56
Un escalofrío viajó por toda mi espalda cuando sus labios comenzaron a pegarse a mi mandíbula, succionando y plantando húmedos besos como si su boca fuera un pincel que recreaba mi complexión con trazos rápidos sobre un bastidor. Su delicadeza se había ido y era reemplazada por una desesperación algo desconcertante para mí. Todo se sentía tan bien y tan mal a la vez; estaba en el límite del paraíso y el infierno, algún limbo que sabía que no podría soportar por tanto tiempo. Sus manos escudriñaban bajo mis prendas y sus uñas se enterraban en mi espalda, entretanto, yo le permitía hacer conmigo lo que quisiera y me sumergía en mis pensamientos, tan persistentes que no era posible ignorarlos.
No podía sentirse mejor. A la vez, no podía sentirse peor. Quería detenerlo, pero tampoco quería dejarlo ir. Detestaba la contradicción de mi mente tanto como me encantaba el maravilloso tacto de sus manos. Me había dicho que me amaba y eso no salía de mi cabeza, y yo esperaba que solo fueran palabras dichas sin pensar. Simplemente estaba anonadado. No sabía si debía parar de sobreanalizar la situación o intentar entender por qué él me amaría. ¿Cómo era posible que me amara? Yo no era capaz de entregarle todo lo que él merecía. Ni siquiera tenía certeza de si era capaz de corresponder a un sentimiento de tal intensidad, al menos todavía no. Y creí que él era consciente de ello, al menos un poco. Creí que quizás él se daría cuenta de que yo no soy una persona que merece ser amada como él lo hacía conmigo.
Mis manos acariciaban la piel de su espalda, que estaba sudada e irradiaba más calor de lo normal. Él no era ágil, para nada: a veces parecía que perdía un poco la noción de lo que hacía y, cuando me besaba en la boca, todo era dientes y lenguas que se enmarañaban entre sí. Volvió a besar mi cuello otra vez mientras intentaba quitarme la camiseta, y puse los brazos en alto a medida él se deshacía de la tela con sus manos, pero hubo una detención abrupta de sus movimientos que lo hizo soltar la prenda de ropa. Se alejó de mí y, entonces, me di cuenta de lo que sucedía.
—¿Dylan?
No respondió. Sus mejillas estaban enrojecidas e hizo arcadas un par de veces antes de correr hacia el último cubículo de los tres que se hallaban ahí. No tardé en estar a su lado en cuclillas, acariciando su espalda en patrones circulares mientras él vaciaba su estómago de rodillas frente al retrete. Cada vez que me percataba de que empezaba a hiperventilarse, le susurraba palabras dulces para intentar tranquilizarlo. Creo que, como cualquier ser humano, conocía la horripilante sensación de vomitar y quería hacerle saber que él no estaba solo.
No transcurrieron más de cinco minutos cuando terminó y se dejó caer al piso con la espalda apoyada en la muralla. Con un poco de papel higiénico, limpié su mentón, que tenía algunos rastros de saliva, y lo ayudé a ponerse de pie para llevarlo hacia uno de los lavabos. Supuse que él deduciría sin la necesidad de decírselo que se tenía que enjuagar la boca, mas debí ordenárselo con voz suave, añadiendo que, después de esto, regresaríamos al hotel. Esto último fue la causa de su ceño fruncido que desapareció tan pronto se inclinó para acercar su boca al chorro de agua que salía de la llave.
Su equilibrio era bastante inestable y temí que cayera con cualquier paso en falso, así que lo sostuve por la cintura mientras él trataba de cerrar la llave de agua con desacierto, razón por la que yo lo hice. Seguido de esto, se irguió y me miró a los ojos con una sonrisa. Sus pómulos resaltaban debido a las sombras que se creaban al estar a contraluz y reía con carcajadas lentas que me hacían gracia, hasta que, de un segundo a otro, intentó besarme. Al instante corrí la cara y su boca acabó sobre mi mejilla mientras yo bosquejaba una pequeña sonrisa.
—Dyl, vamos a casa —le dije. Él hizo un mohín cual niño de cinco años, por lo que negué con la cabeza y acaricié su mejilla con mi pulgar—. Estás demasiado borracho, necesitas descansar. Mañana te espera una resaca deliciosa.
No sé si Dylan realmente prestaba atención a lo que yo le decía, pero por lo menos sí retuvo lo más importante y se resignó al hecho de que no retomaríamos lo que estábamos haciendo hace un rato. Con un brazo alrededor de sus hombros, salimos del recinto y llamé a un taxi que esperamos sentados en la orilla de la acera. La noche era fría, mucho más que hace unas horas, y Dylan se aferraba a mí; apoyaba su cabeza en mi hombro y balbuceaba frases sin sentido a las que yo trataba de dar algún tipo de significado, hasta que finalmente cayó en manos del cansancio y guardó silencio.
El camino hacia el hotel fue una brecha de tiempo demasiado corta para mí. Incluso creí que tal vez me dormí sin darme cuenta y por eso pareció como si hubiésemos estado dentro del taxi por nada más que un minuto. No obstante, sabía que desde que nos subimos en la parte trasera del vehículo, me había esforzado para mantenerme despierto y alerta. Pasé cada segundo mimando el cabello y cara de Dylan, que dormía recostado de manera horizontal sobre los asientos, con la cabeza encima de mi regazo. Verlo dormir con tal tranquilidad era una imagen que no veía hace un tiempo considerable, y por supuesto que era un momento que odiaba arruinar, mas tuve que despertarlo tan pronto me percaté de que el auto estaba estacionado frente al hotel. Le murmuré al oído que ya habíamos llegado y emitió un par de sonidos quejumbrosos antes de alzar la mirada con los ojos entornados y la frente arrugada. Bostezó, se pasó la mano por el rostro y abrió la puerta, malhumorado. Yo solo reí mientras le pagaba al taxista con un billete de 20 dólares.
Atravesamos el vestíbulo a paso apresurado y aguardamos a que el ascensor abriera sus puertas. Dylan me miraba de soslayo y se reía sin razón aparente; cualquier otra persona habría pensado que estaba loco de remate, pero yo solo reprimía mi risa ante su comportamiento al cual ya estaba acostumbrado. Cuando subimos al ascensor, apreté el botón que tenía grabado el número ocho y Dylan se abalanzó sobre mí tan pronto se cercioró de que las puertas metálicas se habían cerrado. Me besaba con ternura y esa torpeza peculiar que causaba el alcohol en él. Una risa muda se escapaba entre cada uno de sus besos, y yo sonreía a la par, pensando en cuánto lo extrañaría el día que ya no pudiéramos disfrutar de momentos como aquellos.
En el pasillo el silencio era sepulcral. Pese a que ambos estábamos borrachos, yo lograba ser consciente de lo que sucedía y era capaz de mantenerme en pie sin la necesidad de que alguien me ayudara; en cambio, Dylan era, de los dos, el que más borracho estaba y le costaba trabajo mantener el equilibrio. Aun así, le permití que me tomara de la mano y me guiara a través del pasillo, oyendo su voz hacer eco contra las paredes. No estaba muy seguro de si él sabía que nos encontrábamos caminando en su piso, hasta que se detuvo frente a la puerta de su habitación y me miró como si quisiera decirme que era mi turno de hacer algo.
—¿Tienes la llave en tu bolsillo? —le pregunté y él indagó en el bolsillo de su pantalón con dificultad. Al encontrar la llave, me la tendió y la introduje en la cerradura.
Encendí la luz y cerré la puerta con sigilo para no hacer más ruido del que ya habíamos creado. Dylan iba adelante de mí, dirigiéndose hacia su cama, y yo me detuve para apoyarme en una de las murallas. Permanecí quieto, casi como si hubiese visto a un fantasma, y olvidé momentáneamente lo que iba a hacer porque me atrapó la imagen de Dylan sentado a los pies de la cama, con sus ojos mirándome de esa forma que lo único que hacía era recordarme lo que realmente sentía por mí.
—Oye, ¡qué esperas!
El sonido de su voz me tomó por sorpresa y parpadeé un par de veces antes de despertar. Era imposible no recordar su inocente declaración de amor, esas palabras que jamás le había oído pronunciar solo y para mí, y eso me tenía dentro de un trance permanente. No podía continuar por tanto tiempo en el mismo lugar que él estaba. Me iba a volver loco pensando una y otra vez en qué estaba bien, qué estaba mal y qué debía sentir; también me preguntaba si en realidad era necesario analizar tanto lo que había sucedido. Por qué no solo aceptar el hecho de que alguien me amaba, y no era Isabella. Por qué no aceptar el hecho de que Dylan O'Brien me amaba y quizás, solo quizás, yo podía amarlo de vuelta.
—¡Oye! —exclamó con una sonrisa traviesa desde su cama— No... No te traje hasta acá para que te quedaras mirando.
No podía mantener un semblante serio o sentirme agobiado si prestaba atención a lo que tenía en frente. La forma en que titubeaba al hablar o cómo se comportaba me hacían pensar que se trataba de un niño de cinco años dentro del cuerpo de un hombre de 22. Al menos, así parecía en ciertos aspectos, y era algo completamente adorable que me hacía olvidar el porqué necesitaba salir de allí antes de que fuera demasiado tarde y terminara pasando la noche con él.
—Dyl, no... —comencé con una sonrisa y me pasé la mano por el rostro antes de suspirar—. Es tarde y debes descansar.
—No quiero. Ven.
Negué con la cabeza entre risas y di un par de pasos hacia él. Mi intención era convencerlo de que lo único que él necesitaba era dormir, así que iba a intentar que se metiera a la cama y cerrara los ojos. No obstante, no me esperaba que, al estar casi frente a él, que estaba sentado a los pies de la cama, me tomara por la muñeca y jalara de mi brazo hasta caer encima de él en el colchón. Sus pupilas negras estaban dilatadas y se veían doble debido a que su cara estaba demasiado cerca de mí. Ni siquiera precisaba de ver todas sus facciones para darme cuenta de que había esbozado una sonrisa.
Estiró un poco el cuello y me besó, su mano atrayéndome hacia él por la nuca para facilitarle el trabajo. Me besaba ferviente y, de pronto, mi lujuria obtuvo el control de la situación. Sus manos iban desde mi espalda hacia mi trasero, y yo le acariciaba las mejillas, que ya tenían la aspereza común de una barba creciente, y alborotaba su cabello mucho más, si es que eso era posible. El calor subía por mi cuerpo, y yo no me detenía. Así fue hasta que él habló, lo que consiguió que yo recuperara mi lucidez.
—No te vayas —murmuraba en medio de cada beso, los que empezaron a trasladarse a mi cuello—. No-No vuelvas a irte. Quiero... Quiero pasar la noche contigo.
Era un ruego. Una suplica con sabor agrio y culpable para mí. De su boca todavía escapaban murmullos con palabras similares, y sus manos se aferraban a mí, a mi cintura y mis brazos, como si el futuro le hubiese advertido que en cualquier momento me iba a evaporar. Necesité de toda mi fuerza de voluntad para separarme de él y frenarlo todo.
—Dyl, oye —susurré mirándolo a los ojos. Él volvió a echar la cabeza hacia atrás, esta hundiéndose un poco en el blando colchón, y me contempló con suma atención—. Es tarde y... estás borracho. Muy borracho. Tienes que dormir, ¿está bien?
Su labio inferior sobresalió formando un puchero y, con un respingo, me dio un suave empujón que me hizo caer a su lado. Me senté y giré la cabeza para verlo gatear hacia la parte superior de la cama, el edredón arrugándose y amoldándose con cada movimiento a sus manos, rodillas y pies, que todavía estaban cubiertos por sus zapatillas. Reí inconscientemente y negué con la cabeza antes de incorporarme para rodear toda la cama hasta llegar hacia el costado en dónde él estaba intentando meterse dentro de las sábanas.
—Dylan, no te has quitado los zapatos —le comenté entre risas. Él se detuvo en seco y miró sus zapatillas Adidas blancas, las cuales tenían manchas de tierra y los cordones desatados.
Se inclinó y flexionó las piernas hacia él para quitárselas, pero me adelanté y lo hice por él. Dejé el calzado en el piso, cerca de la mesita de noche, y le ayudé meterse dentro de la cama, acobijándolo y esperando que eso fuera todo. Mientras tanto, él me dedicaba sonrisas vagas que parecían querer decir algo más, y sus párpados pesados hacían parecer que él estaba haciendo un gran esfuerzo para mirarme mientras yo intentaba que el edredón lo abrigara lo suficiente.
—Thomas —dijo de pronto. Lo observé, sus ojos pardos siempre logrando quitarme la respiración de algún modo—. Ven, duerme conmigo.
—No, Dyl. No creo que sea una bue...
—No —me interrumpió con voz ronca. Su entrecejo estaba fruncido y comenzó a sentarse mientras posaba ambas manos en mi rostro, logrando que yo acabara sentado frente a él—. No, No. Quédate. Por favor.
Su boca rozaba la mía mientras me hablaba, y no quería alejarme, pero en lo único que pensaba era en lo borracho que él estaba y lo que me había dicho dentro de la disco. ¿Qué pasaría al día siguiente? ¿Recordaría todo lo que sucedió? ¿Esperaría que yo le diera una respuesta similar?
—Tommy... Por favor —susurró, y su vista descendió a mi boca antes de besarme sin previo aviso.
Era repetitivo e interminable. Me sentía como si hubiera estado atrapado dentro de un cuarto con dos puertas, en dónde una de ellas solo te lleva hacia la otra y viceversa. No había salida y yo entraba en pánico. Entraba en pánico por no saber qué hacer con el amor de alguien más, por no saber cómo corresponderle o cómo decirle que sí era posible para mí amarlo algún día, pero no podía permitírmelo.
Mi cuerpo terminó sobre el suyo nuevamente, pero esta vez nos separaban las sábanas y el edredón. Él jadeaba abajo de mí, y su boca se pegaba a mi clavícula de la forma usual. Mientras todo eso sucedía, el pensamiento intermitente de lo que Dylan sentía por mí no salía de mi cabeza, y es por eso que ya no podía continuar con algo como aquello. Deseaba ser todo lo que él quería y mucho más, no obstante, el destino no lo quería así. Y yo tenía miedo, demasiado miedo como para atreverme a luchar contra lo que ya estaba predestinado para ambos, así que preferí que la noche se diera por terminada.
—Dylan —hablé e intenté zafarme del agarre que él tenía en mi torso—. Dyl, no...
Sin pensarlo dos veces, tomé sus manos entre las mías, alejándolas de mi cuerpo y sosteniéndolas contra el colchón sin ser muy bruto. Yo trataba de recuperar el aliento y él me contemplaba jadeante, con una mirada bastante desorientada que intentaba entender qué era lo que había hecho mal para que yo haya interrumpido todo de un modo tan abrupto. Pero él no había hecho nada malo, y eso era lo que yo no hallaba cómo explicarle.
—Será para otro día, ¿okay? Estás muy borracho —agregué y esbocé una sonrisa con la boca cerrada, un gesto totalmente falso.
De su boca no salía sonido alguno, y quería que dijera algo, porque el silencio me ponía los nervios de punta. Con un suspiro me incorporé, para luego mirarlo de pie y dedicarle una sonrisa que él no me devolvió. No había pasado ni un minuto, pero se sentía como si fuera una hora que transcurrió en un silencio, irónicamente, bullicioso. Entonces, me incliné para besar su frente y lo arropé un poco más antes de dar media vuelta y marcharme de manera definitiva. O lo que creí que sería definitivo.
—Supongo que... que prefieres pasar la noche con Isabella, ¿cierto?
Sentí como si de repente mis pies se hubiesen clavado al piso. Me dolía el pecho y el estómago se me apretaba al oírlo hablarme así, su voz tan frágil a diferencia de otras veces. No quería dar la vuelta, pero tampoco iba a irme como si nada ni menos responderle de espalda. Aun así, dudé por un instante mientras escuchaba el leve crujido del colchón debido al movimiento. Fue en ese momento que me giré sin saber qué decir o hacer. Sin saber nada en absoluto.
—Dylan... no es así —contesté y tragué saliva—. Sabes que no es así.
Un par de ojos pardos quemaban dos agujeros en mi cara. Me miraba y yo olvidaba cómo hablar, sin importar qué tan cursi eso suene. Odiaba que tuviera ese efecto en mí. Siempre detesté que él fuera la única persona capaz de hacer eso, como si tuviera un poder especial que funcionaba solo en mí. A veces, incluso creía que lo hacía a propósito, que él sabía lo que me provocaba y disfrutaba de ello. Disfrutaba de que, a pesar de todo, lograra hacer que yo deseara quedarme a su lado para siempre.
—Entonces, quédate.
Podía jurar que sonaba desafiante. A la vez, se veía sereno, y yo lo atribuía todo al estado en el que se encontraba. Quizá si hubiera sucedido algo como esto en otras circunstancias, él no habría reaccionado así; se habría molestado, me habría pedido que me vaya o solo me habría dejado ir y no habría vuelto a hablarme en días. Pero allí estábamos: Dylan borracho, sentado en la cama, sus ojos sosteniendo mi mirada como si fueran un par de imanes y yo estuviera hecho de metal; yo, de pie en frente de él, mis manos libres y sin saber qué hacer con ellas, mi boca seca y mi cerebro exclamando que le probara lo que él creía que yo no podía hacer.
No obstante, siempre estaba el temor en medio.
—Dylan, ya te lo dije... No creo que sea una buena idea.
—Pero ¡no hemos tenido sexo hace más de dos semanas!
Podría haberme reído de la forma en que decía tal cosa, porque en otra ocasión habría tenido gracia y, finalmente, yo me habría quedado y habríamos terminando teniendo sexo. Sin embargo, esta vez era distinta. Sus sentimientos eran lo que me detenían y asustaban, y yo simplemente no podía aceptar algo que yo sabía que no merecía.
—Te... Te extraño, Thomas. Ven. Quéda...
—No, no. No puedo. Es... —enmudecí tan pronto ví cómo sus facciones se transformaban en confusión y bajé la vista, tragando saliva y pasándome la lengua por los labios. Luego solté un suspiro y me atreví a alzar la mirada por última vez—. Tienes que dormir, ¿sí? Lo siento, yo... Nos vemos mañana, tengo que irme.
Y eso fue todo. Tan pronto sentí que no podía seguir con tal tortura, viéndolo observarme con el ceño fruncido y sus ojos gigantescos, caminé a zancadas para salir de la habitación. Mi corazón estaba sumamente acelerado y quería gritar a todo pulmón para poder liberarme de la impotencia que sentía. No estaba seguro de nada. No sabía a qué le temía más: a saber que Dylan me amaba, a quererlo demasiado y tener presente que la posibilidad de amarlo cabía completamente en mis planes o a saber que nuestras vidas poseían destinos tan diferentes y alejados el uno del otro que, por más que ambos lucháramos para que se cruzaran, era muy difícil. O solo le temía a todo. Solo temía perderlo todo, porque si estar con él no hubiera requerido perder a mi familia, todo habría tenido una solución y sería perfecto. Pero la vida no es perfecta, nada lo es, así que, ¿por qué esto sí lo iba a ser?
Parecía como si el ascensor estuviera bajando a tal lentitud que podría haber pensado que se había trabado. Eran solo dos pisos los que debía descender, dos pisos eternos y repletos de silencio. Después vino el pasillo, vacío y extrañamente frío, algo que me hizo recordar la calidez que sentía hace menos de una hora cuando estaba recorriendo un pasillo similar de la mano de Dylan, mientras sus risas reemplazaban toda la paz que la noche traía al hotel. Finalmente, la puerta de mi habitación se encontró frente a mis ojos y yo la abrí con desazón, ya que esta vez Dylan no estaría esperándome en la cama con una sonrisa en su rostro.
Las luces de la pequeña salita de estar estaban apagadas, pero divisé una tenue luz anaranjada al fondo del cuarto y deduje que se trataba de una de las lámparas. Esperaba que Isabella estuviera durmiendo, por lo que procuré hacer el menor ruido posible para no despertarla y me quité los zapatos antes de comenzar a caminar de puntillas sobre el piso alfombrado. En la cama yacía su silueta oculta bajo el cobertor azul, esta vez ocupando mi lugar, que usualmente era el que estaba a un costado del ventanal. Su cabellera pelirroja se convertía en un naranjo vivo gracias a la luz de la lámpara que estaba prendida a su lado, y, debido a que su espalda estaba hacia mí, yo no veía su rostro, por lo que no estaba seguro de si ella dormía o solo fingía. Lo que sí veía era cómo la parte superior de su cuerpo subía y bajaba al compás de una respiración pausada, casi inaudible. Cauteloso me dirigí hacia la cama y me quité los pantalones, empujándolos con uno de mis pies hasta dejarlos arrugados en el piso. Me metí a la cama, aunque cada vez que escuchaba el fuerte crujir del colchón, no podía evitar cerrar los ojos y esperar que Bella no se hubiera dado cuenta de mi llegada.
Era demasiado iluso al creer que ella no se daría cuenta.
—¿Thomas?
Ni siquiera había tenido la oportunidad de suspirar aliviado y cantar victoria. Me encontraba recostado boca arriba, con ambas manos cruzadas sobre mi abdomen, y los ojos pegados al techo. El lado del colchón dónde ella estaba se hundía y sonaba con cada movimiento, así que concluí que lo mejor que podía hacer era girar la cabeza y mirarla, en vez de pretender como un idiota que estaba dormido. Isabella se había volteado y ahora estaba apoyada sobre su codo derecho. Estaba despeinada, sus ojos lucían cansados y guardaba silencio, lo que significaba que era mi turno de decir algo. Tragué saliva y bosquejé una sonrisa débil antes de responder.
—Hola. Creí que dormías...
—¿Qué hora es? —me interrumpió y se frotó un ojo mientras bostezaba.
—Hum... —Me relamí los labios mientras me volteaba para poder mirarla en una posición más cómoda—. No lo sé, creo que alrededor de las cuatro...
Su expresión se transformó en una más seria. Noté cómo sus cejas se arrugaron y frunció los labios con una mezcla de sorpresa y desaprobación.
—¿Acabas de llegar?
—Sí. ¿Por qué?
—Creí que solo ibas a beber con tus amigos.
—Y así fue —afirmé. Al notar que sus rasgos seguían tensos, me esforcé por actuar de manera casual, casi riéndome para hacerle creer que no se trataba de algo tan terrible—. Bella, son solo las cuatro de la madrugada. No es como... como si no hubiera dormido aquí o algo.
—¿Estás borracho?
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué crees eso?
—Estás borracho —aseveró con un dejo extraño en su voz. Se oía como decepción, quizás algo más—. ¿Por qué mientes?
—Okay, mira. Quizás bebí un poco más de la cuenta, pero... pero estoy bien. Salí a divertirme un rato con mis amigos y...
Iba a continuar justificando mis acciones y la razón por la que estaba ebrio, pero me percaté de que su atención se había enfocado en algo más, y no era precisamente lo que yo le explicaba o mi cara. Su vista estaba fija en un punto de mi cuello, y yo no comprendí qué era lo que le parecía tan interesante.
—¿Bella?
Apenas pronuncié su nombre, ella alzó la mirada, que ahora había cambiado sin previo aviso. Ese rastro de decepción en su voz también lo poseían sus pupilas, y mi mente, que todavía se esmeraba por pensar correctamente con alcohol corriendo dentro de mi organismo, trataba de asimilar qué había sucedido hace tan solo segundos para que ella reaccionara de aquel modo. Se sentó en la cama con los labios apretados y la cabeza gacha. Luego se pasó una mano por el cabello, despeinándolo un poco más, y me dio un vistazo fugaz antes de volver a bajar la mirada.
—Voy a... Voy al baño —dijo y se incorporó, encaminándose hacia el cuarto de baño a paso apresurado.
El portazo fue estruendoso, mas fue el último sonido que oí después de que la puerta había sido cerrada. El tic toc del reloj en la pared resonaba de manera desagradable, y mi cabeza comenzaba a doler hasta alcanzar un nivel demasiado alto e insoportable. No tenía una verdadera noción del tiempo. Tal vez solo transcurrieron unos cuántos minutos (a pesar de que se sintió como una hora) desde que ella me dejó solo, otra vez acostado boca arriba con la vista pegada al techo. Y eso fue lo último que vi antes de cerrar los ojos.
Al día siguiente, mi cabeza todavía dolía, pero ahora el dolor era llevadero. No obstante, todo se veía y sentía muy similar a la noche anterior. Me senté en la cama mientras frotaba mis ojos y deseaba con desesperación un vaso con agua, ya que mi boca se había convertido en un desierto. Bostecé y observé a través del ventanal el cielo despejado. El sol resplandeciente emitía rayos molestos que alcanzaban mi cara y eran una maldita tortura. Luego miré la hora en el reloj sobre la muralla, lo que me provocó una sensación de alivio porque solo eran las nueve y media de la mañana. Pero el alivio se esfumó cuando caí en cuenta de lo que hacía que todo fuera tan similar a hace unas horas: Isabella no estaba a mi lado.
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