6: ...La muñeca de porcelana es la causa de todos tus males...
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Esa madrugada, me levanté desesperada de la cama y salí de la casa. Ya no podía pensar con claridad. Empecé a caminar en medio de la lluvia sin plantearme a dónde iba, solo quería alejarme. Vagué hasta llegar a la costa. Frente a mí se encontraba el tempestuoso mar, mis pies se enterraban en la arena húmeda. Y entonces reaccioné. No recordaba cómo llegué ahí ni cuántos kilómetros caminé. Me sentía confundida, perdida, mi vida no tenía rumbo y no concebía un futuro si todo continuaba igual.
Una sola cosa tenía en claro: o había enloquecido o estaba siendo atormentada por un ente sobrenatural. No reconocía la diferencia entre ambos. Tenía que pedir ayuda. ¿Pero a quién? ¿Y cómo? No llevé bolso, celular, ni siquiera me puse zapatillas.
Sin darme cuenta, me puse en marcha nuevamente, y al amanecer estaba frente a la casa de mi amiga Miriam. Me pegué al timbre y permanecí inmóvil. Vi que mi amiga abrió la puerta preocupada, me dijo algo, yo no la escuché. Me llevó dentro y me abrigó. Sé que le conté todo lo que me pasaba, pero no estoy segura si lo hice ese día u otro. Pasé una semana en su casa y no salí ni al patio. Miriam me prestó su cama y no salía de ella más que para ir al baño. Odiaba verme al espejo, estaba demacrada, ojerosa, creí que lo rompería en cualquier momento...
—Sigo preocupada, doctor —Oí decir a Miriam al teléfono.—. No come, no habla. ¡Se parece tanto a lo que le pasó a mi mamá¡ Espero que no sea lo mismo.
¡Sentí miedo! Recuerdo bien lo que le pasó a Dora, su madre, empezó a enfermar de la nada y desmejoró tan rápido, que en menos de un año murió; desvariaba y dijeron que tenía un cuadro psicótico, o algo así, pero no se explicaban las causas de su muerte.
—¡Vayamos a pasear, así te despejás! —me dijo Miriam un día.
—Está bien —le respondí con apenas aliento, la voz ronca después de guardar silencio por tanto tiempo.
Fuimos a caminar por la Peatonal San Martín, ella miraba vidrieras mientras yo deseaba volver a la cama. Menos de dos cuadras después, dimos media vuelta y regresamos. Y, cuando pasamos por la feria de los artesanos, una mujer que estaba leyendo las manos de una clienta, se paró de repente y se interpuso en nuestro camino.
—¡Tenés que deshacerte de la muñeca o va a matarte! —me dijo.
Miriam y yo nos quedamos heladas al oírla.
—Le hicieron un trabajo para que su antigua dueña enloqueciera y vendieran la casa —continuó—. Al llevártela, la maldición te siguió.
Miriam casi se desmaya. Todo empezaba a cobrar sentido. Lo único que teníamos en común Dora y yo, era la muñeca de porcelana y esta extraña enfermedad, cuyos síntomas eran idénticos: supuestas alucinaciones, insomnio, ausencias, colapso mental, fatiga constante y debilidad corporal —el camino a la agonía—.
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