V.

«Lo bueno de los días malos es que solo duran veinticuatro horas»

Eso era lo que Kirishima había escuchado de su madre alguna vez, pero aquel consejo no le servía de mucho en repetidas ocasiones.

Sobre todo, cuando la luna llena se deslizaba entre las nubes y su luz bañaba todo el continente. Eran menos de veinticuatro horas, pero cuánto sufría en ese lapso de tiempo. Lo bueno sería que fuera un dolor físico, pero ni se acercaba.

Verse reflejado en el agua en su verdadera forma, le causaba una desazón de sentimientos que se entremezclaban con los felices que hubieran podido ser de no vivir en una sociedad dispuesta a juzgarlo.

O, quizá, de haber aprendido a aceptarse.

Suspiró mientras miraba la luna llena, desplazándose hacia uno de los árboles con tantas hojas que nadie sería capaz de descubrir su silueta entre las miles que se adivinaban en las sombras, y siguió contemplando la luna casi embelesado.

No sabía si era una buena idea ir a Drache. Seguramente dejaría a su compañero en la frontera y daría media vuelta. No le gustaba mentir, ni mucho menos, pero era consciente de que, de saber cómo era él, Bakugou Katsuki se hubiese alejado por completo, y Kirishima necesitaba algo de compañía humana o acabaría volviéndose loco.

Todo por culpa de la luna llena, a la que los lobos y los humanos tanto veneran. Entonces sonó un aullido, aunque no se sorprendió, pues había algunos lobos que se escondían en Mann, en los bosques más profundos.

Lo que sí le llamó la atención era ese aullido tan lleno de desesperación como lo estaba él. Como si no pudiera seguir huyendo.

No podía seguir escondiéndose siempre de todos, algún día tenía que adaptarse y vivir en un sitio fijo.

Algún día...

Pero Kirishima veía muy lejano ese día. Sobre todo con lo que cargaba encima. No era normal, en ningún lugar. Ni en Drache, ni en Mann, y menos en Wolfshund. No era un defecto que se pudiese ocultar para siempre en su interior.

Cada luna llena saldría, ante su luz, su verdadera apariencia, y no podía seguir escondiéndose de la diosa cada vez que apareciese. No era una vida.

Sus ojos se llenaron de lágrimas. Lágrimas de frustración y rabia, lágrimas que quería enseñar a todo Mann, a todo Drache. A todo Dreieck si era necesario. Que viesen que él también sentía, que no era un monstruo.

Y que también le dolía el rechazo.

Otro aullido volvió a resonar, como si estuviese llorando por él también. El aullido que se lamentaba a la luna se mezclaba con sus propios sollozos, como si ambos rogaran una liberación de su condena a la diosa, que observaba desde arriba con su impertuabilidad, sin misericordia por esas pobres almas en desgracia que estaban condenadas a huir de ella y a la vez nunca estarían libres.

Entonces, Kirishima gritó. Un rugido tan desgarrador que, de haberlo escuchado alguien, hubiera salido corriendo. Pero solo estaban él, el lobo que aullaba incluso más alto que él, y la diosa a la que dirigía todas sus quejas y culpaba de su desgracia.

Con las manos, apretó tan fuerte la rama en la que estaba posado que empezó a arder en llamas, como si el Sol hubiese concentrado todo su calor en esa rama que se convirtió en cenizas. Kirishima emprendió el vuelo y aplicó un hechizo de agua para apagarlo.

Sus alas, casi nunca usadas, se agitaron con suavidad. El viento las rozaba casi acariciándolas, y Kirishima trató de recordar la última vez que voló más alto de las copas de los árboles.

No pudo recordar.

Siempre había ido por debajo, con miedo a que lo vieran. A veces, ni siquiera salía de casa por miedo a que pudiesen distinguirlo entre las sombras. Pero en el bosque, no tenía demasiado que temer, puesto que no había nadie.

Agitó sus alas y voló más alto. Sintió que casi podía tocar la luna de lo alto que volaba. Un ligero mareo al mirar abajo fue el único inconveniente, pero sabía que sus alas no le fallarían.

Quizá eso era lo más doloroso. Que tuviese que ocultarlas incluso cuando sabía que serían mucho más útiles que incluso un par de piernas. Eran tan bonitas, tan confiables... y a la vez, constituían toda la razón de su infierno.

Descendió hasta el río, aunque bastante alejado de la hoguera que había encendido con su nuevo compañero de viaje, y se miró en el reflejo del agua.

El rostro de un muchacho de ojos rojos como sus alas, y de cabello ahora negro, le devolvió una entristecida mirada. La luz de la luna quedó opacada por una nube transitoria, lo que dio lugar a que la magia se activara y su cabello se volviese rojo, haciendo desaparecer sus alas y su cola.

Pero solo era una ilusión, pasajera como esa nube. En realidad, sus alas seguían estando ahí, escondidas, invisibles, pero ahí. Al igual que su cola. Tenía que hacer verdaderos malabares para que no se notase la rotura de la ropa que llevaba puesta, y para que nadie se le acercase sin antes chocar con sus alas.

Se derrumbó sobre sus propias rodillas cuando la luna volvió a hacer efecto sobre él. Las lágrimas ardían en sus ojos y se deslizaban como lava ardiente sobre sus mejillas, apagándose en la corriente del río.

Nunca sería una persona normal.

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