Entonces: el volcán
Existía fuera del tiempo. Algunos podían pensarlo al menos. Que decís de los expertos que no se ponían de acuerdo sobre su antigüedad, mucho menos valdría hablar de la gente común, la de a pie, los habitantes de la gran ciudad para quienes el volcán había estado allí desde que sus abuelos vivían y seguía estando, inmóvil y (casi siempre) silencioso para verlo desde las ventanas del hospital donde ahora estaba muriendo por los golpes de la vejez.
Alta, sí. Ancha, también. Más antigua que la antigüedad, la inmensa mole rocosa de aquel viejo, viejo monte. La pura sensación del calor que se empezaba a sentir cuanto más se acercaba uno, incluso en el crudo invierno, donde más de algún desesperado sin hogar tenía por costumbre internarse en el monte en busca de la temperatura salvadora.
Rodeado por arboles frondosos, tan antiguos que cada uno de ellos había visto nacer, crecer y desarrollarse la ciudad que dormía a pocos kilómetros, así el volcán recibía a todos por igual. Como viejo, sus puertas estaban abiertas para todos.
Los caminos de tierra hasta su cima eran numerosos, más allá del utilizado por los investigadores, geólogos y técnicos del instituto de estudios sísmicos. Como numerosas eran las leyendas, los mitos, las acaso historias reales, de hombres y mujeres que trepaban en las noches más frías aquel inmenso camino terroso para ya no volver a salir. ¿Se perdían en el gran bosque? ¿El frío los derrotaba antes de llegar? O acaso, dicen los que saben, sí lograban llegar a donde se proponían. Lograban avanzar sintiendo el calor cercano, caminaban con esa guía que los llevaba finalmente hasta la boca abierta en el eterno bostezo del volcán. Y allí se arrojaban a su interior, ese abrazo caliente de la amada madre añorada.
"Los que no aman, tarde o temprano, terminan buscando el abrazo del fuego", se decía.
El volcán no podía responder. No contaba, al menos no con palabras, sus historias que eran parte de la gran historia del mundo. Como la ciudad, dormía el volcán, un sueño impenetrable a los hombres y mujeres encargados de vigilar día y noche sus movimientos, algún ocasional temblor leve, aumentos repentinos de temperatura, en fin, cualquier signo posible de activación por pequeño que fuera.
Los guardianes de un sueño que no podía interrumpirse jamás. No debía interrumpirse jamás. El sueño de la naturaleza, capaz de arrasar con todo en su despertar.
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