PRÓLOGO
PRÓLOGO
Había un extraño dolor punzante en su cabeza, nunca sintió algo igual, era extraño, abrumador en algún punto, como si un jodido y pequeño mono diera palmadas en su cien cada dos segundos. Entre pequeños silenciosos jadeos forzó a la pesadez de sus ojos irse, y así poder abrirlos de una vez por todas. La luz del sol filtrándose desde las ventanas le hizo volver a cerrarlos, ¿Por qué duele tanto? No lo entendía, había un sentimiento de confusión mareandola. Se sentó en la cama casi tan rápido que las colchas blancas podrían haberse ido volando –como si fuera posible–, con la mirada clavada en un punto fijo de la estrecha habitación empezó a repasar las esquinas. Y se preguntó: ¿Dónde estoy?
El suave roce de sus hebras castañas, el aroma exquisito a café y… un dolor punzante a lo largo de su brazo. Bajo la mirada allí donde una larga cicatriz no del todo curada se extendía hasta el final de su codo, manchó su piel la barbaridad de esa herida no identificada. Comenzó a desesperarse del silencio, porque en su cabeza no había nada, estaba vacía como el jarrón de la mesita de luz, donde debería haber flores nuevas. Estaba adherida a un único pensamiento: ¿Quién soy?
Han pasado diez minutos desde que abrió los ojos por primera vez, era un renacimiento. No supo porqué se hallaba en una habitación de, al parecer, un segundo piso. O porque ni siquiera podía hablar correctamente para pedir ayuda, que alguien la socorra de su laguna mental, está mareada y vacía en pensamientos, pero sobrepasada de emociones.
A punto de levantarse de la gran cama, la puerta hizo un desagradable ruido y la volvió a asustar. En un sobresalto vio a la persona que entraba con una mueca de sorpresa.
—Despertaste. —dijo sin creerlo, sus pasos se hicieron más rápidos para llegar a su lado, y se sentó en el borde con total confianza.
A la mujer no le agradó aquel atrevimiento, ¿Cómo un sujeto desconocido entró y le habló… con tanto amor e ilusión? No quiso darle tiempo a seguir hablando cuando se levantó de las calentitas colchas y tomó entre sus manos el jarrón de cristal vacío.
—¿Quién eres? —apuró su respuesta, con el ceño fruncido y palmas temblando. La falda del camisón se mueve.
En la habitación se filtraba por las ventanas apenas abiertas una fría ráfaga de viento, parece ser invierno y las hojas de los árboles han caído. Sus ramas impactan contra el cristal.
El hombre alto de tez blanca no se movió de la cama, y con una tenue sonrisa respondió:
—Tú salvador.
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