20. «Jaque Mate»
Cuelgo uno de sus brazos sobre mis hombros y caminamos en una serie de pasos trastabillados a través del inmenso pasillo. Mike es, por un trecho abismal, mucho más corpulento que yo, por lo que mantener el equilibrio con la mitad de su peso aplastándome es sumamente complicado. A eso añadámosle que hace no mucho ingerí arsénico y recibí una paliza monumental (a la que le debo generosas punzadas de dolor en cada uno de mis huesos) y ¡voilá! Es así como obtenemos una escena digna de un par de borrachos dando tumbos para llegar a casa al amanecer después de una noche salvaje. «La vida es jodidamente hilarante.»
Juraría ver las puertas del Olimpo abiertas de par en par cuando localizo la alarma de incendios a apenas unos metros de nuestra ubicación. Llevo a cabo un esfuerzo titánico para conseguir alcanzar el aparato, sin embargo, me desilusiono por completo cuando caigo en cuenta de que es necesario ingresar alguna tonta contraseña (de la que obviamente no tengo conocimiento) para activarlo.
Por un momento y en mi interior, maldigo al chico a mi lado al recordar que es su culpa que ahora no tengamos acceso a la que podría haberse convertido en nuestra maldita salvación.
Luego de que hiciera esa ridícula broma hace casi mes y medio con el nimio objetivo de saltarse una clase sin ser suspendido, y en un acto berrinchudo disfrazado de represalia puesto que jamás encontraron al culpable (porque Mike puede ser un reverendo idiota pero no tiene un pelo de sonso), la única forma de poner en funcionamiento la recondenada alarma que avisa directamente de una emergencia al cuartel de bomberos más cercano, es con un código especial que representa un enigma para todo aquel que no sea una autoridad escolar, parte del consejo estudiantil o folle regularmente con un profesor. ¡Putamente increíble!
Trato de llega a la salida con cada ápice de mi voluntad. Mas, como ya he dicho, Michael es más pesado que un endemoniado yunque y balancear nuestra masa combinada mientras me laten las costillas se ha transformado en una misión casi imposible.
No obstante, y por obra de un mérito enteramente mío (ya que mi querido Addams no hace más que arrastrarse y murmurar incoherencias sobre lo mucho que me ama en tanto yo sudo como una vaca), ¡estamos a punto de lograrlo!
Aunque nos restan unos cuantos pasos aún, finalmente nos acercamos a la puerta trasera. «Solo debemos dirigirnos hacia la derecha en la siguiente intersección y podremos escapar», pienso con satisfacción a la par que suelto un suspiro de alivio.
Sin embargo, debí suponerlo.
Debí saber que huir de aquí no sería tan estúpidamente sencillo como parecía en ese instante. Pero me descuidé, bajé la guardia y Mike terminó pagando las consecuencias. Si no me creen, ¿por qué su cabeza está rodando frente a mí?
Pego un grito que debe haberse escuchado en Nepal, porque no es para menos; estoy tan profundamente horrorizada y la escena en sí es tan repulsiva que sostengo un conflicto bélico con mi esófago en pos de mantener mis crecientes náuseas a raya.
Mi alma cae al suelo, precisamente junto al cuerpo decapitado de Michael, que choca con el piso de manera grotesca debido a la gravedad y a que mis fuerzas para sujetarlo se han desvanecido abruptamente. Siento la sangre espesa y caliente salpicarme hasta en la cara y apenas soy capaz de controlar el vómito que asciende rápidamente por mi garganta.
Giro a la izquierda y contemplo aterrorizada a la razón de mis futuras pesadillas. Lleva la máscara, así como el resto de las piezas que componen ese infernal disfraz, mientras ciñe sus manos a un hacha manchada de rojo, coronada con otras fibras sobre las que prefiero no meditar, mas, estoy segura, deben haberle pertenecido al pescuezo de su hermano mayor hace menos de un minuto.
Damian porta una expresión de locura en sus ojos cuyo destello demencial me genera un nivel de pánico que jamás podrían llegar a imaginar. La imagen es, en conjunto: traumáticamente perturbadora.
—Lila, Lila, Lila... —Me estremezco de pies a cabeza al oír su voz sibilante.
—Damian —pronuncio temblorosamente a pesar de que intento controlar los espasmos involuntarios que atacan mi cuerpo a raíz del estado expectante en el que me encuentro.
Las infinitas y para nada agradables posibilidades sobre cómo podrían desenvolverse los próximos acontecimientos me mantienen pendiendo de la inestable cuerda del pavor absoluto.
—¿Sabes cuál es el significado de tu nombre? —En lugar de contestar, trago saliva, guardo silencio y le doy luz verde para continua—. Delilah deriva del hebreo y quiere decir “deseo”. También puede traducirse a “coqueta” o “veleidosa”. Además, significa “la que debilita” o “la que languidece”.
—Damian.
Mis entrañas se remueven dentro de mi cuerpo y ni siquiera soy capaz de detener las cataratas de lágrimas que descienden por mis mejillas. Nunca antes estuve tan, literalmente, muerta de miedo.
—¿Conoces la leyenda de Sansón y Dalila? —Vuelvo a quedarme callada para que desarrolle el resto de su disertación escalofriante—. Él la amaba y ella lo traicionó, justo como tú hiciste conmigo. ¿No es una extraordinaria casualidad?
Su sonrisa cínica paraliza mi sistema circulatorio por un momento y a duras penas logro ahogar el alarido de completo terror que insiste en abandonar mi laringe.
—Lo siento, realmente lo siento.
Me embarga el impulso de empequeñecerme ahí mismo; tirarme en el suelo y hacerme un ovillo hasta que las cosas se resuelvan por sí solas, del modo en que sea. No obstante, algo en mi interior me lo impide, tal vez es la adolescente de trece años que perdura dentro de mí, golpeada hasta el hipotálamo y maquillada por todas partes con vistosos y horribles cardenales, negándose a seguir permitiendo que hagan con ella lo que se les antoje, a ceder el control nuevamente y hacerse a un lado de la situación para que el destino actúe como le venga en gana.
—Sansón sufrió mucho cuando ella lo engañó, igual que yo lo estoy haciendo ahora.
Paro de llorar de golpe cuando identifico una oportunidad de tomar las riendas del asunto, esta abertura emocional es todo lo que necesito para acabar por fin con este circo. «Es mi última jugada. Si no lo convenzo por el tiempo suficiente, me asesinará.»
Resignada a aceptar el desafío de matar o morir, y con una fuerza arrolladora naciendo en mí, me atrevo a dar el paso y lanzarme de lleno a sus brazos.
—Lamento tanto haberte decepcionado —Reanudo mi llanto con más potencia hasta empapar su gabardina—. Es la peste negra, estoy contaminada y no hay nada que puedas hacer para salvarme. Juro que lo intento, lo juro, sin embargo... —Finjo atragantarme con mis propios sollozos buscando una mayor credibilidad—. Esto es más fuerte que yo. Nunca seré digna de tu protección, mucho menos de tu amor. Así como Dalila jamás mereció la devoción de Sansón.
Rezo a cada deidad que conozco para que funcione y sonrío victoriosa cuando Damian me devuelve el abrazo con la misma intensidad.
«Conque “la que debilita”, ¿eh? Parece que mi nombre fue perfectamente elegido para mí. ¿Quién lo diría?»
No necesito hacer muchos ademanes esta vez (como en el episodio en que tuve que quitarle la pistola); pues, en esta ocasión, él solito deja caer el hacha para quitarse la careta con desesperación y poder atrapar mi boca entre sus labios como corresponde. Es la primera vez que nos besamos y me esfuerzo por ser convincente mientras deslizo mis brazos por su cuerpo.
«Sé que tiene una daga en alguno de estos inútiles bolsillos.» En tanto pretendo que no puedo parar de recorrer su torso con mis manos porque necesito de su cercanía, realizo una corta inspección a su ropa hasta dar con lo que quiero. «No puedo creer que una mente brillante como la suya no sea capaz de detectar un truco tan básico como este. Menuda decepción para la academia Huntington: uno de sus exalumnos más sobresalientes, timado por una chica con un coeficiente tan bochornosamente promedio.»
Imagino el sonido de un cañón de confeti disparándose dentro de mi cerebro y la atractiva lluvia de coloridas serpentinas consecuente, a juego con estridente música de carnaval, una vez que por fin hallo lo que he estado buscando.
Es con inigualable sutileza que extraigo un pequeño, aunque filoso cuchillo del bolsillo interior de su abrigo, sujetándolo como si mi vida dependiera de él (lo que es cierto) antes de colocarlo superficialmente sobre el pecho de mi enérgica pareja de besuqueo actual.
El único Addams con vida está demasiado entretenido en nuestro feroz intercambio de saliva para notar que lo estoy amenazando con un arma blanca. ¡Punto a mi favor!
Pauso la lujuriosa sesión por un instante y disfruto de la apasionante combinación que converge en el aire mientras nuestros alientos se entremezclan y el sabor a menta que desprende su lengua se dispersa por la mía.
—Te amo —recito esas palabras y vislumbro un breve regocijo cruzar sus ojos ante de ser cubiertos por la obscuridad que nos reserva la agonía de la muerte.
Entierro la navaja por primera vez, entregando cada gramo de la fuerza que me queda en ello, y amortiguo su grito de dolor con otro beso. No me detengo, continúo clavando la cuchilla en su corazón una y otra, y otra vez.
Los rostros de todos los cadáveres que he visto en las últimas cinco horas atormentan mi mente quebradiza, asaltan mi alma despedazada y apalean mi espíritu compungido: Conrad Granholms, Malcom Stone, Blair Willows, Stephanie Gittens, Curtis Wickles, Trixie Welsh y Michael Addams; cada uno de ellos recibe el mismo tributo: una puñalada al responsable de su muerte y un trastornado beso de Judas.
Mas, al concluir el homenaje y corroborar que Damian está ya bastante lejos de este mundo, soy víctima de un ataque de rabia que incrementa mi violencia y cuyo colérico cauce solamente consigo detener en algún punto entre la duodécima o vigésima cuchillada. Suelto el puñal y su cuerpo al mismo tiempo, para dejarlos caer junto a las partes que, un rato atrás, conformaban a Mike.
Limpio mis cachetes mojados con el dorso de una mano llena de sangre y cojeo en dirección a la salida.
Así acaba todo.
Lo sé porque, cuando pongo un pie en el patio de la escuela y un tenue rayo de sol matutino me cubre con un poco de su tímida calidez, comprendo que esta mierda ha terminado.
«O al menos eso creí en ese momento.»
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