09. «Erróneo Despertar»
Recupero bruscamente la conciencia al abrir los ojos, otra vez, muy desorientada. Si bien en esta ocasión no demoro más que unos segundos en aterrizar forzosamente sobre la que es mi actual realidad desde hace algunas horas.
«Creo que empiezo a agarrarle el truco a esta nueva rutina que me obliga constantemente a recuperar el sentido tras un desmayo», concluyo con amargura dentro de mi cabeza antes de que mi iniciativa suicida ocupe el podio en mis pensamientos. «Un minuto, se suponía que no volvería a despertar por lo menos hasta mi próxima reencarnación. ¿O acaso...?»
Examino el panorama que se cierne ante mí y dudo con incertidumbre. «No, es imposible que el infierno esté lleno del aire viciado que pulula en la zona industrial del sureste de Baltimore.»
Cierro los ojos con pesar por mi misión fallida. «Ni un suicidio me puede salir bien.»
Intento pegarme un manotazo en la frente a raíz de mi frustración, así descubro que esta vez sí me encuentro maniatada a una incómoda silla de madera, andamiaje que me orilla a mantener una posición erguida para no sufrir una engorrosa contracción muscular.
Percibo un ligero ardor en mis muñecas al entrar en contacto con la soga en el momento en que llevo a cabo un infructífero intento por liberarme. «Un volumen de fracaso equivalente al de mi intento de suicidio.»
Sin mucho más por hacer (salvo esperar alguna señal de vida proveniente de mi hospitalario captor) realizo un repaso visual a la habitación en la que me encuentro. A pesar de la oscuridad y de que aún me siento un poco perdida, las docenas de ordenadores repartidos por doquier me brindan una excelente idea sobre cuál podría ser mi localización.
Amigos, es un placer presentarles el laboratorio de computación.
Unas voces discutiendo acaloradamente a mi alrededor captan mi atención de forma instantánea. Gracias a sus características tesituras, sé que se trata de un chico y una chica. Y créanme, soy capaz de reconocerlas a la perfección ya que están peleando a gritos, tan alto que mis tímpanos martillean en una queja conjunta, implorando de rodillas para que por favor se detengan.
—Las cosas no debían pasar de esta manera. Ella tendría que estar haciendo el desafío junto al resto —reclama la tipa con un acento particular que me parece sospechosamente conocido.
«¿Estarán hablando de mí?»
—¡Intentó matarse ingiriendo veneno! ¡Eso tampoco era parte del plan!
«Confirmado: están hablando de mí.»
—¿Y por qué no la dejaste morir entonces? Eventualmente debía ocurrir, ¡daba igual si no lo habíamos planeado de ese modo o no!
La buena noticia es que he probado en carne propia que el arsénico no es tan letal. ¿La mala? ¡Joder, mi cabeza me está matando!
—¡Porque no se me pegó la puta gana!
Incluso si la máscara obstruye un fragmento de su verdadera intensidad, la cercanía de su posición provoca que mis oídos retumben al ritmo de mis sienes palpitantes a causa del estridente sonido. Además, tengo la sensación de que mi pobre cerebro podría llegar a derretirse de un momento a otro hasta convertirse en papilla si los muchachos acá presentes no regulan el tono de su estúpida disputa.
Por tanto, el grito de él sobrepasa el umbral de lo que puedo soportar y, aunque me arrepiento casi de inmediato, soy incapaz de contener el ronco gemido de dolor que escapa de mi garganta.
—Genial, ya despertó.
Estoy demasiado enfocada en intentar disminuir mi sufrimiento para prestarle atención a cualquiera de los dos que haya dicho eso.
—¡Lila! Tranquila, estás bien, estás bien. Todo está bien —Él (ya saben, el que está como una cabra) intenta tocar mi rostro, mas no le concedo tal licencia porque, bueno, viene siendo el culpable de mi padecer en primer lugar y si a eso le sumamos que me tiene secuestrada, permitirle estar cerca de mí no sería la opción más segura—. No voy a hacerte daño, no tienes que temer. Estás a salvo.
Mi instinto de bocona está a punto de cuestionar el significado que este loco de remate podría atribuirle a la expresión “estar a salvo”, no obstante, distinguir un rasgo exasperantemente familiar en las motas doradas de sus orbes castaños me detiene a mitad del acto.
Me fastidia hasta niveles inhóspitos no poder identificar con certeza qué es exactamente aquello que me transmite tanta calidez. Sobre todo, porque el hallazgo tiene como hogar los ojos del demente que pretende matarnos.
Tengo mil y una ofensas atragantadas que no alcanzan a ser expulsadas de mi boca. Quizás debido a que la ingesta de arsénico ha dañado temporalmente las conexiones entre mi cerebro y mis habilidades de habla o tal vez tiene su origen en que haber reconocido a la princesita Willows como la contraparte del conflicto ha terminado por descolocarme.
—Blair, ¿qué haces aquí? ¿Qué hago yo aquí? No debí haber despertado —lo último es más un pensamiento dicho accidentalmente en voz alta. Súbitamente, es tanta la bruma que se almacena en mi cabeza que ni siquiera logro organizar lógicamente mis ideas.
—Fue lo mismo que le dije. Lamentablemente, parece que todos los hombres desarrollan algún tipo de apego hacia ti.
No sé si es debido a mi procesamiento de información ultra ralentizado, pero no estoy entendiendo nada de nada y lo peor es que no puedo dejar de hacer preguntas al respecto para tratar de aclararme.
—Eso quiere decir que tú estás con él. ¿Eres su cómplice? —Incluso sumar dos más dos sería una operación difícil para mí en este instante, así que no me juzguen.
—¿Qué comes que adivinas?
La maldita sonrisa sarcástica que aparece en su cara me enferma hasta el grado en que siento la bilis escalando por mi faringe y un sabor ácido recorriéndome la boca.
—¡Maldita hija de perra! Sabía que eras una hipócrita de mierda.
Mi voz suena como el alarido del algún pajarraco carroñero y mis cuerdas vocales parecen residir en el infierno ya que todo mi aparato vocal me arde hasta los cojones. No obstante, no me arrepiento ni por un segundo. No podría contenerme de decirle sus verdades a la cara, aunque me estuviera muriendo.
—Oh, ¿también vas a sacarme la lengua como en el jardín de niños? ¡Eres súper tierna!
Quiero matarla. Quiero estrangularla con mis propias manos hasta ser testigo de su último suspiro. Es tanta la rabia haciendo efervescencia en mi organismo, que no poder cumplir mi deseo de hacerle daño debido a estas malditas cuerdas me enloquece. No poder lastimarla me obliga a lastimarme.
Entierro mis uñas en la palma de mis manos hasta que lágrimas de impotencia se acumulan en las cuencas de mis globos oculares y me veo forzada a jadear para obtener oxígeno. Enseguida identifico qué es lo que me pasa: un ataque de ira.
«Después de todo, yo también debería acompañar a Steph en sus citas con el loquero.»
Unos gruesos guantes de cuero negros interfieren en mi campo visual y secan los bordes de mis cavidades orbitarias con una delicadeza hipnótica que eriza los vellos de mi cuello al mínimo roce.
—Blair, ¡deja de molestar! —La contundencia en su voz grave desencadena otra terrible punzada en mi cabeza y cierro los ojos con la esperanza de volver a quedarme dormida y escapar de esta pesadilla—. No puede lidiar con estos niveles de estrés; se está recobrando de una intoxicación aguda.
—Ese es el tema, no debería estarse recuperando —reclama ella, tan o incluso más venenosa que el arsénico, por supuesto.
—¡Que te marches, he dicho!
La palurda insidiosa demuestra conocer perfectamente el terreno peligroso en el que se mueve, sobre todo, prueba saber cuándo ha llegado la hora de retroceder. Por lo tanto, sin más que agregar, cumple la orden y nos deja solos.
—Tranquila, todo va a estar bien.
Sus palabras acrecientan el furor que hierve en mi sangre y siento unas ganas tremendas de darle un rodillazo en su zona más íntima con el objetivo de apartarlo de mi cuerpo de modo definitivo, pero, nuevamente, no logro expresar mi ira como consecuencia de otra impactante revelación que me golpea sin previo aviso.
«Sé de otra persona a la que le gustaba decirme esa frase mientras me arrullaba cada vez que intentaba calmar mi llanto.»
Los recuerdos se arremolinan en mi mente e intuyo que sufriré otro ataque. Y esta vez será de pánico.
«Creo que ya sé por qué me parece tan familiar.»
Me aferro al brazalete en mi mano derecha como si fuera mi cable a tierra. Si mi especulación es atinada, la persona que me lo regaló se encuentra en este instante frente a mí. Su mirada, también dirigida a la muñeca en la que porto su obsequio, confirma mi conjetura.
Tardo, mas, al fin consigo reunir el valor para vocalizar su nombre.
—¿Da-Damian?
Por la manera estrambótica en que su tacto abandona mi cara, podría pensar que mi piel lo ha quemado. Da tres pasos hacia atrás y adopta una postura distante después de escucharme; su alejamiento es tan repentino que me aturde.
Retira la máscara de su rostro con pesadez y ahí lo compruebo sin recelos. También concluyo que mi cerebro podría hacer cortocircuito de un minuto a otro y estaría plenamente justificado.
Es obvio que ha crecido sustancialmente a lo largo de los últimos años pese a que, en esencia, continúa siendo el mismo. «Al menos en lo referente a lo físico porque ciertamente no lo recordaba tan mal de la azotea, ¿eh?»
Conserva las indomables ondas en su cabello castaño y la textura suave de su tez bronceada, con todo, sus ojos se ven mucho más apagados. Ya no tienen esa pizca de aquello que yo solía llamar “ensueño” y que los hacían tan diferentes a los de su hermano.
—Veo que me reconoces a pesar del disfraz.
«Es un hecho. No debí haber despertado.»
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