13. «Éxodo 21»
El efecto adormecedor de la poderosa sesión de llanto hace mella en mí enseguida, así caigo rendida en los brazos de Morfeo. Por primera vez en el día de manera voluntaria, cabe destacar.
Tal parece que, librarme de la tensión que cargan mis hombros por al menos un rato, le concede luz verde a mi cuerpo para bajar la guardia y finalmente conferirme la oportunidad de descansar como es debido.
Por fortuna, no sueño con absolutamente nada. Mi subconsciente me bendice con el lujo de reponerme física y mentalmente en completa paz, lo cual desemboca en que, una vez soy cubierta por el obscuro y acogedor manto de la inconciencia, todo se reduce a calma y quietud en mi cabeza atolondrada; una breve y apreciada temporada lejos de las tribulaciones que acechan constantemente mi ácida realidad.
Para el momento en que despierto, Damian está aparentemente listo para reanudar su espectáculo. Por lo visto, solo le resta ponerse la máscara y hacer clic izquierdo sobre un letrero rojo encerrado dentro de un rectángulo con la opción de “INICIAR” en la pantalla correspondiente a la computadora principal.
No obstante, se detiene a mitad de su propósito en cuanto se percata de que he despertado para dirigirse a mí con inusitada apacibilidad.
—¿Te sientes mejor?
La respuesta honesta a su pregunta sería la siguiente: “Me parece que aún pretendes matar a mis amigos así que, no mucho en verdad”. Sin embargo, sé a la perfección que esa no es una frase que pueda pronunciar en voz alta sin correr peligro de muerte, motivo por el cual, en cambio, recito un simple e indiferente:
—Sí.
Me impulso y acomodo de forma vertical sobre el sofá en el que hasta hace poco estaba recostada en tanto veo con curiosidad la bandeja repleta de tentempiés que reposa a su lado. Mi estómago ruge con fiereza ante la majestuosa imagen de comida en abundancia en una inequívoca queja a causa de mi abandono.
—Ten —Él tiende un emparedado en mi dirección; lo tomo en mis manos e inspecciono con cuidado—. Necesitas recuperar tus fuerzas.
A pesar de que se me hace agua la boca (no solamente puesto que muero de hambre, sino además porque luce irresistiblemente apetitoso), calculo la posibilidad de rechazarlo educadamente debido a, ya saben, su particular y letal inclinación hacia el veneno. Aun cuando prestamente concluyo que, si él quisiera matarme realmente, presionaría ese maldito botón tal y como hizo con Blair, o me pondría en una situación extrema dentro de uno de esos desafíos mortales que tanto le divierten.
Es así que acepto el obsequio ya que, en efecto, si deseo huir de este instituto del mal con vida, necesito recargar mi energía.
Incluso dejando a un lado mis justificadas reservas, no puedo evitar masticar el primer bocado con prudencia, pendiente a cada nota de sabor como nunca antes. También acaba siendo inevitable el gemido de satisfacción que escapa de mis labios al contemplar que se trata de un sándwich de atún.
Me recibe la textura crujiente de la lechuga en contraposición con la ligera mahonesa que se desliza gratamente por mi lengua y paladar. Disfruto del leve dulzor que desprende el tomate, la intensidad de la cebolla y la consistencia dura y acentuadamente salada de las aceitunas negras que combinan maravillosamente con el agradable gusto del aguacate. El pescado, protagonista de la sinfonía de sabores, se deshace en mi boca con una frescura sin parangón.
—¿Lo recordaste?
No debo ser un genio para darme cuenta de que su gesto fue apropósito, expresamente con el fin de demostrarme que, tal como probé antes y amén de nuestro alejamiento en los últimos años, él me conoce tanto como yo a él.
—No eres la única que recuerda cosas del otro —su contestación no hace más que confirmármelo.
«Incluso cortó las orillas para mí...» Siento mi pecho calentarse y una gota de nostalgia empañar mi espíritu al observar el triste cuadro de cómo hemos acabado.
—Siempre fuiste muy dulce.
Lo que se traduce en un: “odio con cada ápice de mi ser que hayas terminado convertido en esto; tenía más fe en ti” que jamás será escuchado.
—Y tú demasiado noble —Yo no estoy muy de acuerdo con su afirmación, mas, me resulta muy favorable que siga creyendo de ese modo; por tanto, no lo corrijo.
Trato de no sobresaltarme exageradamente (lo que requiere toneladas de autocontrol) cuando se acerca peligrosamente a mi cara sin previo aviso. Aun con lo cual, apago mis alarmas al comprender que su única intención es limpiar unas migajas de pan blanco que se han adherido sin permiso a los bordes de mi boca.
Me percato con perspicacia del corto e innecesario lapso de tiempo en el que se pierde mirando mis labios antes enfrentar mis ojos curiosos. Aclara su garganta y se apresura a renovar el discurso falsamente moralista en el que me (y se) convence de que solo soy una víctima de mis injustas circunstancias.
—Por esa razón caíste bajo la influencia de todos estos monstruos. Pero no debes sentirte mal; acabaré con la peste y no te verás forzada a convivir con ellos nunca más.
Agradezco a la divinidad responsable cuando recupero mi espacio personal y sonrío como puedo porque definitivamente no tengo idea de cómo diablos se supone que debería responder a semejante locura. También asgo su mano, solo para asegurarme de no meter la pata y mantenerlo bajo mi dominio.
Es entonces que admiro por unos instantes, presa del terror, el novedoso color morado que adorna mis muñecas adoloridas, pese a que acabo quitándole importancia al asunto. A fin de cuentas, esa será la menor de mis preocupaciones en caso de que no sobreviva.
—Supongo que estás en lo correcto.
Continúo comiendo en silencio, arrullada por la familiaridad de mi bocadillo, cuando una imagen del afectuoso y paternal rostro del señor Granholms sacude mi mente y corazón. Se trata de la última vez que tuve en mis manos un emparedado como este, fue una recompensa suya por haberlo ayudado a limpiar los pasillos del colegio después de clases.
Casi lo olvido en medio de este caótico huracán, mas, ahora que he empezado a procesar correctamente todo lo ocurrido en las últimas horas, percibo un peso insoportable alojarse en mi caja torácica tras aceptar que, efectivamente, él está muerto.
Un sabor agridulce recorre mi boca, no sé si debido a los pepinillos o como consecuencia de mi duelo por su partida. Cual sea la causa, permítanme decirles que se siente terrible.
Decido aventurarme en busca de respuestas puesto que indudablemente, si hay alguien que no merecía formar parte de esta demencial “cacería contra la maldad”, era él.
Por ello, con esa determinación que nace en los corazones agitados por sed de justicia, afianzo el agarre que me une al psicópata frente a mí. El responsable de segar la vida de una de las mejores personas que he conocido alguna vez.
Pongo ojos de cachorro desamparado y ladeo la cabeza en unos -espero- adorables cuarenta y cinco grados antes de iniciar una ronda de preguntas destinada a evacuar cada una de mis dudas:
—¿Puedo... —De repente, siento mi garganta seca. Sin embargo, insisto en hallar las respuestas que exige el agonizante rastro de humanidad que me queda—. ¿Puedo preguntarte algo?
Finjo un deje de inseguridad en mi voz temblorosa y él se apresura a llenar mi “falta de confianza” dándome un apretón y contestando con diligencia:
—Por supuesto.
—¿Qué le pasó al señor Granholms?
Un nudo aprisiona mis cuerdas vocales al pronunciar su nombre, si bien consigo contener el torrente de lágrimas que se precipita a salir de mis ojos justo a tiempo.
—Él... —Incluso el desequilibrado mental en la habitación tiene la decencia de exhibir al menos un poco de remordimiento por su muerte—. No contaba con su presencia. No se suponía que estuviera aquí. Me tomó por sorpresa y yo...
Asumo el final de la oración rápidamente:
—No podías permitir que te descubriera, ¿cierto?
—No.
—¿Cómo... murió?
Lo admito, preguntarlo duele como si caminara sobre las llamas del infierno. ¿Pero qué diablos? ¡Hace tiempo que estoy allí!
—Lo dormí con el gas soñador y le disparé directo al pecho —confiesa acompañado de un breve tembleque que delata el aumento de su arrepentimiento.
Igualmente, no consigue remover ni una chispa de compasión dentro de mí.
—¿Le dolió?
Percibo nuevas grietas en mi cuerpo, unas capaces de traspasar las fronteras de lo físico hasta dañar mi interior. ¿Mi alma? Quizás.
Aunque, incluso así, ignoro esa apabullante y desgarradora sensación de ruptura interna porque esto es algo que en verdad necesito saber.
—Apenas debe haberlo sentido —Admito que me alivia que por lo menos no haya sufrido durante su arbitraria partida—. Estaba profundamente dormido cuando su corazón dejó de latir, pasó del sueño a la muerte sin ser consciente de lo que sucedía a su alrededor.
Asiento con lentitud mientras lo asimilo.
—Damian, él... era un buen hombre —Siento que un maremoto ácido arrasa con mi sistema digestivo al hablar en pretérito; tal es la gravedad de su destrucción que sospecho que arrojaré de vuelta al exterior algún ingrediente del emparedado que acabo de comerme—. La clase de padre que tú y yo anhelábamos cuando éramos niños —Esos pocos momentos compartidos con el señor afable y cariñoso que trabajaba hasta el cansancio para alimentar a su familia me roban una pequeña sonrisa de añoranza—. Del tipo que llevaba fotos en su cartera y hablaba por los codos, rebosante de orgullo, hasta del más mínimo logro de sus hijos.
Aprieto mis párpados con fuerza para no llorar y me lamento en un susurro lastimero:
—Él... no se merecía un final así.
—Lila, yo, de verdad, lo siento tanto. Noté que te afectó muchísimo cuando descubrieron su cuerpo, no tenía idea de tu estrecha relación con él.
«Eso es porque, aunque pretendas saberlo todo, no tienes idea de nada. Mucho menos de quién realmente soy ahora.»
Finjo comprenderlo y darme por satisfecha con sus disculpas, que nunca serán suficientes. No me basta con que “lo sienta”, tampoco me importa un comino si muere atragantado por la culpa.
Cada órgano de mi cuerpo clama en nombre de la justicia retributiva y todos mis sentidos hormiguean expectantes con la esperanza de alcanzar ese objetivo a cualquier precio lo más pronto posible.
La Ley del Talión invade mi mente y el famoso pasaje bíblico del Antiguo Testamento que trata sobre su aplicación se reitera una y otra vez en mi cabeza, como un mantra: “ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie”.
«Vida por vida», añade en un siseo la parte más trastornada de mi mente frágil y herida.
Debo refrenar mis impulsos con látigo de acero; esos que despreocupadamente me exhortan mediante seductores cánticos de victoria a poner en práctica ese versículo de las sagradas escrituras en este mismo instante.
El siniestro poder de mi imaginación se extiende hasta su máximo potencial para ofrecerme un bello obsequio: el sonido desesperado de sus jadeos rogando por aire mientras me recreo en la visión de las huellas de mis manos marcadas en un tenue tono violáceo sobre su cuello tal como sus sogas lo han hecho con mis muñecas. Sus ojos, a veces cálidos, a veces glaciales, esta vez con una nota de súplica nunca antes vista. La expectativa cala tan fuerte en mis anhelos que me escuecen los dedos y oídos.
Sin embargo, la fracción de cordura que aún conservo reconoce que no es el momento apropiado. Calmo los demonios hambrientos de venganza que habitan mi cabeza con la promesa de que encontraré la oportunidad perfecta para hacerle justicia al señor Granholms cuando sea adecuado.
«Y juro por mi vida que no la dejaré pasar...»
«Es una dicha que yo siempre cumpla mis promesas.»
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top