21. El tamaño (de su corazón) importa

Hay un recuerdo que se repite en mi mente como una canción en bucle.

Mi cuerpo estaba tan tenso esa noche, cargado de frustración, celos y ansiedad por la situación. Sin embargo, cuando ella me abrazó —o eso intentó, porque soy mucho más grande de lo que sus brazos pueden abarcar—, todo desapareció. Su gesto me tomó con la guardia baja, y por mucho que intenté subirla, no pude: me rendí. Porque luchar contra lo que más deseas requiere de una fuerza muy grande, que pierdo cuando estoy a su alrededor.

Por un momento hasta olvidé que usaba la camiseta de otro chico. La sensación de calidez que se adueñó de mi pecho cuando me abrazó fue capaz de opacar cada preocupación.

Y ahora, luego de correrle la silla para que tome asiento y parloteé animadamente con mi familia, vuelvo a experimentar ese sentimiento.

Recibo una patada por debajo de la mesa y debo morderme la lengua para que no se me escape una maldición. Le lanzo una mirada de pocos amigos a Virginity, sentada frente a mí. En mi defensa, ella hace que me abstraiga de la realidad. Es su culpa meterse en mi cabeza.

—Paco te hizo una pregunta —reprocha.

Miro al chico a su lado:

—¿Qué pasa, amigo?

—¿Le muestras a Virginia mi foto con las tortugas bebés, por favor?

Reprimo una sonrisa y saco el teléfono del bolsillo para dar con la fotografía en mi galería.

—Ese es mi papá, y ahí es donde vive —explica cuando le entrego el teléfono y Virginity se inclina sobre su hombro para ver el recuerdo de nuestras últimas vacaciones juntos—. El agua del mar sabe horrible, pero la playa está llena de caracolas. —Se rasca la nuca—. ¿Te gustan las caracolas, Virginia? Porque las caracolas son súper lindas.

—Nunca he estado en la playa, y creo que jamás toqué una caracola.

A Paco se le ilumina el rostro. Hace rechinar las patas de la silla contra el piso pulido cuando se levanta para correr escaleras arriba. En el reverso de su camiseta se lee “la vida es corta, sonríe mientras aún tengas dientes”.

—Ahora te traerá su colección y comeremos arena con el postre. —Mi madre levanta la copa hacia ella desde la cabecera.

—Hay flan de coco —especifica Patty.

Al principio quise sentarme junto a Ariel, pero Paco insistió que quería estar a su lado. Sumado a que me cuesta decirle que no, en esta casa siempre respetamos los asientos designados. Cuando mi padre estaba vivo tanto él como mamá se acomodaban en las cabeceras, mi hermano tenía todo un lado porque es un desastre para comer y yo quedaba atrapado entre las tías. Como tienen brazos cortos y esta mesa está diseñada para que entren quince personas, me utilizan para que les alcance todo.

En la silla de mi padre, sobre una pila de libros, ahora está la mascota de Paco. Nos ve desde su pecera con curiosidad, nadando de un lado a otro.

—Sí, flan de coco —repite Patsy—. Aunque a Lydia no le sale igual de rico que le salía al padre de los niños.

—Porque creyó que podría memorizar la receta, pero claramente no lo hizo y ahora sabe a cualquiera cosa menos flan de coco —asegura la otra, y trato de disimular la risa al limpiarme con la servilleta.

Mi madre se lleva con una sonrisa culpable la copa de vino a los labios, pero se detiene cuando Virginity habla:

—¿No te da miedo?

—¿Qué cosa, querida?

—Seguir olvidando cosas sobre él, como la receta —aclara suave, pero curiosamente.

El silencio se extiende como un mantel que arrojan al aire: despacio. Los cubiertos de mis tías quedan a mitad de camino mientras sus ojos y los míos se enfocan en la entrenadora. Nadie en esta casa recuerda a mi padre con algo parecido a la nostalgia. Si no es para bromear o decir algo sarcástico, nos guardamos el comentario porque mi madre se niega a recordarlo a través del sentimentalismo.

Por un momento temo que mate a mi falsa novia.

Se sostienen la mirada unos segundos y Virginity ladea la cabeza, expectante. Mamá baja la copa a la mesa y, para mi sorpresa, suspira con resignación.

—Cuando salía de la ducha y dejaba la toalla mojada sobre la cama Chester me retaba como si fuera una niña en lugar de su esposa. —Se aclara la garganta y frunce el ceño para imitarlo—: «El cobertor absorbe la humedad y genera hongos, ¿quieres dormir sobre hongos, mujer?». —Pone los ojos en blanco y agita el vino—. A veces recordaba que debía colgarla pero no lo hacía porque fastidiarlo era mi pasatiempo favorito. No sabes lo graciosa que era su cara de enfado... También me gustaba la meticulosidad con la que regresaba la toalla al baño, midiendo los extremos como si la perfección ahuyentara a los hongos.

Virgi me mira de reojo, cómplice.

—Un día salí de la ducha y cuando la tiré a la cama no escuché quejas. —Sigue mi madre—. Salí de la habitación y sabía que al regresar la toalla seguiría allí porque él ya no estaba, pero… —Levanta un hombro y sus ojos se cristalizan—. Quería creer que era mentira, así que me aseguré de dormir en el rincón de la cama y no recogí la toalla durante una semana. Entonces, un día apareció por arte de magia en el baño, doblada con precisión. —Ríe y vuelve a llevarse la copa a los labios—: «Mamá, ¿es que tú quieres que le salgan hongos?».

Una de las tías aprieta mi brazo y cubro su mano con la mía. Mi madre sorbe el vino y se dirige de nuevo a nuestra invitada:

—Las personas que ya no están viven a través de quienes las conocieron. Irse para siempre no existe cuando alguien te quiso lo suficiente, cariño. Y aunque el flan de coco no sea el mismo, recuerdo a mi marido gracias a él. Y aunque el hombre que cuelga mi toalla no sea el mismo… —Con un ademán de cabeza en mi dirección, suaviza su voz—: recuerdo a mi marido gracias a él.

Lucha para retener el llanto. A pesar de que odia que la abracen porque el gesto la empuja a llorar, estoy a punto de levantarme de la silla para hacerlo, pero la chica pez se me adelanta al ponerse de pie.

—Te ayudo a traerlo, porque ahora me dieron ganas de probarlo.

—¿Al postre o a mi hijo? —Agradecida por el rescate, se seca disimuladamente una lágrima y vuelve a su programación habitual.

—Al flan de coco, Lydia. A tu hijo ya lo probé.

Maldita sea, Virginity.

Paso una mano por mi rostro porque no hay nada más incómodo que mi falsa novia y mi progenitora hablando sobre mí como si fuera un postre. Mis tías se escandalizan, pero mamá rodea con su brazo los hombros de la chica, para protegerla.

—Me caes bien, niña sucia.

—A mí no me agrada en este momento. —Me cruzo de brazos.

—A nadie le importa lo que te agrada. —Paco baja la escalera cargando un frasco gigante destinado a los recuerdos. Es su versión de la caja de zapatos que todos tenemos guardada—. Conservaremos a Virginia. Le tenemos que enseñar las caracolas.

Tengo una vista perfecta del trasero de Meyer.

Recargadas contra el marco de las puertas francesas que dan al patio, su madre —ella no le mira la retaguardia, quiero creer— y yo observamos cómo los hermanos se encargan de la vajilla. La bacha se convirtió en un agujero negro de espuma: Meyer lava los platos y se los pasa a Paco para que los seque. De vez en cuando, sopla burbujas en su dirección y el chico ríe mientras intenta explotarlas.

—¿Siempre se llevaron bien? —le pregunto a Lydia.

Asiente.

—Me gustaría decir que por arte de magia así fue, pero le quitaría mérito a mi esposo. Él le enseñó a Meyer a tener paciencia con Paco, pero también ponerle límites. No porque tuviera Síndrome de Down, sino porque simplemente era su hermano pequeño. También le enseñó a Paco a no depender de Meyer, aunque fue más difícil para Meyer que para el mismísimo Paco. Sobre todo cuando alguien lo molestaba en la escue… —Mira el techo y parpadea varias veces—. Lo siento, no sé por qué rayos estoy tan sensible hoy. Culpa tuya, seguro. No volveré a invitarte a cenar, Virginia.

—Le pusiste tanta sal al puré que es una buena noticia para mí. No moriré por hipertensión en manos de mi suegra.

Con una mirada suspicaz, se cruza de brazos.

—Es normal pasar de una emoción a la otra después de haber experimentado algo traumatizante —le aseguro—. A mí me pasaba un montón, pero ir al psicólogo me ayudó a equilibrar la balanza en lugar de poner todas mis emociones de un lado o del otro.

Nadie elige cómo ni cuándo te corta la vida, pero está en nuestro poder elegir si mantener la herida abierta o coserla para que cicatrice.

—Hablar sobre su muerte no es fácil para mí —asegura la entrenadora, evidenciando que nunca consideró la opción de ir a terapia—. Abrir por voluntad una puerta y que una ola sentimental arrase contigo da miedo. Sobre todo si no sabes nadar.

—Pero si nunca tocas el agua, ¿cómo aprenderás? —La miro a los ojos—. ¿Crees que podrás contener para siempre el océano detrás de esa puerta?

Ambas sabemos la respuesta, pero a veces lo que es lógico para el cerebro es ilógico para un corazón, sobre todo si es uno asustado.

—Buenas noches, Virginia. —Lydia no sonríe, pero tampoco parece molesta, sino pensativa—. ¿Listo para ir a la cama, Paco?

—Sí, me cansé de ser un esclavo. —Lanza el trapo sobre el hombro de Meyer—. Suficiente tengo vendiendo revistas de cinco dólares con noventa y nueve centavos.

Su madre se lo lleva escaleras arriba, no sin antes lanzarle un beso a su hijo mayor, que le ofrece un saludo militar relajado antes de regresar su atención a mí. Se aferra a la mesada a su espalda y escanea mi atuendo con aprobación por cuarta vez desde que llegué.

—¿No se siente bien usar tu propia ropa?

—Cállate y ven a sentarte conmigo.

No lo espero. Salgo y me acomodo en las escaleras del porche trasero con las piernas cruzadas como un indio. No sé por qué esperaba que la rectora y su familia vivieran en una mansión sobria y elegante. Quizás porque, después de todo, es la rectora. No debe cobrar mal. Sin embargo, el hogar de los Meyer es muy cálido: decoraciones coloridas que no combinan, un poco de desorden, olor a pan casero, la risa de sus estruendosas tías que descorchan un vino en el living con el pez de Paco…

Si de verdad fuéramos novios, estaría encantada de formar parte de algo así. Sobre todo si pudiera escabullirme a este lugar.

—Lo que no se gastaron en la casa se lo gastaron en el patio. —Me lee la mente—. Mamá creyó que era más importante que sus hijos tuvieran espacio para correr y ser niños antes que tener que limpiar siete baños de los cuales usaríamos uno o dos.

Se sienta a mi lado, con los brazos rodeando sus rodillas. Nuestros cuerpos quedan separados por un espacio tan pequeño que el calor que irradia se siente como pararse justo debajo del sol.

—Me cae bien la señora.

—A ella también le caes bien. Tienes carisma cuando te lo propones, Ariel.

Le doy un codazo, molesta.

—Cuida tus palabras. Puedo hacer que los Fénix tengan otra clase de educación sexual si me fastidias.

Apoya el mentón sobre su hombro con una sonrisa torcida y solo… Nos quedamos en silencio. Sus ojos estudian mi rostro como si mis pecas susurraran secretos y los míos trazan imaginariamente un camino que conecta todos sus lunares. Me pregunto qué ve cuando me mira, más allá de lo superficial. ¿Sabe que las mariposas dormidas en los rincones de mi cuerpo revoletean en un caos agridulce cuando estamos juntos?

Porque me gusta estar con él, pero no sé por qué. Y la falta de certezas me incomoda. Odio perder el control, pero en cada oportunidad que nos encontramos a solas me siento al borde de hacerlo.

—¿Chica pez?

—¿Sí?

—Me gusta tu vestido.

Pongo los ojos en blanco. Nunca volveré a pedirle sugerencias sobre moda para conocer a su familia. Al otro día de dejarle esa nota me llegó un paquete —asumo que la rectora no es la única que aprovecha su posición para conseguir información—; era una caja. Dentro estaba este vestido rosado, corte imperio. Es veraniego y tiene estampadas pequeñas fresas, algunas cubiertas en chocolate.

Dios sabe lo que hicimos con las frutas en la gala benéfica. Todavía me da un escalofrío recordar cómo limpio con el pulgar mi labio y luego se lo llevó a la boca.

—Te lo devolveré después de esta noche. Seguro te queda mejor a ti.

Niega con la cabeza.

—Es tuyo, a mi no me entra ni media pierna en esa cosa. —Levanta un dedo cuando estoy por abrir la boca—. Y como mi falsa novia, estás obligada a aceptar mis obsequios.

Aprieto los labios. En realidad, me encanta el vestido, pero no se lo reconoceré.

—Y me gusta tu perfume también —añade.

—¿Algo más? Estás por romper tu límite de bondad diaria con tantos halagos.

Mira al frente y bufa.

—Me gustas tú cuando no me haces enfadar.

—Pero tu cara de enfado es tan graciosa.

Golpeo mi hombro con el suyo, reprimiendo una sonrisa. Aunque intenta mantener su expresión ofendida, sus rasgos lo traicionan al suavizarse. Volvemos al silencio, al mirarse, a la comodidad rota por la tensión que aumenta con cada segundo que esa pregunta entre nosotros no obtiene respuesta.

Ladea la cabeza, buscándola, y su mano alcanza mi rostro para acomodar una de mis trencitas detrás de mi oreja. Pero no se detiene ahí. Su índice traza el contorno de mi mandíbula y acaba por sostener mi mentón entre sus dedos, alzándolo para que quedemos a la misma altura; la suficiente para que los labios encajen a la perfección si alguno es lo suficientemente valiente.

Mi corazón juega una carrera contra sí mismo en mi pecho. Me sudan las palmas.

—¿Te gusta hacerme enfadar, Ariel?

—Más que nada. —Me cuesta tragar al oír su voz baja y tersa.

Está cerca. Demasiado.

—¿Y crees que puedes divertirte a costa de fastidiarme sin consecuencias?

Su aliento roza mis labios y, sin soportarlo, acorto la distancia.

Aunque el sonido de su móvil me sobresalta y vuelvo a tirarme hacia atrás. Una ola de zumbidos hacen que con un gruñido saque el teléfono del bolsillo de sus pantalones deportivos. El nombre de Teodoro ilumina la pantalla.

Bro

Bro, bro, bro

Broooooooooo

BRO!!!!!!!

Meyer tecla rápido y furioso:

                                Por el amor a Dios, ¿qué rayos quieres?

¿Me dejas el departamento esta noche? Quería invitar a Virgi.

Levanto las manos en cuanto Meyer arquea una ceja en mi dirección. Ni siquiera sabía de la invitación.

Pero quizás este es un llamado de atención del universo; una señal para que no crucemos la línea. Nuestro trato funciona bien porque lo hemos respetado, pero ¿si dejamos de hacerlo? ¿No sería desastroso?

—¿Qué quieres que le responda?

¿Qué querrá responderle? Es lo que me pregunto yo. Sin embargo, me muerdo el interior de la mejilla.

—Supongo que está bien, si no te molesta.

Sus hombros se tensan y sus dedos flotan sobre la pantalla.

—¿Supones?

Hay una emoción que no sé descifrar en su voz. Si está celoso, ¿por qué no lo admite? Si le parece gracioso, ¿por qué no resopla o añade algo sarcástico?

—No tengo otros planes. Además, este es nuestro acuerdo. —Me encojo de hombros—. Cena familiar a cambio de consejos para sobrevivir a eso. —Hago un ademán al teléfono—. Sobrevivimos a la primera parte, espero que a la segunda también gracias a tus consejos.

Me echa una última mirada antes de responderle un conciso «claro». Al instante es mi móvil el que vibra en el bolsillo del vestido (sí, porque me consiguió un vestido con bolsillos, lo mejor que se le puede obsequiar a una chica).

De: Teo.

Tengo algo para ti.

(No es ningún chiste sobre ingenieros informáticos, lo prometo).

¿Vienes?

Meyer se pone de pie.

—Vamos, te llevaré.

—Puedo tomar un Uber.

Su resoplido se mezcla con una pequeña sonrisa.

—Sobre mi cadáver. —Me tiende la mano—. Soy tu novio después de todo, ¿no? Déjame llevarte.

Acepto que me ayude a levantarme y, mientras saca el auto del garaje, le respondo a Teodoro:

Dame diez minutos.

Aquí estamos otra vez, con Nelson Mandela.

El hombre me mira con esa cara de gran tipo y se me revuelve el estómago. Por primera vez, no tiene que ver con él observándome desde el póster sobre la cama de Teodoro, sino conmigo.

Aunque desde el principio le dije a Teo que esto no era un vínculo exclusivo, no puedo evitar sentir que lo traiciono de alguna forma. No importa si mi noviazgo con Meyer es una farsa. Debo contar la verdad porque fingir ante media universidad llevará el rumor a sus oídos tarde o temprano.

Entonces, tomo una gran inhalación. Conozco a Teodoro. Lo entenderá, como entiende todo lo que me pasa. Incluso es probable que haga un chiste y los dos acabemos con punzadas en las costillas de tanto reír.

No le debo fidelidad porque no es mi pareja, pero sí le debo honestidad porque es mi amigo.

—Debo decirte algo —anuncio cuando regresa con dos latas de Coca-Cola de la cocina.

Abre una para mí y me la alcanza al escritorio, contra el que estoy apoyada. Cuando la agarro abre la suya y la choca contra la mía en un brindis antes de dejarse caer en la silla giratoria. Las puntas de nuestras zapatillas se rozan.

—Dale un trago primero, luces nerviosa. Aunque creo saber por qué.

Obedezco porque, a pesar del desconcierto, lo primero que siento es alivio.

—¿Cómo te enteraste?

—Me gustaría decir que es telepatía de mellizos, pero Brie me escribió.

Al principio creo que su hermana se enteró del noviazgo y le contó, pero sabiendo que la última vez que la vi discutimos, Brie me hubiera contactado antes. No desaprovecharía la oportunidad de lanzarme su furia por segunda vez.

Frunzo el ceño y dejo la lata a un lado.

—Dijo que te lanzó cosas horribles frente a tus padres, pero sigue enojada porque no la apoyas con Hazel. —Da una vuelta en la silla—. Luego se corrigió y dijo que estaba doblemente enojada después de ver algo gracioso en internet y no poder enviártelo porque estaban peleadas.

Un nudo se forma en la boca de mi estómago. No me gusta estar distanciada con ella y mi cara debe delatarme porque Teo parece culpable por mencionarlo.

—Se arreglarán, Virgi.

—No quiero ser la que debe disculparse, como siempre.

—Y no tienes que serlo. Ella está en falta aquí, pero entrará en razón.

A veces lo dudo.

—¿Cómo lo sabes?

Se pone de pie y se acerca para dejar su bebida junto a la mía.

—Porque lo que comparte contigo no es simple amistad. Nunca lo fue. Y los hermanos pueden tirarse la peor de las mierdas, pero siguen siendo hermanos. —Que me diga que soy como una hermana para Brie me pone la piel de gallina—. Además, entre nosotros, ¿no crees que te quiere más que a mí?

—Es verdad que cuando conduce soy yo la que va en el asiento del copiloto, nunca tú. Eso debe significar algo.

—El asiento de atrás tiene la marca de mi trasero. Ya me resigné, moriré sin ser promovido adelante.

Me hace reír. Teodoro tiene la facilidad para transformar cualquier momento triste en uno no tan triste. Además, no hay nadie que conozca a Brie como él, y elijo creer sus palabras. No sabía que necesitaba escuchar que todo estaría bien hasta que lo dijo. La realidad es que evité pensar en mi mejor amiga porque si hay algo de lo que me cuesta hablar es sobre mi relación con ella cuando estamos mal. Es parecido a lo que le ocurre a Lydia con su marido.

Teo me mira con esos lindos ojos claros y le agradezco con un pico. El tamaño de su corazón es inmenso.

—Todavía tengo el vale por un beso que me diste en la feria, ¿debo traerlo?

—Te permitiré conservarlo. Hoy haré caridad.

Su risa resuena en la habitación.

—¿Caridad? ¿A eso le llamas estar conmigo?

Todavía sonriendo, sus labios capturan los míos con la gentileza en que sus manos se posan en mi cintura. Siento el latido de su corazón bajo las palmas que apoyo en su pecho. Su lengua entreabre mis labios y encuentra la mía para profundizar el beso. Me presiona contra el mueble y mi vientre bajo empieza a hormiguear cuando nuestras caderas se presionan, permitiéndome sentir cuánto lo disfruta.

Mis manos se vuelven puños sobre su camiseta, porque lo quiero más cerca. De un rápido movimiento me levanta y deja sobre el escritorio. Su boca se desvía a mi cuello y debo aferrarme a sus hombros ante el estremecimiento casi sísmico que me provoca. Arrastra los dedos por mis muslos hasta que la falda del vestido se arremolina en mi cintura cuando aprieta mi trasero.

—Quítatela —susurro, tirando del dobladillo de su camiseta.

—¿La gente que hace caridad siempre es tan mandona?

Le sonrío cuando me quita el vestido sobre la cabeza. Su boca regresa a la mía y ahoga el sonido que escapa de mi garganta cuando vuelve a alzarme y me lleva hasta la cama. Se deshace de mis bragas con una lentitud que se asemeja a la tortura, deslizándolas mientras besa el interior de mis muslos.

Después de tantos tropiezos, dominó el arte de entender mi cuerpo. Me aferro a las sábanas mientras entierra su rostro entre mis piernas y su lengua me lleva al borde del clímax. Cuando entre respiraciones aceleradas lo detengo para devolverle el favor, niega con la cabeza.

—Tenía otra idea en mente. —Se estira hacia la mesa de luz.

Nervios y emoción disparan mi pulso al ver el pequeño paquete. Cuando me pregunta si quiero, le entrego la respuesta en forma de beso. Lo ayudo a ponerse el condón y acomoda un mechón de mi cabello fuera de mi rostro cuando estamos listos.

Es hora.

Querido Dios: vete de mi lado en este momento, por favor. No te gustará lo que está a punto de pasar.

Excepto que… Nada pasa.

Literalmente, nada.

Teo empuja, pero no entra.

Un capítulo para arrancar bien la semana nunca viene mal, ¿no? Incluso si a Virgi y Teo les va de terror 🤣

1. ¿En su casa también tienen lugares "designados" para sentarse, por costumbre? ¿O se sientan en cualquier lado?

2. Parte favorita del capítulo 👁️👄👁️

3. ¿Confiarían en el gusto de su interés amoroso para que los vista antes de ir a una cena familiar?

Con amor cibernético y demás, S. ❤️

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