╰────────────────➤[El primer encuentro]
—No es posible... —susurró Elena cayendo de rodillas.
Klaus, Violet y Sunny se acercaron para apoyar a su amiga; sin embargo, los tres estaban igual que Elena. Klaus se paralizó al ver en los ojos de Elena ese dolor tan intenso y supo reconocerlo también en él y sus hermanas. Elena no era la única que había perdido a sus padres, también los Baudelaire.
Es inútil que les describa lo mal que se sintieron Violet, Klaus, Sunny y Elena el tiempo que siguió. Si habrán perdido a alguien muy importante para ustedes, ya saben lo que se siente; y, si nunca tuvieron que perder a nadie, no se lo pueden imaginar. Para los niños Baudelaire y Elena, claro, fue especialmente terrible, porque habían perdido a sus padres a la vez, y durante varios días se sintieron tan desgraciados que apenas pudieron salir de la cama. Klaus casi perdió el interés por los libros. Los engranajes del inventivo cerebro de Violet parecieron detenerse. E incluso Sunny, que evidentemente era demasiado pequeña para entender de veras lo que ocurría, mordía las cosas con menos entusiasmo. Elena no tenía ni una simple idea para escribir un comienzo ni siquiera una sola palabra se acercaba a su cabeza.
Y, claro, tampoco ayudaba lo más mínimo que hubiesen perdido también su casa y todas sus posesiones. Seguro que saben que cuando uno está en su propia habitación, en su propia cama, una situación triste puede mejorar un poco, pero las camas de los huérfanos Baudelaire y la de su vecina se habían visto reducidas a escombros carbonizados. El señor Poe los había llevado a ver los restos de la mansión Baudelaire y luego los de la Winchester, para comprobar si algo se había salvado, y fue terrible: el microscopio de Violet se había fundido por el calor del fuego, el bolígrafo favorito de Klaus se había convertido en cenizas y todos los objetos mordibles de Sunny se habían derretido. En la casa de los Winchester, la biblioteca familiar se había reducido a cenizas, las armas de sus padres habían quedado hechas trizas y la cocina, a la que tanto quería, solo había sobrevivido la heladera, ya que era de metal. Los niños pudieron ver aquí y allí restos de la enorme mansión que habían amado: fragmentos de su piano de cola, una elegante botella donde el señor Baudelaire guardaba brandy, el chamuscado cojín del sillón junto a la ventana donde a su madre le gustaba sentarse a leer.
Con sus hogares destruidos, los Baudelaire y Elena tuvieron que recuperarse de aquella terrible pérdida en casa de los Poe, que no era ni mucho menos agradable. El señor Poe casi nunca está en casa, porque andaba muy ocupado atendiendo los asuntos de los Baudelaire y de su supuesto hermano, y, cuando estaba, casi siempre tosía tanto que no podía mantener una conversación. La señora Poe compró para los huérfanos ropa de colores chillones y que además picaba. Los dos hijos de los Poe —Edgar y Albert— eran gritones y desagradables, y los Baudelaire y Elena tenían que compartir con ellos una habitación diminuta, que olía a alguna especie de asquerosa flor.
Pero, a pesar de ese entorno, los niños tuvieron sentimientos encontrados cuando, durante una aburrida cena de pollo hervido, patatas hervidas y habichuelas escaldadas —la palabra «escaldadas» significa aquí «hervida»—, el señor Poe anunció que iban a abandonar su casa a la mañana siguiente.
—Tal vez... —empezó Elena, pero no pudo continuar.
—Bien —dijo Albert, al que se le había metido un trozo de patata entre los dientes—. Así podremos recuperar nuestra habitación. Estoy harto de compartirla. Violet, Klaus y Elena siempre están mustios, y no son nada divertidos.
—Y el bebé muerde —dijo Edgar, tirando un hueso de pollo al suelo, como si fuese un animal del zoo y no el hijo de un muy respetado miembro de la comunidad bancaria.
—¿A dónde iremos? —preguntó Violet, inquieta.
El señor Poe abrió la boca para decir algo, pero se echó a toser.
—¿Es necesario, tío? ¿No podemos quedarnos contigo?
—He hecho los arreglos necesarios —dijo finalmente—, para que se haga cargo de ustedes un pariente lejano que vive al otro lado de la ciudad. Se llama Conde Olaf. Y, por lo que respecta contigo, —señaló a su sobrina con el tenedor—, me imagino que querrás irte con ellos.
Violet, Klaus, Sunny y Elena se miraron sin tener demasiado claro qué pensar. Por un lado, no querían vivir con los Poe ni un día más. Pero, por otro, nunca habían oído hablar del Conde Olaf y no sabían cómo era.
Elena sabía que no podía abandonar a sus amigos, así que iría con ellos a cualquier parte.
—Claro, son mis amigos, no puedo dejarlos solos. —Elena sonrió amplia—. Para eso están los amigos.
—Para eso están los amigos —dijo Klaus y Violet al mismo tiempo.
—El testamento de vuestros padres —dijo el señor Poe— da instrucciones para que se los eduque de la forma más conveniente posible. Aquí, en la ciudad, conocen el entorno que los rodea, y el Conde Olaf es el único pariente que vive dentro de los límites de la ciudad.
Klaus pensó en ello durante un minuto, mientras tragaba un fibroso trozo de habichuela.
—Pero nuestros padres no nos hablaron nunca del Conde Olaf —dijo—. ¿Qué tipo de parentesco tiene exactamente con nosotros?
El señor Poe suspiró y miró a Sunny, que estaba mordiendo un tenedor y escuchando atentamente.
—Es un primo tercero sobrino cuarto o un primo cuarto sobrino tercero. No es su pariente más cercano en el árbol familiar, pero sí geográficamente hablando. Eso quiere decir que... Es igual que se lleven a Elena, ya que tienen la misma línea: no se conocen. Y por eso...
Elena dejó de comer para ver a su tío.
—¿Es buena idea? El Conde Olaf suena... —Hizo una mueca con sus labios— a villano de libro.
Klaus asintió al comentario de su amiga.
—Si vive en la ciudad —dijo Violet—, ¿por qué nuestros padres no lo invitaron nunca a casa?
—Posiblemente porque es un hombre muy ocupado —dijo el señor Poe—. Es actor de profesión y a menudo viaja por el mundo con varias compañías de teatro.
—Creí que era un conde —dijo Klaus.
—Es conde y es actor —dijo el señor Poe—. Bueno, no pretendo dar por finalizada la cena, pero tienen que preparar sus cosas, y yo tengo que regresar al banco a trabajar un poco más. Como su nuevo tutor legal, también estoy muy ocupado.
—Pero, tío, no creo que...
—Debo irme, linda.
Los tres niños Baudelaire y su vecina tenían muchas más preguntas para el señor Poe, pero este ya se había levantado de la mesa y, con un leve movimiento de la mano, salió de la habitación. Le oyeron toser en su pañuelo, y la puerta de la entrada se cerró de golpe cuando salió de la casa.
—Bueno —dijo la señora Poe—, será mejor que los cuatro empiecen a hacer el equipaje. Edgar, Albert, por favor, ayudadme a recoger la mesa.
Los huérfanos se dirigieron al dormitorio y, taciturnos, recogieron sus pocas pertenencias. Klaus miraba con aversión todas las horribles camisas que la señora Poe le había comprado, las doblaba y las metía en una maletita. Violet paseó la mirada por la maloliente y estrecha habitación en la que habían estado viviendo. Y Sunny gateó solemne y mordió todos y cada uno de los zapatos de Edgar y Albert, dejando pequeñas marcas de sus dientes para que no la olvidasen. Elena solo hizo lo que se le había pedido y luego se sentó en la cama, observó la dedicatoria del diario aterciopelado que su papá le había dado y sonrió, dejó que una lágrima cayera, pero se la limpió rápido al sentir la mirada de Klaus. De vez en cuando, los chicos se miraban, pero su futuro se presentaba tan misterioso que no se les ocurría nada que decir. Cuando fue hora de acostarse, pasaron toda la noche dando vueltas en la cama y no durmieron apenas, desvelados por los fuertes ronquidos de Edgar y Albert y por sus propias preocupaciones. Finalmente, el señor Poe llamó a al puerta y asomó la cabeza.
—Arriba, chicos —dijo—. Ha llegado la hora de ir a casa del Conde Olaf.
Elena seguía con la idea de que esto no era lo que debían hacer, pero todo ya estaba encaminado.
Violet paseó la mirada por la habitación atestada y, a pesar de que no le gustaba, abandonarla la puso muy nerviosa.
—¿Nos tenemos que ir en este preciso instante? —preguntó.
El señor Poe abrió la boca para hablar, pero tuvo que toser varias veces antes de empezar.
—Sí, así es. Los voy a dejar de camino al banco y por eso tenemos que partir lo antes posible. Por favor, salgan de la cama y vistanse —dijo de forma enérgica.
La palabra «enérgica» significa aquí «rápidamente, para hacer que los niños saliesen de la casa».
Los niños salieron de la casa. El coche del señor Poe recorría las adoquinadas calles de la ciudad en dirección al barrio donde vivía el Conde Olaf. Adelantaron a los carruajes tirados por caballos y a las motos, por la Avenida Desolada. Pasaron por la Fuente Voluble, un monumento elaboradamente esculpido que de vez en cuando echaba agua y donde jugaban los niños. Pasaron una enorme montaña de basura, donde antaño estuvieron los Jardines Reales. Al poco rato, el señor Poe dirigió su coche por una estrecha avenida de casas de ladrillo y se detuvo a mitad de la manzana.
—Ya hemos llegado —dijo el señor Poe, con una voz que se esforzaba por parecer alegre—. Su nuevo hogar.
Los niños miraron al exterior y vieron la casa más bonita de toda la manzana. Los ladrillos habían sido limpiados a conciencia y, a través de las enormes ventanas abiertas, se podía ver un surtido de plantas muy bien cuidadas. De pie frente a la puerta de entrada, con la mano en el brillante pomo de latón había una mujer mayor, muy bien vestida, que sonreía a los niños. En una mano llevaba una maceta.
—¡Hola! —gritó—. Ustedes deben ser los niños que el Conde Olaf ha adoptado.
Violet abrió la puerta del automóvil y salió para darle la mano a la mujer. Era cálida y firme, y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, Violet sintió como si, después de todo, su vida y la de todos fuesen por buen camino.
—Sí —dijo—. Sí lo somos. Yo soy Violet Baudelaire y estos son mi hermano Klaus, mi hermana Sunny y Elena, nuestra vecina. Y este es el señor Poe, que, desde la muerte de nuestros padres, se ha ocupado de nuestras cosas.
—Sí, oí lo del accidente —dijo la mujer, y se presentó—: Yo soy Justicia Strauss.
—Es un nombre poco usual —observó Klaus.
Elena observó a la mujer con una dulce sonrisa sobre sus labios.
—Es mi cargo —explicó ella—, no mi nombre. Trabajo de juez en el Tribunal Supremo.
—¡Qué fascinante! —dijo Violet—. ¿Y está casada con el Conde Olaf?
—Por Dios, no —dijo Justicia Strauss—. De hecho no lo conozco mucho. Es el vecino de la casa de al lado.
Los niños pasaron la mirada de la impecable casa de Justicia Strauss a la ruidosa de al lado. Los ladrillos estaban cubiertos de hollín y mugre. Solo había dos ventanas pequeñas; cerradas y con las cortinas echadas a pesar de que hacía un buen día. Elevándose por encima de las ventanas, una enorme torre sucia se ladeaba ligeramente hacia la izquierda. La puerta principal necesitaba una mano de pintura, y tallada en medio de ella había la imagen de un ojo. Todo el edificio se ladeaba ligeramente, como un diente torcido.
—¡Oh! —dijo Sunny.
Y todos supieron lo que quería decir. Quería decir: «¡Qué lugar más terrible! ¡No quiero vivir aquí ni un segundo!».
—Bueno, ha sido un placer conocerla —le dijo Violet a Justicia Strauss.
—Sí —dijo Justicia Strauss, señalando la maceta—. Quizá algún día podrían venir a mi casa y ayudarme en el jardín.
—Será un placer —dijo Violet, muy triste.
—Algún día será —agregó Elena convencida.
Evidentemente, sería un placer ayudar a Justicia Strauss en su jardín, pero Violet no podía evitar pensar que sería mucho más placentero vivir en casa de Justicia Strauss que en la del Conde Olaf. Se preguntaba qué clase de hombre tallaba la imagen de un ojo en su puerta.
El señor Poe se tocó el sombrero para saludar a Justicia Strauss, que sonrió a los niños y desapareció en el interior de su bonita casa. Klaus avanzó y llamó a la puerta del Conde Olaf, sus nudillos golpeando justo en medio del ojo tallado. Hubo una pausa y entonces la puerta se abrió con un chirrido y los niños vieron al Conde Olaf por primera vez.
—Hola, hola, hola —dijo el Conde Olaf en un sibilante susurro.
Era un hombre muy alto y muy delgado, vestido con un traje gris que tenía muchas manchas oscuras. No se había afeitado y, en lugar de tener dos cejas, como la mayoría de los seres humanos, tenía una sola, larguísima. Sus ojos eran muy, muy brillantes, y le daban un aspecto hambriento y enfadado.
—Hola, niños. Por favor, entren en su nueva casa, y limpien sus pies fuera para que no entre barro.
Cuando entraron en la casa, el señor Poe detrás de ellos, los huérfanos se dieron cuenta de lo ridículo de lo que acababa de decir el Conde Olaf. La habitación en la que se encontraban era la más sucia que nunca habían visto, y un poco de barro del exterior no habría cambiado nada. Incluso a la tenue luz de la única bombilla que colgaba del techo, los cuatro niños pudieron ver que todo lo que había en aquella habitación estaba sucio, desde la cabeza disecada de un león clavada en la pared hasta el bol con manzanas mordisqueadas colocado encima de una mesa de madera. Klaus tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas al mirar lo que le rodeaba. Violet parecía mucho más segura de sus acciones, mientras que la pequeña Sunny sí deseaba llorar; por otro lado, Elena vivía una aventura en su cabeza imaginando todo lo que podría pasar allí.
—Parece que esta habitación necesita unos arreglillos —dijo el señor Poe examinando la habitación a oscuras.
—Soy consciente de que mi humilde hogar no es tan lujoso como las mansiones de estos niños —dijo el Conde Olaf—, pero quizá con un poco de su dinero lo podamos dejar algo más bonito.
El señor Poe, sorprendido, abrió mucho los ojos y, antes de empezar a hablar, sus toses retumbaron en la oscura habitación.
—La fortuna de los niños —dijo con aspereza— no será utilizada para tales empresas. De hecho, no será utilizada en absoluto hasta que Violet y Elena sean mayores de edad.
El Conde Olaf se giró hacia el señor Poe con un fulgor de perro enfurecido en los ojos. Por un instante Violet pensó que iba a abofetear al señor Poe. Pero tragó saliva —los niños pudieron ver cómo su nuez recorría su delgada garganta— y se encogió de hombros.
—De acuerdo, pues —dijo—. A mí me da lo mismo. Muchas gracias, señor Poe, por haberlos traído aquí. Niños, ahora les voy a enseñar su habitación.
—Adiós, Violet, Klaus, Sunny y Elena —dijo el señor Poe, mientras se dirigía hacia la puerta—. Espero que aquí sean muy felices. Los seguiré viendo de vez en cuando en el banco.
—Pero si ni siquiera sabemos dónde está el banco —dijo Klaus.
—Yo tengo un mapa de la ciudad —dijo el Conde Olaf—. Adiós, señor Poe.
Dio un paso adelante para cerrar la puerta, y los huérfanos estaban demasiado desesperados para dirigir una última mirada al señor Poe. Ahora los cuatro hubieran preferido quedarse en la casa del señor Poe, a pesar de que oliera mal. En lugar de mirar hacia la puerta, los huérfanos bajaron la mirada, y vieron que el Conde Olaf, aunque llevaba zapatos, no llevaba calcetines. Advirtieron que, en el espacio de piel pálida que quedaba entre el dobladillo del pantalón deshilachado y el zapato negro, el Conde Olaf tenía tatuada una imagen de un ojo, en el tobillo, a juego con el ojo de la puerta principal. Se preguntaron cuántos ojos más habría en la casa y si para el resto de sus días tendrían la sensación de que el Conde Olaf les observaba, incluso cuando no estuviera presente.
—Supongo que esta imagen es perfecta para un relato de terror o suspenso —acotó Klaus cerca de Elena.
Ella lo miró con diversión y le dio un pequeño golpecito en el brazo. Klaus se quejó y acarició la zona golpeada.
—Lo siento mucho, Klaus —dijo ella preocupada—. No medí mi fuerza. ¿Estás bien?
Él asintió.
—Eres demasiado fuerte.
Por supuesto, ese comentario podría tomarse con un doble sentido, pero el único que pensó de ese modo fue el Conde Olaf, quién seguía allí junto a los niños.
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