Capítulo catorce: "No existe la calma antes de una tormenta, menos en invierno".
TW: Escenas gatillantes.
Antes de que lean, todo lo que sea que pase en este capítulo es por el bien de la trama.
Lxs tqm, perdonen la demora.
»I've started not to doubt it, just wrap my head around it
I remember when you told me it's an everyday decision
But with my double vision, how was I supposed to see the way?
Haven't I given enough, given enough?«
Gilded Lily. Cults.
Aegon elevó una ficha circular en su dirección, un gran "2" abarcaba todo el plano espacio y envió en Aemond una oleada de satisfecha sorpresa. Daeron sorbió té a su lado.
—¿Hay gente que vende fichas de sobriedad? Hermano, eso es un poco enfermizo.
Aegon le lanzó migas de pan antes de sentarse a su costado, Daeron emitió una risita.
—Me la dieron hoy, dos meses exactos.
Dos meses sobrio. Sin drogas ni alcohol. Nada de pastillas. Limpio. Completa, absoluta y notablemente limpio.
Aegon se sirvió café y entonces los tres desayunaron en un silencio relajado.
Aemond observó el rostro de su hermano. Las ojeras permanecían, porque la abstinencia seguía haciéndole de las suyas. Aún no sabía exactamente qué había gatillado en él la voluntad suficiente como para realmente iniciar una desintoxicación. Helaena votaba porque Daeron en algún momento se lo pidió, Aemond sospechaba que Daemon tuvo que ver. Ninguno jamás lo sabría.
Ese último mes pasó volando.
Aemond tuvo que resolver muchos cabos sueltos que dejó Cole, dedicarse a reparar la Kawasaki de Lucerys y retomar los planes del próximo atraco. El plan crecía con lentitud. La moto, por otro lado, estuvo lista cuando Aegon logró dar con la pegatina de dragón, hacía un par de semanas. Era idéntica, y basándose en la pobre imagen que tenían, Aemond fue capaz de posicionarla en el mismo lugar exacto.
Daeron le dijo que no se la devolviera a Lucerys aún. Aemond no tuvo que preguntar para saber que era porque el idiota sería incapaz de esperar a su recuperación. Así que aplazó la entrega dando excusas vagas.
"—Me faltan piezas."
"—Me resfrié."
"—Mi familia de Alemania viene de visita y–. . .
Lucerys tenía una boca increíblemente sucia cuando se trataba de insultos. Eran floridos, burdos y creativos.
Decidió que Lucerys era una pequeña mierda maleducada.
El mes pasó volando, pero solo dos cosas eran dignas de mención.
Daeron había vuelto hacía una semana, parloteando sobre Daemon. Que su departamento estaba frente al de la mujer más bella de toda la existencia, Aemond no podía negar eso porque aún siendo gay tenía un ojo bueno y con él sabía perfectamente que Rhaenyra era una de las mujeres más bonitas que había visto hasta la fecha.
Que su perro era feo. Que había instalado camas en las habitaciones y por ello casi había sido echado a patadas. Que Lucerys ya casi se había recuperado por completo –eso lo dijo lanzándole una mirada significativa que Aemond ignoró de una forma olímpica–. Que aprendió a hacer café.
Pero Aemond aún tenía su cabeza en los inicios de mes. En la mujer que lo había secuestrado y le sonaba perturbadoramente familiar. En Lucerys, haciendo tratos extraños con ella. En Lucerys salvándole la vida. En Lucerys ayudándolo en vez de burlarse.
Aemond recordaba las cosas demasiado bien para su gusto. Y eso a veces era una bendición porque le permitía almacenar casi cualquier imagen de una forma perfecta y detallada. La gente lo definía como memoria fotográfica. Aemond a veces lo cuestionaba. Desde el accidente con su ojo él ya no podía memorizar todo con la misma facilidad. Habían cosas que olvidaba.
Pero en definitiva no era una bendición cuando todo lo que recordaba de ese incidente era el castaño nebuloso que poseían los ojos de Lucerys. El tono ambarino que adquirieron bajo la luz de su teléfono. La forma increíblemente arqueada que tenía su nariz. Las diminutas pecas que se podían apreciar desde esa demasiado escasa distancia. Los dedos tibios de Lucerys sobre su mano. El corazón de Lucerys golpeando su palma lento, tranquilo, estable.
Lucerys sobre ese sujeto –Gyles, había dicho–, golpeándolo. Lucerys, con una costilla rota y un pie inmovilizado, encima de esa bestia, golpeándolo.
A Aemond en realidad esa parte le daba igual. El tipo se lo merecía. Pero él pensó, pensó bastante, sobre cuánto era capaz Lucerys considerando esa situación. Y que en realidad Lucerys jamás planeó lastimarlo, a Aemond, porque si lo hubiese querido, entonces Aemond habría terminado igual que Gyles Belgrave cuando logró separar a Lucerys de su cuerpo inconsciente. Quizás peor. Coincidió en que Lucerys en realidad estaba más cómodo huyendo de las confrontaciones. Él casi parecía disfrutar de la adrenalina que producían las persecuciones.
Pero Aemond tampoco había buscado generarle un daño real a Lucerys. Él era capaz de crear daño. Él había golpeado a Cole hasta la inconsciencia; tenía la fuerza, la capacidad de lastimar. No temía al momento de una pelea. Él solo se había divertido con él, como un gato obligando a un ave herida a volar solo para derribarla otra vez. Eventualmente iba a aburrirse. Ese juego se detuvo cuando a Cole se le ocurrió buena idea atropellarlo.
Lucerys le provocaba curiosidad. Su forma de actuar era interesante. Sus respuestas eran astutas. Su carácter era una mierda. Su condición física dejaba mucho que desear y estaba enojado casi todo el día. Aemond lo odiaba, como menos. Pero era interesante.
Helaena se fue a Bristol a mitad del mes. Los cuatro lo celebraron como solo un Targaryen podía hacerlo, y entonces disfrutaron de las noticias al día siguiente, anunciando un terrible robo al museo nacional. Su ausencia se notaba, pero Aemond hablaba con ella seguido. Cada día era más cercana a ese pseudo amigo. Aemond era un tipo curioso, le costaba creer que su hermana mayor conociese a alguien antes que él.
El robo al museo no fue lo único bullado en las noticias.
El cuerpo interte de Gyles Belgrave había sido encontrado recientemente flotando a un costado del Tamesis. Aemond había sentido el frío apoderándose de él cuando se mostraron las fotos pixeleadas de su identificación. Pero la causa de muerte anunciada había sido un disparo.
Un único y simple disparo con un arma de fuego, la bala no fue encontrada. No existía una manera posible de identificar al asesino, el agua borró todo. Se definió como una víctima de revueltas por territorios. Aemond tenía sus dudas. Lucerys no habló del tema cuando le preguntó durante uno de los pagos. Él solo se alzó de hombros y dijo:
"—El tipo perseguía problemas, al final uno lo alcanzó."
Pero Aemond no se perdió como sus dedos aún amoratados por los golpes al sujeto temblaban.
—. . . mond. . . —alguien dijo—. Aemond.
Aemond parpadeó. Daeron lo miraba.
—¿Qué?
—Hombre, estás en Júpiter —Daeron señaló su teléfono—. Te llaman.
Aemond vio su teléfono. Era un número, pero él conocía los dígitos. Se los sabía de memoria. Se puso de pie tomando el aparato y se movió fuera de la mesa.
—¿Quién es? —Daeron curoseó.
—Tu madre.
Daeron le sacó el dedo de en medio. Aegon se carcajeó a su costado.
Aemond llevó el aparato a su oído cuando estuvo lejos de la cocina. Salió al patio, inhalando el clima helado. El agua de su piscina lucía congelada hasta los cimientos, quizás sería prudente asegurarse de que funcionase bien para la primavera. Una vocecita molesta al otro lado no se hizo esperar.
—Quiero mi moto.
—Si solo vas a decirme eso podrías haberme enviado un mensaje —observó, ojeando la hora en su muñeca—. Es temprano, ¿te levantaste solo para molestarme?
—Sí, vivo para eso —Lucerys dijo—. Mi meta en la vida es molestarte hasta provocarte una úlcera, que estalle y tú mueras.
—El sarcasmo no te queda.
—No lo era.
Aemond frotó el puente de su nariz y contó internamente hasta diez. Ese tipo desagradable no podía ser el mismo que lo había ayudado en la bodega hacía un mes. Debía tener un alter ego o algo.
—¿Para qué me llamas? —cuestionó.
—Debo guardar tu contacto para mandarte mensajes, y no quiero hacerlo —Aemond blanqueó los ojos—. Quiero mi moto.
—¿Ya se te sanó la costilla?
—¿Qué te importa?
—Tu doctor me llamó —se hizo un silencio contemplativo al otro lado—. Me dijo, y cito: "no le des su moto al imbécil de Lucerys, porque es un idiota y no tiene autocontrol".
Lucerys emitió un sonidito. Algo bajo y enojado.
—Vete a la mierda.
Aemond esbozó una sonrisa sutil y breve.
—Voy a colgar.
—Me dan el alta hoy —Lucerys dijo con más rapidez de la habitual—. Puedo manejar con moderación.
—¿Eso era tan difícil de decir? —curoseó.
—Te lo juro, Aemond. . .
Apretó los labios. En su lugar observó por sobre su hombro
—No tengo una camioneta —comentó—. Conduciré hasta tu casa.
Aemond esperaba una negativa rotunda con miles de insultos y amenazas. Él definitivamente estaba esperando a Lucerys diciendo un "no" tan absoluto que ni siquiera él pudiese refutarlo. En su lugar, y para su sorpresa, Lucerys dijo:
—No excedas el máximo de velocidad —gruñó—. Si te multan lo pagas tú. También la bencina. Y trae mi casco, sé que tienes el blanco.
Parpadeó, procesando sus palabras.
—Suenas como un viejo de mierda —Aemond no pudo evitar decir—. ¿Seguro que tienes dieciocho?
—Cumpliré diecinueve pronto —Lucerys masculló—. Te espero a las siete.
Y colgó.
Aemond bufó, guardó el teléfono en su bolsillo y volvió a entrar. En la cocina, Daeron y Aegon detuvieron su parloteo para mirarlo cuando él entró.
—¿Qué?
—Nada —Daeron le regaló una palmadita en el hombro cuando pasó por su costado. Él tomó las llaves del auto de Helaena y las hizo sonar mientras avanzaba—. Voy donde Luke, hoy le dan el alta.
Aemond no se perdió el tono cargado cuando lo dijo. En su lugar solo lo miró mal y se sentó junto a Aegon. Su té ya se había enfriado.
Conducir una Ninja Kawasaki fue una experiencia emocionante.
Bastante más que ir de copiloto u observarla en acción durante una carrera. La velocidad lo amenazaba con tumbarlo. El rugido reverberaba en sus oídos. La adrenalina revolvía su estómago y lo vaciaba al mismo tiempo. Aemond prefería los autos, extrañaba su Audi y ya estaba tramitando la compra de uno nuevo desde que perdió el suyo para inculpar a Cole. Un auto era más seguro, pero él definitivamente podría acostumbrarse a la inexplicable libertad que esa cosa le profería.
Alargó el camino tanto como pudo hasta que la hora se tornó un recordatorio y entonces redujo significativamente la velocidad antes de acercarse al edificio de Lucerys. Recordaba donde quedaba, habían caminado hasta allí junto a Daeron después de pelear contra los tipos de Gyles. Golpear un par de caras le había aliviado bastante la tensión en el cuerpo, para variar se había sentido bien.
Él incluso durmió en ese departamento. Fue surreal. Había intentado levantarse antes que cualquiera para irse sin hacer ruido, pero Rhaenyra ya estaba de pie y le ofreció una taza de té a la que fue incapaz de negarse. Descubrió un par de cosas en esos veinte minutos tomando té con galletas junto a la madre de Lucerys.
La primera fue que el padre de Lucerys había muerto hacía cuatro años por un asalto. Aemond no sabía eso, pero explicó por qué Lucerys había reaccionado tan mal cuando se le mencionó.
La segunda era que su tío los había ayudado mucho y por eso ella estaba feliz de conocerlos y tenerlos en su casa. Aemond no se sentía merecedor de tal trato, pero no lo dijo en voz alta.
La tercera era que Daemon y Rhaenyra tenían algo.
Ella no lo dijo de un modo textual, y Aemond no preguntó, pero no pasó de largo el curioso cariño que adquiría su voz cuando lo mencionaba. Y tampoco lo mucho que aparentemente Daemon estimaba a esa familia. Él había golpeado a Aegon solo por insultar a Lucerys, y no llevaban mucho de conocerse. Habiendo ya pasado varios meses de eso, no dudaba que algo debía estar pasando entre ellos.
Aemond sí se fue antes de que Lucerys despertara y trajese consigo a ese par de gatos. Alergias era lo último que necesitaba.
Lucerys lo esperaba en la acera cuando él llegó. Estaba sentado, apoyado en sus rodillas esperando. Frenó delante suyo y él se puso de pie con velocidad.
Sus manos estaban cubiertas por los guantes negros, y llevaba su chaqueta habitual. Aemond sabía que era de las que tenían acolchadas zonas específicas, creadas para motociclistas. Con una mano abrazaba su casco negro, notó que tenía varias raspaduras a un costado en la pintura.
Aemond se quitó el casco blanco con estampados y pasó una mano por su cabello, deshaciéndose de la estática, luego bajó.
No le sorprendía la fluidez de sus movimientos, había estado viéndolo cada dos santas semanas para pagarle. Las dos últimas siendo las más caras, quince mil libras esterlinas por su participación hablada en la conversación con la amiga mafiosa de Lucerys.
El silencio se extendió. Aemond pudo apreciar como deslizaba dos dedos enguantados por el dragón estampado de una forma puramente apreciativa. Él se montó con un particular cuidado, aún algo convaleciente, al parecer, y giró la llave.
El motor ronroneó. Lucerys suspiró, pudo escucharlo incluso desde su lugar en la acera. El apretó el manubrio y se acomodó en el asiento. Sus dedos acariciaron el vidrio que cubría los indicadores. Lucerys le hizo varias preguntas técnicas. Que si las bujías. Que si el motor. Que si los frenos. Aemond las respondió todas, cada una con menos paciencia. Al final Lucerys asintió.
—¿No vas a esperar unos días? —curoseó, extendiendo el aparato blanco.
Lucerys lo tomó y giró el acelerador. El rugido inundó las calles vacías. Incluso la nieve había dejado de caer, expectante a su salida.
—Manejar con moderación —él repitió—. Puedo dar una vuelta. O varias.
—Adicto.
Él se volteó. El vidrio polarizado seguía hacia arriba, por lo que no se perdió como su ceño se fruncía en una mueca malhumorada.
—Ya me la diste, vete ahora —dijo.
Aemond arrugó las cejas también.
—¿No me acercarás a mi casa?
Lucerys bajó el vidrio, le regaló un ademán desdeñoso y partió, dejando una estela de viento y luces rojas.
Pudo oírlo, el atronador bramido que acompañaba a tan diminuto vehículo. Observó como se perdía por un callejón y entonces Aemond no tuvo nada más que hacer en ese lugar. Levantó los bordes de su abrigo y acomodó la bufanda que abrazaba su cuello, escondiendo parte de su rostro, y se volteó. Lo último que quería era que Daemon lo pillase tan cerca de su departamento. Tomaría un taxi o pediría un Uber.
Algunos copos de nieve se aferraron a su abrigo. Sin el calor del casco nada le impedía a su rostro ser víctima del frío invernal; la nariz se le estaba congelando.
Quizás caminase hasta su casa. Sin la moto como distracción ya nada le ocupaba el tiempo que solía emplear en hacer ejercicio. Retomar su rutina sonaba bien. Ahora que Daeron estaba con ellos solo les quedaba acordar el próximo robo.
Aemond exhaló una nube de vapor contra sus manos. Calentó la piel helada por algunos microsegundos y luego las escondió otra vez en los bolsillos.
Su sombra se expandió hacia su izquierda cuando un vehículo se detuvo a su costado. Aemond volteó justo a tiempo para ver al casco blanco volando en su dirección. Lo atrapó en el aire y observó la silueta oscura de Lucerys sobre su moto. Él miraba hacia adelante, pero hizo un breve ademán en su dirección.
Aemond se abrochó el casco y subió detrás.
—Sujétate —fue todo lo que dijo.
Rodeó su cintura con las dos manos en un toque impersonal y descuidado. Su cuerpo se cernía sobre el de Lucerys porque él era más bajo. No tanto, pero la diferencia se notaba a simple vista. Sus extremidades descansaron en su estómago. Aemond podía sentirlo respirar, algo tranquilo y pausado que subía y bajaba ligeramente sus manos
La moto partió y su estómago pronto dio volteretas adictivas. El viento fue cruel con sus ojos, aunque solo uno lagrimeó, Aemond se negó a bajar el vidrio y en su lugar disfrutó el frío hasta que el mismo ruido se tornó algo abrumador. Bajó el visor y observó las luces pasando a sus costados.
Eran estrellas fugaces que los envolvían, amarillas, rojizas, verdes y azules. Volaban junto a ellos, y se grababan en su retina, permaneciendo como puntos incluso cuando parpadeaba. Quizás fuesen artificiales, miles de focos que alumbraban arbitrariamente, pero era un consuelo para esos días nublados. Una de sus manos se soltó de su cintura y viajó por su costado, cortando el viento helado y húmedo.
No había muchos autos en las calles, las aceras estaban repletas de nieve. Lucerys mantuvo una velocidad prudente, evitando posibles resbalones sobre el pavimento.
Aemond apreció como los edificios se tornaban más altos y modernos, y las casas más verdes. No dudó que Lucerys se supiese el camino, ya había estado allá un par de veces. Una vez cuando fue a dejar a Daeron, y cuando estuvo de cumpleaños.
El pasto no era visible por encima de la nieve, lo único limpio era el cemento de la entrada, y había sido porque él y Aegon se habían puesto a quitar la nieve hacía algunos días. Luego llenaron el camino de sal porque Aegon se cayó en medio de la limpieza. Aemond había olvidado la última vez que rió tanto. Le dolió la cara. Luego Aegon le había agarrado el tobillo, lanzándolo al suelo también.
Bajó sin pronunciar palabra y mientras le extendía el casco Lucerys lo miró.
—Mira a ambos lados antes de cruzar la calle —él dijo.
—Que amable.
Aemond no estaba seguro de que su tono arisco pudiese demostrar preocupación. Su boca se mantuvo curvada en una sonrisa irónica.
—Fue una amenaza.
Lucerys se fue sin despedirse. Aemond observó la moto perdiéndose en una calle aledaña antes de volverse hacia su hogar.
Las luces de su casa estaban encendidas cuando avanzó, y los parloteos desde su lugar se escuchaban apenas como un par de susurros. Daeron y Aegon se asomaron por una de las paredes.
Aemond no pudo evitar notar las raíces albinas más que pronunciadas. Casi cuatro dedos de cabello blanco como el de ellos. Se preguntó si finalmente dejaría de teñírselo de ese horrible color negro.
—Una bonita moto esa Ninja Kawasaki —dijo Aegon.
—Se parece a la de Luke —convino Daeron.
—Ustedes tienen un problema —Aemond masculló, desenvolviendo la bufanda y quitándose el abrigo.
Avanzó entre los dos y se dirigió a la cocina. La loza ya estaba lavada porque ese día le tocaba a Daeron. Llenó el hervidor con agua purificada y se apoyó en la encimera. Sus dos hermanos no demoraron en aparecer.
—¿Van a comer? —preguntó.
—Comí donde Luke.
—Quizás más tarde.
Aemond asintió. Terminó tomando solo un té sin azúcar y escuchándolos conversar. Aegon se volvía particularmente hablador cuando estaba sobrio.
Eventualmente dieron las diez y él se fue a su habitación. Vhagar lo esperaba sobre una rama al otro lado del cuarto. Le sacó la lengua cuando Aemond se acercó, pero no se movió, y entonces Aemond pasó los siguientes cinco minutos alimentándola. Después la dejó libre por su cuarto.
Vhagar estaba vieja. Llevaba cerca de catorce años junto a él.
Sus escamas estaban grisáceas y cada día Aemond notaba que comía un poco menos. Pero ella seguía allí, grande y gruñona. Se arrastraba por la alfombra entre sus pies mientras él leía. A veces se quedaba cerca del calefactor que tenía su habitación, otras tantas ella incluso se encaramaba lentamente por su pierna hasta situarse junto a él.
Aemond no estaba seguro de si su comportamiento era así por su tiempo en un cruel cautiverio cuando su tío la robó a unos contrabandistas de especies. Daemon le contó que ella había sido la única que vivió, y la habrían empleado como una incubadora para mas huevos.
Mientras instalaban una jaula correctamente equipada para el animal, Aemond se paseó hacia todos lados con ella escondida en su ropa para que no se enfriase. Vhagar debió notar sus intenciones, porque era al único en toda la familia al que no intentaba morder.
Aemond solo alcanzó a leer diez minutos antes de que el agotamiento se apoderara de su cuerpo con una brutal rapidez. Él dejó a Vhagar otra vez en su pequeña casita y se tumbó sobre su cama. Las estrellas en su techo dieron un par de giros y entonces él se durmió.
La cocina era un caos.
Salía humo que olía peor de lo que Aemond esperaba considerando que lo que estaban cocinando era algo dulce. Daeron a su lado ojeaba un libro repleto de una mezcla líquida que ensuciaba una parte importante de la de toda la habitación.
Aemond observó sus dedos repletos de harina y no tardó demasiado en contextualizarse. Luego volteó hacia la humeante cocina y el plástico derretido de una sartén.
Y el fuego comiéndose lentamente el costado de una silla. Y las paredes repletas de un líquido color crema. Y el suelo lleno de haria donde todo lo que resaltaban eran dos pares de huellas infantiles descalzas.
—Aemond —Daeron le extendió el libro—. La receta no era así.
Aemond ojeó la receta. Unos bonitos panqueques decorados con fresas brillaban en la hoja maltrecha. La cara de Daeron estaba igual de sucia que la suya. Su cabello blancuzco estaba repleto de manchas amarillentas y pequeños trozos de, lo que supuso, eran cereales.
Definitivamente ninguno de los dos pensó en la terrible idea que era intentar cocinar algo sin saber cocinar. Pero, otra vez, ellos solo tenían en mente el plan que habían desarrollado el día anterior.
—Mi maestra dijo que para el día del padre se les debe regalar algo —Daeron comentó. Su voz era aguda e infantil—. ¿Qué le puedo regalar a Daemon?
Aemond frunció el ceño.
—Daemon es nuestro tío —murmuró, pero Aemond también meditó un regalo adecuado.
—En las películas cocinan cosas —Daeron sopesó—. Panqueques. Los panqueques son ricos. Daemon los hace para mi cumpleaños.
—¿Sabes cocinar panqueques?
Daeron se hundió en su silla y balanceó sus pies. Aemond lo imitó. Helaena se había retirado de la mesa hacía algunos minutos junto a Aegon. Ellos dos observaban a Daemon moviéndose por la casa, un teléfono junto a su oreja mientras recogía un muñeco que probablemente perteneciese a Daeron.
—Lo he ayudado a veces —Aemond observó después de unos segundos—. No creo que sea tan difícil.
—Es verdad, solo son huevos y leche, y harina y sal —Daeron usó sus dedos para enumerar.
—Sí, y cocinar es fácil —convino—. Yo sé encender la cocina, Daemon me enseñó.
¿Qué podía ser tan difícil?
Resultó que en realidad hacer panqueques era realmente complicado cuando ninguno de los dos alcanzaba correctamente la encimera. Después de todo Daeron solo tenía seis y Aemond once.
Tuvieron que poner una fila de sillas de madera, leer la receta y encontrar los ingredientes correspondientes, o los que se parecieran más a las imágenes del recetario que poseía Daemon.
—¿La vainilla?
Aemond ojeó el refrigerador. No encontró nada con esa etiqueta, pero recordaba a la perfección el envase y por ello tomó el que poseía un tamaño y tono similar. En la etiqueta se leía "salsa de soja". Daeron echó una cantidad generosa y arrugó la nariz.
—Huele mal —alegó.
—Se arreglará con el azúcar.
El primer huevo que intentaron partir se destrozó en sus manos y algunos trozos de la cáscara cayeron dentro de la mezcla. Los dos se miraron, miraron la mezcla y siguieron trabajando. Daemon no lo notaría.
Aemond se alejó para buscar una cuchara, y cuando volvió descubrió a Daeron vertiendo cereales de colores sobre la mezcla.
—¡¿Qué haces?! —Chilló.
—Quedará más rico. Los cereales son ricos.
Dos pares de ojos lila miraron otra vez la curiosa mezcolanza grisácea. Los cereales definitivamente le daban un mejor aspecto.
Aemond vertió de sus propios cereales de granola dentro de la mezcla y luego los revolvieron. Tuvieron que hacerlo a mano porque no alcanzaban la batidora.
Cuando introdujo su dedo y probó, no pudo evitar sacar la lengua ante el sabor agridulce y desagradable. Daeron lo imitó y su mueca fue similar. Entre los dos vertieron otras dos tazas de azúcar dentro del recipiente, notando como se demoraba bastante en disolverse.
—No toques el fuego —instruyó—. Tú pon la mezcla en el sartén y yo la doy vuelta.
Entre los dos lo hicieron. Lo intentaron. No lograron darle la vuelta porque el paño con el que Aemond sostenía el mango de la sartén comenzó a quemarse. Y Daeron, en un intento por alejarse del fuego, pasó a llevar el recipiente con la mezcla, lanzándolo por los aires hasta que este golpeó el suelo y esparció su desagradable contenido. Su pijama y cabello fueron víctimas, al igual que Daeron.
Aemond tiró el paño en llamas como acto reflejo después de que comenzara a consumirse hasta quemar una de sus manos y este cayó sobre la sila. Sobre la silla de madera. Sobre la silla de madera inflamable.
Los dos hermanos se quedaron tiesos delante del desastre. Daeron alegaba que la receta estaba mal. Aemond pensaba en qué tanto se enojaría Daemon.
Entre los dos intentaban detenerlo agitando paños en su dirección. Pero además de la silla, la sartén aún sobre el fuego no dejaba de quemar el único panqueque que no se había perdido en la caída.
El humo se expandía por la cocina como una niebla corrosiva. Hormigueaba en su nariz, picaba, le dolía. Sentía los ojos llorosos y pesados. Daeron también tosía a su costado. Él agitaba una mano intentando disipar un poco ese aroma amargo, pero nada lograba detenerlo. Aemond boqueó.
—¡Aemond! —gritó Daeron—. ¡Se está quemando! ¡Aemond!
Aemond no respiraba. El aire se volvía humo, y el humo se materializaba en una mano que apretaba los costados de su garganta, impidiendo el paso del oxígeno. Aemond se ahogaba. De pronto ya no estaba junto a Daeron observando su intento de desayuno, él estaba delante de un bosque en llamas. Luego estaba en un mar de fuego. Aemond observó sus manos y las descubrió negras y repletas de carbón.
Sus sueños eran turbios, repletos de fuego y un amargo aroma a madera quemada que le hormigueaba en la nariz y volvía sus ojos llorosos. Aemond intentó enfocar la mirada y volteó buscando alguna explicación, pero todo lo que encontró fue una gran nebulosa rojiza y caliente.
Aemond parpadeó. Daemon estaba a su lado, él lo sacudía. Aemond jamás había visto su rostro distorsionándose con tal nivel de miedo. Daemon era un sujeto bastante estoico y reservado. Él gritaba.
—¡Despierta!
Y lo sacudía.
—¡Aemond, Jesús, despierta!
Y de pronto una bofetada surcó su rostro y envió puntadas de un dolor agudo por toda su mejilla.
Lo primero que vio fue a Daemon asomándose por arriba de su cabeza, zarandeándolo con fuerza. Sus ojos lila estaban impregnados por el terror y el cabello corto hasta las mejillas caía con desorden por los costados de su rostro. Aemond tuvo que parpadear para disipar la bruma del sueño y entonces descubrió que no era Daemon, sino Aegon.
—¡Hey! ¡Hey! —Aegon dejó palmaditas sobre su cara cuando sus ojos volvieron a cerrarse—. ¡¿Me escuchas?! ¡Aemond!
La cabeza le daba vueltas. Demasiadas vueltas. Aemond apenas lograba enfocar las facciones de su hermano antes de perderse otra vez en el sueño. El humo se sentía peligrosamente realista y parecía inundar su cerebro, volviéndolo algo peligrosamente inestable.
Aegon lo obligó a sentarse. Cuando inhaló otra vez, un flechazo de realización lo golpeó ante las asfixiantes particulas que inundaron sus pulmones. Tosió, ahogándose, y Aegon apretó algo contra su cara, algo húmedo que le permitió respirar aire frío y aclarar un poco sus pensamientos. Todo estaba borroso. Sus oídos apenas lograban distinguir el crepitar de las brasas por encima del ruido de su propia cabeza.
Parpadeó cuatro, cinco, seis veces. Observó su habitación y descubrió el humo anegando toda la estancia por completo. Escondía las estrellas en su techo y apenas le permitía ver la luz parpadeante que entraba por la puerta.
Era naranja y rojiza, y se movía.
Era fuego.
—¿Qué–. . . —balbuceó, notando su propia garganta dolorosamente irritada. La voz le salió ahogada por el paño blanco.
Sintió su piel pegajosa bajo las mullidas frazadas. La ropa se le pegaba a la espalda y el cabello se sentía humedo contra sus sienes. No entendía. A través de una visión borrosa, Aemond solo podía sentir el calor ardiente tornando cada pensamiento un espejismo.
—¡Aemond!
Aemond se tensó, Aegon volteó con la misma velocidad.
—¡Aemond, sácame de acá!
Los golpes resonaron en su nuca, espabilándolo lo suficiente cuando procesó a Daeron gritándoles. Él se puso de pie con dificultad, Aegon ya lo había dejado para correr a la otra habitación.
—¡Aegon! —la voz desesperada de Daeron lo guió. Él golpeaba la puerta de su habitación desde dentro, podía escucharlo toser—. ¡No puedo abrir! ¡No puedo abrir! ¡Aegon! ¡Saquenme de acá!
Corrió junto a Aegon. El fuego se expandía por toda la casa con una velocidad alarmante. Las paredes ardían a sus costados y el calor abrasador perló su frente de sudor. Aemond podía sentir los segundos amenazándolo, tornando las llamas más y más grandes, y más y más peligrosas.
Aegon golpeaba la puerta de Daeron con su hombro. Su primer impulso fue agarrar la manilla, pero el acero hirviendo quemó su piel y le sacó un siseo.
—¡Cúbrete la cara! —ordenó—. ¡Daeron, cúbrete la cara y muévete de la puerta!
—¡Aemond! ¡Aemond, escúchame! —Aemond se detuvo solo para acercarse a la puerta. Aegon jadeaba a su lado. Un paño mojado no servía mucho contra la exposición constante y el mareo peligroso que lo envolvía—. Hay una–. . . Hay algo del techo cubriendo la puerta.
—¿Y tú ventana?
—El techo. . .
Aemond frotó su rostro.
—Cúbrete la cara, ¿me escuchas? —repitió, ignorando el palpitar doloroso de su cabeza—. Vamos a abrir. Te vamos a sacar. Intenta sacar esa cosa.
Daeron tosió y él golpeó la madera con una mano como respuesta.
—¡Otra vez! —gritó hacia Aegon.
Los dos golpearon la puerta. La estructura temblaba, pero no cedía. El fuego se revolvía a su alrededor y quemaba todas sus ideas, sus esfuerzos y sus pulmones. Aemond podía sentir su hombro hormigueando por el dolor, sus ojos lagrimeaba. Daeron al otro lado tosía. Tosía demasiado. Entre los dos se abalanzaban contra la madera, esta temblaba, se astillaba.
Aegon cayó de rodillas entre jadeos cuando después de casi un minuto no lograron más que romper una pequeña fracción. Él mismo tuvo que apoyarse, tragándose las arcadas.
Intentó golpear otra vez y entonces cayó al suelo junto a Aegon. Daeron golpeó la puerta al otro lado, lo escuchó deslizándose hasta sentarse a su lado.
—¡Vayanse!
Su sangre se congeló dentro de su cuerpo caliente.
—¡Vayanse de acá! —Daeron volvió a gritar. Su voz era una sinfonía rota, fraccionada entre toses, jadeos y algo muy similar a un sollozo. Él se acercó a la puerta—. Aegon, sácalo. No van a poder abrir. . .
Aemond se tensó cuando la mirada de Aegon se posó en él. Sus ojos estaban inyectados en sangre. La tela que apretaba contra su cara permanecía en algún lugar en el suelo y su cara estaba repleta de cenizas que volaban por toda la estructura.
Por una fracción de segundo Aemond temió la duda en sus facciones, como si Aegon realmente hubiese pensado la idea de dejar a Daeron allí y escapar.
Él negó, poniéndose de pie. Aemond lo imitó.
—¡Estamos juntos en esto! —él vociferó.
Daeron pateó la puerta.
—¡Vayanse! ¡No vamos a morir los tres!
—¡Ninguno morirá! ¡Te sacaremos! ¡Te sacaremos y viviremos los tres!
—¡Aegon, te lo suplico! —Daeron golpeó—. ¡Salgan de acá! ¡Salgan–. . . Por favor. . .
Aegon volvió a mecer la cabeza. La voz de Daeron sonaba contra la puerta, ahogada y destruída. Él mismo apoyó la cabeza en la superficie.
—Saldrás de ahí —juró—. O nos quedamos contigo hasta el final.
—¡No hay un jodido final! —él maldijo—. ¡Salgan de acá, hijos de puta! ¡No quiero que mueran! ¡No quiero esto! ¡¿Me escuchan?! ¡Si ustedes mueren Helaena quedará sola! ¡Escuchenme, locos de mierda–. . .
Aemond dejó pasar los insultos. Palmeó la espalda de su hermano y formó el número tres con los dedos. Contaron. Uno, dos, tres, y se estamparon al mismo tiempo contra la madera.
Uno, dos, tres. Golpe.
—¡Daemon los va a odiar más!
Uno, dos, tres. Golpe.
—¡Van a irse al infierno! ¡Suicidas imbéciles!
Uno, dos, tres. Golpe.
Los dos golpearon la puerta una cuarta vez, y entonces ambos se vieron cayendo. La estructura cedió y Aegon y Aemond dieron con el suelo de la habitación de Daeron, elevando cenizas. Sus brazos temblaban cuando intentó incorporarse. Tosía cada dos respiraciones. No respiraba. Todo daba vueltas. El calor era insoportable. Se descubrió pensando en la minúscula posibilidad de si ya habría muerto y en realidad todo ese lugar era el Infierno.
Tanteó, buscando ponerse de pie, y una nueva figura lo obligó a pararse. Divisó el cabello azabache de su hermano y entonces sus brazos salieron disparados hasta él, agarrando su cara para poder observar a detalle los ojos lila expandidos por la terrorífica sorpresa.
—Estás bien, estás bien —susurró, y Daeron asintió.
El cuerpo contra su pecho se sintió conciliador. Daeron apretaba su ropa y temblaba. Y jadeaba y las lágrimas trazaban surcos por sus mejillas sucias. Tenía que sacarlo de ahí. Él se había expuesto demasiado.
Algo más tiró de los dos. Aemond observó a Aegon empujándolos y entonces los tres se tambalearon por las escaleras. Entre los dos tuvieron que agarrar a Daeron antes de que él perdiera el equilibrio. Tropezaban, el calor abrasaba los bellos de sus brazos y les respiraba en la nuca. El crepitar espantoso se metía por sus oídos. Aemond luchaba con los mareos. Sus rodillas temblaban y Aemond pensó en si sería realmente el humo lo que lo tenía tan tenebrosamente desorientado. Daeron y Aegon no se veían mejor, pero al menos ellos sí se levantaron cuando el fuego los envolvió.
Los vidrios explotaron a su costado. Aemond siseó cuando algunos se clavaron en sus pies, pero no alcanzó a sentir ni un tercio del dolor. La sangre rugía por sus oídos. Ellos no alcanzaron a llegar a la mitad de las escaleras cuando descubrieron que la planta baja era puro fuego.
Su rostro ardió, Aegon volvió a tironearlos hacia atrás cuando un trozo del techo cayó, bloqueándoles el paso. Él gritaba cosas. Sus pies igual de descalzos dejaban pequeñas huellas oscuras sobre el suelo.
—¡Arriba! —vociferó—. ¡Arriba, arriba! ¡Rápido!
Empujó a Daeron y entonces hicieron una carrera asfixiante hasta el tercer piso.
Sus rodillas se doblaron a la mitad, incapaces de sostener su propio peso. Ni siquiera se fijó cuándo fue que Daeron y Aegon lo agarraron para ayudarlo a moverse. No lograba pensar. Los ojos le quemaban y pesaban. Logró hacer el camino empleando únicamente fuerza de voluntad, y cuando Aegon abrió la puerta de la habitación de Daemon, los tres cayeron entre toses al suelo. El humo era insoportable.
Aemond no lograba ver nada, pero de todas formas conocía esa habitación de memoria. Desde la cama contra la pared hasta los recortes de diarios con todas las veces que Daemon y su padre habían robado algún lugar y aparecido en las noticias.
Por el rabillo del ojo percibió a Daeron corriendo hacia la ventana. Él la abrió y se asomó. Él gritó algo. Él gritó demasiadas cosas. Aegon entonces se asomó y gritó también. Aemond no lograba enfocar la vista y fue ligeramente consciente de la situación cuando Aegon le ayudó a ponerse de pie y avanzaron hasta la ventana. Aemond se apoyó en la pared y respiró el aire helado que entraba por la ventana.
Había gente amontonada. Todos los vecinos gritaban. Los bomberos se amontonaban y extendían una tela enorme. Aemond vio doble por el alivio.
—Tú primero —ordenó a Daeron.
Él le lanzó una mala mirada, pero asintió y cuando recibieron el visto bueno, saltó sin dudarlo.
—Tú ahora —Aegon señaló.
Él asintió, pero antes de lanzarse se tambaleó hasta una de las paredes y tomó todas las fotos que sus manos pudieron abarcar.
Aemond no sintió la caída. Solo fue como un vacío en su garganta y el viento caliente golpeándole la cara. La frazada lo recibió y amortiguó el golpe. No fue capaz de bajar, en su lugar sintió como alguien agarraba uno de sus brazos y entonces al menos cuatro paramédicos estaban encima suyo.
—¿Tienen un número al que llamar? —una preguntó—. ¿Algún familiar?
Daemon. . .
Su pecho se contrajo con dolor cuando pronunció los números, uno por uno.
Observó la silueta de su hermano cayendo y siendo atrapado. Lo observó acercándose, siendo guiado por paramédicos. El tosía. Aemond no se dio cuenta que él mismo apenas podía conciliar dos palabras antes de que su garganta se retorciera entre toses.
Habían tres ambulancias y un enorme carro de bomberos que iluminaba todo con rojo y amarillo. Ellos evacuaban a cualquiera que no fuese esencial y armaban las mangueras para comenzar a extinguir el incendio.
Buscó a Daeron y lo descubrió en una situación similar. Pero los tres estaban bien.
Los tres estaban bien.
Los tres.
Aemond lo sintió como una puñalada, primero, luego como una cosa horrible provocando descargas eléctricas por todo su cuerpo. Aegon se paró cuando él mismo lo hizo, demasiado rápido. Él volteó hacia la casa en llamas. El fuego se reflejaba en sus ojos. Aemond no pensó. Un paramédico hizo el ademán por detenerlo, pero sus piernas estaban moviéndolo otra vez hacia la casa.
Otra vez hacia su habitación.
Hacia la jaula condicionada donde estaba su vieja iguana.
—¡Vhagar!
Aemond corrió. Ignoró el ardor agónico en su garganta y se movió por el puro impulso que le generaba salvar al único animal que lo acompañaba desde los diez años. Su animal. Su amiga.
Algo chocó contra su espalda y lo hizo caer. Cuando volteó, descubrió a Aegon deteniendo su marcha. Un poco detrás de él corrían bomberos y paramédicos. Aegon lo sostenía con todo su peso, y quizás en otra situación Aemond habría podido vencerlo, pero en ese instante apenas era capaz de mantenerse de pie.
—¡Déjame ir! —gritó—. ¡No puedo dejarla!
—¡No puedes entrar ahí!
Su puño cerrado se estampó con fuerza en una de sus mejillas. Fue algo inconsciente que resonó en sus nudillos. Aegon cayó a un costado, atontado, y Aemond aprovechó el descuido para pararse. Corrió otra vez. El fuego desde afuera lucía aterrador e imponente. Se erguía delante de él y devoraba su hogar. Su casa. Su vida y su infancia. Toda la estructura no era más que una enorme llama rojiza.
Alguien agarró su brazo. Otro más su torso y entonces todo su cuerpo estaba otra vez en el pasto congelado. Congelado porque era invierno y la nieve caía. Nieve y lluvia que en ese instante aparentemente se negaban a ayudarlos. Ni siquiera debería ser posible que su casa ardiese con tal intensidad considerando ese frío.
Su casa se quemaba en pleno invierno, y las cenizas que llovían eran perfectamente confundibles con copos de nieve.
Se retorció, encontrándose con los ojos enrojecidos de Daeron. Su corazón se comprimió. Se desgarró en dos partes desiguales porque estaba exponiendo a su hermano menor.
Porque Vhagar seguía escondida en su jaula, envuelta en llamas. Sola.
—¡Vhagar sigue dentro! —repitió, peleando con las náuseas—. ¡Por favor! ¡Alguien debe sacarla!
—¡No podrás entrar y salir de allá tú solo! —Daeron gritó de vuelta.
—¡Vhagar no podrá–
—Uno de los nuestros la buscará —un bombero anunció, deteniendolo en seco. Él agarró sus hombros y lo obligó a enfocar la mirada—. Entraremos y la sacaremos. Danos una descripción.
—Es–. . .
Las palabras del bombero quedaron en el aire. Sus palabras quedaron en el aire. No porque no tuviese qué decir, sino que porque toda la estructura de pronto estalló.
Aemond lo escuchó primero. No sonaba como en las películas, donde resonaba y el suelo temblaba y todo salía por los cielos impulsándolos en una onda expansiva mortal y abrasiva. Pero sí rugió. Sus oídos dolieron ante el atronador sonido. Un bombero lo empujó, pero ninguno estuvo preparado porque nadie realmente esperaba una explosión de ese calibre desde el interior de una casa en llamas.
Pedazos de madera y escombros volaron por el aire. La gente gritó. El calor golpeó su cuerpo, lo empujó como una fuerza invisible y devastadora y lo único que le impidió recibir verdaderos daños fue el bombero que alcanzó a lanzarlo al suelo. En sus retinas quedó impregnada la imagen de toda su vida consumiéndose en microsegundos.
Sus fotos. Sus libros. Sus planes. Sus recuerdos. Sus padres. Daemon.
Y Vhagar.
Vhagar. Vhagar. Vhagar.
Cayó al suelo impulsado por la onda expansiva.
Todo se oscureció.
—Así no era la receta.
Aemond volteó, Daeron le estaba extendiendo el recetario. Miró otra vez la cocina.
Ciertamente así no era la receta.
—¿Pero qué–. . .
Alguien detrás suyo jadeó, y entonces los dos observaron a su tío avanzar con velocidad hasta el desastre de llamas. Él apagó la cocia y palpó el fuego con un paño limpio hasta que este se desvaneció, dejando en su lugar una esquina completamente carbonizada.
Daemon estaba vertiendo agua sobre la mezcla humeante cuando su madre se asomó también, guiada por el fuerte olor y probablemente la nube gris que debía extenderse por una zona amplia de la gran casa.
—¡¿Qué hicieron?! —ella exclamó, avanzando también para observar la silla oscurecida—. ¡¿Cómo se les ocurre?!
—Nosotros no–. . . —intentó explicar, pero fue interrumpido.
—¡Podrían haber quemado toda la casa! —dijo—. ¡Podríamos habernos quemado todos!
Aemond apreció el labio inferior de Daeron temblando ante el grito. Él mismo sintió sus ojos tornándose dolorosamente cristalinos cuando se enfrentó al enfurecido rostro de su madre.
—¡Lo último que necesita Viserys es esta clase de ambiente! ¿Le quieren complicar más las cosas a su padre?
Daeron sollozó. Algo bajito que se perdió entre los gritos que estaban recibiendo.
—Le queríamos hacer el desayuno —balbuceó, notando que Daemon se enderezaba algunos metros detrás de ella—. En el recetario–. . .
—¡Ese recetario es para adultos!
—Pero–. . .
—¡No! —los dos retrocediendo un paso—. ¡Aemond, ya eres lo suficientemente mayor como para–. . .
—Creo que ambos ya lo entendieron, Alicent —Daemon intervino. Él no dijo más. Y su madre paseó la mirada desde su tío hasta ellos, y sin decir otra palabra se retiró emitiendo un bufido.
Daemon suspiró. Sus ojos se posaron en ambos, primero en él y luego en su hermano. Aemond frotó sus ojos con su manga sucia. Se sentían calientes y picaban. Daeron junto a él emitía un llanto silencioso. Daemon se movió con lentitud, Aemond pudo verlo a través de las lágrimas. Él se acuchilló delante suyo y frotó sus propios ojos.
Daemon no era paciente. Pero de algún lugar conseguía mantenerse sereno.
—Eso fue peligroso —él dijo—. Podrían haberse hecho daño.
—Te íbamos a hacer el desayuno —murmuró Daeron sorbiendo por la nariz, la voz le salía entrecortada—. Íbamos a hacer panqueques.
Daemon suspiró, otra vez. Él llevó una mano hasta la cabeza de su hermano, despeinó el cabello albino y lo tomó en brazos. Daeron sollozó contra su cuello. Luego se dirigió hacia él. Aemond apartó la mirada y escondió sus dos dedos quemados detrás de su espalda.
—No lo escondas si te duele —Daemon señaló, apuntando la mano oculta—. Muéstrame.
Extendió su mano, la piel estaba rojiza y le ardía. Pero le dolía más no haber sido capaz de cocinar correctamente algo tan básico. Y aún más que Daemon lo hubiese pillado.
Él sostuvo sus dedos con cuidado, observó como su tío ojeaba la zona lastimada antes de mirarlo a él otra vez. Dejó su mano y llevó su extremidad hasta su rostro. Él enjuagó las lágrimas, Aemond sintió como sus ojos se llenaban otra vez y entonces Daemon lo acercó hasta que su brazo restante también lo estuvo abrazando.
—Perdón —susurró contra la ropa. Daemon seguía en pijama, seguramente el olor a humo lo había despertado. Daemon acarició su propio cabello—. No te enojes. . .
—No estoy enojado.
Aemond asintió.
—Pero si lo hacen de nuevo. . . —Daemon dejó la frase inconclusa, su tono fue exageradamente amenazador. Daeron sonrió entre sollozos—. Lavense las manos, limpiaremos este desastre antes de que Alicent vuelva y nos eche a los tres de la casa.
—¿Y los panqueques? —preguntó Daeron.
Los tres se giraron y observaron como Caraxes lamía la mezcla que se había desparramado por el suelo. Daemon hizo una mueca breve como respuesta.
—Los haremos de nuevo —sentenció.
Los tres dedicaron el resto de la mañana a limpiar la cocina y volver a preparar todo. Esta vez Daemon se encargó de recolectar los ingredientes y ellos de ayudarlo. Cocinaron panqueques, Helaena se les unió después para comer junto con Aegon. Entre los cuatro subieron una bandeja decorada hasta la habitación de sus padres y estuvieron junto a ellos mientras él comía.
Daemon se había apoyado en el marco de la puerta. Daeron seguía abrazado a su pierna.
—También íbamos a hacer para ti —él señaló, y Aemond asintió.
—Está bien, no me gusta mucho el azúcar.
—Pero–. . .
—Está bien. . .
Aemond lo observó por algunos segundos. Su voz se había tornado algo distorsionado y su imagen sonriente de pronto ya no era más que una perspectiva opaca. Volteó hacia su padre, pero la cama estaba vacía. Cuando intentó buscar a Daemon otra vez, descubrió que la habitación estaba igual de desértica.
Las llamas lo rodearon como dos enormes manos. Aplastaron su cuerpo y enviaron choques de dolor ardiente por todo su cuerpo.
—Está bien. . . —Daemon susurró otra vez, hacía eco en las paredes.
El suelo se abrió debajo de sus pies y Aemond cayó. El suelo se precipitaba con una velocidad imparable. Aemond cubrió su rostro de forma inconsciente y aguantó la respiración.
Entonces despertó. Sus ojos se abrieron de golpe y una bocanada de aire desesperado inundó sus pulmones.
Observó las cenizas cayendo sobre su cara como nieve. Lo ensuciaban, pero eso daba igual. Ya estaba sucio por el hollín. Todo a su alrededor estaba difuminado y ensordecido por un pitido constante demasiado ruidoso.
Ladeó la cabeza y alcanzó a percibir el cuerpo inconsciente de Daeron en otra camilla. Él mismo se movía. Una mascarilla sobre su cara, otra vez, llenaba sus pulmones de oxígeno. No tuvo la fuerza para quitársela. Sus dedos pesaban. Sus brazos ardían.
Aemond no supo cuánto tiempo pasó inconsciente, pero al ladearse otra vez, descubrió a su tío a su lado. Daemon. Daemon caminaba junto a él. Él hablaba. Podía ver sus labios moviéndose.
—Estás bien —él aseguró—. Estás bien.
Daemon estaba ahí. Daemon se haría cargo.
Sus ojos estaban empañados en dolor. Algunas cenizas caían sobre su cabello albino. El avanzaba a su costado. Lucía demasiado real como para ser una alucinación.
—Daem–. . .
—No hables —él dijo, pudo oír eso. Una mano se posó en su frente—. Estarás bien, van a estar bien, iré justo detrás de ustedes.
La casa ardía detrás de él. Emanaba nubes y nubes de humo que los envolvían y amargaban todo el aire a su alrededor. Aemond podía olerlo aún con la mascarilla sobre su cara.
Él había inhalado demasiado. Él humo ardía en su garganta. Quemaba su traquea e intoxicaba sus pulmones de una manera cruel y despiadada.
Aemond no respiraba a través del dolor. No veía nada por encima de esa nube gris y negra. Solo escuchaba a Aegon tosiendo a su costado y la sirena demasiado lejana. Todo era borroso. Todo se distorsionaba. Las cosas dentro de su cuerpo giraban y se retorcían. La cabeza le dolía. Le martilleaba. No podía pensar.
Pero Daemon estaba junto a él, y apreciaba el fuego lamiendo los tristes despojos de la estructura con una frialdad tenebrosa. No había lila en sus ojos. Todo era rojo y naranjo dentro de la oscuridad vacía en sus pupilas. El fuego bailó en sus iris, tiñó cualquier atisbo de color y abrasó hasta la mínima pizca de piedad.
Lo subieron a la ambulancia. La luz blanca lo hizo cerrar los ojos.
Aemond no volvió a despertar.
A
Me disculpo por la demora, anduve trabajando hasta y no me dio el tiempo de escribir el capítulo.;;;
No tengo mucho que decir. Como dato curioso, Luke solo ha dicho el nombre de Aemond cuatro veces en toda la historia.
¿Por qué se generó el incendio?
besitoslxsquieromucho.
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