3. Los hombres no se lavan las manos
Me sobresalto y tomo lo que está a mi alcance: dos jabones con forma de caracolas. Los presiono contra mis pechos para cubrirme —aunque sea los pezones— antes de voltear.
En cuanto lo veo retomo el abecedario en mi mente: G de… guag. No sé si lo pienso haciendo referencia a la interjección de asombro o a la onomatopeya que representa un ladrido. Cualquier caso parece funcionar.
Si este sujeto fuera una mujer sería una perra, en el buen sentido.
Parece que acaba de llegar de algún evento importante porque lleva un traje que envuelve su atlética figura con elegancia. Sin embargo, tiene la camisa fuera de los pantalones, los cuales están abiertos en la parte delantera.
Supongo que Teo tenía un compañero después de todo.
Tira de la cadena y se sube la bragueta sin mirarme ni una sola vez. Tal vez por educación, tal vez por desinterés. Quiero decir algo. Sé que debo hacerlo. También debería moverme. Sin embargo, me distrae el sonido metálico que hace su cinturón mientras lo abrocha como si fuera dueño de cada reloj del mundo, con serenidad.
Entonces, se acerca.
Retrocedo hasta que mi espalda hace contacto con la puerta. Levanta el mentón y me mira… No, no me mira, me retracto: clava en mí un par de ojos celestes que destacan en un rostro bronceado y lleno de pecas. Su mandíbula cuadrada, su nariz recta e incluso el arco de sus cejas tienen bordes afilados, como si hubieran sido trazados con cuchillas. La dureza de esos rasgos contrasta con el color de su mirada que, a pesar de acercarse a la transparencia, no deja entrever ninguna emoción. También desentona con las suaves ondulaciones de su cabello negro y el pequeño rizo que cae sobre su frente.
Al igual que me pasa con las pantallas de los computadores, no sé cuánto tiempo me he quedado viéndolo, pero asumo que fue el suficiente para hacerlo sentir incómodo. Estoy por disculparme por eso y también por haber entrado sin permiso cuando sus ojos bajan para señalar algo. Sigo su mirada y encuentro que tiene una mano abierta a la altura de mi ombligo.
—El jabón —ordena.
La burbuja de fascinación explota por esas dos palabras. Separo los labios y aprieto la lengua contra el paladar, conteniendo la indignación.
—¿Disculpa?
Se inclina con lentitud y mueve los dedos de la mano que aún está abierta entre nosotros. Al hablar su tono es suave, como si estuviera cansado. El problema es que también es sobrador.
—El jabón.
Entiendo que no fue educado pasar sin tocar, pero ¿exigir que le entregue lo único que cubre mis pezones? ¿Sin un «por favor»? ¿Sin alcanzarme una toalla para taparme o su saco, el cual descansa sobre la barra de la ducha?
—Oh, vamos… —Resoplo—. Ningún varón se lava las manos.
Baja el mentón y me sostiene la mirada como si tuviera pena por mí. Durante un segundo creo que la tiene por los motivos correctos, pero no es así:
—Que estés sexualmente frustrada con un hombre no te da derecho a asumir cosas sobre mis hábitos higiénicos y llamarme sucio. Si no lavas las tuyas es tu problema, Ariel.
¿La Sirenita? ¿En serio?
Atravieso el baño, tomo la chaqueta de su traje y le doy la espalda para ponérmela.
—Para tu información, no me llamo Ariel. —Me giro y le lanzo la primera caracola en la secreta espera de golpearle la frente o la entrepierna solo para que tenga una ligera molestia corporal, pero la atrapa con facilidad—. Me llamo Virginity.
En el silencio que sigue me percato de que pronuncie con demasiado orgullo mi nombre.
Mis mejillas comienzan a calentarse cuando sus labios se crispan hacia arriba con diversión. A sabiendas de la burla que se aproxima le lanzo el segundo jabón con un poco más de fuerza. Lo esquiva al torcer la mitad del torso hacia un lado. La caracola rebota contra la puerta y se desliza por el piso.
Frustrada y exhausta por igual me dejo caer en el retrete, pero olvido que acaba de usarlo y que la tapa no está baja. Mi trasero sigue de largo. Chillo y pienso lo que diría mi madre si la llamara para decirle que estoy atascada en el inodoro de Teodoro con los pantalones puestos pero sin brasier, con una chaqueta XL de cuatro mil dólares, la cual le pertenece al compañero del hermano de mi mejor amiga, el cual, a su vez, está…
Está moviéndose rápidamente hacia mí.
Me toma del antebrazo y tira de mí para que no me vaya por las tuberías al igual que mi dignidad. Colapso contra su pecho y no me suelta hasta que me estabilizo sobre mis pies.
—No creo que esa sea la mejor ruta para regresar al mar, Ariel. —Hace un ademán con la cabeza al retrate.
No quiero reír ni admitir que puede ser gracioso. No deseo darle el gusto, pero estoy sobrepasada de emociones y se me escapa la carcajada. Ahogo el sonido al cubrirme el rostro con las manos. Las mantengo ahí incluso cuando el mutismo vuelve a caer, roto por el sonido de sus pasos cuando me rodea y baja la tapa del váter.
—¿Chica pez? —llama, y por primera vez hay amabilidad en su voz a pesar de la broma.
Lo miro entre mis dedos. Está de nuevo frente a mí.
—Recién te conozco y ya no te soporto —susurro.
—El sentimiento es mutuo, pero propongo que el área sanitaria sea una zona de tregua. —Abre los brazos para abarcar la habitación antes de volver a señalar el retrete con el dedo—. Siéntate.
Dejo caer las manos y obedezco mientras se dirige al lavatorio. Abre la canilla y comienza a enjabonar sus manos.
—¿Así que…? —Se aclara la voz—. ¿Acerté? ¿Estás sexualmente frustrada?
Ahora parecemos paciente y terapeuta.
—¿Cómo lo supiste?
Levanta un hombro.
—No encuentro chicas quejándose en topless en el baño de mi casa a menudo. —Observa su reflejo, reflexivo—: Es decir, claro que hay chicas en topless por aquí, pero te prometo que todas tienen reseñas positivas acerca de mi desempeño.
Me cruzo de piernas y apoyo el codo sobre la tapa del váter para descansar la mejilla sobre la mano.
—Las reseñas deberían dividirse entre las dirigidas hacia tu performance en la cama y las dirigidas hacia tu persona. Seré la primera en darte una estrella en la segunda categoría.
Expulsa el aire a través de la nariz, como un toro, armándose de paciencia.
—Es tu mala suerte romántica la que está en tela de juicio aquí, no mi encantadora personalidad.
—No eres encantador —aseguro—. Y no hablamos de romance, sino de sexo. Hay una diferencia.
Sus dedos, largos y gruesos, se deslizan unos contra otros en una fricción que crea espuma. El chasquido del agua en combinación con la imagen me obliga a dejar la mirada fija en sus manos. Son… llamativas.
No sé por qué le presto atención a eso. Me prometo no volver a beber. A diferencia de Brie, sé que tengo la voluntad para hacerlo.
—¿La hay? —Enarca una ceja.
—Deberías saberlo mejor que nadie, ¿o es que te enamoras de las decenas de chicas en topless que pisan este baño?
Sus labios vuelven a torcerse en una sonrisa a medias.
—Reconozco una buena contestación cuando la oigo. Punto para ti, Ariel.
—Deja de llamarme Ariel.
—De acuerdo, chica pez.
Echo la cabeza hacia atrás y tomo dos de mis trenzas para tirar de ellas, irritada. Con la vista en el techo reconozco mi error. A pesar de intentar no tenerlas, comencé la noche con la expectativa de acabarla con un orgasmo, pero terminé en la desilusión que solo conocen las mentes alimentadas con muchas fantasías y poca realidad.
—¿Qué sucedió?
Cuando vuelvo a mirarlo está secándose las manos con la cadera apoyada contra el lavatorio. El destello de sincera amabilidad que tuvo hace un rato reaparece. Por un segundo creo que está genuinamente interesado, pero la forma en que se encoge de hombros dice «no tengo nada mejor que hacer, te escucho».
Esto es como hablar con Jesús. Estoy por confesarme.
—Que me bese, que me toque, que me… —Me llevo las rodillas al pecho y niego con la cabeza—. De a ratos se sentía bien, pero gran parte del tiempo fue… ¿incómodo? Creí que la intimidad era algo más natural y que mi cerebro se callaría en cuanto comenzáramos a hacer cosas.
No esperaba fuegos artificiales ni una película porno, pero sí más conexión corporal y disfrute.
El desconocido acomoda con meticulosidad la toalla en el toallero, lo que hace que me pregunte cómo sobrevive a la coexistencia con Teodoro cuando el chico es el antónimo de simetría, orden y limpieza.
—¿Sabes andar en bici?
Cruzo las trenzas sobre mi rostro, confundida e intrigada a la vez.
—¿Qué tiene que ver mi habilidad para desplazarme en un vehículo de dos ruedas con mi inhabilidad para sentir placer?
—Tomaré eso como un sí. —Se acerca y se hinca en una rodilla frente a mí. A pesar de que parece un jugador de fútbol americano, logra que el movimiento tenga la gracia de un bailarín—. En primer lugar, excepto que tengas un diagnóstico médico que lo avale, no eres incapaz de sentir placer. —Recoge el jabón que quedó en el piso y lo lanza al aire para volver a atraparlo. Apoya el codo en su rodilla—. En segundo lugar, aprender a andar en bici es muy parecido a tener sexo.
—¿Te resbalas hacia adelante en el asiento y te clavas el caño en medio del coño? Porque eso duele.
Resopla en el intento de ocultar su risa. Estamos en la misma página ya que tampoco quiere reconocer que soy graciosa.
—Me refiero a que tienes que aprender. No naciste sabiendo cómo andar en bicicleta y lo mismo sucede con follar. Uno sabe mantener el equilibrio al hacer ciertas cosas… En otras palabras, estoy seguro de que saber cómo satisfacerte a ti misma —explica y descruzo mis trenzas para verlo sin obstáculos visuales—. Ahora debes practicar para alcanzar el equilibrio con la bici. Para eso necesitas comunicación, paciencia y ensayos. —Señala con el pulgar la puerta—. También algunas caídas como la de hoy. Es normal. Te pasó a ti, me pasó a mí y le pasó a todo ser humano que tuvo la posibilidad de explorar su sexualidad. Nadie disfruta al cien por ciento al primer intento. A veces ni siquiera en el décimo.
Sus palabras son como una bandera blanca que ondea en mi campo de batalla mental. Tiendo a ser dura conmigo misma cuando algo no sale perfecto en el primer ensayo. Académicamente es donde más se nota, pero supongo que es un rasgo de mi personalidad. Es difícil no trasladarlo a esto.
—Gracias… —digo con H de honestidad—. Gracias por decirme que tal vez mi vagina no sienta alegría ni aunque pase por esta lamentable situación diez veces —añado para que no se crea mi salvador.
Asiente y se pone de pie.
—Llegará un punto donde dejarás de sobrepensar y cuestionar cada movimiento. —Vuelve al lavatorio para enjuagar la caracola y lo sigo—. Tu cuerpo tomará el control y te llevará de paseo por la calle Placer.
Cruzo los brazos y me apoyo contra la pared, tras él.
—Debo admitir que me esperaba un «si no sabes yo te enseño, cariño» o «ese imbécil no sabe cómo follarte». Sin embargo, no menospreciaste ni criticaste a nadie. Eres algo decente.
Nuestros ojos se encuentran en el espejo y cierra el grifo con parsimonia.
—¿Algo? —Enarca una ceja hasta que le roza el rizo de la frente.
—No te costaba nada alcanzarme una toalla con la que cubrirme antes de pedirme las caracolas —recuerdo—. Un «por favor» también hubiera sido agradable.
Gira y se acerca. Sus manos desprenden el dulce olor del jabón y por un momento me pierdo en el pensamiento de que todavía deben estar tibias por el agua caliente…
Entonces, I de idiota: me enseña la palma y mueve los dedos.
—La chaqueta, Ariel —ordena.
—Me retracto. No eres decente.
Reprimimos una sonrisa a la par. Sé que no habla en serio. La guerra se convirtió en un juego. No puedo creer que un extraño me ayudó a disipar la tensión que sentía.
Sin embargo, un tipo de tensión diferente crea un nudo en la boca de mi estómago cuando, en lugar de caer, sus manos alcanzan el saco. Por un segundo creo que de verdad me lo quitará, pero en lugar de reaccionar con enojo, me quedo quieta… Tal vez sea la curiosidad, no lo sé.
No me toca ni un centímetro de piel, pero siento el calor que emana la suya cuando abrocha el primer botón.
—¿En serio te llamas Virginity? —Su voz es suave y no hay burla en ella.
Sus pestañas, densas y oscuras, rozan las pecas de sus mejillas mientras mantiene la vista en lo que está haciendo. J de joder… Tiene algo. No sé qué, pero le creo cuando dice que no soy la primera chica en topless que entra a este baño.
Trago saliva.
—¿Y tú? —pregunto en su lugar—. ¿Cómo te llamas?
Me mira.
Sus labios se crispan.
Abotona el último botón.
—Soy el hombre que se lava las manos.
¡Buenas tardes, seres marinos! 🧜♀️ ¿Creen que los hombres se lavan las manos o el desconocido lo hizo a propósito? 😂 ¿Ustedes se las lavan siempre? PROHIBIDO MENTIR.
1. Opiniones sobre el compañero de Teo... 🌝 ¿Les gustó? ¿Creen que fue un cretino o ya tienen fecha para su boda con él?
2. Parte o frase favorita del capítulo 🙈
3. ¿Alguna vez alguien los pilló en topless cómo a Virgi o desnudos? ¿Quién?
Les dejo la playlist oficial de la historia (también pueden buscarla como Virginity del perfil Doña Lu) para intensificar la experiencia:
https://open.spotify.com/playlist/4NlxGSS4smUBs5868sQ1NN?si=QZ-00qW5QuOqxlc9Mn8ucg&utm_source=copy-link
Con amor cibernético y demás, S. ❤️
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