su mirada y luego lo encaró.

—No tengo nada —dijo, otra vez.

—Me vas a entregar lo que sea que hayas robado —Daemon murmuró. Era más alto, el oficial tenía que alzar ligeramente la cabeza para mirarlo a los ojos desde esa distancia—, porque si debo romper cada uno de los huesos de tus manos, entonces me llevaré tu carrera conmigo a la cárcel.

—¿Eso fue una amenaza?

—Novato —Dustin gruñó—. Entrégalo.

El sujeto demoró algunos segundos, pero finalmente introdujo una mano en su bolsillo y sacó de él un estuche cuadrado. Daemon no dejó en evidencia el apretón doloroso que retorció su pecho, en su lugar solo tomó el objeto y lanzó una mirada tan helada como el clima invernal.

—Volveremos —él dijo—. Y será con una orden.

—Por supuesto que lo harán.

Recibió un gesto desdeñoso del oficial más joven. Dustin observó la casa otra vez, repleta de nieve y puntas de hielo, carbonizada y destruída, había algo un poco más compasivo en sus ojos viejos.

—El invierno puede ser cruel a veces —murmuró—, pero llega a todos por igual. Lamento lo de tu hogar.

Daemon no respondió.

Los dos se fueron, Daemon pudo apreciar a Dustin regañando al novato, él agitaba los brazos y pronunciaba cosas que no se interesó en escuchar. En su lugar miró el deteriorado estuche. Él lo había escondido. Estaba en lo más profundo de su habitación, bajo una madera movida y envuelto. El hecho de que el sujeto lo hubiese encontrado solo dejaba en evidencia lo maltrecha que estaba toda la casa.

Era su propio set de ganzuas. Los bordes de cuero estaban deshilachados y sus dedos se marcaban en el polvo y las cenizas. Daemon no sabía realmente bien cómo funcionaba el reconocimiento dactilar, pero sí sabía que las puertas forzadas dejaban un rastro. De ese estuche repleto de herramientas creadas para abrir candados y puertas, habría perfectamente podido salir una causa probable para ponerse a espiar su casa.

Se aseguró de que el par de oficiales se hubiesen ido antes de entrar en los despojos carbonizados de su antiguo hogar.

El suelo lloraba bajo sus pies, restos de madera se rompían ante cada paso y le daban a la estructura un aire abandonado y triste.

No subió al segundo ni tercer piso, que en ese instante solo era un segundo piso sin techo y demasiado peligroso como para permitirle inspeccionar nada, sino que dio algunas vueltas por la sala de estar. Los muebles no eran más que astillas y los sillones se habían reducido a simples esqueletos metálicos. No habían cortinas, no habían paredes tapizadas, no habían alfombras ni fotografías. Las sillas eran carbón en el suelo y toda la loza y cristalería anunciaban su paso generando una sinfonía de crujidos.

Algo crujió a sus espaldas y Daemon se descubrió inhalando con brusquedad, sin paciencia y demasiado enojado.

—Te dije que sin una orden–. . .

—Esas cosas toman demasiado tiempo —alguien le interrumpió—. Y esto no puede esperar mucho.

Daemon volteó, encarando al gran hombre que se imponía delante de él. Dos metros de músculos bien empleados en un hombre bonachón pero demasiado serio para su bien.
Luthor Largent, repleto de una barba negruzca con algunas sutiles hebras grisáceas y el enorme tamaño que su enorme anatomía ofrecer. Su boca tironeó en una sonrisa fugaz y no temió en extender una mano para golpear la palma extendida que este le ofrecía en un apretón repleto de camaradería.

—Daemon —él saludó—. Engordaste.

—Tú te dejaste la barba —Daemon contraatacó—. Se ve horrible.

—Perro descarado.

Daemon tiró de él y golpeó sin fuerza su espalda, Largent le devolvió el gesto.

—La cárcel no era lo mismo sin ti —Daemon confesó.

—Algo escuché —Largent alzó sus pobladas cejas sin esconder su sospecha—. Un año sin mi a tu lado y te dejan salir por buena conducta. Y yo que creía que la mala influencia eras tú.

Daemon dejó escapar una risa baja.

Él no recordaba su periodo como preso con particular cariño. Una gran parte del tiempo se encontró velando a su hermano, y la otra haciéndose un lugar entre los convictos más respetados para evitarse posibles puñaladas o una muerte humillante a manos de algún Cartel sospechoso.

Sí se ganó un par de –muchas– cicatrices, pero a la larga nadie volvió a meterse con él.

Se había vuelto cercano a Largent durante su primer año en la cárcel. Ellos, en realidad, se habían detestado lo suficiente como para acabar en trifulcas sanguinarias donde más de un preso al margen salió lastimado. Daemon jamás había encontrado a otro sujeto capaz de sostenerle tan bien una pelea, y lo había disfrutado y odiado en partes iguales. La cárcel terminó dividiéndose el día en que los juntaron en una misma celda durante un cambio en la funcionalidad de la prisión; una mitad apostó a que se matarían la primera noche, y la otra a que follarían.

No sucedió ninguna. Ni él ni Largent deseaban morir por más que no tuviesen un particular motivo para estar vivos, así que entre los dos descubrieron que eran bastante más parecido de lo que pensaban en una primera instancia.

Luthor Largent estaba preso porque hizo tratos con la gente equivocada y terminaron implantando evidencia en su casa, y Daemon porque había tomado la responsabilidad de algo que no le correspondía.

—Me sorprendió tu llamada —Largent comentó—. Creí que te habías retirado. Eso le dijiste a todos, lo último que supimos fue que estabas de camarero.

Daemon señaló con una mano su alrededor quemado. Largent ojeó el sitio en un silencio pensativo.

—¿Por qué alguien quemaría tu casa?

—Quería quemar a mis sobrinos —Daemon dijo en su lugar. Su tono no dejó cabida a preguntas y Largent no dudó en creerle. Su única reacción visible fue un parpadeo incrédulo—. Ellos están en el hospital. El culpable escapó, ¿tienes lo que te pedí?

Largent no tenía una expresión concreta cuando extendió una tarjeta en su dirección. Solo habían dos números plasmados en el papel.

—Dos personas —Largent dijo—. Un par de sicarios.

Daemon volteó el pequeño papel buscando algo más y luego observó a su acompañante con el ceño sutilmente fruncido.

—¿No tienen nombres? —preguntó—. ¿Cómo los llaman?

Él miró los números y después a él. Largent se encogió de hombros.

—Sangre y Queso —dijo—. Puedes llamarlos así.

—¿Es en serio?

—No tienen nombres conocidos, son profesionales —Daemon guardó el papel en un bolsillo y pateó sin fuerza un trozo de vidrio—. Diles que yo te envié. Encontrarán al que hizo esto más rápido que cualquiera.

Eso sonaba bien. Tendría que encontrarlo pronto.

Sacó un cigarrillo de una cajetilla en su bolsillo y extendió otro a Largent, él negó con un ademán que le sacó un gesto sorprendido a Daemon.

—¿Lo dejaste?

—A Mysaria no le gusta el olor —Largent dijo, sin agregar nada más.

Daemon asintió y atrapó el filtro entre sus labios. Avanzó junto a Largent hasta la puerta después de asegurarse de que nada incriminatorio pudiese encontrarse.

Conversó con Largent sobre muchas cosas. Desde cómo estaba llevando la libertad hasta su poco interés en retomar su vida como ladrón. Él estaba contento trabajando con Rhaenyra. Su piso era pequeño y la afable compañía de Caraxes segundo era más que suficiente. Daemon se encargaría de Cole personalmente y probablemente tendría que acomodar todo para recibir a sus sobrinos en ese lugar.

Cuando todo se calmase un poco hablaría con Aemond. Necesitaba hablar con él. Necesitaba saber qué tan ciertas habían sido sus palabras.

—¿Cómo está ella? —preguntó, depositando un golpecito al cilindro para dejar caer las cenizas.

—Tiene planes —Largent sacudió la nieve de su cabello y luego escondió las manos en sus bolsillos—. Pronto hará un golpe contra Borros Baratheon.

—¿El traficante?

—El traficante.

Daemon silbó.

—Eso suena difícil.

—Se consiguió a un niño capaz de conseguirle la información —él contó—. Está un poco encariñada.

Daemon no demostró su sorpresa, pero sí la sintió de cerca. La última vez que habló con Mysaria, ella le había dejado claro su poco interés en tener o cuidar niños. Daemon lo respetaba, suponía que venía desde algún miedo arraigado tratando tanto tiempo con gente oscura y tenebrosa.

Asintió en silencio y exhaló el humo, apreciando como se adhería a su ropa y lo impregnaba de olor a tabaco.

—Debo preguntar —Luthor habló otra vez—, porque algo te conozco. Esos dos son un camino sin retorno, ¿es una línea que puedes cruzar?

Su pulgar se apretó contra la brasa, el calor quemó su dermis. Le dolió. Daemon guardó la colilla mientras botaba esa última calada. Tendría que decirle a Aemond quién fue el responsable, y presenciar como su corazón se rompía por tercera vez en un día.

—Jamás maté porque no tuve la necesidad, eso de cruzar líneas es para gente con principios —murmuró, observando sin expresión su casa quemada—. Él los hizo llorar, ¿lo puedes creer? Vi a esos niños crecer, yo les enseñé a caminar, a leer, las putas sumas y restas, conozco cada maña y miedo. Y él los hizo llorar. Escuché a mi sobrina, a kilómetros de distancia, llorando a través del teléfono.

Largent se removió, pero no dijo nada.

—No necesito matarlo —observó—. Solo haré que esas lágrimas no hayan caído en vano.

Su teléfono vibró en su bolsillo. Lo tomó y desbloqueó cuando descubrió un único mensaje de Luke:

»Aemond despertó.«

El cielo azul era claro y se cernía sobre él como un manto amable que entibiaba su cuerpo. Aemond sentía el pasto acariciando sus mejillas y enredándose en sus dedos extendidos. Seguramente también enganchándose en su cabello.

No quería levantarse. No tenía ganas de observar todo el curioso panorama, que, claramente, no era la habitación de un hospital. En su lugar siguió ojeando las nubes blancas y claras que se movían y creaban figuras. Escuchaba grillos cantando, cuando ladeó la cabeza pudo observar una ladera repleta de pasto verde, flores y dientes de león.

Se sentó con esfuerzo.

Quiso tumbarse apenas se enderezó.

—Ya despertaste, creí que no lo harías.

Aemond no se asustó. No estaba seguro de si porque sabía que estaba soñando o si porque esa voz le resultaba curiosamente familiar.

Lucerys Velaryon estaba sentado a algunos metros delante de él. Aemond tampoco se enojó. Era como si dentro de su pecho no existiese nada además de una calma tenebrosa. Ese lugar le daba repelús.

Lucerys lo miró. Sus ojos lucían ambarinos bajo el sol, el cabello le brillaba repleto de rizos desordenados. Su sonrisa tenía hoyuelos. Pero lo que llamó principalmente su atención fue la edad. Lucerys parecía de treinta y tantos, con una barba incipiente y el porte recto de un hombre.

Era atractivo. Era muy atractivo.

—Dime que no morí y estoy en el infierno contigo —gruñó. Su voz era aguda. Demasiado aguda. Dos manos viajaron hasta su cara. Tanteó desde sus mejillas hasta su nariz, y solo entonces se atrevió a rozar la zona izquierda. Dos ojos, dos ojos sanos. Volteó hacia Lucerys—. ¿Qué es esto?

—Una cara —dijo—. No sabía que las personas con albinismo pudiesen tener pecas  Es curioso.

—No tengo–. . . —se detuvo en seco y observó sus pies. Eran notablemente pequeños—. Estoy en el infierno. Morí y estoy en el infierno.

Las cejas de Lucerys se alzaron, pero su boca se mantuvo curvada en una sonrisa.

Hoyuelos.

—¿Crees que el infierno podría lucir así? —él curoseó. Su voz era gentil y acorde, como la cuerda más gruesa de una guitarra afinada con delicada destreza.

—Si estoy contigo en él, sí.

—Te alegrará saber, entonces, que no estás en ahí —Aemond asintió, Lucerys señaló el terreno con una mano—. Esto es Harrenhal, un pequeño campo que poseía mi padre.

—Lo sé, me hablaste de él.

—¿Lo hice?

Aemond le lanzó una mirada ceñuda. Lucerys se encogió de hombros.

Él le había dicho que hacía mucho tiempo los dragones regían ese lugar. Que se habían extinto. Que de las escamas de Balerion nació toda la arboleda que se extendía frente a sus narices, y que él realmente no esperaba conocer.

—¿Por qué estoy acá? —preguntó en su lugar.

—¿Por qué crees que yo lo sé?

Estaba delirando. Deliraba y Lucerys estaba ahí para atormentarlo. El hijo de puta había sido creado solo para joderle la existencia.

Se puso de pie y sacudió algunas ramitas y pasto de su ropa. Descubrió que su estatura había disminuido considerablemente y llevaba un pijama con estampados que tenía cuando apenas había cumplido once años. Debería haber sido mortificante mostrarse de esa manera frente a Lucerys, pero, otra vez, dentro suyo solo existía una irritación mínima.

—¿Realmente estoy muerto? No me di un golpe tan fuerte.

Lucerys ojeó el cielo.

—No lo estás. Despertarás pronto, de hecho.

Aemond asintió. Eso estaba mejor. Necesitaba saber cómo estaban sus hermanos.

—Deberías aprovechar tu tiempo acá —Lucerys agregó—. Alguien te está esperando.

—¿Quién?

Lucerys señaló con una mano a sus espaldas.

Aemond no había terminado de voltear cuando una sombra descomunal cubrió el sol de primavera y tornó todo tres tonos más oscuros.

El jadeo quedó estancado dentro de su garganta frente al animal que tenía delante. Enorme. Imponente. Verde y escamoso. Aemond no tenía cómo describir el bestial porte, porque él solo alcanzaba a percibir un fragmento de su gigantesca cabeza. Ojos rojos y rasgados, bifidos, peligrosos que lo miraban con una precisión helada. Ese animal podría tragarlo sin masticar.

Ese animal lo devoraría, descubrió, porque se acercaba demasiado y demasiado rápido, y antes de que él pudiese retroceder tenía encima sus enormes fosas nasales. Inhaló, algo largo que fue tan ruidoso como la marcha de un tren. Luego el animal exhaló aire caliente, tan caliente como su casa el día en que se incendió. Su cabello se meció ante la potente ráfaga. Olía a humo. Al humo que emanaba de una chimenea a madera. Olía a madera quemada.

Otra sombra se elevó por sus cabezas. Alzó la mirada y pudo apreciar una enorme silueta oscura. Aemond pensaría que era un murciélago, pero la larga cola que se ondulaba dejó en evidencia que no se trataba de eso. Cuando volteó hacia Lucerys, no lo hizo intentando aparentar algo que no fuese una sorpresa genuina.

—¿Son–. . .

—Dragones —Lucerys asintió.

—Los dragones no existen —alegó. Al animal delante de él eso no le gustó, porque emanó una nueva ráfaga de aire caliente que terminó por despeinarlo.

Su atención volvió hacia el animal. El corazón dentro de su pecho latía con una rapidez preocupante cuando este se movió más cerca. Su gigantesco hocico lo habría tocado si él no hubiese retrocedido un paso temeroso.

—Tus dos ojos están sanos y la tienes delante tuyo —él dijo—. ¿No sabes quién es?

—Una bestia.

La bestia gruñó. Algo gutural que remeció el suelo y vibró dentro de su cuerpo. Ella giró ligeramente la cabeza y Aemond pudo apreciar de cerca el iris anaranjado, más grande que su propia cabeza, con la pupila negra vuelta apenas una filosa rasgadura. Su hocico estaba repleto de cicatrices; grandes hendiduras que recorrían la piel escamosa por toda su anatomía.

—Ese no es su nombre —Lucerys indicó con suavidad—. Tú sabes cuál es.

—¿Cómo voy a saber el nombre de este animal? —Aemond alegó, notando recién el deje más chillón que poseía su propia voz. Un pánico infantil, gracioso en otra situación.

—Tú la nombraste.

Giró hacia Lucerys. Él miraba al dragón desde su lugar en el pasto con una silenciosa admiración, pero cuando se vio descubierto, él se puso de pie y se situó a su costado. Tomó su mano, y Aemond sintió todo en su ser tensándose ante el contacto. Los dedos de Lucerys eran tibios y su extremidad era bastante más grande.

—No tengas miedo —él dijo—. No te lastimará.

—No tengo miedo —masculló, tironeando de sus dedos. Lucerys no lo soltó y Aemond emitió un chasquido bajo.

Lucerys le lanzó una mirada brillante, sus hoyuelos se marcaron.

—¿A qué se debe tu hostilidad? Creo que recordaría si hubiese hecho algo para ganarme el odio de un niño.

—No soy un niño, tengo veintitrés —gruñó—. Soy mayor que tú.

Lucerys alzó las cejas.

—Ciertamente suenas como un viejo.

—No me agradas.

Lucerys rió, una carcajada alta que provocó eco en el bonito claro y fue clara y bonita. Aemond frunció el ceño.

—Me recuerdas a uno de mis hijos.

Aemond parpadeó.

—Tú no tienes hijos —señaló.

—Por supuesto que tengo —Lucerys dijo, asintiendo un par de veces—. Tres niños, uno de ellos tiene tu edad.

Aemond comenzó a replantearse todo en ese sitio ante aquella confesión. Desde el lugar en el que estaba y cuánto había estado inconsciente, hasta cómo era posible que Lucerys tuviese hijos. Si alguien le hubiese preguntado, él juraría que en realidad el sujeto parecía que lanzaba más hacia el otro lado.

—¿Cómo se llaman? —interrogó—. Tus hijos, dime sus nombres.

—Jace —él dijo—. Luke y Joffrey.

Aemond alejó su mano de golpe y retrocedió hasta casi chocar con el dragón. Lucerys–no–Lucerys se disolvió en el ambiente.

Se volvió hacia ella. Ella seguía allí, su enorme cabeza inclinada hasta casi rozar el suelo en el que él estaba. Aemond observó otra vez una de las cicatrices, la más llamativa, la que le recorría desde el labio superior hasta un poco por debajo del cuello. No era una cicatriz común, él recordaba que Daemon le había dicho que la iguana ya la tenía cuando la sacó de la jaula. Pero era su iguana la que la tenía, no ese inmenso animal. Porque ese enorme animal no podía ser–. . .

—¿Vhagar? —susurró.

Una nueva ráfaga caliente azotó su rostro, suave. Ella se inclinó un poco más, hasta que una pequeña fracción de su enorme boca dientuda rozó apenas su cuerpo. Su estómago se revolvió. Dio una vuelta y luego otra más, e hizo temblar sus dedos cuando estos se acercaron con timidez hasta la escamosa superficie. El animal no lo devoró, no hizo ningún ademán violento y basándose en ellos Aemond depositó un roce suave. La piel era fría y rugosa.

—¡Vhagar!

Sus brazos extendidos hicieron el cómico ademán por intentar abrazarla, consiguiendo abarcar una minúscula superficie. Era una criatura inamovible, gigantesca, nada igual a la iguana verde que lo había acompañado desde pequeño, Aemond aún habiendo tenido el porte de un adulto, no habría podido más apenas hacerse notar delante de semejante ser.

Ella emitió un ruidito. En un animal pequeño podría haber sido adorable, pero viniendo de ella, realmente era difícil no sentirse abrumado. Los dientes de león a su alrededor volaron; eran miles, semejantes a la nieve que caía en invierno y debía llenar todo el lugar. Sus ojos ardieron, tornaron borroso el entorno.

—Perdóname, amiga —susurró, presionando su frente contra la piel escamosa.

Notó con una dolorosa realización como el enorme cuerpo se tornaba brillante. Pequeños rayos de luz que calentaron su corazón apretado y mecieron su cabello. Vhagar exhaló una última ráfaga de viento, fue suave y doloroso, se adhirió a su dermis como mil agujas porque se sentía como una despedida y él no estaba listo para decirle adiós.

Vhagar se movió. Su cabeza se mantuvo contra la suya mientras su anatomía se erguía en todo su imponente porte. Ella extendió las alas, Aemond pudo apreciar grandes cicatrices surcando la delgada superficie, como rayos que impactaron y se ramificaron sobre ella. Aemond se descubrió presionándose contra su piel helada en un intento estúpido por mantenerla allí. Allí junto a él. Allí a su lado.

Delante de él, en medio de todo ese amplio espacio, Vhagar se deshizo entre motas de luz antes de batir las alas, Aemond fue capaz de ver sus propios dedos igual de brillantes cuando bajó la mirada hacia sus manos vacías. El claro delante estaba solitario, los rugidos solo fueron un eco más llevado por el viento, la brisa olía a pasto.

Y Vhagar se había ido.

Aemond abrazó los puntos dorados que caían sobre las flores en su último deseo por permanecer más cerca. Cerró los ojos, sus lágrimas se mezclaron con la lluvia brillante y se perdieron en el panorama. Nadie sabría. Nadie tenía por qué saberlo. Sus rodillas tocaron el suelo mullido y el cabello hasta los hombros le rozó las mejillas húmedas.

Nadie sabría.

El techo blanco lo recibió cuando sus párpados se separaron. Harrenhal se volvió una habitación con paredes pálidas y su cuerpo era otra vez el de siempre. Adolorido y pesado, pero el de siempre.

Su pecho se expandió en una larga y algo dolorosa inhalación que le tomó algunos segundos. La garganta le raspaba, sus ojos ardían y una de sus manos latía como el demonio, cuando la alzó para verla notó su palma y dedos vendados. Solo para asegurarse la abrió y cerró. Palpitó por el dolor, pero todo seguía allí.

Llevó la mano sana hasta su cara y palpó sus ojos. Uno sano, otro una simple cuenca vacía. Notó que la herida ya cicatrizada estaba cubierta por un parche que se adhería por dos elásticos que cruzaban su cabeza, y ligeros flashes de él solicitando uno a una enfermera le permitió saber que fue una acción suya estando sedado. Solo cuando dejó de buscarse alguna herida irrecuperable volteó, y toda su anatomía se volvió una figura tiesa ante la imagen que procesó su único ojo bueno:

Lucerys Velaryon, el verdadero Lucerys Velaryon, dormido en el sillón junto a su camilla.

Su cabeza estaba apoyada sobre su palma, el cabello habitualmente rizado estaba hecho un desastre despeinado y él aún no se había quitado los guantes negros. Sus labios estaban apretados y su ceño fruncido. Ya lo había visto dormir antes, cuando la situación era inversa y él era el que estaba en esa silla esperando a que despertara para entregarle a Cole.

Aemond había ido esa vez para asegurarse con sus propios ojos que Lucerys estaba bien. Él no sabía por qué estaba él allí en ese instante.

—Oye —llamó.

Lucerys no respondió, pero masculló algo aún medio dormido.

—Lucerys —intentó otra vez—. Despierta.

Lucerys se removió. Alzó la cabeza con los ojos aún medio cerrados y se enderezó lentamente sobre el sillón. Lo observó, demoró algunos segundos en recaer en la situación y entonces parpadeó. Él bostezó y se estiró de una forma increíblemente perezosa.

—Despertaste —observó, algo ronco aún por el sueño.

—¿Qué haces acá? —Aemond preguntó.

—Dormía —obvió, ganándose una mala mirada. Aemond abrió la boca, pero Lucerys fue más rápido—. Aegon y Daeron siguen dormidos. Están bien.

—¿Y Daemon?

—Salió, dijo que volvería en un rato.

—¿Qué haces acá? —preguntó otra vez, con menos paciencia.

—Daemon me pidió que me quedara con ustedes —Lucerys dijo—. Mi madre está acompañando a Aegon y estuve con Daeron toda la noche.

Aemond se dejó caer sobre la almohada mullida y exhaló un suspiro.

Los hechos comenzaron a derramarse sobre él como miles de gotas ácidas que corroían su piel y quemaban su corazón. Su casa se había quemado, y Aemond aún no lograba caer en la cuenta de todo lo que significaba ese acontecimiento. Lo que sí sabía era que Vhagar había muerto ahí, y el dolor que desgarraba su pecho ante la idea era insoportable. Quería dormir y no despertar. Soñar una y mil veces con ese enorme dragón brillante.

No quería pensar en la explosión. No quería pensar en su iguana. No quería pensar, porque no podía hacerlo a menos que fuese relacionado al incendio, que estaba impregnado en su cerebro como una horrible mancha de petróleo, negro y pegajoso.

Él había estado en medio de un incendio, y ni siquiera habría despertado si no hubiese sido por Aegon. Sus hermanos podrían haber muerto por su culpa, porque no despertó. Aemond incluso habría podido salvar a Vhagar si hubiese sido capaz de sentir el humo o el fuego antes de que se expadiese hasta ese nivel.

Lucerys se movió a su lado, acomodándose sobre el sillón y tecleando algo en su teléfono.

—¿Por qué sigues acá? —masculló. Su propia voz era algo bajo y apretado.

—Daemon me–. . .

—Ya desperté, no quiero tu compañía.

Los ojos castaños de Lucerys lo observaron, y Aemond sintió la carencia del ojo sintético aún más pesada sobre su rostro.

—Tu casa se quemó —Lucerys dijo—. ¿No sientes algo al respecto?

Sí, moría por dentro. Agonizaba en dolor; era un monstruo que rasguñaba con odio cada fracción de su pecho sin descanso.

—¿Ahora te volviste psicólogo? —gruñó—. No hablaré de esto contigo.

—¿Con tus hermanos? —él curoseó.

—Mi hermano mayor es un alcohólico en recuperación y no pienso poner más peso en mi hermano menor —Lucerys se alzó de hombros—, mi hermana está en la universidad, lejos de toda esta mierda. No les diré nada.

—¿Y Daemon?

—Daemon me odia.

—No lo hace —Aemond emitió una risa amarga—. Fue a las dos de la mañana a pedirme que lo llevase cuando le avisaron sobre el incendio. Llegó tan rápido por eso.

Aemond frotó su cara con una mano, el dolor en su piel quemada sirvió como distracción y le permitió unos segundos para respirar y tragarse las malas palabras que tenía ganas de dedicarle al sujeto junto a él.

—Da igual —murmuró—. No hablaré con él.

—Entonces no hablarás con nadie —Lucerys finalizó—. Muy saludable.

Su cabeza se giró hacia Lucerys. Él, estoico, alzó las cejas en su dirección cuando se percató del tenebroso odio helado que intentó dejar en evidencia con su único ojo visible. Aemond pensó en lo fácil que era disfrazar su dolor de rabia, en lo sencillo que se sentía simplemente enojarse ante esas palabras, que por más que fuesen ciertas, no dejaban de ser insoportables.

—¿Tu familia sabe sobre tus carreritas? —Aemond atacó—. ¿Tu amiguita mafiosa? ¿Todo lo que me robaste? ¿Saben siquiera quién te atropelló y por qué?

Lucerys apretó los labios.

—Veo películas con mi hermano menor los viernes —dijo en su lugar—. Y mi madre me abraza cuando estoy abrumado, ella no me pregunta si yo no tengo ganas de decírselo. Si tengo que hablar con alguien, sé que mi hermano me responderá el teléfono aunque sean las tres de la mañana. Tengo mis secretos y tengo mi apoyo.

—Cada palabra que dices solo me hace odiarte más.

Recibió una risa desagradable.

—Eso está bien, no tengo la intención de gustarte más.

—¿Ya te vas? —urgió.

—Cuando llegue Daemon —Lucerys anunció— Estás condenado conmigo hasta entonces.

Aemond se descubrió exhalando un gruñido.
Pasó los siguientes diez minutos compartiendo frases breves con Lucerys, principalmente preguntando sobre cosas técnicas como sus pertenencias y cuánto habían salido los gastos médicos. Lucerys le entregó su teléfono, su reloj y su set de ganzuas, y Aemond se sintió considerablemente mejor sabiendo que al menos esas tres cosas se habían salvado. Daeron le habría hecho la vida imposible si hubiese perdido el reloj.

Ojeó la llamada perdida de Cole sin interés, las múltiples llamadas de su hermana y miles de mensajes de gente que conocía queriendo saber si estaba bien. No le sorprendió no encontrar a su madre entre ellos, dudaba que alguien se hubiese tomado el tiempo de darle el aviso sobre el incendio.

Ojeó a Lucerys otra vez, esta vez su atención se situó en las comisuras de su boca. La foto de su licencia había dejado claro que él también tenía hoyuelos; si el tipo con el que soñó era realmente el padre de Lucerys, entonces los dos eran bastante parecidos.

—¿Qué miras? —él cuestionó. Aemond chasqueó la lengua y apartó la mirada.

—¿Qué hiciste con el dinero que me robaste?

Lucerys humedeció su labio inferior.

—¿Por qué te tapas el ojo? Creí que ya había sanado.

—No responderé eso —gruñó.

Su rostro se vio bajo un escrutinio descarado. Lucerys demoró algunos segundos antes de apoyar la espalda en el respaldo del sillón y encogerse de hombros.

—Una respuesta —dijo—, a cambio de una respuesta.

—No.

—La curiosidad está en toda tu cara —Lucerys señaló, ganándose una mala mirada—. Y yo estoy aburrido, ninguno pierde nada.

Aemond lo pensó, no mucho porque le dolía la cabeza, y decidió que responder preguntas superficiales y tener algo con lo que distraerse era definitivamente mejor que el silencio juicioso. En silencio Aemond todo lo que tenía era su mente; prefería, solo por esa vez, escuchar a Lucerys que a sus propios pensamientos.

—Una respuesta —aceptó a regañadientes—. Tú primero, no mientas.

—Sabrías si miento, no soy bueno haciéndolo —Aemond se encogió de hombros—. Usé tu dinero para pagar una deuda familiar, los intereses se nos acumularon por culpa de Gyles y nos habrían lastimado si no hubiésemos pagado. Iba a devolvertelo, en cualquier caso.

—¿Ibas?

Lucerys le regaló una mirada incrédula.

—No te devolveré nada ahora. Te dije lo de la redada.

Aemond gruñó.

—Tu turno.

Se tomó unos segundos para pensar de qué manera explicarlo.
No tenía una forma correcta o menos humillante para decir que realmente todo recaía en que una única y aislada persona desde que tuvo el accidente con su ojo comentó que la cicatriz se veía bien, y había sido Criston. Él le creyó, obviamente, pero en ese instante Aemond ya no estaba seguro de qué tan cierto era eso, o nada de lo que había dicho. Hasta donde podía teorizar, Cole podría haberle mentido incluso sobre lo buen ladrón que era.

Llegado a ese punto, Aemond no se sentía como un buen ladrón. Era una farsa, y su cicatriz debía ser tan horrible como el vacío donde debería estar su ojo. Le avergonzaba. Prefería esperar hasta poder mandar a hacer uno nuevo y solo entonces consideraría la idea de dejar ese feo parche blanco.

Aemond no tenía casa, ni ojo; no tenía planes. Era un tipo poco atractivo que depositó su confianza y autoestima en el sujeto equivocado.

La puerta de la habitación interrumpió sus pensamientos, y su sangre se sintió varios grados más helada cuando la figura de su tío abarcó el marco y los observó. Aemond desvió la mirada hacia sus dedos vendados, parecía una momia, se preguntó cuándo le quitarían eso.

—¿Nos das un minuto? —Daemon dijo, él miraba a Lucerys. Lucerys asintió y se puso de pie, Aemond sabía que le cobraría esa respuesta en algún momento—. Creo que Daeron despertará pronto.

—Iré con él, entonces.

Lucerys salió de la pequeña habitación y el silencio que los inundó fue incómodo y abrasador, como el incendio que quemó todas sus pertenencias.

—¿Cómo estás? —él preguntó, encontrando un lugar en el sillón junto a la camilla.

—Estoy bien.

—Ya —Daemon asintió—. Si me mientes de nuevo dormirás en la calle.

Mordió su labio inferior antes de cerrar sus dedos en un puño no muy apretado gracias a las vendas, luego se encogió de hombros.

—No sé qué esperas que te diga —murmuró—. Mi casa se quemó probablemente por mi culpa ya que sospechan de una fuga de gas y soy el que menos daño se llevó de los tres.

Daemon lo observó en silencio. Su expresión era compleja y difícil de leer, y las ojeras se marcaban liláceas bajo sus ojos.

—Te debo decir algo —él dijo, ganándose vuelco en su propio corazón ante el tono lúgubre—, y no lo haré si no estoy seguro de que serás capaz de afrontarlo.

—Dudo que algo vaya a afectarme más considerando la situación —Aemond comentó, ignorando el ligero revoltijo al notar la falta de humor en el rostro de su tío. Sintió la sangre bajando de su rostro ante los miles de posibles sucesos—. ¿Mis hermanos. . .?

Quizás Lucerys mintió. Quizás uno de ellos no lo había logrado y entonces Aemond realmente no sabría si era capaz de afrontar esa situación.

—Están bien los dos —Daemon negó—. Es probable que deban quedarse uno o dos días más. Tú puedes venir conmigo cuando te den el alta.

Aemond respiró, un suspiro bajo y largo que permitió a su sangre seguir fluyendo dentro de su cuerpo.

—Debo ir a ver la casa.

—Ya fui.

Las palabras quedaron dentro de su garganta.

—También tengo que hablar con Helaena.

—Aemond —Daemon habló, lanzándole una mirada severa—. Estás hospitalizado, vas a descansar. Yo me estoy haciendo cargo.

Su cabeza se dejó caer sobre la almohada mullida. Aemond no disfrutaba esa sensación de inutilidad. No quería molestar más a Daemon con sus problemas.

—¿Entonces qué es lo que me tienes que decir?

Daemon abrió la boca, y el tono de su teléfono lo interrumpió. Frunció el ceño y respondió solo cuando Aemond le hizo un gesto de que esperaría. Llevó el teléfono hasta su oído y Aemond solo escuchó un cuchicheo inentendible.

—Sí, con él —Daemon asintió. Más cuchicheos. Aemond no disfrutó de la particular habilidad de su tío para parecer perturbadoramente impasible, pero logró notar un ligero cambio en el tono de su piel. Daemon era pálido, pero él definitivamente se tornó de un tono cenizo y su manzana de Adán se balanceó cuando tragó—. No—dijo—, no había nada de valor ahí, solo algunas cosas de mi hermano. Gracias por avisarme, iré cuando pueda.

Daemon cortó y suspiró. Frotó su nariz, su cara, tomó del agua junto a su camilla y finalmente lo miró.

—Te drogaron —soltó, ganándose un parpadeo atontado—. Pusieron somníferos en el purificador de agua para que los tres muriesen en el incendio. Los iban a matar, fue premeditado.

Aemond extendió una mano y tomó del vaso lo que quedaba de agua. Se tragó las náuseas que quemaron su garganta y tuvo que cerrar los ojos algunos segundos para enfrentar el mareo que tornó borrosa su visión.

Ni Daeron ni Aegon habían comido con él ese día. Él fue el único que tomó agua, se tomó un té que llenó dos veces y cayó rendido sin sospechar del agotador sueño que lo golpeó porque todas esas semanas había tenido pesadillas y el cansancio pesaba día a día sobre sus hombros.

Asintió, obligando a las palabras a formarse sobre su lengua.

—Está bien —balbuceó—. Encontraremos al. . . A los responsables. . . Probablemente fueron los Lannister, o el tipo ese al que golpeamos con Daeron.

—No fueron ellos —Daemon dejó el teléfono junto al vaso vacío y se inclinó en su dirección—. Era la aseguradora, me dijo que asaltaron la bodega de Viserys. La quemaron. Los bomberos intentaron detener el fuego, pero no hay mucho que se pueda salvar.

Aemond recordó la explosión, y ese golpe en su pecho que lo había impulsado y noqueado por minutos. Recordó que había sido como un puñetazo, brutal y certero que hizo arder su sangre. En ese instante sentía algo similar, solo que su sangre no ardía, sino que estaba congelada en su sistema.

La bodega no era un lugar bonito o de buenos recuerdos, estaba a nombre de su padre porque hacía casi treinta años que escondían allí todos los robos antes de blanquearlos. Solo ellos cinco sabían lo que había allí. Solo ellos cinco y dos personas más.

—Fue Cole quien incendió la casa y trató de matarlos —anunció, arrebatándole el aire de los pulmones y secando su garganta—. Y acaba de robar todo lo que había en la bodega.

D&A

Me disculpo por la semana atrasada, no tengo excusas, anduve de fiesta en fiesta aprovechando las vacaciones JAJAJA.

Terrible todo.

Como dato curioso, o quizás no tan curioso¿

En esta historia todos los personajes, hasta las menciones sin demasiado peso, pertenecen al libro Sangre y Fuego. No hay ni un solo OC. No es porque no me gusten ni nada, sino que prefiero que sea 100% un AU del libro/ship.

Si quieren hacer teorías pueden buscarlos en la wiki del fandom.

Me despido diciendo que el próximo capítulo tendrá otra de mis escenas favoritas y que finalmente se vienen momentos más tranquilitos y cómicos JAJAJA.

lxs quiero mucho, besos.<3

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