Capítulo 3: Isabel"
Alice estaba sentada en el suelo, llorando sin control. Sus sollozos llenaban el aire frío de la noche, entrecortados, casi como si no pudiera respirar. Las manos le temblaban al sujetar el pañuelo que ella le había dado para detener el sangrado de su nariz. Todo dolía: su cuerpo, su cabeza, sus pies, pero lo peor era el peso en su pecho, un miedo aplastante que no podía sacudirse.
Ella estaba arrodillada junto a Alice, en completo contraste con el caos de la chica. Mantenía su postura firme, con las piernas dobladas bajo su cuerpo y su espalda recta, como si estuviera inmune al frío de la acera o al desorden de la situación. Sostenía su taser en una mano, y su mirada azul se enfocaba en Alice con una calma que resultaba desconcertante.
Alice levantó la vista brevemente, solo para encontrarse con esos ojos inexpresivos que la miraban de una manera que no sabía descifrar. No había burla, pero tampoco calidez. Eran directos, penetrantes, como si estuvieran buscando algo. Nadie la había mirado así antes, y eso la hacía sentir aún más vulnerable.
Ella rompió el silencio, tendiéndole el taser.
—Toma. Quédate con esto.
Alice parpadeó, confusa, y luego negó frenéticamente con la cabeza.
—¿Qué? No... no puedo, yo no... —balbuceó entre lágrimas.
—Sí puedes —respondió ella, su voz tranquila pero firme, sin dejar lugar a discusión—. Lo necesitas más que yo.
Alice miró el taser que ella sostenía frente a ella, pero en lugar de tomarlo, rompió a llorar de nuevo.
—No sé qué habría hecho si no hubieras estado ahí... —dijo entre sollozos, las palabras saliendo en desorden—. Pensé que iba a morir. Pensé que ese hombre... que él... que yo... —Se interrumpió, incapaz de articular el resto de la frase.
Ella seguía sosteniendo el taser, en completo silencio, mientras observaba a Alice con esa mirada fría, como si estuviera esperando a que terminara.
—Fue el momento más aterrador de mi vida —continuó Alice, sin detenerse—. No sabía qué hacer, no podía moverme, no podía gritar. Y luego tú... tú llegaste, no sé cómo. No sé qué habría pasado si no hubieras aparecido.
Finalmente, tomó el taser con manos temblorosas, aferrándolo como si fuera un salvavidas.
—Lo siento, lo siento tanto... —balbuceó entre lágrimas—. No sé cómo agradecerte, de verdad, no sé cómo...
Ella suspiró, un sonido bajo, casi imperceptible.
—Ya basta —dijo con un tono neutro, pero que contenía un borde de impaciencia—. No te disculpes tanto.
Alice se quedó callada por un momento, mirándola como si esperara que dijera algo más, pero no lo hizo. En cambio, volvió a mirarla con la misma calma distante que había mostrado desde el principio, como si nada de lo que Alice dijera pudiera conmoverla.
—Mi mamá tenía razón... —continuó Alice después de un silencio, las lágrimas volviendo a caer con más fuerza—. ¡No debí venir! Ella me dijo que no estaba preparada, que la ciudad no era para mí. ¡Tenía razón! Yo... yo estoy tan asustada...
Ella suspiró otra vez y rompió el silencio, cambiando de tema.
—¿Cómo te llamas?
La pregunta desconcertó a Alice, como si no tuviera sentido en medio de todo.
—¿Qué?
—Tu nombre —repitió ella, esta vez con un tono ligeramente impaciente—. ¿Cómo te llamas?
—Alice.
Ella asintió una vez, como si el nombre confirmara algo que ya sabía.
—Alice, eres una tonta.
Alice parpadeó, sorprendida. El comentario fue tan directo que no supo cómo reaccionar.
—¿Qué?
—Eres una tonta —repitió ella, esta vez más suavemente, pero sin perder la firmeza—. Esa zona es horrible. Nunca deberías haber entrado ahí, mucho menos sola. ¿Sabías siquiera a dónde ibas?
Alice bajó la mirada, avergonzada.
—Yo... no. Quería ir a los clasificados. Mis amigos dijeron que había un lugar cerca para buscar empleo, pero...
Ella frunció el ceño.
—¿Cerca? Eso está al otro lado de la glorieta, no aquí.
Alice levantó la vista, confundida.
—Pero yo fui enfrente de la glorieta...
—No enfrente como lo ves tú, enfrente hacia donde apunta la cabeza del hombre que monta el caballo.
Alice parpadeó, sintiéndose aún más estúpida.
—Pensé que...
—Pensaste mal. Esta zona no es para distraídos como tú. Aquí no deberías estar ni de día, y mucho menos de noche. Tuviste mucha suerte de que te viera —dijo, sin rodeos.
Alice no pudo evitar romper a llorar de nuevo.
—Solo quería un empleo... —murmuró, con la voz ahogada por los sollozos.
Ella se quedó en silencio por un momento, como si estuviera pensando en qué decir. Luego, con un tono más neutral, respondió:
Ya tendrás un empleo. Ahora lo importante es que entiendas que esto es peligroso y que debes tener cuidado. O mejor aún, regresa a tu pueblo.
—Lo siento... —dijo Alice, entre lágrimas.
Ella sacudió la cabeza.
—No necesitas disculparte conmigo. Yo no soy tu madre. Si quieres disculparte, hazlo contigo misma.
Alice la miró, aún llorando.
—¿Por qué me salvaste?
La pregunta pareció detenerla por un momento. Bajó la mirada al taser en su mano, pensativa, antes de responder.
—No lo sé bien. Solo... no pude dejarte sola cuando te vi.
Alice frunció el ceño, confundida.
—¿Me viste?
—Te seguí por más de diez cuadras. Caminabas distraída hacia esta zona, y nunca te diste cuenta.
Alice abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera, las sirenas de la policía cortaron el aire.
Un coche patrulla y una ambulancia se detuvieron cerca, y dos policías salieron rápidamente del vehículo. Uno de ellos, un hombre alto con un bigote grueso, se acercó a ella mientras el otro hablaba por radio.
—¿Todo bien aquí? ¿Qué pasó?
Ella se levantó lentamente, como si el esfuerzo fuera innecesario, y comenzó a explicar lo sucedido. Su tono seguía siendo calmado, casi distante, mientras relataba cómo había visto a Alice caminar sola hacia la zona, cómo había intervenido cuando el hombre la atacó y cómo lo había ahuyentado.
Alice apenas escuchaba. Seguía en el suelo, sujetando el pañuelo contra su nariz mientras miraba las luces de la ambulancia reflejarse en el pavimento. Todo parecía irreal, como si estuviera viendo una película y no viviendo su propia vida.
—¿Parentesco con la víctima? —preguntó uno de los policías, apuntando algo en su libreta.
Alice levantó la cabeza, todavía aturdida. Su voz salió débil, temblorosa.
—Es... mi amiga.
Ella giró la cabeza para mirarla, arqueando una ceja con incredulidad. No dijo nada, pero la expresión en su rostro dejó claro que no esperaba esa respuesta.
—Entendido —dijo el policía, anotando algo. Luego miró a Alice—. ¿Está herida? ¿Puede ponerse de pie?
Antes de que Alice pudiera responder, un paramédico se acercó y se arrodilló junto a ella.
—Vamos a llevarte al hospital para asegurarnos de que todo esté bien —dijo el paramédico, sacando una linterna pequeña para revisar sus pupilas.
Alice asintió lentamente, pero cuando el paramédico intentó ayudarla a levantarse, se giró hacia ella.
—Tengo miedo —murmuró, su voz apenas un susurro.
Ella miró las puertas abiertas de la ambulancia. Parecía dudar, sus ojos bajando al suelo por un momento. Luego miró al cielo, como si buscara algo en las estrellas. Finalmente, suspiró, y antes de que Alice pudiera decir algo más, subió a la ambulancia detrás de ella.
Cuando finalmente subieron, Alice se dejó caer en la camilla con una sensación de alivio mezclada con un miedo residual. Ella, en cambio, tomó asiento junto a la pared, con las piernas y los brazos cruzados y la espalda rígidamente apoyada contra el respaldo. Su postura era cerrada, visiblemente incómoda, como si el simple acto de estar allí fuera un esfuerzo que preferiría evitar.
Alice la miró de reojo, tratando de calmarse. A pesar del silencio de la chica y su actitud distante, su mera presencia era suficiente para que el miedo comenzara a disiparse.
Alice nerviosa, sintió un extraño impulso de hablar.
—¿Cómo... cómo te llamas? —preguntó en voz baja, casi titubeando.
Ella giró apenas la cabeza, y por primera vez desde que habían subido a la ambulancia, sus ojos azules se encontraron con los de Alice.
—Isabel —respondió, su tono tan bajo y desinteresado que casi pareció un suspiro.
Alice repitió el nombre en su mente. Isabel. Le parecía un nombre tan misterioso como la chica misma.
—Yo, Isabel... —dijo con un hilo de voz, y después de unos segundos añadió—: Lo siento, de verdad... lo siento tanto.
Isabel exhaló con fuerza, como si estuviera perdiendo la paciencia.
—Si tienes tanto tiempo para disculparte, mejor da las gracias.
Alice parpadeó, sorprendida, pero luego asintió lentamente.
—Gracias...
Isabel no dijo nada más. Volvió a fijar la mirada en la pared de la ambulancia, mientras Alice la observaba de reojo. A pesar de su tono seco y su evidente incomodidad, había algo tranquilizador en tenerla allí. Su sola presencia hacía que el miedo que aún latía en su pecho se sintiera un poco más soportable.
El motor de la ambulancia rugió al arrancar, y Alice cerró los ojos, dejándose llevar por el cansancio. Por primera vez desde que todo comenzó, sintió que podía respirar de nuevo.
Isabel permaneció en silencio, sus ojos fijos en un punto indeterminado de la pared de la ambulancia, como si estuviera en otro lugar, muy lejos de allí.
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