7. Enséñame a montar (la bici)
Teo arrastra las yemas por la parte baja de mis pechos, del centro hacia afuera. La piel de la zona es tan suave y sensible que sus dedos se deslizan con la facilidad de la seda. Me recorre un escalofrío cuando llega a los costados y, con una delicadeza más firme, abre las manos: los acuna y aprieta con la fuerza suficiente para arrancarme un suspiro.
Cierro los ojos cuando sus labios se reencuentran con mi cuello y se burla de mi pezones arrastrando los dedos alrededor de ellos, pero sin tocarlos. Los círculos que traza son cada vez más pequeños. Cuando creo que sus yemas al fin llegarán a donde quiero, retrocede. Arqueo la espalda hacia adelante en el intento de obtener lo que deseo.
Y me lo da.
Sus dedos crean un patrón: acaricia, aprieta y pellizca con cuidado. Le clavo las uñas en los muslos ante el ardor placentero que me provoca. Con la respiración acelerada y sin resistirlo más, vuelvo a girar para hacerle frente: voy directo por su boca. El beso solo es interrumpido por el segundo que le lleva tirar de mi camiseta sobre mi cabeza. Su lengua recibe a la mía mientras empuja el sujetador por mis hombros.
Tira de mí hasta que estoy sentada sobre su regazo. Enreda sus manos en mi cabello y mis manos descienden por su pecho. Cuando llego al dobladillo de su camiseta me separo de él solo un centímetro:
—¿Puedo?
Sonríe contra mi boca.
—Como si pudiera decirte que no… —susurra.
He dudado de mi sexualidad antes, pero cuando arrojo la prenda a un lado y mis ojos se posan sobre su torso no me cabe la menor duda: me gustan los hombres, desgraciada o afortunadamente.
Le rodeo el cuello con los brazos. Mis pezones rozan su pecho y baja la mirada solo un segundo para deleitarse con la vista antes de envolverme en un abrazo apretado. Mis pechos se presionan contra el suyo y siento calor. Su lengua entreabre mis labios y el dulce sabor de su boca inunda la mía. El bulto en sus pantalones es cada vez más grande y firme. Me muevo un poco, extasiada de lo bien que se siente el roce, lo cual abre una puerta que jamás habíamos cruzado: sus manos bajan y aprieta mi trasero. Gimo.
Y en medio segundo ya no estoy sobre Teo, sino sobre mi espalda, recostada en el colchón. Mordisquea mi cuello y deja un rastro de besos húmedos por mis pechos hasta que siento su respiración en la parte baja de mi estómago. Mi pulso se acelera cuando desprende el botón de mis jeans y tira de ellos, llevándose consigo mis bragas.
—Teodo… —comienzo, pero dejo escapar un jadeo cuando, sin perder tiempo, hunde la cabeza entre mis piernas.
Por un breve momento siento que estoy en el cielo.
Y luego soy expulsada al infierno.
Abro los ojos de golpe y me encuentro con el señor Mandela mirándome desde el techo.
El chico está besando el interior de mis muslos, lo cual me gusta, pero su dedo índice está sobre uno de mis labios mayores. Le da los mismos toques desesperados que hago en la pantalla de un móvil cuando quiero pasar las stories de instagram de una persona con rapidez. El movimiento también me recuerda a una niño que toca el timbre de su propia casa cuando se queda fuera y quiere que su madre le abra. O a esos juegos de la feria donde debes golpear con un martillo a un pobre topo cuando sale de su hoyo en la tierra.
Debo hacerle saber a Teo que está tocando en el lugar incorrecto, así que bajo la mano y rodeo su muñeca. Lo guio hacia la izquierda, donde está el clítoris.
—Aquí —susurro.
Y me arrepiento al instante.
No sé si los pensamientos sobre los topos fueron los responsables, pero mi vagina se seca como ropa colgada al sol. Entonces, cuando sus dedos se arrastran sobre mí siento incomodidad y la aspereza de una lija. Sus movimientos son muy brutos y no puedo evitar soltar un quejido.
Levanta la cabeza un segundo para mirarme y su expresión está cubierta de deseo. Me doy cuenta que malinterpretó el sonido de dolor con uno de placer y me acomodo sobre mis codos para decirle que se detenga.
Sin embargo, en el momento donde entreabro los labios vuelve a hundirse entre mis piernas, con la diferencia de que su lengua reemplaza sus dedos esta vez.
Es suave, cálida y húmeda. Mi cabeza cae hacia atrás. La sensación es una que jamás había experimentado y me rindo ante ella. En este momento entiendo por qué hay tanta fascinación con el sexo oral.
Aunque también hay desencanto. No me ha dejado disfrutar ni diez segundos cuando sus dientes se cierran sobre mi labio menor y tironea un poco con los dientes. Mi cuerpo se sobresalta en el intento de alejarse justo cuando intenta introducir un dedo dentro de mí, como si la primera tortura no hubiera sido ya un crimen de guerra. Mi madre diría que no precalentó lo suficiente el horno antes de meter la pizza. Grazno como un ganso:
—¡Detente, detente!
Teo obedece al instante.
—¿Estás bien? —Hay preocupación en su voz agitada—. ¿Qué hice? Lo siento, lo sien…
Me siento en la cama y aunque mi pobre vagina me pide que corra lejos de él, mi corazón se encoge al ver su rostro.
—Es que... —Alcanzo su mano para tranquilizarlo—. Es solo que…
Podría mentir como la primera vez y decirle que me encantó antes de excusarme con que recordé que mañana tengo un examen y debo marchar. O levantar su ego al asegurar que si me seguía tocando acabaría más rápido de lo que me gustaría, pero recuerdo las palabras de Meyer: dijo que para alcanzar el equilibrio en la bici —el placer— debía contar con comunicación, paciencia y ensayos. Aseguró que las caídas eran inevitables.
Y acabo de caerme.
Pero, ¿cómo le explico eso a Teo cuando está acomodando una trencita detrás de mi oreja?
—Lento, entiendo —dice al inclinarse y depositar un beso en mi sien.
Al iniciar la noche le pedí desacelerar y lo aplicó a la perfección con la mitad superior de mi cuerpo. Sin embargo, con la mitad inferior fue como si se olvidara de la lección. La rapidez con que quiere concretar las cosas es un problema que ya supimos abordar, pero acaba de sumarse otro: no sabe cómo tratar una vagina. Y yo no sé cómo explicarle sin morir de vergüenza en el proceso.
Llevo las rodillas a mi pecho para cubrirme y se inclina hacia el piso hasta dar con su camiseta.
—No quiero enamorarte, pero huele a las alitas de pollo que comimos. —Me la tiende—. También un poco a ketchup porque la manché.
Me la paso sobre la cabeza mientras él toma un almohadón para cubrirse el regazo, donde la erección sigue presente. Me deslizo al borde de la cama hasta que estamos sentados lado a lado.
—Eres un desastre para comer.
Se encoge de hombros con una sonrisa que oscila entre lo infantil, lo dulce y lo confiado:
—Soy un desastre para muchas cosas, en realidad. —Se regodea como si fuera una virtud.
Apoyo mi frente contra la suya y le sostengo la mirada. Esta es una de las cosas que convierten a Teo en la clase de persona que es fácil de querer: su prioridad es que las personas estén cómodas. Crea un espacio para cualquiera sea la emoción que dejes salir: te hará reír si lo quieres, te dejará usarlo como saco de boxeo si lo necesitas, te limpiará las lágrimas si lo precisas y te dará espacio si se lo pides.
No sabrá mucho sobre anatomía femenina, pero tiene una licenciatura en empatía. Creo que ese es uno de los motivos por el que me cuesta decirle cómo me siento. Es tan bueno que no quiero hacerlo sentir de forma contraria.
—Bueno, por algo los desastres crean las historias más interesantes para contar, ¿no crees?
Me da un mordisco en la nariz y lo aparto de un manotazo, riendo.
—¿Te quedas a ver una peli? Dejaremos la exploración sexual para después —propone antes de menear las cejas—. Además, tengo postre. Meyer compró helado.
—¿Entonces no sería el postre de Meyer?
Se pone de pie y se encamina hacia la nevera:
—Al tipo le encanta compartir. No te preocupes.
Odio compartir.
En realidad, acabo de darme cuenta de que solo odio compartir cosas con Teo.
No me gusta compartir la pasta dental porque siempre la deja destapada. No me gusta que usemos el mismo sofá porque come sobre él y deja migajas y pedazos de patatas fritas entre los cojines. No me gusta que tengamos una sola ducha y sea incapaz de limpiar los vellos que deja tras depilarse quién sabe qué…
Sin embargo, nada supera el odio que siento de tener que compartir una pared con él mientras está con… esa chica.
Tendría que haberme puesto los malditos tapones para los oídos. Creí que sería innecesario. Asumí que serían silenciosos o que al ser inexperimentados no llegarían a mucho en el segundo intento. Sobre todo en lo que respecta a las habilidades por afilar de mi compañero.
Fue mi error subestimarlo.
La ha hecho gemir.
Me quedé helado apenas escuché el sonido —suave y lento a pesar de la respiración acelerada, evidencia de que ella estaba inmersa en el placer—. Al principio creí que era producto de mi imaginación y contuve el aire, atento; entonces volví a oírlo y exhalé con resignación, pues no iba a poder dormir hasta que acabaran la sesión de ejercicio.
Miré los tapones en las mesa de luz y casi alargo la mano para alcanzarlos, pero ¿por qué debía usar esa mierda incómoda cuando el que no estaba respetando el horario de sueño un domingo a medianoche era Teodoro? ¿Por qué no podía follar un viernes o un sábado o cuando no me encontrara en el departamento?
Me enojé y he estado maldiciendo la última media hora mientras doy vueltas en la cama, incapaz de pegar ojo. Oigo la puerta del chico abrirse y asumo que la chica pez se marcha a casa. Luego, escucho que la puerta del baño, aparto las mantas, me pongo las pantuflas y entro sin tocar porque si él no tuvo consideración conmigo no la tendré con él.
—¿Acaso quieres que te mate con mis propias manos, Teodo…?
Pero no me encuentro con mi compañero y las palabras se desvanecen en mi boca al verla.
Virginity echa el pestillo y apoya la espalda contra la madera como si del otro lado hubiera una bestia a la que no quiere dejar entrar. Tiene los hombros tensos, los brazos pegados a los lados y las palmas aplastadas contra la puerta.
—Aunque estoy tentada a aceptar ya que la muerte sería el camino rápido y sencillo, preferiría que me ayudes en su lugar.
Mi enojo se aplaca tan rápido como creí que Teodoro la había hecho correrse.
—¿Ayudarte? —pregunto confundido.
Se acerca tan rápido que me tambaleo hacia atrás cuando se pone en puntitas de pies, se aferra a mis hombros y su rostro queda a centímetros del mío. Parece que tiene cafeína en las venas en lugar de sangre:
—¡Me mordió! —Abre los ojos con desesperación.
—¿Cómo te mordió?
Me suelta, baja la tapa del retrete y se sienta para iniciar nuestra segunda sesión de terapia sexual —¿ya puedo empezar a cobrarle?— mientras intento olvidar que los gemidos que oí desde mi habitación salieron de su boca.
—Ahí abajo… —Señala su entrepierna y aprieta los muslos como si el recuerdo le provocara dolor—. ¡Me mordió como si fuera una hamburguesa y él tuviera abstinencia de grasas trans!
—No podemos culparlo, a todo el mundo le gustan las hamburguesas. —Bromeo al encogerme de hombros.
Me lanza una mirada de pocos amigos antes de hundir el rostro entre las manos.
El hecho de que no la haya pasado bien me alivia. ¿Qué tan horrible persona debo ser para sentir eso? Al principio creo que puedo experimentar envidia de lo que tienen, pero no es una teoría que me convenza. Yo también podría invitar a una chica y pasar la noche con ella, así que pienso que me alegra la frustración de Virginity solo porque no me dejaron dormir.
A pesar de eso, cuando la veo avergonzada sobre el retrete el alivio es reemplazado por la empatía. No quiero que se sienta mal. Prefiero que discutamos antes de que esté a punto de echarse a llorar.
—¿Qué pasó, Ariel? —susurro al ponerme en cuclillas frente a ella.
—Íbamos bien… —Se lamenta y al mirarme encuentro que sus labios forman un puchero—. Íbamos tan bien, Meyer. —Asegura y debo controlarme para no poner los ojos en blanco—. Pero cuando conoció a la pequeña Virgi pasó de ser una fantasía a una pesadilla sexual. Creo que me masturbó el muslo en lugar del clítoris, seccionó mi pobre labio menor con los dientes e intentó meterme un dedo cuando mi vagina tenía el clima del desierto de Medio Oriente.
Me llevo una mano a la cara y froto mis párpados cerrados. Quiero usar la cabeza de Teo como pelota de voleibol en este momento. Ahora comprendo que por este tipo de encuentros la mayor parte de la población femenina cree que no sabemos dónde está el clítoris (y tiene razón).
—Entonces le debes dar un mapa e indicaciones para que ubique dónde está tu punto de placer, decirle que debe hacerse vegetariano porque no te gusta que te muerdan la hamburguesa y también debes decirle que necesitas más juego previo antes de cualquier tipo de penetración.
Abre los brazos:
—Pero, ¿cómo se lo digo?
—¿Conoces el término «hablar» o es muy avanzado para tu vocabulario? —Me pongo de pie.
—La condescendencia resta belleza, ¿sabes? —Escupe fastidiada.
—Entonces crees que soy guapo —afirmo tras analizar sus palabras.
Sus mejillas se encienden y se lleva las rodillas al pecho para rodearlas con los brazos. Debo apartar la mirada porque no sé si trae ropa interior puesta. Sin embargo, que la lleve o no lo haga no cambia el hecho de que mi cuerpo podría reaccionar ante la vista.
Lo nota y se acomoda como un indio. Un pequeño y tenso silencio cae sobre nosotros y me aclaro la garganta:
—¿Cómo le dijiste que querías ir más lento en primer lugar? —Me apoyo contra la pared, cruzo los brazos sobre el pecho y también un tobillo sobre el otro.
—Supongo que a través del juego, de la charla sucia.
—Esa es una buena forma de hacerlo. No necesitas tener una conversación seria, aburrida e incómoda sobre cómo quieres ser tratada en la cama. El consentimiento y la expansión o delimitación de lo que queremos experimentar puede ser divertido y sexy, incluso convertirse en una de las partes más excitantes de la intimidad. Ya lo hiciste una vez, puedes hacerlo dos.
Su rostro enmarcado por trencitas y el cabello hecho un lío, como si un tornado hubiera destrozado un campo de trigo, pueden darle un aspecto juvenil. Sin embargo, hay algo en la mueca de sus labios y en la forma en que tamborilea los dedos sobre su estómago —pensativa, absorta en hipótesis mentales— que me hacen creer que es más madura de lo que parece.
Sus ojos, del color del caramelo derretido, me sostienen la mirada un segundo antes de comenzar a bajar por mi cuerpo.
—¿Por qué tienes pantuflas con forma de cangrejo? —Frunce el ceño.
Muevo uno de los cangrejos en respuesta. También enarco una ceja:
—¿Por qué tienes esa horrible camiseta de Teodoro puesta?
Ladea la cabeza.
—¿De verdad crees que es fea o simplemente te molesta que sea de Teo?
Me relamo el labio superior. La primera vez que la vi le dije que reconocía una buena contestación al oírla, y no hay nada que pueda objetar a su repregunta.
Tengo claro que no me genera nada que use su ropa. Todo lo relacionado con ese bro —por favor, que deje de llamarme así— me molesta. Eso incluye sus prendes.
No tiene nada que ver con ella. Qué egocéntrico de su parte creer que sí.
—Aunque no quiera admitirlo… —Suspira, regresando al tema principal. Ya parece costumbre nuestra lanzar algo que el otro no sabe cómo responder y fingir que nunca pasó—. No sobreviviré a mi despertar sexual sin ti. Tienes que enseñarme.
Se pone de pie y el dobladillo de la camiseta vuelve a caer sobre sus muslos. Me hace frente a pesar de la diferencia de altura y une las manos como si fuera a rezar antes de pronunciar las siguientes palabras con total precaución, como si se tratara de una bomba:
—Enséñame a montar la bici, Meyer.
—¿Acaso oyes la locura que estás pidiendo? —Frunzo el ceño.
—Haré cualquier cosa a cambio. Lo prometo.
¡Buenas tardes, almas puras (o impuras, ya sabrán ustedes 👀)! ¿Cómo están del uno al cuarenta? ¿Su ropa interior combina hoy? 😆
1. ¿A qué edad aprendieron a andar en bici? La de verdad, el medio de transporte, no la cochinada. 😂 Si no saben, le decimos a Meyer que les enseñe.
2. Parte o frase favorita del capítulo 🫣💋
3. ¿Creen que Meyer aceptará el trato? ¿Pondrá condiciones?
4. ¿Creen que el desempeño de Teo mejoró o después de la mordida se da por perdido cada progreso que hizo? 🤧
Con amor cibernético y demás, S. ❤️
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