xix. El campeonato de quidditch




CAPÍTULO DIECINUEVE;
EL CAMPEONATO DE QUIDDITCH




—No pareces haber descansado mucho. —dijo Eleanor.

Sirius que acababa de levantarse, la miró mal, mientras tomaba asiento en la silla frente a ella.

Eran cerca de las doce del día y Eleanor había despertado más temprano de lo normal, no había dormido bien la noche anterior pero lo sabía fingir, al menos mejor que su compañero de departamento. La excusa que tenía la joven era que estaba emocionada por el partido que se llevaría acabo esa noche, pero no era cierto. El partido la emocionaba y mucho, pero eso no la tenía con insomnio. En cambio, saber que estaría con Ares Crouch y Bill Weasley, juntos, en el mismo lugar la tenía hecha un manojo de nervios y ansiedad. ¿Por qué? Simple, algo diferente se sintió ayer con su pelirrojo amigo y aunque lo intentara negar, sabía que esta allí. Sin embargo, Eleanor estaba dividida por la oportunidad que se estaba dando con el Auror. Luego estaban Harry y Sirius, que ya sospechaban que algo le sucedía a la chica, y no sabía como explicarlo. No quería mantener oculto lo que le sucedía con el tío de los mellizos Black pero tampoco le gustaba la idea de que Bill Weasley se enterara.

Black agarró la tostada que Eleanor tenía en su mano y la comió, viendo a la joven que gruñía por ese acto.

—Ya, bueno, deberías de ver tu cara ahora mismo. —dijo Sirius, ahora bebiendo de la taza de chocolate que era de la azabache—. Estás hecha un desastre.

—¡Qué delicado eres! ¡Y deja de robarte mi comida!

—¿Comida? —se burló—. Comida es la que Molly Weasley prepara. Lo tuyo es solo una manera salvaje de sobrevivir para no tocar la cocina.

Eleanor lo miró ofendida.

—Amaneciste muy agresivo, Black.

—Si, perdona, Elle. —dijo Sirius—. Sólo no tuve un buen día ayer, ni anoche...

—¿Algo que contarme?

Él la miró de reojo antes de volver a bajar la taza y dejarla encima de la mesa.

—Ayer que fui con Cassie a San Mungo, también llegó Alphard. —explicó Sirius—. Ya te imaginarás. Me evitó e ignoró lo mejor que pudo. No me deja entrar. Por más que lo intente, él parece alejarse más. —pasó las manos por su atractivo y cansado rostro—. Me recuerda tanto a mi hermano Regulus. Son tan parecidos que es como si lo viera reflejado en mo hijo. Si él estuviera... vivo, sé que congeniarían genial. Cassie, por otro lado, no ha dejado de intentar que su hermano se acerque pero él sólo lo hace por ella. Es lo que menos quiero, que se sienta presionado u obligado a quererme cuando no es así. Estoy comenzando a creer que jamás podré tener una relación buena con él.

—Tiene que procesarlo, Sirius. —dijo Eleanor—. Alphard no es Cassiopeia, por mucho que sean mellizos, ambos son totalmente diferentes. Ella tenía la ilusión de un padre y ahora que te tiene, no te dejará ir. Y tu hijo solo intenta entender que acaba de tener a un padre que creía muerto. Está confundido. Tienes que recordar que ellos crecieron viendo a su madre estar entre ausente y al mismo tiempo, allí con ellos, inconsciente. No es tu culpa. —añadió al ver que Sirius iba a replicar—. Sólo debes de darle tiempo para que lo entienda. Eres su padre y eso nadie lo cambiará. Por mucho que te evite ahora.

Sirius suspiró.

—Aunque no me guste admitirlo. Supongo que tienes razón. —murmuró con el entrecejo fruncido.

Eleanor sonrió colocando su mano encima de la suya, en apoyo.

—Todo mejorará, Canuto. Estoy segura. —le aseguró.

Él le devolvió la sonrisa pero con los labios apretados y sus ojos grises brillantes.

—Hace mucho que no te escuchaba llamarme así. —confesó Sirius, más alegre—. Es como regresar en el tiempo y verte con tus dos trenzas, persiguiendo a Lunático. Nunca entendí el por qué él era tu preferido. ¿Acaso te sobornaba con darte de sus chocolates? Porque no veo otro motivo por el cual lo prefirieras a él en ves de a mí.

¡Hey! —lo empujó Eleanor divertida—. A una chica la enamoras con comida. Lunático tenía el encanto y los chocolates. Simplemente no podía ser más perfecto.

—Habla por ti. Yo enamoré a Artemis con éste perfecto rostro. –dijo Siris, haciendo poses con sus manos que eran totalmente ridículas para la chica–. ¿No sabías que era todo un galán en mis tiempos en Hogwarts? Las volvía locas.

Eleanor rodó los ojos.

—Estoy segura que fue más por la chaqueta de cuero.

Una sonrisa más grande iluminó el rostro del animago.

Oh, cállate. –dijo Sirius, divertido–. Será mejor apresurarnos sino quieres que se nos haga más tarde.











Tiempo después, Eleanor y Sirius hicieron una Aparición en conjunto. Habían llegado al borde mismo del bosque, casi en el límite del prado, donde había un espacio con una pequeña carpa que llevaba un pequeño letrero clavado en la tierra que decía «Crouch».

–¿Pero qué? –exclamó Sirius, en sorpresa y molestia–. Llega antes y ya cree que es dueño del lugar... –murmuraba enfadado. Eleanor no entendía que estaba sucediendo y no fue así, hasta que miró a lado de la carpa, un espacio vacío con un letrero más pequeño que decía «Blackie». Una risita amenazaba con salir de sus labios pero al ver el rostro fúrico de su hermano, prefirió ocultarla con una tos falsa. Comprendió que su hijo Alphard y Ares Crouch eran los culpables del enojo del hombre a su lado–. ¿Qué hay de gracioso en esto? ¿Eh?

Eleanor se encogió de hombros aún tosiendo.

–Ya, ignóralo. Mejor vamos a montar la tienda manualmente. No debe ser demasiado difícil: los muggles lo hacen así siempre... Además, el estadio está del otro lado. Nada puede salir mal.

Sirius la miró fulminante antes de desprenderse de la mochila que llevaba en los hombros. Nunca habían acampado en sus vidas. Sin embargo, entre él y Eleanor fueron averiguando la colocación de la mayoría de los hierros y de las piquetas, y, aunque Sirius era más un estorbo que una ayuda, porque el coraje lo sobrepasaba cuando trataba de utilizar la maza, lograron finalmente levantar la tienda raída de dos plazas.

Se alejaron un poco para contemplar el producto de su trabajo. Nadie que viera las tiendas adivinaría que pertenecían a unos magos, pensó Eleanor. Lo que le pareció aún más divertido a la joven fue que al compararlas con la de sus vecinos, los Crouch, su tienda no era la más bonita. Le dirigió una risita a Sirius cuando se cruzó de brazos preparado para hacer un berrinche como un niño pequeño.

–¡Sigo sin encontrarlo divertido, Eleanor! –chilló Sirius, inclinándose para entrar por la abertura de la tienda.

La azabache soltó un suspiro dramático al verlo pero su mirada volvió a posarse en la tienda vecina preguntándose si el Auror igual tendría las mismas ganas de verla como ella a él.

Siguió al animago, adentrándose a la tienda. Acababa de entrar en lo que parecía un anticuado apartamento de tres habitaciones, con baño y cocina. Curiosamente, estaba amueblado de una forma muy vintage, las sillas, que eran todas diferentes, tenían cojines de ganchillo, y olía a césped recién podado.

–¿Y qué te parece? –preguntó Sirius, pasándose por todo el lugar y señalando cada pequeña cosa que había, obviamente, esperando que Eleanor dijera que era mejor que la de su cuñado–. Jamás he hecho camping, esto es algo completamente genial y nuevo. Estoy seguro que a los chicos les encantará.

–Sí, claro. –dijo una voz detrás de ambos. Al girar, encontraron al mellizo Black, observando el lugar con la nariz arrugada. Alphard Black era un joven de la misma de edad de Harry Potter, era delgado, muy alto y de tez pálida, su cabello era ligeramente ondulado y siempre mantenía un aspecto impecable. Incluso al llevar, por primera vez, ropa muggle había buscado mantenerse casi igual que siempre, con vestimenta de colores oscuros e intentando combinar con su melliza. Una sonrisa arrogante iluminaba su joven rostro–. ¿No has visto la tienda que preparó Ares para nosotros? Es perfecta.

Sirius cerró sus manos en puños dispuesto a contestarle algo desagradable a su hijo pero fue detenido por la azabache, que apretada su hombro recordándole la platica que tuvieron ese día en la mañana.

El mellizo sólo trataba de provocar a su padre para darle una razón más para no acercarse a él.

–Hola, Alphard. –saludó Eleanor, con una cálida sonrisa–. ¿Tiene mucho tiempo de que llegaron?

Él la observó fijamente, como si estuviera analizándola, finalmente asintió.

–Tío Ares quería llegar temprano para no estar con las prisas. –respondió el mellizo–. Imagino que mi hermana sigue con... los Weasley.

–Sí, así es. –dijo Eleanor, ignorando el tono con el que lo dijo, lleno de asco. «Es un niño. Sólo es una faceta. Cambiará.» se repetía constantemente para no gritarle–. Iré a verlos, a ella y a Harry. ¿Quieres venir? –añadió. Para su sorpresa, él accedió. Eleanor miró a Sirius, que aún veía a su hijo–. ¿Nos vemos allá?

–Sí, sí. Primero iré a buscar agua...

Alphard y Eleanor salieron del cámping encaminándose al bosque donde a unos metros se quedaban los Weasley. Había una tensión creada entre los dos mientras esquivaban a algunos brujas y magos que estaban divirtiéndose o creando fogatas para cocinar. Nunca tuvo la oportunidad de hablar con el mellizo a diferencia de su hermana, él no era tan alegre y abierto a conversaciones con gente que no fuera de su vínculo cercano por lo que el que hubiera aceptado acompañarla fue algo bueno. Al menos, eso era lo que quería creer.

Entonces... –dijo Eleanor, tratando de romper el momento tenso–. ¿Cómo has estado?

Él la miró con una ceja perfectamente enarcada. Gracias a que era muy alto, podía verlo bien a la cara sin necesidad de bajar la mirada.

–Eres muy diferente a Potter. –dijo Alphard, hablando de su sobrino.

–¿Eso es bueno o malo? –preguntó Eleanor, sin entender.

–Aún lo estoy descifrando. –respondió el mellizo, pensativo–. Al menos te puedo soportar más que a él.

–No deberías decir eso. Soy su tía. Deberías imaginar que lo voy a defender siempre aunque seas el hijo de Sirius.

Eleanor creyó ver una sonrisa fugaz pero cuando parpadeó ya no estaba.

Lo sé. –dijo Alphard con arrogancia–. Proteges a los que amas, sí, sí. Toda tú lo grita. –añadió al ver que intentaba replicar–. Es por eso que le gustas a Ares.

El sonrojo se apoderó de Eleanor, que abría y cerraba la boca como un pez al intentar decir algo. El tartamudeo y el balbuceo fue lo único que salió de ella. Entonces la primera sonrisa del menor apareció. Era de ligera arrogancia pero al mismo tiempo, sincera y divertida, completamente diferente a lo que él demostraba cuando estaba frente a ella.

–Y-Yo...

–Sólo alguien tan ciego como Black y tú sobrino, no se darían cuenta de que ustedes dos tienen algo.

–Pero... –balbuceó Eleanor.

–No tienes que decir nada. –agregó Alphard, tranquilamente–. Ya te lo he dicho antes, te soporto más que a Potter. Y Ares, bueno, él parece más feliz cuando estás cerca. En lo personal, si me preguntas, creo que nunca lo vi así.

–¿En serio? –preguntó Eleanor, sorprendida.

–Es complicado... –guardo silencio cuando llegaron a la tienda de la familia Weasley.

No exactamente por ver a los pelirrojos o al resto, sino por el hombre que también estaba allí. Barty Crouch, su abuelo. Era un hombre mayor de pose estirada y rígida que iba vestido con corbata y un traje impecablemente planchado. Llevaba la raya del pelo tan recta que no resultaba natural, y parecía como si se recortara el bigote de cepillo utilizando una regla de calculo. Le relucían los zapatos. Eleanor comprendió enseguida por qué era una persona tan estricta. El señor Crouch había observado de un modo tan escrupuloso la norma de vestir como muggles que había podido pasar por el director de un banco.

Todos estaban sentados en el césped a excepción de Percy que estaba a lado del pulcro Barty Crouch, luciendo impaciente.

Los presentes notaron la presencia de Alphard y Eleanor. La mirada que le lanzó el señor Crouch a la joven era de completa indiferencia, como si ella no fuera de real importancia a diferencia de cuando vio a su nieto a su lado, su mirada se endureció. Seguramente imaginando que Eleanor ahora convivía con sus nietos.

–Alphard. –dijo el señor Crouch, en un saludo. Cassiopeia estaba del otro lado, igual de incómoda que su hermano mellizo–. ¿Has venido con Black?

Eleanor notó que omitió el decir la palabra «padre».

–Tío Ares me trajo, también está aquí. –respondió Alphard, con el tono de voz más frío que el burlón que uso segundos antes con la joven.

El señor Crouch ignoró por completo la mención de su hijo y miró a Ludo Bagman que también estaba allí.

–Ludo, te recuerdo que tenemos que buscar a los búlgaros. –dijo de forma cortante el señor Crouch–. Gracias por el té, Weatherby. –le devolvió a Percy la taza, que continuaba llena, y aguardó a que Ludo se levantara. Apurando el té que le quedaba. Bagman se puso de pie con esfuerzo acompañado del tintineo de las monedas que llevaba en los bolsillos. Por último, Crouch se dirigió a sus dos nietos–. Alphard... Cassiopeia... –se despidió fríamente de sus nietos.

–¡Hasta luego! –dijo Ludo Bagman–. Estarán conmigo en la tribunal principal. ¡Yo seré el comentarista! –saludó con la mano; Barty Crouch hizo un breve gesto con la cabeza, miró una vez más a la joven azabache, y tanto uno como otro se desaparecieron.

Eleanor inspiró profundamente antes de acercarse al círculo a saludar a cada uno de los pelirrojos dejando que al mellizo con su hermana atrás. Harry, que estaba con Hermione y Ron, se levantó para abrazar a su tía.

–¿Y Sirius? –preguntó Harry, mirando a su tía y al mellizo que hablaba con su hermana a unos metros suyos, inseguro–. ¿Dónde está?

–Fue a buscar agua. Vendrá después. –respondió Eleanor.

–¿Qué hace el hermano de Cassie contigo?

–Me acompaño para ver a Cassie...

–O llevársela. –murmuró Ron, molesto. No se llevaba con el Slytherin.

¡Ronald! –chilló Hermione, regañándolo.

Eleanor prefirió alejarse de aquella discusión dejando a su sobrino como mediador. Se acercó hasta a Bill y a Charlie que le hacian señas. Les dedicó una sonrisa a cada uno, deteniéndose un poco más en el hermano mayor de su mejor amigo, recordando el momento que tuvieron ayer. Se sentó en medio de los dos, recibiendo un beso en cada mejilla de sus partes.

–¿Ya apostaron algo? –preguntó Eleanor, con interés.

–En absoluto. Te dijimos que te esperaríamos. –dijo Bill, sonriente.

–Al menos nosotros porque Fred y George ya lo hicieron. –dijo Charlie, mirando a los gemelos.

–¿En serio? ¿Con quién? –les preguntó Eleanor.

–Apostamos treinta y siete galeones, quince sickles y tres knuts a que ganaba Irlanda. –dijeron Fred y George al unísono. Los ojos de Eleanor se abrieron en sorpresa al escucharlos–, ¡Ah! pero que Viktor Klum cogerá la snitch. Además le añadimos una varita de pega a Ludo Bagman.

¿Que hicieron qué? –les gritó Eleanor.

–Eran todos sus ahorros. –añadió Bill, rodando los ojos.

¿Pero cómo...? –chilló Eleanor, molesta. Les golpeó un zape a cada pelirrojo a su lado, Bill y Charlie mientras gritaban: «¡Ay! ¡Auch! ¿Por qué nos pegas a nosotros si fueron ellos?»–. ¡¿Cómo se les ocurrió permitírselos?! Son sus hermanos mayores, deberían haberlos detenido, son todos sus ahorros...

–Estamos hablando de Fred y George. ¿Cuándo algo o alguien los ha detenido realmente? –inquirió Bill, señalándolos. Los gemelos se encogieron de hombros dándole la razón–. Ya tienen edad para saber lo que hacen y de los errores se aprende. Ellos lo saben.

–Exacto, Eleanor. –dijo George–. Y además, estamos seguros que no perderemos nuestro dinero.

–¿Cómo pueden estar tan seguros de eso? ¿Acaso ustedes van a controlar a Krum o a todo el equipo de Irlanda? –inquirió Eleanor, tercamente–. Es una locura chicos. Ustedes no conocen al señor Bagman, incluso yo no lo conozco para saber si es de confianza y realmente les pagará.

–Tranquila, Eleanor. –dijo Fred, sonriente–. Agradecemos que te preocupes, en serio,  pero nosotros no cambiaremos nuestra apuesta. Ya está hecho, cerramos el trato y no podemos hacer nada.

–Pero no tienen posibilidades de acertar, chicos... –repitió la joven, sin poder creer lo que habían hecho.

–Ya, déjalo, El. –le dijo Bill–. No cambiarán nada. Así son ellos. Se arriesgan.

–¡Así son todos ustedes! ¿O ya se les olvidó como eran en Hogwarts? –dijo Eleanor, mirando a sus amigos–. Las bromas que hacían y las veces que tuvimos que correr porque habían salido mal molestar a la señora Norris o a Filch...

–Sí, sí. Ya, Elle, los estabas regañando a ellos, no a nosotros. –repuso Charlie, con el ceño fruncido.

Conforme avanzaba la tarde la emoción aumentaba en el cámping, como una neblina que se hubiera instalado allí. Al oscurecer, Sirius se había llevado a los mellizos para pasar tiempo "padre e hijos", diciendo que se verían más tarde en la tribuna donde estaban sus lugares. Eleanor y Harry se quedarían con la familia Weasley y Hermione Granger, la castaña amiga de su sobrino. El aire aún estival vibraba de expectación, y, cuando la noche llegó como una sábana a cubrir a los miles de magos, desaparecieron los últimos vestigios de disimulo: el Ministerio parecía haberse resignado ya a lo inevitable y dejó de reprimir los ostensibles indicios de magia que surgían por todas partes.

Los vendedores se aparecían a cada paso, con bandejas o empujando carros en los que llevaban cosas extraordinarias: escarapelas luminosas (verdes de Irlanda, rojas de Bulgaria) que gritaban los nombres de los jugadores; sombreros puntiagudos de color verde adornados con tréboles que se movían; bufandas del equipo de Bulgaria con leones estampados que rugían realmente; banderas de ambos países que entonaban el himno nacional cada vez que se las agitaba; miniaturas de Saetas de Fuego que volaban de verdad y figuras coleccionables de jugadores famosos que se paseaban por la palma de la mano en actitud jactanciosa.

Eleanor miraba como su sobrino y sus amigos compraban recuerdos. Algo caliente la rodeó y miró a su costado a Bill Weasley colocándole una bufanda verde (apoyaban a Irlanda). Un sonrojo cubrió sus mejillas y lo miró agradecida. Él se acercó más para susurrarle al oído, había mucho ruido por lo que solo de esa manera podía escucharlo:

–Nunca vi a alguien que le quedara tan bien el verde. No me arrepiento de habértelo comprado. –reconoció Bill, haciendo un gesto hacia su bufanda.

–Oh... –musitó Eleanor, poniéndose colorada. Le ponía nerviosa la nueva cercanía que había entre ambos pero no le disgustaba, en absoluto–. gracias, Billy.

–¿Billy? Wow. –dijo Bill, sorprendido–. ¿Aún lo recuerdas?

Cuando Eleanor era más pequeña y conoció a la familia Weasley, Bill al ser con el que menos platicaba a diferencia de Charlie, no recordaba bien su nombre, por lo que le había llamado «Billy» aquello les había divertido mucho a los mayores que los escucharon, por lo que él, como venganza por el momento vergonzoso que le había hecho pasar, la llamó «Ellen» provocando más risas. Ambos, en lugar de enojarse, lo tomaron de una forma divertida. Desde entonces, procuraban molestarse entre ellos llamándose así. Era algo que sólo ellos compartían y eso lo hacía especial

–Se siente bien decirlo, después de tantos años. –confesó Eleanor. Él aún estaba sorprendido por ello, por lo que la joven aprovecho para acercarse a besar su mejilla y le sonrió al separarse–. Me alegro de que estés aquí.

–Yo también me alegro de estar aquí contigo, Ellen.

Y entonces se oyó el sonido profundo y retumbante de un gong al otro lado del bosque, y de inmediato se iluminaron entre los árboles unos faroles rojos y verdes, marcando el camino al estadio.

–¡Ya es la hora! –anunció el señor Weasley, tan impaciente como los demás–. ¡Vamos!

Los dos miraron una última vez antes de acercar su mano al otro e ir entrelazando sus dedos. Ninguno dijo nada. Sólo se mantuvieron allí ignorando las miradas de los curiosos.

Charlie que estaba atrás de ellos, sonrió y abrazó a Ginny por los hombros mientras compartían una mirada cómplice.

Cogieron todo lo que habían comprado y, siguiendo al señor Weasley, se internaron a toda prisa en el bosque por el camino que marcan los faroles. Oían los gritos, las risas, los retazos de canciones de los miles de personas que iban con ellos. La atmósfera de febril emoción se contagiaba fácilmente, y Eleanor no podía dejar de sonreír al ver a su sobrino tan extasiado. Caminaron por el bosque hablando y bromeando en voz alta unos veinte minutos, hasta que al salir por el otro lado se hallaron a la sombra de un estadio colosal. Aunque Eleanor sólo podía ver una parte de los inmensos muros dorados que rodeaban el campo de juego, calculaba que dentro podrían haber cabido, sin apretones, diez catedrales.

–Hay asientos para cien mil personas. –explicó el señor Weasley, observando la expresión todos–. Quinientos funcionarios han estado trabajando durante todo el año para levantarlo. Cada centímetro del edificio tiene un repelente mágico de muggles. Cada vez que ellos se acercan hasta aquí, recuerdan de repente que tenían una cita en otro lugar y salen corriendo... ¡Dios los bendiga! –añadió en tono cariñoso, encaminándose delante de los demás hacia la entrada más cercana, que ya estaba rodeada de un enjambre de bulliciosos magos y brujas.

–¡Asientos de primera! –dijo la bruja del Ministerio, apostada ante la puerta, al comprobar sus entradas–. ¡Tribuna principal! Todo recto escaleras arriba, Arthur, arriba de todo.

Las escaleras del estadio estaban tapizadas con una suntuosa alfombra de color púrpura. Subieron la multitud, que poco a poco iba entrando por las puertas que daban a las tribunas que había a derecha e izquierda. El grupo siguió subiendo hasta llegar al final de la escalera y se encontró en una pequeña tribuna ubicada en la parte más elevada del estadio, justo a mitad de camino entre los dorados postes de gol. Contenía unas veinte butacas de color rojo y dorado, repartidas en dos filas. Eleanor tomó asiento con los demás en la fila de delante y observó el estadio que tenían a sus pies, cuyo aspecto nunca hubiera imaginado.

Cien mil magos y brujas ocupaban sus asientos en las gradas dispuestas en torno al largo campo oval. Todo estaba envuelto en una misteriosa luz dorada que parecía provenir del mismo estadio. Desde aquella elevada posición, el campo parecía forrado de terciopelo. A cada extremo se levantaban tres aros de gol, a unos quince metros de altura. Justo enfrente de la tribuna en que se hallaban, casi a la misma altura de sus ojos, había un panel gigante. Unas letras color dorado iban apareciendo en él, como si las escribiera la mano de un gigante invisible, y luego se borraban. Al fijarse, Eleanor se dio cuenta de lo que se leían eran anuncios que enviaban sus destellos a todo el estadio:

La Moscarda: una escoba para toda la familia: fuerte, segura y con alarma antirrobo incorporada... Quitamanchas mágico multiusos de la Señora Skower: adiós a las manchas, adiós al esfuerzo... Harapos finos, moda para magos: Londres, París, Hogsmeade...

Eleanor apartó los ojos de los anuncios y miró por encima del hombro para ver con quiénes compartían la tribuna.

—¿Buscando a alguien, Potter? —escuchó una voz que le susurraba al oído. Eleanor sonrió y antes de girar ya sabía de quien se trataba.

–Señor Crouch. –dijo Eleanor, con una sonrisa radiante.

La mirada del hombre estaba sobre la suya pero lentamente fue bajando hasta donde estaba su mano siendo sostenida por otra. Todo el alegre humor que mantenía el Auror desapareció. Estaba rígido y detrás de él venían Sirius y los mellizos, que siguieron avanzando, ubicándose donde estaba Harry y el resto, menos Alphard que no quería estar cerca de ellos.

Eleanor soltó la mano de Bill sintiéndose cohibida por estar en medio de los dos hombres. El pelirrojo al notar aquel acto, siguió la mirada de la chica que se posaba en la figura del mismo hombre que conoció dos años atrás en la librería Flourish y Blotts. Al igual que Ares, el primer hijo de los Weasley lo miró. Parecían tener una especie de batalla de miradas que sólo se detuvo al escuchar el chillido de Cassiopeia Black.

–¡Winky! ¡¿Qué haces aquí sola?!

Alphard y Ares fruncieron el ceño mirando a la misma dirección que el resto.

Sentada en la antepenúltima butaca de la fila de atrás estaba una criatura, cuyas piernas eran tan cortas que apenas sobresalían del asiento, llevaba puesto a modo de toga un paño de cocina y se tapaba la cara con las manos. La diminuta figura levantó la cara y separó los dedos, mostrando unos enormes ojos castaños y una nariz que tenía la misma forma y tamaño que un tomate grande. Era una elfina doméstica.

–¡Ama Cassiopeia! –exclamó Winky, la elfina doméstica. Tenía una voz aguda, apenas un chillido flojo y tembloroso–. Oh, ama. El amo Crouch me mandó a venir a la tribuna principal, y vine, ama.

–¿Por qué te manda venir tu amo si sabe que no soportas las alturas? –preguntó Harry, frunciendo el entrecejo.

–Mi amo... mi amo quiere que le guarde una butaca, Harry Potter, porque está muy ocupado –dijo Winky, inclinando la cabeza hacia la butaca vacía que tenía a su lado–. Winky está deseando volver a la tienda de su amo, Harry Potter, pero Winky hace lo que le mandan, porque Winky es una buena elfina doméstica.

–¿Que el abuelo hizo qué? –repitió Cassiopeia, furiosa–. ¡Winky te ordeno que te vayas ahora mismo!

Aterrorizada, echó otro vistazo al borde de la tribuna, y volvió a taparse los ojos completamente. Eleanor se volvió a Ares que tenía los puños apretados.

–¡No puedo, ama Cassiopeia! ¡Él amo...!

–¿Y si yo te lo ordeno, Winky?

La pequeña criatura abrió (si es que se podía) aún más los ojos al escuchar la voz. Se volvió tan rápido que Eleanor creyó que caería, sus ojos destellaron e incluso creía haber visto lágrimas contenidas en ellos mientras lo miraba.

–¡Amo Ares! ¡Oh, cuánto tiempo! –chilló Winky, tan agudo que la mayoría se encogió un poco por el grito. Parecía tener intenciones de correr a él pero al mismo tiempo no se movía de su lugar y miraba el asiento vacío a su lado con temor–. ¡Winky lo ha extrañado mucho!

–Winky no deberías estar aquí. –dijo Ares–. No sé como tu amo lo permitió.

–¡Su padre, el amo Crouch lo ordenó! ¡No puedo...!

Ares decidió que lo mejor era dejar allí, ella no accederia a irse a menos que su propio amo se lo ordenara y bueno, él y el Auror no tenían la mejor comunicación.

Durante la siguiente media hora se fue llenado lentamente la tribuna. El señor Weasley no paró de estrechar la mano a personas que obviamente eran magos importantes al igual que Ares aunque él solamente asentía en saludo sin pretender moverse de su lugar, a lado de Eleanor. Percy se levantaba de un salto tan a menudo que parecía que tuviera un erizo en el asiento. Cuando llegó Cornelius Fudge, el mismísimo ministro de Magia, la reverencia de Percy fue tan exagerada que se le cayeron las gafas y se le rompieron. Muy embarazado, las reparó con un golpe de la varita y a partir de ese momento se quedó en el asiento, echando miradas de envidia a Harry, Eleanor y Ares, a quien Cornelius Fudge saludó como si se trataran de sus viejos amigos. Fudge les estrechó la mano con ademán paternal, les preguntó cómo estaban y les presentó a los magos que lo acompañaban.

–Ya sabe, Eleanor y Harry Potter. –le dijo muy alto al ministro de Bulgaria, que llevaba una espléndida túnica de terciopelo negro con adornos de oro y parecía que no entendía una palabra de inglés–. ¡Eleanor y Harry Potter...! Seguro que los conoce: ambos sobrevivieron a Quien-Usted-Sabe... Tiene que saber quienes son...

Eleanor se veía muy avergonzada, más cuando era obvio que la atención era para su sobrino, no ella con exactitud, sin embargo tener a Bill intentando distraerla de aquello le ayudó.

El búlgaro vio de pronto la cicatriz de Harry y, señalándola, se puso a decir en voz alta y visiblemente emocionado cosas que nadie entendía.

–Sabía que al final lo conseguiríamos. –le dijo Fudge a Ares, cansinamente–. No soy muy bueno en idiomas; para estas cosas tengo que echar mano de tu padre, Barty Crouch. Ah, ya veo que su elfina doméstica le está guardando el asiento. Ha hecho bien, porque estos búlgaros quieren quedarse los mejores sitios para ellos solos... ¡Ah, ahí está Lucius!

Todos se volvieron rápidamente. Los que se encaminaban hacia tres asientos aún vacíos de la segunda fila, justo detrás del padre de Bill, no eran otros que Lucius Malfoy, su hijo Draco y una mujer que supuso que seria la esposa de Lucius. Era rubia, alta y delgada, y habría parecido guapa si no hubiera sido por el gesto de asco de su cara, que daba la impresión de que, justo debajo de la nariz, tenía algo que olía a demonios. Miraba a Sirius con rencor y asco, la misma que él le dedicó a su prima y a su esposo, Lucius.

–¡Ah, Fudge! –dijo el señor Malfoy, tendiendo la mano al llegar ante el ministro de Magia–. ¿Cómo estás? Me parece que no conoces a mi mujer, Narcisa, ni a nuestro hijo, Draco.

–¿Cómo está usted?, ¿cómo estás? –saludó Fudge, sonriendo e inclinándose ante la señora Malfoy–. Permítame presentarles al señor Oblansk... Obalonsk... al señor... Bueno, es el ministro búlgaro de Magia, y, como no entiende ni jota de lo que digo, da lo mismo. Está Eleanor Potter y Ares Crouch, los dos son nuestros mejores Aurores. Y bueno, supongo que conoces a Arthur Weasley.

Fue un momento muy tenso. El señor Weasley y el señor Malfoy se miraron el uno al otro, y Eleanor recordó claramente la pelea en Flourish y Blotts. Los fríos ojos de los Malfoy recorrieron al señor Weasley y luego la fila en que estaba sentado.

–Por Dios, Arthur –dijo con suavidad–, ¿qué has tenido que vender para comprar entradas en la tribuna principal? Me imagino que no te ha llegado sólo con la casa.

–Más honrado que ser un mortífago. ¿No crees, Malfoy? –dijo Sirius con burla y molestia grabada en su voz.

Fudge, que no escuchaba, dijo:

–Lucius acaba de aportar una generosa contribución para el Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. Ha venido aquí como invitado mío.

Tanto Ares como Sirius bufaron y rodaron los ojos ante aquello. Si algo tenían en común a parte de ser cuñados, era que los dos odiaban a los mortífagos.

–Asquerosos. –murmuró Eleanor, cuando la familia se había ido.

Un segundo más tarde, Ludo Bagman llegaba a la tribuna principal como si fuera un indio lanzándose al ataque de un fuerte.

–¿Todos listos? –preguntó. Su redonda cara relucía de emoción como un queso de bola grande–. Señor ministro, ¿qué le parece si empezamos?

–Cuando tú quieras, Ludo. –respondió Fudge, complacido.

Ludo sacó la varita, se apuntó con ella a la garganta y dijo:

¡Sonorus! –su voz se alzó por encima del estruendo de la multitud que abarrotaba ya el estadio y retumbó en cada rincón de las tribunas–. Damas y caballeros... ¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a la cuadringentésima vigésima segunda edición de la Copa del Mundo de quidditch!

Los espectadores gritaron y aplaudieron. Ondearon miles de banderas, y los discordantes himnos de sus naciones se sumaron al jaleo de la multitud. El enorme panel que tenían enfrente borró su último anuncio (Grageas multisabo-res de Bertie Bott: ¡un peligro en cada bocado!) y mostró a continuación: BULGARIA: 0; IRLANDA: 0.

–Y ahora, sin más dilación, permítanme que les presente a... ¡las mascotas del equipo de Bulgaria!

Las tribunas del lado derecho, que eran un sólido bloque de color escarlata, bramaron su aprobación.

–Me pregunto qué habrán traído. –dijo el señor Weasley, inclinándose en el asiento hacia delante–. ¡Aaah! –de pronto se quitó las gafas y se las limpió a toda prisa en la tela de la túica–. ¡Son veelas!

Un centenar de veelas acababan de salir al campo de juego. Las veelas eran mujeres, las mujeres más hermosas que hubieran visto nunca... pero no eran (no podían ser) humanas. Podían hacer brillar su piel de aquel modo, con un resplandor plateado; o qué, sin que hubiera viento, el pelo dorado se les abriera en abanico detrás de la cabeza. Las veelas se pusieron a bailar, a medida que aumentaban la velocidad de su danza, todos parecían, a su alrededor, emocionarse.

Eleanor, que estaba desconcertada por el ruido, miró a sus lados, tanto Ares como Bill y el resto de sus acompañantes, se estaban poniendo de pie con las intenciones de acercarse más. Ella los tuvo que agarrar por los codos y jalarlos a sus asientos con ayuda de Alphard y Ginny que hacían lo mismo con los demás.

–¡¿Qué planeaban hacer?! –les gritó Eleanor, con los ojos abiertos en sorpresa.

Entonces cuando cesó la música. Los dos cerraron los ojos y volvieron a abrirlos. Como si acabaran de ser despertados de un profundo sueño.

El estadio se sumieron en gritos de protesta. La multitud no quería que las velas se fuera, y lo mismo le pasaban a los dos a su lado. Incluso Harry y Ron habían destrozado los tréboles de sus sombreros, sin darse cuenta.

–El efecto de las velas los vuelve idiotas, eso es seguro. –murmuró Eleanor, cruzada de brazos.

–Si sigues diciendo eso, comenzaré a creer que estás celosa. –le susurró Ares–. Y bueno, si hablamos de celos, tienes todas las de perder, Potter.

–¿De qué habla, señor Crouch? –inquirió Eleanor, enarcando su ceja con el color rojo en sus mejillas.

Ares no dijo nada pero miro detrás de ella justo donde estaba Bill aún parpadeando por la escena de las veelas.

–Sólo es mi amigo. –dijo Eleanor, recalcando la palabra.

–Deberías avisarle a tu cara entonces.

Eleanor chasqueó fuerte la lengua e iba a replicarle lo equivocado que estaba pero no pudo. ¿Por qué decía eso? ¿Acaso ella miraba a Bill Weasley de alguna manera especial? Él era especial, sí, pero se suponía que le gustaba Ares... entonces, ¿por qué lo dijo?

En aquel momento, lo que parecía ser un cometa de color oro y verde entró en el estadio como disparado, dio una vuelta al terreno de juego y se dividió en dos cometas más pequeños que se dirigieron a toda velocidad hacia los postes de gol. Eran las mascotas del equipo de Irlanda. Repentinamente se formó un arco iris que se extendió de un lado a otro del campo de juego, conectando las dos bolas de luz. La multitud exclamaba «¡oooooooh!» y luego «¡aaaaaaah!», como si estuviera contemplando un castillo de fuegos de artificio. A continuación se desvaneció el arco iris, y las dos bolas de luz volvieron a juntarse y se abrieron: formaron un trébol enorme y reluciente que se levantó en el aire y empezó a elevarse sobre las tribunas. De él caía algo que parecía una lluvia de oro.

–¡Maravilloso! –exclamó Ron, cuando el trébol se elevó sobre el estadio dejando caer pesadas monedas de oro que rebotaban al dar en los asientos y en las cabezas de la multitud. Entornando los ojos para ver mejor el trébol, apreciaron que estaban compuestos de miles de hombrecitos diminutos con barba y chalecos rojos, cada uno de los cuales llevaba una diminuta lámpara de color oro o verde.

–¡Aquí tienes! –dijo Ron muy contento, poniéndole a Harry un montón de monedas de oro en la mano–. ¡Por los omniculares! ¡Ahora me tendrás que comprar un regalo de Navidad, je, je!

–Son falsos. –le dijo Alphard a Ron, cuando creyó que en verdad le estaba pagando al niño que sobrevivió. La sonrisa enorme que decoraba el rostro de Ron, se apagó entonces–. Son leprechauns, es oro que desaparece al siguiente día. No le has pagado nada a Potter, Weasley.

–¡Alphard! –lo reprendió su melliza. Él se encogió de hombros con el semblante serio y una sonrisa burlona.

Eleanor miró al hijo de Sirius reprimiendo una pequeña sonrisa. Si bien, no había sido delicado al decirle a Ron, le había resultado divertido verlo aunque sea interactuar con alguien más (aunque con malas intenciones) que no fuera o su tío o su hermana.

–Y ahora, damas y caballeros, ¡demos una calurosa bienvenida a la selección nacional de quidditch de Bulgaria! Con ustedes... ¡Dimitrov!

Una figura vestida de escarlata entró tan rápido montada sobre el palo de su escoba que sólo se pudo distinguir un borrón en el aire. La afición del equipo de Bulgaria aplaudió como loca.

–¡Ivanova!

Una nueva figura hizo su aparición zumbando en el aire, igualmente vestida con una túnica de color escarlata.

–¡Zograf!, ¡Levski!, ¡Vulchanov!, ¡Volkov! yyyyyy... ¡Krum!

Viktor Krum era delgado, moreno y de piel cetrina, con una nariz grande y curva y cejas negras y muy pobladas. Semejaba una enorme ave de presa. Costaba creer que sólo tuviera dieciocho años.

–Y recibamos ahora con un cordial saludo ¡a la selección nacional de quidditch de Irlanda! –bramó Bagman–. Les presento a... ¡Connolly!, ¡Ryan!, ¡Troy!, ¡Mullet!, ¡Moran!, ¡Quigley! yyyyyyy... ¡Lynch!

Siete borrones de color verde rasgaron el aire al entrar en el campo de juego.

–Y ya por fin, llegado desde Egipto, nuestro árbitro, el aclamado Presimago de la Asociación Internacional de Quidditch: ¡Hasán Mustafá!

Entonces, caminando a zancadas, entró en el campo de juego un mago vestido con una túnica dorada que hacía juego con el estadio. Era delgado, pequeño y totalmente calvo salvo por el bigote. Debajo de aquel bigote sobresalía un silbato de plata; bajo un brazo llevaba una caja de madera, y bajo el otro, su escoba voladora. Mustafá emprendió el vuelo.

–¡Comieeeeeeenza el partido! –gritó Bagman–. Todos despegan en sus escobas y ¡Mullet tiene la quaffle! ¡Troy! ¡Moran! ¡Dimitrov! ¡Mullet de nuevo! ¡Troy! ¡Levski! ¡Moran!

Aquello era quidditch como jamás había visto nunca. La velocidad de los jugadores era increíble: los cazadores se arrojaban la quaffle unos a otros tan rápidamente que Bagman apenas tenía tiempo de decir los nombres.

Ares miraba de reojo como las expresiones de Eleanor cambiaban a cada rato mientras veía el partido, él nunca fue un fanático de quidditch, realmente estaba allí porque Alphard se lo había pedido y también porque no desaprovecharía la oportunidad de tener cerca a la hermosa joven. Y ahora que había notado la mirada del pelirrojo Weasley en ella, estaba más que seguro que había sido buena idea haber ido. Eleanor le había dado una oportunidad y no la iba a perder.

–¡TROY MARCA! –bramó Bagman, y el estadio entero vibró entre vítores y aplausos–. ¡Diez a cero a favor de Irlanda!

–¡Sí! –chilló Eleanor, emocionada jalando de la sudadera a Bill. Él reía al verla como una niña pequeña recibiendo unos dulces.

Eleanor, que sabía demasiado de quidditch, había notado que los cazadores de Irlanda eran soberbios. Formaban un equipo perfectamente coordinado, y, por las posiciones que ocupaban, parecía como si cada uno pudiera leer la mente de los otros. La escarapela que llevaba Bill en el pecho no dejaba de gritar sus nombres: «¡Troy... Mullet... Moran!» Al cabo de diez minutos, Irlanda había marcado otras dos veces, hasta alcanzar el treinta a cero, lo que había provocado mareas de vítores atronadores entre su afición, vestida de verde.

El juego se tomó aún más rápido pero también más brutal. Volkov y Vulchanov, los golpeadores búlgaros, aporreaban las bludgers con todas sus fuerzas para pegar con ellas a los cazadores del equipo de Irlanda, y les impedían hacer uso de algunos de sus mejores movimientos: dos veces se vieron forzados a dispersarse y luego, por fin, Ivanova logró romper su defensa, esquivar al guardián, Ryan, y marcar el primer tanto del equipo de Bulgaria.

Eleanor tomó la iniciativa de poner ambas manos en los ojos de Ares y Bill cuando las veelas empezaron a bailar para celebrarlo. No quería que volvieran a invadir su mente. Quitó las manos al mismo tiempo que habían dejado de bailar, y Bulgaria volvía a estar en posesión de la quaffle.

–¡Dimitrov! ¡Levski! ¡Dimitrov! Ivanova... ¡¡Eh!! –bramó Bagman.

Cien mil magos y brujas ahogaron un grito cuando los dos buscadores, Krum y Lynch, cayeron en picado por en medio de los cazadores, tan veloces como si se hubieran tirado de un avión sin paracaídas. Eleanor chilló de horror.

–¡Se van a estrellar! –gritó Eleanor, pellizcando el brazo de Bill que aún no soltaba. El pelirrojo emitió un chillido pero no le dijo nada.

Y así parecía... hasta que en el último segundo Viktor Krum frenó su descenso y se elevó con un movimiento de espiral. Lynch, sin embargo, chocó contra el suelo con un golpe sordo que se oyó en todo el estadio. Un gemido brotó de la afición irlandesa.

–¡Tonto! –se lamentó el señor Weasley–. ¡Krum lo ha engañado!

–¡Tiempo muerto! –gritó la voz de Bagman–. ¡Expertos mediamos tienen que salir al campo para examinar a Aidan Lynch!

–Estará bien, ¡sólo ha sido un castañazo! –le dijo Charlie en tono tranquilizador a Eleanor, que se asomaba por encima de la pared de la tribuna principal, horrorizada–. Que es lo que andaba buscando Krum, claro...

–¡Bárbaro! ¡Eso es lo que es! –dijo Eleanor, molesta.

Finalmente Lynch se incorporó, en medio de los vítores de la afición del equipo de Irlanda, montó en la Saeta de Fuego y, dando una patada en la hierba, levantó el vuelo. Su recuperación pareció otorgar un nuevo empuje al equipo de Irlanda. Cuando Mustafá volvió a pitar, los cazadores se pusieron a jugar con una destreza que Eleanor no había visto nunca.

En otros quince minutos trepidantes, Irlanda consiguió marcar diez veces más. Ganaban por ciento treinta puntos a diez, y los jugadores comenzaban a jugar de manera más sucia.

Cuando Mullet, una vez más, salió disparada hacia los postes de gol aferrando la quaffle bajo el brazo, el guardián del equipo búlgaro, Zograf, salió a su encuentro. Fuera lo que fuera lo que sucedió, ocurrió tan rápido que Eleanor no pudo verlo, pero un grito de rabia brotó de la afición de Irlanda, y el largo y vibrante pitido de Mustafá indicó falta.

–Y Mustafá está reprendiendo al guardián búlgaro por juego violento... ¡Excesivo uso de los codos! –informó Bagman a los espectadores, por encima de su clamor–. Y... ¡sí, señores, penalti favorable a Irlanda!

Los leprechauns, que se habían elevado en el aire, enojados como un enjambre de avispas cuando Mullet había sufrido la falta, se apresuraron en aquel momento a formar las palabras: «¡JA, JA, JA!» Las veelas, al otro lado del campo, se pusieron de pie de un salto, agitaron de enfado sus melenas y volvieron a bailar.

Todos a una, los chicos Weasley, Harry, Ares, Alphard y Sirius se metieron los dedos en los oídos; pero Eleanor que no se había tomado la molestia de hacerlo, no tardó en tirar de Bill del brazo. Él se volvió hacia ella, y Eleanor, con un gesto divertido, le quitó los dedos de las orejas.

–¡Fíjate en el árbitro! –le dijo riéndose.

Miraron el terreno de juego. Hasán Mustafá había aterrizado justo delante de las velas y se comportaba de una manera muy extraña: flexionaba los músculos y se atusaba nerviosamente el bigote.

–¡No, esto sí que no! –dijo Ludo Bagman, aunque parecía que le hacía mucha gracia–. ¡Por favor, que alguien le dé una palmada al árbitro!

Un medimago cruzó a toda prisa el campo, tapándose los oídos con los dedos, y le dio una patada a Mustafá en la espinilla. Mustafá volvió en sí.

–Y, si no me equivoco, ¡Mustafá está tratando de expulsar a las mascotas del equipo búlgaro! –explicó la voz de Bagman–. Esto es algo que no habíamos visto nunca... ¡Ah, la cosa podría ponerse fea...!

Y, desde luego, se puso fea: los golpeadores del equipo de Bulgaria, Volkov y Vulchanov, habían tomado tierra uno a cada lado de Mustafá, y discutían con él furiosamente señalando hacia los leprechauns, que acababan de formar las palabras: «¡JE, JE, JE!» Pero a Mustafá no lo cohibían los búlgaros: señalaba al aire con el dedo, claramente pidendoles que volvieran al juego, y, como ellos no le hacían caso, dio dos breves soplidos al silbato.

–¡Dos penaltis a favor de Irlanda! –gritó Bagman, y la afición del equipo búlgaro vociferó de rabia–. Será mejor que Volkov y Vulchanov regresen a sus escobas... Sí... Ahí van... Troy toma la quaffle...

A partir de aquel instante el juego alcanzó nuevos niveles de ferocidad. Los golpeadores de ambos equipos jugaban sin compasión: Volkov y Vulchanov, en especial, no parecían preocuparse mucho si en vez de a las bludgers golpeaban con los bates a los jugadores irlandeses. Dimitrov se lanzó hacia Moran, que estaba en posesión de la quaffle, y casi la derriba de la escoba.

—¡Falta! —corearon los seguidores del equipo de Irlanda todos a una, y al levantarse a la vez, con su color verde, semejaron una ola.

—¡Falta! —repitió la voz mágicamente amplificada de Ludo Bagman—. Dimitrov pretende acabar con Moran... volando deliberadamente para chocar con ella... Eso será otro penalti... ¡Sí, ya oímos el silbato!

Los leprechauns habían vuelto a alzarse en el aire, y formaron una mano gigante que hacía un signo muy grosero dedicado a las veelas que tenían enfrente. Entonces las veelas perdieron el control. Se lanzaron al campo y arrojaron a los duendes lo que parecían puñados de fuego. Eleanor vio que su aspecto ya no era bello en absoluto. Por el contrario, sus caras se alargaban hasta convertirse en cabezas de pájaro con un pico temible y afilado, y unas alas largas y escamosas les nacían de los hombros.

–¿A que ya no les parecen tan bellas, eh? –se burló Eleanor, sonriente. Bill rodó los ojos, claramente escuchándola.

–Como si tú no estuvieras mirando a los jugadores.

–No sé si lo hayas notado pero desde aquí solo puedo ver sus capas, si a eso te refieres, si, no los he dejado de mirar.

Los dos se miraron fijamente antes de reír por el comentario del otro.

–¡Por eso, muchachos –gritó el señor Weasley para hacerse oír por encima del tumulto–, es por lo que no hay que fijarse sólo en la belleza!

–Totalmente de acuerdo, señor Weasley. –dijo Eleanor, guiñándole un ojo a Bill que seguía observándola divertido.

Los magos del Ministerio se lanzaron en tropel al terreno de juego para separar a las veelas y los leprechauns, pero con poco éxito. Y la batalla que tenía lugar en el suelo no era nada comparada con la del aire.

–Levski... Dimitrov... Moran... Troy... Mullet... Ivanova... De nuevo Moran... Moran... ¡Y MORAN CONSIGUE MARCAR!

Pero apenas se pudieron oír los vítores de la afición irlandesa, tapados por los gritos de las veelas, los disparos de las varitas de los funcionarios y los bramidos de furia de los búlgaros. El juego se reanudó enseguida: primero Levski se hizo con la quaffle, luego Dimitrov...

Quigley, el golpeador irlandés, le dio a una bludger que pasaba a su lado y la lanzó con todas sus fuerzas contra Krum, que no consiguió esquivarla a tiempo: le pegó de lleno en la cara.

La multitud lanzó un gruñido ensordecedor. Parecía que Krum tenía la nariz rota, porque la cara estaba cubierta de sangre, pero Mustafá no hizo uso del silbato. La jugada lo había pillado distraído, y Eleanor no podía reprochárselo: una de las veelas le había tirado un puñado de fuego, y la cola de su escoba se encontraba en llamas.

El buscador irlandés había empezado a caer repentinamente.

–Va a agarrar la snitch... ¡Míralo! –gritó Eleanor, emocionada.

Sólo la mitad de los espectadores parecía haberse dado cuenta de lo que ocurría. La afición irlandesa se levantó como una ola verde, gritando a su buscador... pero Krum fue detrás. Eleanor no sabía cómo conseguía ver hacia dónde se dirigía. Iba dejando tras él un rastro de gotas de sangre, pero se puso a la par de Lynch, y ambos se lanzaron de nuevo hacia el suelo...

—¡Van a estrellarse! —gritó Hermione.

—¡Nada de eso! —negó Ron.

–¡Lynch sí! –gritó Harry.

Y acertó. Por segunda vez, Lynch chocó contra el suelo con una fuerza tremenda, y una horda de veelas furiosas empezó a darle patadas.

–¡Hey! ¡Alguien debe detenerlas! ¡Lo van a lastimar más! –gritó Eleanor.

–La snitch, ¿dónde está la snitch? –gritó Charlie, desde su lugar en la fila.

–¡La agarró Krum! –gritó Bill.

Krum, que tenía la túnica roja manchada con la sangre que le caía de la nariz, se elevaba suavemente en el aire, con el puño en alto y un destello de oro dentro de la mano.

El trablero anunció «BULGARIA: 160; IRLANDA: 170» a la multitud, que no parecía haber comprendido lo ocurrido. Luego, despacio, como si acelerara un enorme Jumbo, un bramido se alzó entre la afición del equipo de Irlanda, y fue creciendo más y más hasta convertirse en gritos de alegría.

—¡IRLANDA HA GANADO! —voceó Bagman, que, como los mismos irlandeses, parecía desconcertado por el repentino final del juego—. ¡KRUM HA COGIDO LA SNITCH, PERO IRLANDA HA GANADO! ¡Dios Santo, no creo que nadie se lo esperara!

Eleanor se volvió hacia Bill totalmente eufórica, se lanzo sobre él y lo abrazó repitiendo «¡Ganamos! ¡Ganamos! ¡Lo sabía!». La felicidad que sentía en ese momento la nubló y no se detuvo a pensar que aquel gesto sólo desataría miles de emociones dentro del pelirrojo. Se sentía feliz y cómoda allí, junto a él, irradiando emoción por cada parte de su cuerpo. Su corazón estaba acelerado y su respiración igual.

Poco a poco fue regresando a su lugar sintiendo la extraña sensación de comodidad abandonándola junto a su toque. Justo como les había sucedido a los dos, un día antes en la cocina de La Madriguera. Un cegadora luz blanca que bañó mágicamente la tribuna en que se hallaban, los hizo regresar a la realidad. Entornando los ojos y mirando hacia la entrada, pudieron distinguir a dos magos que llevaban, jadeando, una gran copa de oro que entregaron a Cornelius Fudge, el cual aún parecía muy contrariado.

–Dediquemos un fuerte aplauso a los caballerosos perdedores: ¡La selección de Bulgaria! –gritó Bagman.

Algo se encendió dentro de Eleanor, importándole poco los jugadores búlgaros, se giro del otro lado solo para encontrar dos lugares vacíos, donde estaban sentados Alphard y... Ares Crouch. Los dos se habían ido.

La joven sólo se imaginaba que al Auror no le causo nada de gracia ver la escena que tuvo con Bill Weasley...

Y Eleanor solo se preguntaba una cosa: «¿Qué está pasando?»

Pero ni ella sabia que responder a aquella interrogante.


Nota de autora:

En serio, ni se imaginan cuanto me costó terminarlo... wow. Borré y borré porque no me convencía... finalmente aquí tienen. ¡Un enorme capítulo de 8,500 palabras!

Oficialmente el más largo hasta ahora.

¡Nos leemos después!

Pd. Ya vi que la mayoría son team Ares... No sé que decir, es mi culpa pero es que incluso yo estoy enamorada de él... so... ¡vivan los shipp!

¿Qué les pareció este capítulo?

¡VOTEN! ¡COMENTEN!

Les quiere a mil,

Fer 🍯

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