Visitantes


El sonido de los grillos y el ocasional canto espectral de alguna lechuza, eran los únicos sonidos que podían oírse aquella tranquila y calurosa noche de verano, en el pequeño pueblo de San Antonio. En la granja del viejo Héctor González, él y su esposa terminaban de cenar, no era una cena cualquiera, ese día cumplían cincuenta años de matrimonio, toda una vida juntos. A pesar del tiempo trascurrido, su amor seguía intacto, tal cual lo era cuando él le propuso matrimonio, cuando apenas tenían veintidós años de edad. La casa en la que vivían había quedado enorme y vacía desde que sus dos hijos se marcharon. El silencio imperante entre las grandes habitaciones solo era interrumpido por la Señora Luisa, quien limpiaba con devoción hasta dejar toda la casa reluciente, mientras su marido recorría los campos cuidando el ganado. Esa era su solitaria rutina de cada día. 

Aquella noche cenaron en silencio, a pesar de ser una fecha especial, se sentían solos, sus hijos no los habían visitado, ni siquiera los habían llamado.

–Sabe que la amo señora González? –Dijo tomando con delicadeza la mano de su mujer y dándole un beso en la mejilla.

–Y yo a usted. –Le respondió ella sonriente. –Sigue tan apuesto como siempre.

Ella acarició el rostro prolijamente afeitado de su marido y luego acarició sus cabellos blancos. A pesar de su apariencia de hombre rudo, él siempre había sido muy tierno con ella y sus hijos, siempre ha procurado que nada le faltara, siempre los había protegido y a pesar de algunos malos momentos, siempre él estuvo con una sonrisa diciéndole que todo estaría bien.

Luego de la cena, apagaron las luces de su enorme y vacío hogar y fueron a acostarse. En la soledad de su habitación ambos se encontraban mirando hacia el techo, viendo como el ventilador giraba lentamente, tirando apenas unas bocanadas de viento para aliviar aquel calor sofocante.

–Crees que nuestros hijos se han olvidado de nosotros? –Preguntó ella con un halo de tristeza en su voz.

–Claro que no Luisa. Nuestros hijos ya son hombres. Tienen sus propios problemas. Estoy seguro que muy pronto vendrán. Los hemos criado bien. Ahora son personas importantes. Debemos estar orgullosos. –Intentó calmarla.

–Precisamente. Ahora son personas importantes. Nosotros solo somos unos viejos granjeros. Quizás se avergüenzan de nosotros. Han pasado dos años desde la última visita. Ya ni siquiera nos llaman.

Héctor intentó darle una respuesta, pero la verdad era que él también se encontraba triste, en la pared colgaba el cuadro del día que sus dos hijos, Claudio y Enzo,  se recibieron en la Universidad a la que, con mucho esfuerzo y sacrificio, los habían enviado para que tuvieran la oportunidad de ser personas de bien, que no estuvieran condenados a ser unos simples granjeros como él.

Las horas pasaron hasta que finalmente la esposa se sumió en un profundo sueño, pero Héctor no pudo conciliar el sueño, permaneció mirando tiernamente a su esposa. Con su dedo secó con suavidad una lagrima que asomaba por entre los párpados cerrados de su mujer.

–Perdóname por no haberte dado la vida que merecías. –Le murmuró al oído.

El anciano, luego de intentar sin éxito dormirse decidió levantarse. Se dirigió hasta la cocina y destapando una botella de wiski que guardó durante largos años, años en los que apenas había bebido menos de la mitad, se sirvió un vaso lleno y se dirigió hacia el pórtico de la casa, con la idea de que el aire fresco de la noche calmara sus tristes pensamientos. Sentándose en su silla mecedora se dispuso a disfrutar de su bebida sentado bajo el hermoso cobertizo que el mismo había hecho y que su mujer embelleció con decenas de macetas con coloridas flores. La noche era hermosa y tranquila, el cielo repleto de estrellas que brillaban sobre los campos parecía una pintura surrealista. Una suave brisa acariciaba su arrugado rostro. Mirando sus manos repletas de cicatrices y callos productos de una vida de trabajo, Héctor no pudo evitar sentirte afligido.

–¿En que he fallado? –Se preguntaba. –He dado todo por mi familia. Quizás Luisa tenga razón. Solo soy un granjero ignorante, mis hijos no merecen perder su valioso tiempo pensando en mí. Tomó un gran trago y permaneció meciéndose en la silla admirando el paisaje nocturno.

Luego de un rato, el sueño finalmente lo había invadido, sus ojos comenzaron a entrecerrarse. –Bueno. Creo que es hora de ir a acostarme.

Cuando se disponía a entrar al hogar, vio algo que lo dejó pasmado. La impresión fue tal que dejó caer su vaso medio vacío que estalla al impactar contra el piso de cerámicas. Héctor sale hacia afuera para verlo mejor. En lo alto, flotando en el cielo había una extraña luz. Su tonalidad verdosa era algo que el anciano jamás había visto en todos sus años de vida. Al mirar detenidamente se percató de la forma circular de aquella luz que flotaba de una manera imposible para cualquier avión.

La luz comenzó a moverse lentamente. Estaba demasiado alto para poder ver que era, pero, aun así, su fluorescencia era tal, que iluminaba el campo como si se tratara de la luz de la luna llena.

Héctor permanece atónito siguiendo el extraño fenómeno con la vista. La misteriosa luz avanza, se encontraba a doscientos o quizás trescientos metros de la casa cuando comienza a descender. El extraño objeto brillante de repente comienza a perder su brillo a medida que pierde altura, hasta que finalmente desaparece entre los árboles en el límite del campo.

–¿Qué es eso? –Se preguntaba. Los minutos fueron pasando y la luz no volvió a subir. Una intensa duda invadió la mente del anciano.

–Quizás debería ir a ver de qué se trata. –Pensó. Pero luego una extraña angustia se apodero de él hasta convertirse en temor. Luego de un rato, finalmente decidió entrar a la seguridad de su hogar, después de todo nunca había sido un aventurero, no había razón alguna para arriesgarse.

Cuando volvió a su cama junto a su esposa, Héctor descubrió que la duda es una poderosa causa de insomnio, pasaron las horas y seguía sin poder dormir. Lo que había visto lo había afectado profundamente. El reloj sobre la mesita de luz indicaba que estaban por ser las dos de la madrugada. Miró por entre las cortinas flameantes de la ventana de su habitación, todo permanecía oscuro allá afuera, no había rastro de aquella extraña luz. Pero luego de un rato notó que algo extraño sucedía, sus vacas mugían más que de costumbre. Sus bufidos y corridas sonaban cada vez más fuertes, como si algo se hubiera metido dentro de su corral, hasta que un horripilante grito de dolor de un animal moribundo, hizo que el anciano se levantara.

–¿Que sucede? –Preguntó la esposa que se había despertado por el brusco movimiento de su marido.

–Creo que algo les sucede a las vacas. Iré a echar un vistazo.

–Ten cuidado querido. –Le dijo la esposa preocupada viendo como el hombre tomaba del armario una gran linterna y su vieja escopeta.

–No te preocupes querida. Probablemente no sea nada. Tu solo descansa. Volveré enseguida. –La tranquilizó Héctor y luego partió rumbo al corral del ganado.

Mientras iluminaba su camino con su potente linterna, el hombre miraba hacia todos lados intentando ver algo. El corral estaba a cien metros de la casa, junto al granero donde se almacenaba grandes cantidades de avena y alfalfa. El corral fue hecho por sus propias manos, usando gruesos troncos como postes, y maderas y alambres como barrera para los animales. Allí tenían cerca de veinte vacas lecheras y un enorme y malhumorado toro, quien haya osado molestar a los animales, definitivamente se las habría visto con la furia del imponente macho.

Mientras caminaba por el alto pastizal hasta donde estaban sus vacas, desde lejos, pudo notar algo extraño. Todos los animales están en un extremo del corral, apretujados y empujándose, como si estuvieran huyendo de un depredador. Héctor corrió, saltó las maderas e ingreso al corral, iluminando hacia todas partes y apuntando con su arma. Al principio no pudo ver nada, luego se percató de un enorme bulto en el extremo más lejano del recinto, caminó hacía allí y se horrorizó al ver que el bulto no era otra cosa más que el cadáver del gran toro, pero lo extraño era su horrendo aspecto, le faltaban grandes trozos de la cara, podía verse el blanco del hueso de la mandíbula inferior asomando, sus ojos habían sido quitados al igual que su lengua. El vientre había sido abierto y adentro no había nada, todos los órganos habían sido removidos como una precisión absoluta. Pero sin duda, lo que más llamó la atención del asustado hombre de campo, fue que no se había derramado una solo gota de sangre, las heridas estaban completamente cauterizadas, como si hubieran sido hechas con una herramienta incandescente, pero a la vez no había signos de quemaduras.

Héctor examinó con detenimiento el animal que yacía frente a él, las demás vacas seguían empujándose contra el otro extremo, alejándose lo más posible del cuerpo. El experimentado granjero jamás había visto algo que se le pareciese. Un ligero temblor recorrió su espalda, el miedo que sentían sus animales finalmente llegó hasta él. Aterrado iluminó hacia todas partes.

–¿Quién hizo esto?! –Gritó apuntando con la escopeta hacia la oscuridad. –¡Salid ya mismo! ¡No estoy bromeando!

La luz de su linterna iba recorriendo cada palmo del redil, solo había más animales y estiércol en el suelo. Héctor ya no podía soportar el temor, la idea de volver a la luz del día le parecía lo más sensato. Cuando comenzaba a caminar en dirección a su casa, oyó un leve susurro traído por el viento, palabras indescifrables en un idioma que jamás había escuchado resonaron en su oído. Completamente aterrado se dio vuelta y apuntó con su linterna. Lo que vio por poco le paraliza el corazón. Allí estaban tres extraños seres, su altura era enorme, quizás de más de dos metros, eran inhumanamente delgados, con grandes brazos y enormes cabezas, pero lo que más le horrorizó fueron sus enormes ojos, negros, carentes de vida, como los ojos de un tiburón. El miedo fue tal que dando un fuerte grito de pavor comenzó a correr sin mirar hacia atrás. En su apuro dejó caer su escopeta y su linterna. Corrió lo más rápido que le permitían sus atrofiadas piernas. No pudo evitar tropezarse, pero se levantó de inmediato y continuó corriendo.

Cuando iba aproximándose a su casa, notó algo extraño. La luz del cobertizo estaba encendida y allí estaba su esposa meciéndose en la silla, mirando hacia el cielo.

Héctor corrió hacia ella. –Debemos entrar! –Le dijo tomándola del brazo, pero ella no respondió. Su mirada estaba perdida hacia lo lejos. Intentó jalarla hacia adentro, pero ella simplemente quitó su brazo, permanecía inamovible. 

–¿Qué haces Luisa? ¡Debemos entrar! –Volvió a gritarle, pero ella seguía sin reaccionar.

Desesperado el hombre la estiró con violencia y la arrastro hacia adentro, ella seguía sin emitir palabra alguna.

–Reacciona por favor cariño. ¿Qué sucede contigo? –Intentaba comunicarse con su esposa, pero no lo consiguió.

Héctor se dirigió hasta la puerta principal y se aseguró de que estuvieran bien cerradas, luego fue hasta las habitaciones y comenzó a cerrar y trabar cada una de las ventanas. No sabía si aquellos seres lo habían seguido, pero no quería correr ningún riesgo. Cuando volvió a la sala, vio con horror como su esposa había abierto la puerta delantera y se disponía a salir. El corrió y la sujetó con fuerza, volviendo a cerrar la entrada.

–No me hagas esto Luisa. ¡Por favor reacciona! –Le suplicaba.

Ella pareció tener un momento de lucidez, viendo a su esposo al borde del llanto, acarició su rostro con su mano. –¡Debo irme querido! –Le dijo con ternura.

–¿Que estás diciendo? Tú no te iras a ninguna parte.

–Ellos han venido por mí. Debo ir con ellos. No quiero que te lastimen.

–Prefiero morir antes que dejarte hacer una locura. Yo siempre te he protegido y esta noche no será diferente.

El anciano miró por la ventana junto a la puerta. Allí frente a su casa, estaban aquellos horribles seres, esperando, expectantes.

–¡Lárguense de aquí! –Gritó con desesperación. Los seres no movieron sus pequeñas y casi imperceptibles bocas, sin embargo, podía escuchar aquellos susurros. Se estaban comunicando de alguna manera que él no alcanzaba a comprender.

La puerta delantera comenzó a vibrar, los tornillos de las bisagras comenzaron a aflojarse uno a uno hasta caer, haciendo un escalofriante sonido al impactar contra el suelo. Pronto la puerta completa cede y cae provocando un estruendo.

Héctor queda perplejo, no es capaz de reaccionar. En ese momento su esposa se acerca hacia él y lo abraza. Dándole un tierno beso se despide.

–Adiós amor mío. Te amo y siempre te amaré.

–Por favor. No me dejes. Por favor. –Suplicó el entre lágrimas.

Su esposa suelta aquel cálido abrazo y se dispone a salir. El intenta sujetarla, pero su cuerpo se debilita de repente, se cae pesadamente incapaz de controlar sus extremidades.

Su esposa camina lentamente hacia la entrada y dando una última mirada hacia su marido, sale de su hogar para no volver.

Desesperado Héctor se arrastra hasta la puerta. Sus brazos tiemblan a medida que impulsan su cuerpo hacia adelante. Cuando por fin pudo salir vio cómo su mujer se alejaba caminando junto a aquellos seres.

–¡Esperen! ¡Por favor! ¡Déjenla! –Continuaba arrastrándose con la poca fuerza que le quedaba.

Los seres detuvieron su marcha. La mujer se dio vuelta y miró hacia su esposo, su rostro se llenó de tristeza al ver su sufrimiento.

–¡Por favor! –Continuaba gritando él. –No puedo dejar que se la lleven. ¡Llévenme a mí! ¡Por favor! ¡Déjenme tomar su lugar!

Uno de los seres volvió hacia donde el desesperado hombre se arrastraba con su rostro bañado en un llanto desolador. El humanoide se paró junto a Héctor y luego se inclinó hacia él. Lo tomó del rostro con sus enormes manos y lo levantó con facilidad. Acercó su espectral rostro y con sus grandes e hipnóticos ojos miró fijamente hacia los ojos del hombre. Luego de ello lo soltó. Héctor cayó pesadamente impactando su rostro contra el frío suelo.

Ahogado en llanto, sintió que alguien nuevamente estaba parado junto a él. Cuando alzó su vista se encontró con la cálida sonrisa de su mujer.

–Luisa. Por favor. No puedes marcharte. –Le dijo apenas pudiendo hablar.

La mujer le tendió su mano con dulzura y lo ayudó a levantarse. Héctor sintió como su fuerza volvía, ya podía controlar sus piernas.

–No lo entiendo. ¿Qué ha pasado? –Preguntó incrédulo.

–Han permitido que vengas conmigo.

–¿A dónde iremos?

–Eso no importa. Mientras estemos juntos todo estará bien querido. Siempre me has protegido y hoy también lo has hecho.

Con una leve sonrisa Héctor,  tomó a su esposa de la mano y juntos  caminaron hacia aquellos misteriosos  seres que los esperaban. Juntos marcharon hacia el campo. El anciano solo podía mirar el rostro sonriente de su mujer, era lo único que le importaba, ni siquiera sus secuestradores podían desviar la atención de la dulce mirada de su querida Luisa. Entonces todo se iluminó. Sobre ellos aquella gran luz verde se encendió de nuevo.

Héctor sonrió, sin importar a donde vayan, sabía que su amor los haría permanecer juntos por siempre.


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