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Esa noche en el bar estaban todos ocupando algún puesto en la vieja obra de salidas nocturnas. Era como un baile lento, con música de fondo que solamente acompañaba el bullicio porque nadie en su sano juicio y en su respeto por el rock se hubiera puesto a bailar "criminal mambo" de los redondos.
Roxana flotaba junto a la barra, sosteniendo entre las manos un vaso de cerveza al que le faltaba manija para ser jarra y cada tanto le daba un trago largo y profundo que siempre terminaba con una sonrisa de su parte, sonrisa dirigida a Leo, antes de tragar.
Este se encontraba en la otra punta y le dio la espalda, encarándose hacia la mesa donde tres hombres se jugaban unos pesos al truco. Nunca se sabía bien quienes eran y tampoco importaba, porque siempre había alguien distinto. Como el azar de su juego así también esos hombres iban cambiando por pura coincidencia, pero jamás dejaban la mesa sola y si uno quería jugar era probable que encontrara alguien más con quien hacerlo.
Ahí veía Leo parte del destino actuando, porque así lo consideraba él.
El destino, Dios, los caminos trazados, en fin, aquello que para algunos era una fuerza cuasi religiosa que todo lo podía y actuaba por sobre cada una de nuestras vidas, era para aquel muchacho algo que se manifestaba por partes y no desde una totalidad. Se le ocurrió que esa idea nunca la había desarrollado del todo, hasta sus últimas consecuencias, y que valía la pena hacerlo. Así era como se guiaba en la vida. Poco o mucho, lo que fuera, pero hasta sus últimas consecuencias. De repente sintió el irrefrenable deseo de comprobar por si mismo hasta donde lo llevaba por lo que se levantó y fue hasta la escalera dejando atrás un vaso de whisky vacío.
Omar, Felipe, Reina y Carolina estaban enfrascados en una de las tantas conversaciones-intercambio-debate-puteadas. Empujados a ello por una juventud que se les iba marchitando con cada nuevo día que pasaba, tenían en común la certeza de querer cambiar algo en el mundo y la seguridad de que todavía no lo habían hecho. La vieja danza, o competencia, de ofrecer siempre una vida más entretenida que la del resto, acompañada por cierto vacío interno que ninguno lograba llenar nunca del todo.
—Mirá esta escalera por ejemplo —dijo Carolina dándole un golpe suave al escalón que estaba más cerca, y más sucio.
—¿Qué tiene de mágico? —preguntó Felipe mirando ya no a Carolina sino a la propia escalera como quien intenta descifrar el truco de un mago observando la carta o el sombrero y no al mago.
—Si yo fuera discapacitada, si tuviera silla de ruedas y no pudiera mover mis piernas, sería imposible que subiera al segundo piso.
—Si, ¿y?
—Bueno, ahí está lo que digo. Una no es discapacitada sino que el medio nos incapacita o nos permite andar bien. Y eso según si somos parte de la norma o no. Las ciudades, las escuelas, y por lo que vemos hasta los bares están hechos para gente normal, en ese mutuo acuerdo silencioso que es la normalidad.
—Claro —saltó Omar desde su lugar levantándose y señalando con un gesto amplio todo el mal iluminado salón. —Míralos ahí, ahora todos juega y chupan y van de acá para allá, pero si yo les pongo una venda en los ojos, aunque puedan ver, se van a chocar contra todo. Se convirtieron en discapacitados, porque este bar los convierte. Está hecho para quienes pueden ver, pero por obligación se deja afuera a todos los que no.
Felipe guardó silencio. Leo acababa de llegar y atento a la conversación que estaban teniendo decidió guardarse su idea del destino actuando por partes, pensando algo divertido, que quizá en esa charla y ese gesto se cifrara parte de un destino mayor.
—Que quere' que te diga, si se necesita que te saque la posibilidad de ver de repente, o si te quiebro las dos piernas y te tiro a un campito, vas a ser discapacitado. Acá y en la China.
—Si pero en la China seguramente tengas que trabajar igual —completo Leo y de esa forma se incorporó a la charla.
Corriendo desde el piso de arriba bajó como una exhalación Xavier. Era una imitación silenciosa de la montaña rusa, como una bala atravesó en un medio salto al grupo de amigos que sorprendido se cubrió e intentó esquivar. (Carolina gritó, Felipe le tomó la mano. Leo permaneció donde estaba pensando incluso que desde su posición él había visto venir a Xavier pero había preferido no decir nada).
Xavier no permaneció ni un segundo en el pasillo, corriendo se lanzó contra el baño y haciendo uso de todas sus fuerzas mentales logro guardar el malestar por un momento más. El mínimo y necesario para trancar la puerta.
Contra el inodoro descargó un vomito que lo dejó casi doblado en el piso. De un color verde limón, tenía restos de la hamburguesa de esa noche y también de la bebida. Mirarlos allí flotando entre un papel higiénico que el agua no se había llevado le dio un retorcijón y otra ves vuelta a empezar.
Cuando terminó se recostó sentado en el piso contra la puerta. Respiraba lento. Le ardía la garganta donde tenía ese regusto ácido y la sensación de que se la estaban raspando con una espátula.
—Que mierda —murmuró cerrando un poco los ojos. ¿Sería el Karma por lo que había pasado antes? Elizabeth también se había vomitado en el piso de arriba, de pura borrachera, mientras él la sostenía por la cintura y con él condón ya puesto empezaba a meterla. Había sido como apretar un botón. Apenas la toco, la muchacha murmuro algo de sentirse mal y revoleo la cabeza un poco al costado, para dejar escapar un vomito que la sacudió como un orgasmo y se esparció por toda la cama.
Apenas vio eso Xavier sintió no solo morir la erección, que a esa altura era lo de menos pero que al mismo tiempo era todo lo que importaba porque había sido en el preciso momento en que la tocó con la punta en que ella había vomitado -no antes, no después-, pero sintió también ese asco repentino, el olor fuerte que le llegó desde la cama, como el que queda después de mezclar huevos podridos con leche quemada. Menos mal que le dio para llegar hasta el baño.
Imagínate que la gente lo hubiera visto, no, no, impensable.
Permaneció sentado sin saber bien que hacer. ¿Debía regresar y explicarle a "la gorda" por qué la había dejado a cuatro patas en la cama y semi desnuda? ¿O seria mejor opción salir del bar para nunca regresar? Apenas corriera el chisme, seria el hazmerreír de todos por un buen tiempo, él, que era casi un mito en ese bar, que conocía a todos y donde nadie llegaba a conocerlo del todo a él.
¿Seria mas conveniente volver y continuar con la relación? Aquello se le antojó como asqueroso, pero por mucho que así lo pensara era innegable esa erección que ahora mismo sentía de solo pensar en la posibilidad de que Elizabeth le aceptara otra ronda.
Las ideas le daban vuelta en la cabeza como el vomito mezclado con pedazos de papel higiénico y agua en el inodoro. Se incorporó con esfuerzo y fue contra el espejo.
Pelo revuelto, ojeras, esa barba insípida que crecía solo en su mentón y que por motivos que se le escapaban esquivaba el resto del rostro. Sonrió. Se dijo que no lucia tan mal. Supuso que Elizabeth lo perdonaría si iba ahora y hablaba con ella, o en todo caso lo mandaría a la mierda pero ese ya no seria su problema. Solo una historia más que recordar.
Se lavó a cara con un agua más fría de lo que esperaba y se enjuago la boca.
El estomago aún le dolía, los retorcijones eran como ese puño de niño que pega sin llegar a lastimar pero no por ello sin hacer doler.
Ese puño que pegaba contra la puerta del baño y Xavier se fue hacia ella tras mirarse por una ultima vez en el espejo y volver a sonreír.
Un pibe de menos de veinte, flaquito y con cerquillo que le cubría el rostro, estaba abrazado con una rubia de minifalda que le metía la mano directamente en el pantalón. Sonrieron mirando a Xavier y este los dejó pasar mientras se marchaba.
—Ojo que el tercer baño esta medio sucio —les dijo y la pareja rio.
En el bar había espacio para parejas, era la conocida cama del piso de arriba donde antes, como tantas veces, había estado Xavier. La cama y todo lo de arriba eran parte de lo que formaba la casa de Elizabeth, dueña de aquel bar. La gorda, para los amigos.
Si las cosas iban tranquilas alguno que hubiera hecho amistad con ella podía subirse hasta ahí y darle, siempre y cuando no tocaran ni rompieran nada, y siempre que se pusieran condón.
En este caso le había tocado a ella, y para Xavier fue un poco impresionante pensar que la misma dueña del bar había vomitado por exceso de bebida. Era como pensar en un guitarrista profesional teniendo problemas para tocar un ukelele.
Alucinado subió por la escalera haciendo malabares con escusas posibles. Sentados al pie de la escalera el grupo de los cinco como él los llamaba estaban debatiendo e intercambiando sobre temas que no le interesaban. Los esquivó pidiendo permiso sin detenerse a mirar sus rostro y sin preocuparse por las risitas socarronas.
No había llegado todavía al ultimo escalón cuando un paquete de pañuelos descartables salió volando desde algún lado de la habitación como una pedrada en plena guerra.
—Tomatelas, no te quiero ver mas —gritó Elizabeth desde algún lugar. Su voz sonó apagada como si estuviera apoyando la cara en la almohada o entre las sabanas.
—Ely, déjame hablar —pidió con su mejor tono conciliador mientras bajaba un escalón.
—Te... dije... que... —Xavier se imaginó en base a ese grito creciente como la mujer salía de la cama, y caminaba hacia donde él se encontraba —me dejaras en paz— gritó llegando al borde de la escalera. Él la vió por un momento, envuelta por las sombras del cuarto y beatificada por las luces de la zona de abajo del bar. Sus mechones pelirrojos enfurecidos, su papada y las rollizas piernas que antes había abierto gentilmente para él, hasta con cierto pudor tal vez imaginado. El brazo derecho donde tenia aquel tatuaje de una rosa envuelta de espinas a la altura del hombro, el brazo izquierdo que se movía amenazadoramente sosteniendo un adorno que parecía ser de unos angelitos.
La gorda, como la llamaban, lo miró furiosa y con rastros de un vomito azulado bajo el labio grueso de su boca desencajada en un grito alocado. Fea, pensó Xavier, y bastante loca, pero así es como me iba a coger, como una loca buscando llenarse hasta explotar.
Se había puesto una de sus tangas negras y los dos pechos estaba tan al aire como siempre debieron haberlo estado según consideraba Xavier, que no podía evitar una mirada de fascinación que oscilaba entre el vómito todavía húmedo bajo su labio y los grandes atributos que aquella mujer sabía desplegar con una extraña normalidad.
Era el puro tamaño, la fuerza que asociaba saber que era capaz de cargar con esos pechos, esa extensión del cielo, que se derramaba como dos grandes gotas de agua que nunca llegaban a caer pero quedaban prendidas por un pequeño, minúsculo, pezón atravesado por un pircing que Xavier observó entendiendo que el pircing era aún más pequeño que los pezones que a su ves eran más pequeños que los pechos que a su vez eran más pequeños que la propia Elizabeth que vociferaba puteadas en español y otro idioma que el muchacho no entendía y cerraba la puerta amenazando con echarlo y nunca más dejarle pisar el bar.
De un portazo dejó a Xavier parado en medio de la escalera, con la imagen de sus tetas bamboleándose en el aire demostrando la belleza de la gravedad.
Bajó por la escalera de un salto, con una erección que no le preocupaba ocultar y cuando llegó al final se empezó a prender la camisa mientras iba rumbo a una de las dos mesas del fondo del bar que siempre solían quedar disponibles.
La mesa que fue a ocupar no tardó en estar atendida por Joel. Fue en el preciso momento en que él propio Xavier se preguntaba que hacia en aquel bar, y miraba con tensión buscando una cerveza pues estaba seguro de que esa pregunta lo llevaría a otra, y otra, y entonces la cosa se podía volver un poco difícil de analizar sin el cerebro aturdido por alcohol.
Claro que ya había bebido antes, desde que llegara a ese bar, sobre las 22, pero aun así necesitaba más. Apenas y estaba un poco tocado.
Joel apareció entonces.
—¿Cómo va la millonada? —preguntó dejando sobre la mesa una Pilsen fría y un vaso dentro del que ya espumeaba. La pregunta hacia referencia a viejas conversaciones que habían tenido sobre lo importante (y difícil) de hacerse rico en Sudamérica.
—Sigue en proceso —respondió acotado. —Ahora estoy en la etapa en la que pienso que el problema no es hacer plata sino que no te la saquen con impuestos —
—Otra ves a lo mismo. Que si los impuestos, que si te la roba, uno no puede pensar como se va a gastar veinte millones cuando todavía no tiene ni veinte pesos. Anda por pasos. Por etapas.
—Etapas —completó el joven. —Etapas... un paso y después otro. —Joel bajó la mirada en gesto de entendimiento -ahora estoy escribiendo un libro -dijo entonces Xavier volviendo a servirse el vaso que había terminado de un trago profundo.
—¿Y cual es la historia?
—Esa es la magia, no quiero que tenga una historia. Quiero que sea como pequeños relatos pero conectados entre si de tal forma que unos cuenten una historia, otros otra, pero juntos cuenten una tercera mas completa. Y que entonces los que leen empiezan a sumar los relatos y por ejemplo mezclen los de una parte con los de otra y obtengan una historia nueva. Y así, hasta el infinito, ¿entendes?
—El infinito se escucha bastante grande para abordarlo en unas hojas.
—Borges pudo
—No se, nunca leí a Borges. Nunca me gustó mucho leer. Yo soy más de los números. Por ejemplo, ¿Cuántas páginas llevas escritas?
—No, todavía no empecé, es una idea que me gustaría llevar bien el papel. Quiero tenerla bien pensada antes de escribirla.
—Ahí está, viste. ¿Hace cuanto que la venís pensando?
Xavier hizo una pausa para dar otro trago a la cerveza que ya se estaba calentando.
—Un mes o dos —mintió, porque en el fondo sabía que aquella idea siempre le había rondado la cabeza.
—Bueno, en dos meses más quizá ya sabes como hacer los primeros relatos —afirmó Joel dejando la bandeja sobre la mesa y tomando la tiza de su delantal. En la mesa dibujó una línea.
—Puede ser —
—Pero vos no queres solo unos relatos cortos, sino que tienen que ir de la mano con otro par de relatos —dijo trazando otra raya alejada de la primera, a una altura casi igual.
—¿Para esto tenías siempre la tiza? —preguntó Xavier, divertido por encontrar la respuesta ante esa pregunta que más de una vez se había escuchado en el bar. La "famosa tiza de Joel" era una charla compuesta de mil distintas anécdotas, mitos, leyendas e inventos.
—El problema está en que no queres solamente dos pares de relatos que se conecten, sino que después se van a tener que leer como una totalidad —continuó el hombre corriendo un poco la botella de cerveza de Xavier para trazar una tercera línea recta a una altura sobre las otras dos.
—Pero después queres que se combinen los relatos y formen otra historia —trazó una línea que esta ves era un poco más curva y mucho más larga, y conectaba la primera con la segunda.
—Pero además queres que otras combinaciones sean posibles —y otra ves una línea curva un poco mas hacia adentro que conectaba la línea superior con la de la derecha. Trazó también otra que la conectaba con la izquierda. Un extraño círculo de tiza y líneas semi curvas y rectas se formó en la mesa.
—Cerrado como un circulo redondo, como los ceros que me pagarían si escribo una cosa así y la pego —festejó Xavier.
—Pero acá solo lograste que un relato tenga coherencia. Y si cada línea son dos meses para pensar las cosas, cuando seguramente sean más, te tardaste... —Joel contó las líneas —te tardaste un año entero en un solo relatos. Y vos queres más —y diciendo esto trazó otro circulo dentro del anterior. —Dos años— y otro círculo. —Tres —. Y otro, y luego uno más, y otro dentro de aquel.
—Bueno bueno, ya me quedó claro —dijo Xavier deteniendo su mano que no paraba de hacer círculos unos dentro de otros. —Voy a tener sesenta años cuando termine. Que importa.
—No, no vas a terminar nunca. Porque querés el infinito y eso es algo que no podemos tener, y porque además para conseguirlo no se te ocurrió mejor idea que contarlo y eso es imposible.
—Ya tendré otra forma de hacer plata.
—¿Sí? —Joel guardó la tiza en el bolsillo del que la había sacado. —¿Tenes estudios en informática o algo que hoy sirva en el mercado?
—No.
—Tenes familia con plata, ¿un padre dueño de alguna empresa o una madre que alquile casas?
—No estaría acá si tuviera eso.
—Quién sabe. ¿Tenes idea de como funcionan los mercados? Y quiero decir, idea de verdad, no un par de opiniones como los que podemos tener todos. ¿Sabes de verdad como funciona la economía y los mercados?
Xavier no respondió, simplemente le dio otro trago a lo ultimo que quedaba en la botella hasta dejarla seca.
—Entonces no estés tan confiado. ¿Hace cuanto queres hacer plata? Seguro son más de dos meses. Y la mejor solución que se te ocurre es escribir el infinito en relatos que ni han salido de tu cabeza. Yo que se. La tenes complicada. Dos meses después estarás en el mismo lugar. Y de dos en dos te podes terminar yendo al otro lado.
—Uy como la pudriste —Xavier se levantó tambaleándose. —De dos en dos anda a la concha de tu hermana —dijo alejándose. Joel lo sujetó por el brazo entonces y lo atrajo hacia él. Xavier estaba ebrio pero el fuego en los ojos de aquél hombre hizo que por un segundo se le fuera el mareo y su mirada se enfocara en los dos pozos oscuros que se clavaron más allá de sus propios ojos, en su alma, suponiendo que existiera, en alguna parte que era él y ningún otro.
—Hoy hace dos años que se le murió el hijo. No seas mal educado —y le soltó el brazo guiándolo hacia la puerta. —Y tómatela antes que te saque cagando —.
Xavier murmuró un perdón entre eructos y se alejó tambaleándose.
Por las calles de Montevideo la madrugada mostraba el rostro más decadente de la ciudad, lo que en la capital del país, puede que de todo país, ya es decir mucho. Si existe un lugar donde la decadencia se muestre en todo su esplendor son esos sitios en que la costumbre de los cansados ciudadanos ha dejado que se acumule hasta superar cada posible límite del buen sentido común.
Los monstruos y las culebras salían de paseo buscando regresar a sus nidos. Mini faldas y vestidos, tacones altos. Algunos taxistas ganándose sus primeros pesos del día.
A lo lejos se escuchaban griteríos en los que se mezclaban las risas con los insultos o el puro grito que parecía anunciar el despertar de un bebé para molestar a sus padres. Un bebé que a cierto nivel inconsciente sabe lo que hace, que llora por que le gusta generar esa molestia, esos comentarios por lo bajo, que venga alguien y le de el consuelo que le falta. Algún patrullero circulaba lento y Xavier sabía que no necesitaba decir nada para terminar en cana.
Aquel estudiante de filosofía se preguntó cuantos de los que caminaban a su alrededor serían también estudiantes de filosofía.
Estaba tambaleándose con cada paso que daba pero aun así buscó el celular en su bolsillo y con el marcó un numero. Sonó varias veces antes de que alguien respondiera.
—Hola —atendió una voz a la que un coro de música y gritos festivos silenció.
—Soy yo, andas en... la vuelta —preguntó intentando usar toda su concentración para sonar sobrio.
—Me fui de joda con las chicas —dijo la voz del otro lado y sencillamente agregó —Vos y yo ya no somos novios, tenes que aprender eso —y luego cortó.
—Andá a cagar —murmuró Xavier metiéndose el teléfono en el bolsillo mientras atajaba un taxi que no paró. Otro venia detrás y este si lo hizo.
—Rio Branco y Sur —dijo recostándose en el cuero de sus asientos.
El viaje fue rápido, silencioso y movido. Su cabeza resonaba con las palabras que Joel había dicho y una serie de sueños que alguna ves había tenido y hoy, vistos en perspectiva, se convertían en poco más que lejanas señales de humo. Si por casualidad se acercaba a una de ellas, se esfumaban y desaparecían como el rocío cuando calienta el sol.
Volvió a pensar en el viejo maestro ciego, con sus paseos acompañado de la Kodama, guiado por el eterno bastón. Si preguntó si Borges, el hombre, el escritor, también habría visto aquellas señales, y en caso de haberlo hecho, si las habría seguido.
Al llegar a la vieja pensión que sus padres le alquilaban se desnudó rápidamente y fue hasta la cama con sus ultimas fuerzas. Fuera el sonido de la ciudad poniéndose en marcha ya le taladraba las orejas y el sol que amanecía era una desgracia que solo compensaba el hecho de que mañana fuera sábado y no tuviera absolutamente nada que hacer.
Una parte de él pensó en la historia que todavía no escribía. Otra, en hacer plata. Una tercera en la carrera en filosofía. La nada era muy relativa un viernes por la noche, se le ocurrió.
Cuando fue a revisar su teléfono celular encontró un mensaje que decía:
—Hola Doctor —. Enviado por una muchacha desconocida, de nombre Alexia, quien siempre lo llamaba doctor creyendo que él era licenciado en letras. Desconocida en términos generales, claro, pues formaba parte como él, de un grupo de aspirantes a escritores que la "magia" de las redes sociales permitía unir a pesar de las distancias. Creía que ella era mexicana pero no estuvo seguro.
Que el único uruguayo del grupo era toda la certeza con la que contaba.
—Vete a dormir —envió junto a un emoticón de sonrisas, agotado y sin tener ganas de hablar con nadie más.
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