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Thomas

Vacío. Un vacío pesado tomó su lugar en mi cuerpo, y yo tragué saliva, observando con emociones difusas la puerta que acababa de cerrarse. Mi corazón latía muy fuerte, lo que me asustaba un poco porque podía sentir su palpitar golpeteando el interior de mi tórax. Mi cuerpo estaba frío, mis manos comenzaron a sudar y yo, a pesar de que creía no poder pensar en nada, solo reproducía continuamente en mi cabeza cada imagen de lo que acababa de pasar mientras intentaba convencerme de que todo lo que hice fue por el bien de Dylan. Mi decisión se basó fundamentalmente en él, en su felicidad y bienestar. Eso quería creer.

Pero ¿a quién quería engañar? Era consciente de mi visión egoísta. Había arruinado una de las mejores cosas que tenía por mi propio bien. Claro que también lo hice por querer hacer feliz al resto y tener miedo. Lo peor es que sabía que era un acto sumamente mezquino y cobarde: si hubiera podido mirarme desde la distancia, habría visto en mí una réplica exacta de la cobardía que desde siempre abundó en mi vida y había jurado por años no imitar.

Cualquier otra persona que decide tomar tribuna en vez de estar en mis zapatos podría haberme dicho que no era tan complicado como yo lo hacía parecer. No es el fin del mundo o ya lo superarás; tú elegiste esto, asume las consecuencias y sigue adelante. Y es cierto: técnicamente, era sencillo. Lo planeé y me preparé, procurando que sería sencillo. También era sencillo llevar a cabo mi decisión: solo requería de un par de palabras que realmente no sentía ni pensaba para dejar ir al hombre que inesperadamente llegué a querer tanto. Tenía que ser sencillo, porque era lo correcto. Sin embargo, la fuerza de voluntad que me ví obligado a reunir para conseguir verosimilitud en mi voz y gestos lo convirtió en algo casi imposible.

Fue un suplicio que, por decisión propia, decidí vivir. En todo momento estuvo presente la voz de mi madre, la idea de ganarme el odio de mi familia y la posibilidad de que aparecería en mi vida una soledad absoluta a pesar de la compañía duradera que obtendría al quedarme con Dylan. Luego pensaba que quizás tendría más amor que nunca, mas las relaciones suelen tener una fecha de vencimiento y si lo arriesgaba todo, podía terminar perdiendo. Cuando estuve a punto de concretar la mentira, me di cuenta de que mirar a Dylan nunca había dolido tanto. Por una significativa parte del tiempo evité sus ojos miel sumergidos en lágrimas e inyectados en sangre. No quería ser descubierto, mucho menos deseaba terminar retractándome de mis palabras y sucumbiendo a los ruegos silenciosos que oía a gritos saliendo de su mirada suplicante. Sabía que si contemplaba sus ojos durante más tiempo del necesario, me rendiría; así que, para ganar la pelea en mi cabeza, recordaba los temores y diversos desenlaces que podrían suceder si no hacía lo correcto. Y eso fue lo último que quedó en mi mente antes de seguir adelante con lo planeado, especialmente esa oración que repetía en silencio como un mantra: debes hacer lo correcto.

Toda decisión siempre acaba causando daños colaterales, ¿no? O al menos buscaba tranquilidad al pensar que así era, puesto que odiaba la idea de haber dañado a Dylan a consciencia. Pero lo había hecho, y de solo saberlo un lado de mi cabeza no podía eliminar la culpa ni el dolor, mucho menos los infinitos reproches hacia el egocentrismo imparable que envolvía cada centímetro de mi vida y ser. La mayoría de estos reproches se debían a la ira que sentía hacia mí. Era esa discusión interna en la que me preguntaba cientos de veces que cómo tenía la desvergüenza de estar dolido y pasmado ante el daño provocado a Dylan, como si jamás hubiese sabido que a él le dolería tanto; como si de pronto hubiera olvidado que iba a pretender no sentir nada por el hombre que, borracho y bastante inconsciente de sus actos, me había confesado su amor con una sonrisa que cualquiera pagaría por ver, pero él me privilegiaba al regalarmela cada vez que se cruzaba en mi camino.

Me prometiste algo que siempre supiste que no cumplirías...

Dylan me había entregado su confianza, una pistola que él creía plenamente que yo nunca usaría para atacarlo. Y yo le disparé, claramente sin la intención de que las consecuencias fueran mortales (aunque era algo completamente absurdo de mí creer que las probabilidades de no causar daño permanente eran mínimas). Mi propósito era demostrarle que lo que él sentía por mí era diminuto en comparación al resentimiento y dolor que yo podía producirle, ambos sentimientos necesarios para que él lograra percatarse de que yo no era capaz de entregarle todo lo que él merecía.

Tal vez conseguí mi objetivo, pero también conseguí que aquel disparo desparramara demasiada sangre en el suelo y mis manos. Conseguí que sus lágrimas fueran el recuerdo más resonante de toda mi memoria y que el sufrimiento amarrado a sus palabras se quedara conmigo, dentro de mi pecho ahuecado e imposible de llenar.

Y así fue como llegué al vacío. Un vacío infinitamente repleto de dolor. Dylan se había marchado hace más de cinco minutos y yo todavía observaba la puerta de madera con la esperanza ilusa de que, de pronto, alguien golpearía del otro lado y en mis labios se formaría la sonrisa más grande y honesta que alguna vez he esbozado; después, correría a la puerta sin duda alguna de que es Dylan a quien envolvería en mis brazos y, finalmente, rompería en llanto mientras me embriago con su amor sin ningún tipo de contención. Susurraría mil veces perdón. Perdón, perdón, perdón. Lo besaría, rogándole que me creyera que todo lo que había dicho y hecho no era nada de lo que yo en verdad deseaba. Sin embargo, nada de eso iba a suceder. ¿Quién en su sano juicio querría regresar al mismo lugar dónde se encuentra la persona que hizo pedazos su corazón? Dylan estaba enamorado de mí, pero ni siquiera eso sería una razón para permitir otra humillación.

Y estaba bien. Ese había sido el objetivo, ¿cierto? ¿Por qué mierda tenía que ser ese el objetivo?, pensaba, olvidando las razones por las que había alejado para siempre a la persona que quería a mi lado.

Me prometiste algo que siempre supiste que no cumplirías...

Ahí estaba de nuevo. Quizás Dylan había desaparecido tras un portazo que hizo temblar las paredes de la habitación, pero su presencia permanecía viva. El eco constante de su voz rota era tan ruidoso que deseaba saber cómo olvidar los recuerdos de aquel momento. Tenía la necesidad urgente de pretender que, desde el segundo en que Dylan puso un pie fuera de la habitación, la línea de tiempo de nuestras vidas había cambiado y la mayoría de los detalles se habían borrado permanentemente de la memoria de ambos, puesto que su dolor se había quedado conmigo para matarme de manera lenta y tortuosa, y yo no estaba seguro de cómo lidiar con ello.

¿Qué fue lo que hice para que me hicieras algo así?

Me relamí los labios varias veces y pasé ambas manos por mi rostro, una de ellas permaneciendo en mi frente por unos instantes. La voz de Dylan era un fantasma dentro de la habitación y yo me preguntaba qué tan imposible podía ser ahuyentarlo.

¿Qué fue lo que hice...?

Mis pies se adhirieron al suelo alfombrado, condenándome a contemplar la puerta con ojos desenfocados debido a las lágrimas que creaban una nebulosa sobre mi vista. Llorar era todo lo que mi cuerpo quería, pero yo luchaba contra el llanto porque, en mi posición, no podía sentir tristeza. Si yo había infligido dolor y conocía con anterioridad las consecuencias de mis actos, entonces, ¿por qué me sentía herido, como si hubiera sido yo al que le habían pisoteado el corazón?

Las paredes se cerraron poco a poco, acercándose más y más hasta aplastarme. No me percaté del momento en el que logré moverme, solo fue como haber pestañeado antes de darme cuenta de que mi cuerpo se había trasladado a un lugar diferente. De pronto, me hallé sentado en la cama, preocupado por el hecho de que mi boca se había convertido en un desierto y la arena me obstruía la garganta.

Mi pecho se sentía apretado, demasiado apretado. Buscaba la forma de comunicarle a mis pulmones que no existía una razón válida para dejar de funcionar con normalidad. El oxígeno dentro de la habitación era suficiente, pero me estaba ahogando. Creí que a lo mejor ese era mi castigo, una especie de karma instantáneo por hacerle tanto daño a quien menos lo merece; morir ahogado por una falla respiratoria o por la angustia que se había arraigado definitivamente en mi interior.

Inhalé profundo y cerré lentamente los ojos, lo que intensificó mis sentidos y me hizo dar cuenta de que mis manos ya no solo estaban frías, sino que también se habían adormecido. Fue ahí cuando deseé haber valorado mucho más la última vez que Dylan sostuvo mis manos, porque de inmediato añoré el calor de sus dedos sobre mi piel. Ya no quería que su voz siguiera siendo un sinónimo de tormento, solo soñaba con retroceder el tiempo y disfrutar de los instantes en que sus palabras fueron mi mayor alegría.

Pero no había vuelta atrás, y tenía que dejar de querer regresar al pasado: había hecho lo correcto. Tenía que repetirlo cientos de veces. Hiciste lo correcto, hiciste lo correcto. Hiciste lo correcto. Todo está bien, Thomas, hiciste lo correcto.

¿Qué fue lo que hice para que me hicieras algo así?

Las lágrimas resbalaron por mis mejillas después de aguardar impacientes, peleando contra mis esfuerzos inútiles para ocultarlas. Cerré los ojos con más fuerza que antes, rogando que así, cuando los abriera de nuevo, ya se habría solucionado lo que no tenía remedio. Escuchaba a Dylan preguntándome varias veces seguidas lo mismo, cada pregunta con un volumen más alto que el anterior, mientras que yo solo podía empuñar las manos en el edredón en busca de respuestas y una salida, ya que estaba atrapado y la desesperación me comía vivo de adentro hacia fuera.

Hasta que, de pronto, la voz de Dylan se convirtió en la mía. La misma pregunta, pero formulada por una persona distinta. Una pregunta dicha en silencio dentro de la mente de un niño que lloraba el día de su duodécimo cumpleaños frente a la puerta de su hogar en el sur de Londres.

Papá jamás llegó a mi fiesta de cumpleaños pese a su promesa de asistir. Se había ido de casa dos semanas antes, cuando yo tenía once y mi hermana nueve años. Luego de despedirse de ella y comenzar a despedirse de mí por lo que se suponía que era temporal, intentó hacerme comprender que su relación con mi madre ya no era la misma, por lo que ambos necesitaban estar separados para comprobar qué tan fuerte era el amor que los unía. Yo quise entender, de verdad que sí, y me esforcé al máximo para que mi cerebro pudiera procesar un problema de adultos como ese, pero lo único que realmente quería era saber por qué papá abandonaría a su familia así como así, sin siquiera consultarlo con sus hijos o tener una conversación previa en vez de una explicación apresurada a las ocho de la noche a un lado de dos maletas empacadas y listas para llevárselas consigo. ¿Qué razón podía ser tan fuerte como para que él quisiera separarse, sin importar por cuánto tiempo fuera, de la mujer que decía amar tanto? O, si tan importante era su partida, por qué no podía pensar en mí y esperar a que pasara el par de semanas que faltaban para que mi día favorito del año llegase, así yo podría disfrutar de aquel día con él y mamá al igual que mis cumpleaños anteriores y nada cambiaría.

Por supuesto que mi padre, estando en cuclillas para que ambos tuviéramos la misma altura, me aseguró que él entendía cuán difícil era, mas no se trataba de una decisión permanente y tampoco era exactamente lo que él quería; su única intención era respetar la petición de su esposa, porque eso hacen las personas cuando quieren a alguien: no ignoran los deseos del otro, sino que los respetan. Sé que una buena parte de su pequeño discurso fue sincero, especialmente porque noté que sus ojos brillaban más de lo habitual debido a las lágrimas que quería esconder de mí; no obstante, ahora es obvio que hubo una mentira en medio de la verdad, puesto que la supuesta separación temporal de mis padres solo terminó en la ruptura definitiva de su matrimonio. Si soy honesto, nunca he logrado comprender del todo qué fue lo que sucedió ni mucho menos me atreví alguna vez a preguntar; solo poseo una noción general del problema y las consecuencias que este tuvo, y eso es todo.

Nos veremos pronto, prometió, mencionando que recordaba perfectamente que mi cumpleaños se acercaba y que ya había escogido mi regalo, como también había organizado mi fiesta por adelantado. A veces, me gustaría saber si esto último fue una simple mentira piadosa que salió casi de manera impulsiva de su boca para tranquilizarme un poco o si realmente fue él quien, enviándole dinero a mi madre, ayudó a que la fiesta se realizara. Cuando dijo que ya tenía que irse, lo abracé con todas mis fuerzas y lloré en su hombro, pidiéndole que por favor no se fuera, que no tenía que hacerlo. Incluso, con toda la inocencia característica de un niño de esa edad, le sugerí que si era necesario que él estuviera alejado de mamá, podía dormir y prácticamente vivir en mi habitación por el tiempo que fuera necesario, así ninguno de los dos tendría que verse.

Recuerdo cómo, con los ojos llenos de lágrimas, me hice una sola pregunta mientras escuchaba a la distancia la música que se reproducía de un CD escogido por mi hermana y las voces de más de diez niños jugando en el patio trasero a las cuatro de la tarde: ¿Qué fue lo que hice mal para que papá no viniera? Tres globos de distintos colores y formas adornaban la puerta y, a mis espaldas, había muchos más en varios rincones del corto pasillo que llevaba a la sala de estar. Yo esperaba ver que los adornos de la puerta se movieran para así emocionarme y dejar de lloriquear, porque eso solo podía significar que papá estaba del otro lado de la puerta intentando abrirla con sus llaves, que yo creía que él todavía tenía. Semanas más tarde, pensé que quizá mamá no le había permitido tener una llave para entrar a nuestra casa, debido a que cada cierto tiempo ella enunciaba que él ya no era bienvenido.

A medida las semanas se convertían en meses, estuve de acuerdo con mi madre: papá ya no era bienvenido y no importaba si no era lo que yo realmente quería. La pregunta de mi cumpleaños siempre estuvo ahí, repetitiva y persistente. ¿Hice algo mal? ¿Qué fue lo que hice para que papá no cumpliera su promesa de ir a verme en mi cumpleaños? ¿Acaso yo era un mal hijo y no merecía que él estuviera presente? Prácticamente, quería culparme, pero, sin darme cuenta, terminé apuntando y cargando toda esa culpa sobre mi padre.

Lo que mi padre sí hizo fue llamar por teléfono a casa para pedirme perdón por no estar conmigo en mi cumpleaños, aunque esto fue casi dos meses después de aquel día. Mamá parecía reacia a pasarme el teléfono, pero yo no iba a aceptar un no por respuesta. Después de todo, lo extrañaba, y eso era mucho más fuerte que cualquier enojo o rencor. Juró ir a visitarme pronto y llevarnos a comer junto a Ava a algún lugar que nosotros quisiéramos ir; esta salida nunca sucedió, aunque, a cambio, recibí un auto de colección a control remoto en el correo y un sobre de papel bastante abultado debido a las libras esterlinas -que para mí no significaban nada- que contenía dentro. Además de eso, había una pequeña nota en la cual me deseaba nuevamente un feliz cumpleaños atrasado y esperaba que yo pudiera hallar en qué gastar el dinero.

Con el inicio de mi carrera como actor y la ayuda que me entregó mi madre para introducirme al mundo cinematográfico, logré olvidar a ratos que no había visto a mi papá por casi un año y medio sin saber por qué y que el dinero enviado mensualmente a mamá, además del que yo o Ava a veces recibíamos, era lo único que simbolizaba su presencia. Además, mi cerebro solía olvidar cómo se oía su voz, ya que las llamadas telefónicas eran escasas y la mayoría eran atendidas por mi madre (razón por la que, después de un tiempo, comencé a preferir que no llamara e incluso pensé en decírselo un día en que pude hablar con él, ya que cada una de esas llamadas con mi madre convertía el ambiente silencioso de nuestra casa en gritos e insultos desmedidos).

De vez en cuando, reflexionaba mucho sobre la idea de odiar a mi padre o solo mantener la esperanza de que regresaría. Pero, pese a la rabia y tristeza, la culpa se transformaba en una parte de mí, por lo que reconocía como algo normal la necesidad persistente de saber si yo me había equivocado en algo; era su hijo mayor, por lo que tal vez él esperaba una reacción diferente ante una situación de la que yo no estaba tan informado como me habría gustado. Ni siquiera podía escoger un lado. Mi única opción era estar del lado de mi madre, a quién se le veía ida y pocas veces le prestaba atención a sus hijos: su mente estaba más enfocada en gritar furiosa un montón de groserías e insultos a través del teléfono, llorar, sentarse en el sillón a ver televisión sin verla realmente y seguir llorando aún más por la noche. Ni siquiera se me ocurría cómo consolarla. Tenía trece años, nada más que eso, ¿yo debía consolarla, o era al revés?

Eventualmente, papá apareció días después del estreno de mi película más importante. Un día antes de que eso sucediera, había oído a mamá hablar en un tono mucho más calmado y ligero por teléfono, y fue tan extraño pero tranquilizador escuchar una voz normal que me recordaba a la madre que estuvo conmigo cada año de mi vida, por lo que, a pesar de haber escuchado el nombre de mi padre, no creí que conversaba con él. Al verlo aquel día, me di cuenta de que no lo odiaba. Por ningún motivo podía negar mi enojo y resentimiento, pero el odio no era un sentimiento que existía en mí, y eso borraba al instante lo que había creído sentir por meses. Pese a esto, reconocía que mi corazón estaba totalmente destruido.

Volver a ver a mi padre causó conmoción en mi interior, ya que no supe hasta ese momento que lo había echado tanto de menos. Creo que eso fue lo que me ayudó a perdonarlo, aunque hay una rabia subyacente en mí que siempre estará dirigida hacia él y, en parte, a mi mamá. Poco tiempo después me prometí que daba igual cuál fuera la razón por la que desapareció momentáneamente de mi vida como si nunca hubiera sido parte de ella: yo jamás haría lo que él hizo. Jamás haría el mismo daño y jamás sería responsable de que alguien terminara preguntándose qué hizo para recibir tal trato.

Otra promesa rota, y esta vez fue una traición hacia mí mismo.

Mi espalda se debilitó mientras los sollozos me sacudían el cuerpo completo. Encorvado, apoyé los codos en mis piernas y cubrí mi cara por instinto, como si quisiera esconder la vergüenza que sentía al llorar la pérdida que yo mismo había planificado. Dylan podía llorar, si así él lo quería; yo, no. No era yo el que había admitido sentimientos tan profundos e íntimos que la mayoría conoce como la frase que no se le dice a cualquier extraño, mucho menos era yo quien tuvo que soportar encontrarse en un estado vulnerable y enfrentarse a una humillación no deseada al ver cómo esa persona que ama se ríe en su cara. No era yo a quien le habían traicionado su confianza.

No obstante, aquí estaba, llorando en una habitación a las siete de la mañana sin saber cómo parar. Mi única excusa era que sabía lo despreciable que era, ya que me había convertido en algo que al final de mi niñez y durante el resto de mi adolescencia me pareció repulsivo. No quería reconocer mi responsabilidad, mucho menos continuar mi día con calma, como si el corazón no me doliera ni siquiera un poco. Era horrible saber que había producido en alguien que yo quería tanto la necesidad de saber por qué él era el culpable de una decisión en la que no tuvo palabra alguna.

No soportaba pensar que la herida que le ocasioné a Dylan probablemente terminaría siendo una cicatriz permanente, al igual que la mía.

Tú lo quisiste así, Thomas. Hiciste lo correcto, pensé. Qué mentira más grande.

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