11. ¿Has pensando en todos esos Y sí que nos envuelven?
Halsey - Castle (1:48 – 2:44)
Hago una lista mental de cualquier agravio que Henry Bauer pueda utilizar en mi contra para poder guardarlos bajo llave y evitar muestras de falta de control o vulnerabilidad antes de entrar al edificio de Moon Records, dónde él y su equipo me están esperando.
1. Me "descubrió" como cantante cuando yo tenía trece años e invirtió en mi cuando nadie más iba hacerlo.
2. Que hay mejores cantantes que yo en las que él podría invertir su tiempo y dinero.
3. El poder que tiene sobre mí y mi música. Cada paso que doy, es controlado por él.
4. Que no tengo el talento suficiente y sin mi cara bonita, no hubiera llegado muy lejos. Y que al final nada de lo que haga será suficiente.
5. Siempre siendo juzgada por mis errores pasados a pesar que he aprendido de ellos y era solo una jovencita cuando los cometí.
6. Que estoy sola en este medio y que siempre lo estaré.
7. Mi madre.
Me repito la lista una y otra vez en mi cabeza antes de entrar al edificio y ser recibida por la asistente de él, que me lleva hasta el ascensor privado y nos dirige hasta su oficina.
—El señor Bauer la está esperando.
El sabor de mi boca se vuelve amargo, atrás quedó el dulce sabor de las magdalenas y mi estómago se revuelve al entender que voy a estar a solas con él en su oficina. E incluso aunque no quiero, no hay mucho que pueda hacer. Todo lo que me queda es esperar a que mi contrato termine.
Solo dos años más y seré libre —me recuerdo.
He estado pensando en que cuando ese momento llegue, me voy a retirar de la música, salir de esto bajo mis términos. Porque estoy segura que Bauer no estará feliz con perderme como artista de su disquera y hará todo lo posible para destruir mi carrera.
En dos años, una vez que el contrato finalice, seré solo otra estrella quemada con una reputación arruinada y dudo que haya una disquera que quiera invertir en mí e incluso sí lo hiciera todo por mi cuenta, el poder que él tiene en este medio es... No, no voy a luchar contra él, estoy cansada de luchar.
—Gracias —le digo a la asistente y entro a la oficina.
Me está esperando y odia esperar.
Me siento en la silla frente a su imponente escritorio y evito mirar alrededor, porque sé que no hay nadie. Estamos solos los dos.
Sonríe cuando me ve y se levanta de su sillón. Es un hombre alto, de hombros anchos y figura voluminosa. Es dos veces —tal vez incluso tres—, más grande que yo. Lo que le permite inmovilizarme con facilidad y es algo que ha hecho varias veces. Demasiadas que he perdido la cuenta. Cuando eso sucede, lo único que hago es cerrar los ojos y fingir que todo eso le está sucediendo a alguien más. No a mí. Es más fácil lidiar con todo de esa manera.
—Te estaba esperando. Es muy mala educación de tu parte hacerme esperar por tanto tiempo. Cómo te he dicho, los negocios no esperan. Y tú, Drea, eres mi negocio.
Me mira de pies a cabeza y no puedo evitar sentirme enferma ante su sucia mirada.
Me perteneces —me recuerda cada vez que puede.
He tratado de evitar que suceda, de evitar que él me utilice una y otra vez a su antojo y conveniencia. Pero Henry es demasiado fuerte y es prácticamente dueño de mí y mi carrera. Y no importa lo mal que las cosas se pongan, no puedo sacrificar mi música y la carrera que he conseguido.
Si lo hago, todo por lo que he luchado y sacrificado. Las personas que he tenido que dejar. Todo aquello, sería por nada, solo un desperdicio de dolor, vicios y lágrimas.
—¿Qué quieres?
Avanza hacia mí y señala el sofá blanco de su oficina con el mentón, sin apartar sus ojos de los míos. Cómo he llegado a odiar ese maldito sofá.
Me levanto y camino hasta ahí, Henry viene detrás de mí. Su olor me causa náuseas y debo hacer un gran esfuerzo para evitar vomitar. Comer esas dos magdalenas antes de venir aquí fue una muy mala idea.
Puedo soportar esto —me recuerdo—. Ya lo he hecho antes. Es solo otra raya más al tigre.
Pero ha esté punto, tengo tantas rayas que perfectamente podrían confundirme con un puma.
—De frente. Quiero ver esa linda carita que tienes.
Maldito infeliz.
Es rudo y me lastima de tantas maneras posibles, que todo lo que me queda por hacer es cerrar los ojos y fingir que no soy yo, mientras unas manos ásperas empiezan a recorrer mi cuerpo.
—Veras a Harold Harris este fin de semana —me dice una vez que termina y se levanta para acomodarse la ropa—. Cenaras con él y serás una buena chica o ya sabes lo que puede suceder.
Hemos hecho este mismo baile tantas veces antes y eso no hace que se vuelva más fácil, por el contrario, cada vez es peor.
No respondo. Me levanto y camino hasta uno de los espejos redondos que hay en la oficina para acomodar mi maquillaje y cabello. Acomodo también mi ropa e intento fingir que no siendo asco por mí misma.
—Por cierto, Drea, ¿cuánto tiempo llevas sobria?
Giro mi cuerpo hacia él y levanto una ceja. Los bellos de mi nuca se erizan ante su mirada.
—Cuatro meses y medio limpia de drogas —respondo con una sonrisa.
Aplaude y deja caer sus manos a sus costados antes de soltar una carcajada.
Se río de forma similar la primera vez que me dio aquel trago de whisky y me miró de la misma manera en la que me está mirando ahora cuando inhalé aquellas líneas de cocaína.
Tenía catorce años cuando eso sucedió.
—¿Y no estás cansada, Drea? Cansada de luchar todos los días, de tratar de callar la necesidad de consumir un par de gramos. Qué sentido tiene luchar todos los días. ¿Verdad?
Saca una pequeña bolsa con unas pequeñas pastillas que no recuerdo haber visto antes y mueve la bolsa frente a mí cara.
Trago saliva e intento apartar la mirada, pero no puedo porque recuerdo la sensación que experimenta mi cuerpo cuando esas pastillas ingresan a mi sistema. Recuerdo como todo se apaga y todo lo malo se vuelven nada.
—Sabes que no puedo.
—No, claro que puedes, solo te dejaste llevar la última vez porque estabas muy deprimida, pero ahora estás mejor y un poco de esto, no te hará daño. Solo aliviará lo malo y te ayudará a seguir siendo la gran estrella que eres.
Sería tan fácil estirar mi mano y tomar la bolsa con las pastillas.
—Puedes controlarlo, Drea y has sido tan buena que lo mereces. Es tú recompensa por el gran trabajo que has hecho y una celebración adelantada por los conciertos programados que tienes.
—No.
—¿Por qué no? Puedes manejarlo está vez.
Está vez...
La última vez que consumí, fue después que mi mamá me encontró en el baño de la casa en la que vivía en New York.
Le mentí, le dije que quería ir a casa, que quería sanar y que necesitaba descansar. Esperé hasta que ella se durmió y salí de la casa, tomé algunas cosas y fui a buscar droga, ¿qué más pensó ella que haría? Ella jamás debió pensar que un discurso y una conversación de una hora ayudaría y me abriría los ojos.
Pero mi madre me encontró.
Mentiste —fue lo primero que me dijo al encontrarme en una casa llena de humo rodeada de otros adictos pertenecientes a esta jodida industria, sentada en un caro sofá con mi cabeza hacia atrás y mi mente nublada por las drogas.
—Considéralo un regalo de mi parte —me dice y deja la bolsa en mi mano antes de darme un beso en mi mejilla y regresar a sentarse detrás de su escritorio.
Me quedo quieta, mirando las drogas en mi mano y cierro mis dedos apretando la bolsa y pensando en las razones por las que no debo hacer lo que mi cuerpo me grita que haga.
Debería tirarlas y seguir mi camino, pero en su lugar, las guardo en mi bolsillo y salgo de la oficina de Henry para dirigirme de regreso a mi apartamento y poder tomar una larga ducha. La necesito.
Me meto en la ducha y abro el agua lo más caliente que pueda antes de comenzar a frotar de forma vigorosa mi cuerpo, tratando de lavarlo a él y sus manos sobre mi piel. Aunque sé que nunca podré. Y es solo hasta que mi piel se pone rosada por el calor que busco a tientas por encima de mi cabeza a lo largo de la repisa hasta que mis dedos encuentran la hoja de afeitar en mi escondite.
—No lo volveré hacer. Está es la última vez —me digo, igual que lo hice las otras veces.
Busco los lugares de mi cuerpo que nadie va a ver y trabajando de forma rápida y eficiente, corto mi piel, una y otra vez hasta que el dolor físico eclipsa el dolor emocional.
Dejo caer la navaja al suelo y me giro para mirar hacia el grifo, dónde el agua se va descoloriendo. Me quedo de pie hasta que mi piel deja de sangrar y limpio toda evidencia de lo que ha sucedido para evitar que Jenny vea algo y le cuente a mi madre. Lo último que necesito ahora son regaños que no me servirán de nada.
Mis dedos llenos de marcas por las cuerdas de la guitarra se enredan en mi cabello negro y se deslizan tratando de peinarlo. Me gusta hacer esto después de un mal día.
Hubo un tiempo donde lo hacía casi todos los días.
Aquello me hace pensar en Emilia y la noche que la conocí.
La chica, de más o menos mi edad, pone un dedo contra mis labios para evitar que diga algo, me señala con su mano la puerta detrás de mí y es ahí cuando escucho las pisadas de otras personas.
Nos quedamos en silencio hasta que ellos se van.
—Estamos a salvo por un poco más de tiempo —me dice y deja un beso en mi mejilla.
—Gracias.
Su dedo recorre la piel de mi cara dónde su labial rojo ha dejado una mancha.
—El hace lo mismo conmigo —confiesa—. Lo hace con todas. Es una escoria humana, pero mi madre dice que debo soportarlo si quiero ser famosa porque así funciona la industria.
—¿Tú mamá sabe lo que él te hace?
Ella agacha la cabeza y suelta una pequeña risa que se desgarra hacia el final.
—Por supuesto, prácticamente me vendió a Henry Bauer y su disquera — me cuenta y se encoge de hombros como para restarle importancia a lo que me acaba de contar—. No me mires así, necesitábamos el dinero. Pero está bien, un día seré una gran estrella, brillaré más que cualquiera y podré ser libre. Nadie me podrá obligar a hacer nada que no quiera.
—Yo también estoy cansada de esto.
—Te diría que mejora, pero no es así. Tu infierno solo acaba de empezar. Lo siento.
Sus dedos se envuelven alrededor de los míos.
—Soy Emilia —me dice—. Te he visto por los pasillos y te he escuchado. Tienes talento.
—Drea.
—Vaya, incluso tu nombre es el de una estrella. Es un gusto conocerte.
Ambas nos sonreímos. Es la primera sonrisa genuina que ofrezco en mucho tiempo.
—¡¿Se puede saber por qué te saltaste tu cita de grabación?!
Oculto la bolsa con las pastillas sin moverme demasiado del sofá de mi pent-house para no alertar a mi madre que algo malo está sucediendo.
—Madre, ¿puedes hacer silencio? Me duele la cabeza.
—Drea...
—Sí, lo sé. Estoy arruinando mi carrera, y bla, bla, bla. Por favor, dime algo que no sepa o que me cause algún interés.
Se acerca a mí y toma mi rostro entre sus dedos, girando de forma brusca mi cara hacia ella para ver mis pupilas.
—¡No estoy drogada!
Jenny le empieza a decir a mi madre que ya se encargó de cambiar la grabación para mí nuevo sencillo y dice otras cosas más que no me interesa escuchar.
Mi madre me toma del brazo y me lleva hasta mi habitación.
—¿Qué hacía aquí Emilia? Me dijeron que ha estado viniendo. Está comprometida, Drea. Pensé que una vez que saliera ese compromiso entenderías y la dejarías atrás.
—Lo sé. Si preguntas sabrás que pedí que ya no la dejen entrar.
—Bien. No te quiero cerca de esa mujer.
¿Por qué todos piensan que pueden manejarme a su antojo?
Me detengo en seco y miro a mi madre.
Está visiblemente molesta y no intenta ocultarlo. Sí, esperaba que me dé un discurso sobre el bien y el mal y esas cosas, pero no esperaba ese tono autoritario hacia mí, como si fuera una niña pequeña a la que le están diciendo que el fuego quema.
—¿Qué?
—Como escuchaste, no puedes hablar con ella y mucho menos acercarte. ¡Es una adicta, Drea! No puedes estar rodeada de personas así.
Sus palabras no deberían doler de la forma en la que duelen.
Ella es una adicta —dice mi madre con asco y rudeza.
¿Y yo que soy? ¿Me ve ella de la misma manera?
—Yo también lo soy. ¿Acaso lo olvidaste? ¡También soy una adicta! No soy mejor que ella, la única diferencia es que ahora estoy limpia. Eso es todo. En lo demás, ella y yo no somos muy diferentes.
Porque en todo lo que pienso algunas veces es en consumir de nuevo, de regresar a esa sensación de éxtasis y vacío que me producen las drogas. A veces todo lo que veo y pienso son drogas. Legales e ilegales. Y es difícil ser fuerte. Tan difícil.
Y eso se debe a que soy una adicta y los adictos amamos las drogas. Es así de sencillo. Luchamos contra lo que amamos, porque aquello nos destruye.
La sobriedad es difícil en un día normal y en los días difíciles es casi imposible. Es un hecho con el que debemos aprender a vivir —nos dicen siempre.
—¡¿Cómo podría olvidarlo?! Dime, quiero escuchar como mierda se supone que olvide la forma en la que te encontré muriendo en ese baño y como me mentiste para irte a drogar de nuevo. Cómo quieres que olvide que cada vez que sales por esa puerta hay las posibilidades de que algo suceda y vuelvas a caer en ese vicio. Dime, ¿cómo se supone que debo dejar de preocuparme por ti? Dime porque te juro que quiero saberlo.
No tienes ni la más mínima idea de lo que es vivir en el pozo de la desesperación —pienso mientras la veo—. La desolación de ver cómo tu vida se ha acabado, pero tener que seguir viva. Existiendo en el mismo dolor todos los jodidos días y que dolor sea lo único real que sientas.
No siento nada —me recuerdo—. Por eso recurro a los excesos por la desesperación de sentir algo, incluso si ese algo es dolor. Sentir dolor es mejor que no sentir nada.
—No puedo evitar preocuparme, porque mientras te estabas muriendo en ese baño quien estaba contigo era yo, no tu amiga adicta quien te consiguió más droga sin importar si vivías o morías. Y lo que me preocupa es que ahora pueda hacer lo mismo.
Hay tanta amargura en la risa que brota de mi garganta.
—¡Entonces vete y deja de preocuparte por mí! ¡No te necesito! ¡VETE!
—Eres mi hija, preocuparme por ti es mi obligación —me dice, es una frase que me repite demasiado—. Y no me iré porque las cosas se han puesto difíciles.
Quiero creerle, de verdad que quiero hacerlo y dejar de pensar que en cualquier momento ella o las demás se van a ir. Pero no puedo y eso me molesta.
—Hay días donde pienso que solo estás aquí porque te sientes culpable, pero no quieres estar conmigo —confieso en voz baja—. Que solo lo haces porque sabes lo que yo tuve que pasar para llegar hasta aquí y ahora piensas que soy tu responsabilidad. Pero no lo soy.
Y eso que ella no sabe ni una cuarta parte de lo que pasé y sigo pasando.
Intenta acercarse a mí, pero yo retrocedo. No quiero que ella me toque ahora.
—No te das cuenta, madre, pero me haces sentir como una carga. Un objeto roto que estas intentado reparar y veo tu frustración cuando te das cuenta que jamás seré como antes.
Por más que intento, no recuerdo quien era antes de ser descubierta por Henry Bauer y su equipo. Todos mis recuerdos antes de él, se sienten como memorias de alguien más, una viaja película en blanco y negro que una vez vi, pero nada más.
—Solo quiero que vuelvas a ser feliz, Drea. Es todo lo que quiero.
Cómo le explico a ella que hace mucho que dejé de buscar mi felicidad o preocuparme por si un día la llegaba a encontrar porque entendí que eso no es para mí, como le explico que si sigo con vida es porque no quiero que ella cargue con la culpa de mi muerte. Que a mí me da igual vivir que morir y que si tengo que elegir, me inclino por lo segundo.
No debería seguir viviendo por alguien más, debería seguir con vida porque es lo que yo quiero, pero no funciona así. No para las personas como yo.
—Se que tus intenciones son buenas, mamá, y sé que odias está palabra, pero no tienes idea la presión que siento por ser feliz solo porque sé que es lo que tú y las demás esperan de mí. Estoy cansada. Cansada de no poder tener un día malo porque ustedes me observan como águilas pensando que voy a consumir de nuevo. Cansada de no poder enojarme. ¡Estoy cansada de que piensen que saben mejor que yo que es lo que necesito!
—Entonces bien, dime, ¿qué necesitas? Dime, ¿qué es lo que quieres, Drea?
Esta es una de esas veces donde las voces en mi cabeza me alcanzan y cierro los ojos, esperando que el mundo se desvanezca, que la necesidad de consumir se vuelva soportable. Hasta que la vida duela de esa forma a la que estoy acostumbrada y no de esta manera tan ferviente.
—Te estoy escuchando, Drea. ¿Qué es lo que quieres?
¿Qué es lo que quiero? En este momento, consumir de nuevo y olvidarme de todo. A la mierda los cuatro meses y medio de sobriedad, ni siquiera los conseguí porque yo quería. Yo solo quiero que esté dolor se detenga, que los dolores me dejen de atormentar.
Henry tiene razón, está vez será diferente, puedo manejarlo y ni madre o hermanos, sé darán cuenta. Pero no puedo consumir aquí, si lo hago mi madre lo notará al instante. Necesito ir a buscar a Emilia, ella podrá darme algo de droga y la idea de eso me quita un peso de mi pecho, tanto así que debo morder mi labio inferior para evitar sonreír, ante el pensamiento que pronto, esto, se detendrá.
—Necesito tomar algo de aire. Está conversación ha sido difícil y necesito respirar lejos de ti. Lejos de todo. Y por favor, no me des esa mirada, madre. Estoy bien, tan bien como siempre.
Me empiezo a cambiar y entro al baño para mojar mi cara y agregar maquillaje en mi rostro, cubriendo las ojeras y estragos de lo que sucedió antes.
—Bien, ve y toma aire. Creo que es lo mejor para ambas.
Muevo la cabeza de forma afirmativa, me pongo mi abrigo y tomo mi cartera con mis llaves. Mis manos tiemblan un poco por la urgencia de salir y miro de reojo a mi madre, pero ella no lo nota.
—Regresaré pronto. Solo daré una vuelta.
Cierro la puerta detrás de mí y me apresuro a caminar hacia el ascensor cuyo viaje hasta el living me resulta eterno.
Pienso en llamar a Emilia porque a pesar de nuestra discusión se que la me conseguirá algo.
—Hola, Drea.
—¡Jazmín! ¿Qué haces aquí?
Levanta una ceja e inclina un poco su cabeza. Es un gesto adorable.
—Anoche me invitaste a almorzar. ¿Lo olvidaste?
Sujeto con más fuerza el filo de mi abrigo para evitar el impulso de morder mis uñas.
—Por supuesto que no —miento—. Es solo que no había visto la hora. Ven vamos.
Jaz salta de emoción y se apresura a tomar mi mano, su delgada mano se envuelve alrededor de la mía y ella me sonríe de forma dulce y brillante.
Me estoy acostumbrando a esa sonrisa y a la calidez de su toque.
Ten cuidado —me advierte una voz en mi cabeza—. Eso puede ser peligroso.
—Vamos a almorzar, Jaz.
Puedo hacerlo. Sí. Puedo ir a almorzar con ella y fingir que todo está bien. Emilia seguirá ahí y estoy segura que mi necesidad de consumir también.
"En algunas estrellas, antes de su muerte las capas externas se expanden tanto que son expulsadas al espacio, formando una nebulosa planetaria. El núcleo caliente y denso restante se convierte en una enana blanca".
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