Cap. 44 - El Regrezo del Primarka
(Las faltas de ortografía en el nombre del capítulo son intencionales)
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Audionovela disponible en YouTube:
https://youtu.be/NyYEUxkBYXs
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En la infinidad del espacio. Allá, en el oscuro vacío donde la humanidad ya se había dado por vencida, un halo plateado atravesó el espacio-tiempo, uniendo dos puntos tan distantes en la galaxia, que su simple implicación era imposible de entender hasta para las mentes más brillantes del Adeptus Mechanicus.
Una nave aeldari emergió desde las profundidades de la telaraña. En su interior, cargaba con el peso y posiblemente el futuro de esta galaxia en llamas. Las esperanzas de más de una raza compartidas, aunque puede que ni ellos mismos supieran del peso que cargaban sobre sus hombros para los anales de la historia.
Lith: - Así que... ¿Este es el lugar? -
Kanan: - Eso parece... -
La respuesta del kaudillo no mostraba mucha seguridad, y por buen motivo. Sus coordenadas eran correctas. No había ningún tipo de error o malfuncionamiento de las consolas de la nave. Ante ellos se mostraba el basto planeta de Atem III una vez más, pero su aspecto era completamente diferente.
Lo que antes era un mundo cubierto por una densa capa marrón de polución, ahora se mostraba ante sus ojos como una hermosa esfera verde. Los vastos bosques eran visibles desde la misma órbita de Atem III, y su cielo era tan limpio como las aguas cristalinas de una caverna subterránea. Sus océanos eran bastos y cubrían apenas un tercio del planeta, pero era más que claro que Atem III ahora estaba... vivo.
Kanan sabía de las esporas orkas, y como estas pueden terraformar un planeta con el tiempo... Pero eso fue demasiado rápido. Mínimo se necesitarían un par de años para que hubiese un cambio tan radical en un mundo tan contaminado como era Atem III. Lo único que podía responderse a si mismo para aclarar sus dudas era que las esporas producidas por sus chikos eran más agresivas y adaptables. Después de todo, apenas había pasado un mes desde que Slaanesh los raptó del campo de batalla.
Haleth: - Necesitamos ubicar una zona segura para aterrizar. Descender a órbita a ciegas sería una imprudencia. -
Kanan: - Estoy de acuerdo. - Que el kaudillo no refutase su planteamiento dejó al exarca bien asombrado. - Los mundos terraformados por las esporas orkas no pueden tomarse a la ligera. Un grupo de exploración debe descender y asegurar una zona para el desembarco. -
Haleth: - Las naves de transporte pueden llevarnos a mi y a algunos de mis hombres a explorar. Pero no son suficientemente grandes para que los orkos puedan ir en ellas. -
Kanan: - Lo entiendo... Pero estoy seguro que mis chikos no estarán de acuerdo en quedarse atrás mientras ustedes se llevan toda la diversión. -
Haleth: - ¿Diversión? ¿Es en serio? - Solo pudo suspirar ante la imprudencia de los orkos. - ¿Y bien? ¿Cómo planean descender sin comprometer la integridad de la nave? -
Kanan no respondió de inmediato. Su mente se perdió en sus pensamientos, pues esa era una pregunta para la cual no tenía una respuesta. Sus ojos se quedaron abiertos ante la inmensidad del espacio que se mostraba por las ventanas de la nave, mientras su cerebro buscaba una forma de llegar a tierra. Cuando de pronto, algo extraño se cruzó frente a su mirada.
Kanan salió del estado meditativo en que se encontraba, siguiendo con la vista un pedazo de metal que flotaba tranquilamente sobre la órbita de Atem III. Un fragmento de metal que guió su mirada hacia los miles de escombros que quedaron orbitando sobre el planeta, testimonios de la cruenta batalla que se produjo en el pasado.
Millones de toneladas metálicas que giraban libremente sobre el planetas, como lunas artificiales compuestas por los cascos destruidos de los buques de guerra de las flotas que se enfrentaron. Kanan vio tal vastedad y a su mente vino un agradable recuerdo de la guerra, y a su ves... algo bastante descabellado.
Kanan: - Creo que... Tengo una idea. -
https://youtu.be/R5hCkh2AH58
Cualquiera que pudiese alzar la mirada sobre el despejado cielo diurno de Atem III los hubiese visto. Sobre la atmósfera del planeta, una lluvia de escombros envueltas en fuego atraidos por la gravedad desgarraban el velo invisible de capas atmosféricas, dejando a su paso un rastro de fuego y pedazos de metal calcinado.
Eran bolas enormes de metal, hecha de restos de piezas de naves destruidas y unidas con ingenio orko e ingeniería aeldari. Masas de acero moldeados para atravesar la atmósfera, cada uno de casi veinte metros de largo. Eran balas... Enromes balas con un blindaje ridículo en la parte inferior para resistir el calor abrazador que la fricción generaba sobre ellos.
No contaban con propulsores... ni estabilizadores... Ni freno de mano... Nada. O ese era el plan inicial. Pero hasta los orkos tuvieron que aceptar que los aeldaris "profanaran" sus perfectas creaciones para instalar un dispositivo de campo antigravitacional que frenase su caída. Segun palabras de los propios orejudos, no hacerlo sería una muerte segura. Menudos cobardes.
Y así, las enormes balas de metal cayeron desde los cielos, golpeando el suelo de Atem III con una fuerza abrumadora, pero lo suficientemente segura como para que el contenido pudiese salir caminando del interior del manojo de chatarra que solo era un intento tosco de imitar las capsulas de desembarco de los marines espaciales.
La tierra se sacudió, y el polvo se esparció como hondas sobre el agua al caer de una roca. Veinte capsulas arremetieron contra el suelo fangoso de una de las junglas del planeta, mientras el vapor y el calor que traían consigo era devorado por la alta humedad del aire circundante. Unos segundos de silencio, y todo volvió a su caos natural.
Planchas de acero volaron por los aires, cuando de su interior los orcos pateaban la estructura que, milagrosamente, sobrevivió a toda la travesía. Del interior de esas moles de metal, emergían los orkos, ansiosos y listos para la batalla. No podían negarlo, esa idea fue por mucho una de las mejores que su kaudillo había tenido en mucho tiempo, pues la adrenalina que ahora sacudía sus cuerpos quería hacerlos estallar, peros sus ansias deberían esperar de momento, y ser controladas solamente por uno que otro squig que se mostraba curioso ante el grupo de invasores.
Kanan: - ¿Estan todos vivos? - Preguntó despreocupadamente mientras salía de último de su capsula de desembarco, recibiendo un enérgico grito de Whaaag como respuesta.
Murrey: - Eso fue espectacular... Deberíamos intentarlo más a menudo. -
Kanan: - Todo a su debido tiempo, mi querido amigo. De momento... - El kaudillo sacó un dispositivo de uno de sus bolsillos y suspiró con pesar. - Debemos avisar al resto. -
Una vez más, Kanan se enfrentaba a lo que parecía ser uno de sus mayores enemigos. La tecnología aeldari. En su mano, Kanan portaba un dispositivo de comunicación para contactar con Lith y su grupo, pero había un titánico problema. Si bien el Kaudillo era capaz de recordar cada uno de los pasos para hacer la llamada, el hecho que sus enormes dedos abarcaran toda la pantalla y presionaran cada botón existente era todo un fastidio.
Ninguno de sus chikos había visto a Kanan tan concentrado y ofuscado en su vida. Las venas del rostro del kaudillo sobresalían de su piel, haciendo constancia del nivel de concentración que estaba poniendo al artefacto de sus manos. Tanto, que hasta se le olvidaba respirar en ocasiones. Pero un elefante con su trompa insertando una aguja en el orificio de un alfiler era algo difícil de imaginar. Pero después de diez minutos, Kanan pudo presionar los dos botones necesarios para avisar al resto.
Lith: - Valla... Pensé que habían muerto en la caída. -
Kanan: - Preferiría morir a tener que usar uno de esos artefactos otra vez. -
Lith: - Eres todo un viejo gruñón. Estamos recibiendo sus coordenadas... Vamos en camino. -
No era tan difícil localizar las capsulas, pues el humo que habían dejado era perfectamente visible en el cielo despejado. No pasaron ni dos minutos y las naves de desembarco aeldari descendieron a tierra y dejaron a sus tripulantes junto al resto antes de volver a la nave nodriza. Quedarse esperando en esa jungla desconocida era demasiado peligroso.
Ahora los dos grupos estaban reunidos. Kanan con sus poco más de cien guerreros, la Señora Fenix con sus cincuenta Centinelas Espectrales, y un pequeño batallón de doscientos Vengadores Implacables bajo el mando del exarca Haleth. Su destino era claro como una mancha de vino sobre un mantel blanco. Una zona al norte de su posición sobre la cual se extendía un cambio de coloración del terreno visible desde la misma atmósfera. La marca de un constante campo de batalla.
Y estaban en lo cierto, pues en el lugar de su destino, una batalla poco normal se llevaba a cabo entre dos facciones de pieles verdes. Que los pieles verdes luchen entre ellos no es nada fuera común. De hecho, alrededor de la galaxia ellos suelen pelearse más entre ellos que contra otras razas. Y no es solo hasta la llegada de un kaudillo digno que se unen bajo una sola bandera para salir a conquistar las estrellas. Sin embargo, la lucha que este campo de batalla experimentada era muy peculiar.
En un bando, la poderosa marea de orkos se mantenía firme. Colosos de dos metros y medios como mínimo que no mostraban piedad ante sus oponentes. Orkos de todo tipo y rangos, desde simples novatos hasta meganobles experimentados y blindados hasta los dientes. Vehículos, tanques, incluso uno que otro titán allá en la distancia.
En el bando contrario, una horda incontable de grentchins que no temía ante el imponente tamaño y las fuerzas de sus adversarios. Sus números eran su mayor arma, pues por cada orkos que pisaba el campo de batalla, habían al menos veinte grenchins del bando contrario. Y no grentchins cualquiera, pues estos habían alcanzado un nivel de desarrollo tal que eran incluso más altos y fuertes que un humano promedio del Astra Militarum.
Orkos contra grentchins. Dakas contra Shoppas. Una lucha muy marcada y con una clara diferencia entre ambos bandos. Y aún así, el campo de batalla se veía ridículamente parejo, como si tal lucha fuese perfectamente capaz de durar durante semanas. Y justo al medio, los líderes de tal acalorado campo de batalla se batían en duelo singular... Una vez más.
Por parte de los orkos, se mostraba un enorme piel verde que si bien parecía el kaudillo, había algo que lo hacía dudar de su posición. Algo que lo afectaba hasta a él mismo. Su mandíbula inferior ya no existía, y ahora era remplazada por una placa de metal. Así como su brazo robótico, el cual había perdido hacía muchas batallas en el pasado.
Por parte de los grentchins, se alzaba el que parecía ser su campeón. Un grentchin que alcanzaba los dos metros y medio de altura, algo completamente imposible para su especie. Un guerrero que no tenía miedo a enfrentar a la imponente bestia de casi seis metros que tenía justo al frente, como un héroe dispuesto a morir para derrotar al dragón de las leyendas. Un grentchin... con la piel completamente roja.
No había duda alguna... Esos dos que se enfrentaban con tanta devoción en el campo de batalla... No eran otros que los mismísimos David y Kurnet.
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