Tensiones políticas
Condado de Wernigerode 1880
Tensiones políticas
—La próxima vez, debes tener más cuidado cuando cazas Romynah. No puedes hacerlo tan cerca del pueblo, ni tan seguido. ¡Nos delatarás!— Edmund le llamaba la atención a la ama de llaves en un tono enérgico, algo paternal, como quien regaña con firmeza a su hijo adolescente.
—Discúlpeme mi señor, pero es que como estaba tan ebrio y tambaleándose en el bosque, no le reconocí, le juro. Era más fuerte el tufo a alcohol que cualquier otro aroma que le hubiera distinguido— respondió Romynah, en su rostro se formaba algún tipo de arrepentimiento. Sus ojos azules se fijaban en el piso, pretendiendo culpa y sumisión.
—Edmund, por favor, no seamos tan severos. Ella es un vampiro más joven que nosotros. Contenerse lleva algo de más tiempo y se modifica con una vida más sedentaria, como la que lleva ahora. Recordemos que era nómada— Ardith intervino colocándose junto a la sirvienta y mirando a su esposo a los ojos.
—Bien. Dejemos las cosas así. Lo positivo es que dieron con el muchacho al par de días y las marcas apenas se notaban en su cuerpo hinchado y ya echándose a perder... Bueno, te encargo que seas tú misma quien haga llegar las pertenencias de Rodolfo a sus familiares y de nuestra parte le entregues el equivalente a tres meses de salario como compensación. Avísanos si van a realizar algún tipo de servicio fúnebre para ayudarles a costearlo... Total, asumo lo cremarán de inmediato.
—Si milord. Enseguida— apenas miró a la cara a su amo para rápido voltearse hacia a Ardith. Sonriéndole tímidamente, tal vez con un dejo de vergüenza se despidió—Permiso— y se retiró de la habitación.
—Gracias— la duquesa tomó de las manos a su esposo y le sonrió— siempre he admirado tu nobleza y justo proceder... ella es una muy buena ama de llaves.
—Pero demasiado impulsiva... No se... a veces siento que no es del todo sincera y que oculta algo.
—Pero, mi amor, ¿a caso eso no es parte de ser vampiro? Somos pura fachada, una máscara de rostro perfecto para engañar y seducir... a demás, si Lord Cifrid la contrató hace medio siglo, sus credenciales tendrá. Ha mantenido bien el castillo y los sembradíos. Piénsalo... no tenemos a más nadie de nuestro lado en Alemania, o en el mundo. Todos los que aquí conocíamos ya no están. Romynah es el único lazo entre el presente y nuestro pasado.
Edmund miró tiernamente a su mujer, acariciándole la mejilla con su mano. —Hermosa, eres muy sabia en tus palabras, pero muchas veces muy confiada también—. El golpe en la puerta del estudio interrumpió la conversación. —Adelante, puede pasar—, respondió el duque.
Una muchacha de servicio entró algo azorada a la habitación y tras un rápido gesto de cortesía habló, —Dispénseme milord, pero tienen visita.
Ardith miraba tras la ventana la hilera de coches estacionados frente al castillo. Habían guardias apostados, muy bien armados, en varios puntos estratégicos en los predios de la residencia, dispersos por los jardines. Su espina dorsal se contraía en frío y sus manos sudaban al ver las banderas de la Confederación Prusiana y el logo imperial ondeando a un costado de cada vehículo oficial. Era una visita de estado, algo inusual e imprevista. No le parecía bien.
La hermosa duquesa hacía entrada al salón recibidor con una bandeja, portando una botella de su vino más fino y varias copas. Detrás de ella, varias
sirvientas traían unos aperitivos y los colocaban sobre un buró. Apenas podía controlar sus nervios al ver quienes eran los personajes que les visitaban. Con cuidado, de igual modo puso su bandeja sobre la mesa y se acercó al grupo de hombres.
—Canciller, le presento a mi esposa, Ardith— Edmund le recibía.
—Un gran placer, Otto Von Bismarck, para servirle, milady— el hombre, fijó sus ojos claros en el rostro de la vampiresa con un gesto tanto de admiración y curiosidad mientras besaba su mano. Bajo un mostacho abundante en canas, se pintaba una sonrisa algo caricaturesca, como forzada en un rostro endurecido por la severidad que imponía su cargo.
—El placer es todo mío, canciller Bismarck. Pero dígame, ¿a qué debemos el honor de su visita?— Ardith se dirigió al primer ministro, mientras se paraba junto a su marido.
—Hacía varias décadas que no visitaba estos lares. Recién me enteré de su llegada decidí venir a conocerles. Me han hablado muchísimo de ustedes, pura cosa buena, claro. Es mi pensar que para una Alemania unificada, hace falta una constante y estrecha comunicación con los aliados, especialmente los aliados del Imperio en Sajonia.
—La política es un juego de astucia, diplomacia y estrategia, como el ajedrez, ¿no es así Canciller?
—Efectivamente, Lord Edmund. Y aunque la diplomacia suele ser, en ocasiones, puro adorno de palabras para encandilar al enemigo, no es nada si no hay estrategia.
Tratando de desviar el tono ácido de la conversación, Ardith interrumpió para ofrecer al canciller una copa de vino —Oporto. Qué lo disfrute.
—Mis señores, sí saben de un buen vino... Ya los tintos franceses me amargan el paladar.
—Me imagino... y lo podemos acompañar de un fresco Würchwitz de cabra. Nada más sajón que el Milben. Se elabora en mi familia desde hace casi cinco siglos— la dueña de la casa obsequiaba un plato con un pedazo del queso y frutos del bosque.
Luego de degustar el queso, el canciller comentó, —Delicioso. Tiene un sabor fuerte y rústico. Receta y elaboración intacta diría yo, como si lo elaborara alguien que vivió en esa época.
Con suspicacia, Ardith fijó sus ojos en el caballero tras ese último comentario. —En estas regiones rurales, aunque pase el tiempo, hay tradiciones que siguen intactas. La gastronomía es una de ellas, como bien sabe usted, milord.
—Totalmente. Creo que así debe ser. Pero los asuntos agrícolas y culinarios, no son mi fuerte aunque sí los disfruto— soltó el ministro una escueta carcajada—. En realidad mi pasión es la política, la retórica y la estrategia militar. De todo esto me gustaría tener una plática, de caballeros, con el recién regresado duque de Wernigerode, si estima conveniente. Me gustaría conocer su opinión en ciertos asuntos de estado— bajo unas cejas blancuzcas y pobladas, aquellos ojos hoscos y profundos de Von Bismarck se asomaban incisivos hacia Edmund por encima del borde de la copa de cristal, comprometiéndolo a tal intercambio de ideas, mientras sorbía del tinto portugués.
Ardith aspiró profundo, como si de aquello dependiera sus pulmones para respirar y miró a su esposo, sus labios se fruncían en una mueca de desagrado y agobio. Edmund intentó transmitirle que se preocupaba de más, pero tal vez, ni él propiamente se convencía de aquello. El repentino y urgente interés en el canciller de hierro en su opinión, fuere cual fuere sobre asuntos de estado, le causaba más preocupación que curiosidad o halago.
—Claro, canciller. ¿Le parece si pasamos a mi despacho? Allí podremos conversar un rato de los temas que usted estime y podremos seguir disfrutando de este buen vino mientras compartimos impresiones sobre la política actual— Edmund se puso de pie.
—Me parece bien... después de usted— asintió el hombre.
Un nudo se hizo en el estómago de la mujer vampiro mientras veía con impotencia a su esposo caminar junto al primer ministro hacia el despacho. Aquello hizo que se transportara al pasado, a aquel fatídico día en que Edmund y los diputados del imperio Germánico-Romano se reunieran y delinearán la estrategia de guerra que resultó ser una sentencia de muerte para ambos. Sus manos temblaron pues aquello, ya lo había vivido, el día en que el amor de su vida partiría a la guerra hacia el sur y sus destinos cambiarían para siempre. El terror se apoderó de sus pensamientos, presintiendo, tal como aquel día, hacía ya cuatro siglos atrás, que lo peor aún estaba por pasar.
***Otto Von Bismarck, conocido como el Canciller de hierro, fue el artífice de la unificación Alemana bajo el imperio Prusiano a mediados y tardíos años del siglo diecinueve. Bajo su comando como primer ministro y estratega militar se libró la batalla a Franco-Prusiana en la cual Alemania venció y varios condados Franceses pasaron a ser parte del fortalecido imperio Prusiano.
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