Resucitar
Resucitar
Los guardias, empuñaban las espadas en sus manos temblorosas a la altura del pecho, retrocediendo más de lo que hacían frente. Aquella enorme y pesada puerta de acero se sacudía con violencia, haciendo rechinar los goznes mohosos y soltando pedazos de mampostería y polvo, cada vez que se estremecía con los cantazos recibidos desde el interior del calabozo.
—La puerta no va a aguantar mucho más... Leila la hará añicos—. Leonardo colocaba su mano sobre la empuñadura de su sable presto a armarse al igual que los soldados en frente de él, mientras se dirigía a Mideia.
A la bruja, al contrario de los tres vampiros, aquella situación parecía causarle gracia, toda vez que con cada golpe, golpes que aumentaban en fuerza y frecuencia y amenazaban con arrancar la puerta de sus agarres de un momento a otro, la sonrisa en su rostro crecía. —Yo que tú, me voy escondiendo bajo la frazada en tu alcoba. Créeme que no le va a causar nada de gusto que sea la tuya la primera cara que vea... Vampiros, son pura tragicomedia en la historia... por eso me divierten tanto—, la pelirroja avanzaba hacia el calabozo con aires de soberbia—. Déjenmela a mí. Tú la habrás tenido en tu cama un par de veces, pero a esta hembra, soy yo quien la sé domar—, le lanzó una guiñada pícara a Draccomondi.
—¡Ja! Eso crees tú—, protestó Leonardo.
—¿Acaso ella volvió a encamarse contigo, después que estuvo conmigo?— en los labios de la hechicera se dibujó una sonrisa sardónica. Leonardo frunció su gesta y solo musitó una parca mueca de desagrado—. Ordena a tus guardias que cierren todos los portones de acceso y se retiren. No quiero una masacre aquí... y tú, espera arriba, te dije. Esto es cosa de mujeres.
La monumental puerta ya casi se desprendía del marco cuando los vampiros se retiraron. Mideia respiró hondo y habló para sí— Bien, aquí vamos— acto seguido sacó un saquito de hilo fino de el bolsillo de su falda y vertió el contenido la palma de su mano abierta. Por una de las rendijas abiertas entre los remaches de hierro de la puerta, la pelirroja sopló aquel montoncillo de polvo tornasol, haciendo que formara espirales en el aire hasta colarse por la hendidura.
No tardo mucho en que aquellos polvos iridiscentes surtieran su efecto y los golpes a la puerta cesaron.
—Leila, escúchame, soy yo, Mideia... voy a entrar.
No se escuchó contestación alguna, sólo silencio. La hechicera giró su muñeca y quebró aquel enorme candado y las cadenas que amarraban el seguro de la puerta sin tocarlas siquiera. Todo aquello calló en el piso y la puerta que apenas se sostenía, se abrió frente a ella.
Adentro del calabozo, envuelta en harapos y toda desaliñada, una Leila más pálida de lo usual, tiritaba. Jadeando, clavaba sus negros ojos en la bruja quien entró al lugar extendiendo su mano hacia la vampiro, como quién se acerca a un perro para ganarse su confianza.
—¿Si te acuerdas de mi, verdad? Soy yo, Mideia—. Leila ladeó su rostro para estudiar de arriba a bajo con su mirada la mujer que tenía en frente. Buscaba en aquella hermosa silueta algún recuerdo. Memorias comenzaron a dibujarse en su mente, imágenes difusas, como sueños dormidos de una vida pasada, ya olvidada. —Debes tener hambre... ten—, sacó de un bulto en su costado un vial de cristal que contenía un líquido rojo oscuro y espeso. La vampiresa avanzó hacia ella, cual niño cuando se le ofrece un dulce, toda llena de emoción. Arrebató de las manos de la hechicera aquel frasco y tras destaparlo y tragó a grandes bocanadas el contenido—. Bien... buena chica. Esa infusión de sangre te sostendrá hasta que puedas cazar más adelante.
Los ojos de la condesa adquirían matices rojizos brillantes, cual tiras de granate encendido y su rostro ruborizó tras la ingesta de aquel brebaje. —¿Dónde estoy?— su voz era rasposa, grave, mientras miraba fijamente a Mideia.
—Estás en Milán, en el castillo de los Draccomondi.
—¡Qué dices! ¿Donde está ese maldito de Leonardo?— llena de ira, Leila corrió fuera del calabozo, pero Mideia la interceptó en el pasillo, agarrándola por un brazo.
—Ese maldito de Leonardo, como tú dices, fue el que encontró tus restos en el denso bosque, en las faldas del Brocken. Recogió tu osamenta calcinada y cenizas y las trajo hasta aquí. Solo por eso estas de vuelta.
La pelinegra hizo una mueca de desagrado, de incredulidad total y asombro ante aquello. —¿Osamenta calcinada? ¿Cenizas? ¿Pero de qué estás hablando Mideia?
—No recuerdas nada, ¿verdad?— la bruja acarició con su mano, el rostro de su protegida. Leila bajó su cabeza y cerró los ojos, como hurgando en su cabeza recuerdos, recuerdos que poco a poco llegaban. Destellaban en su mente, una serie de imágenes, en errática secuencia.
La condesa de Swabia se vio de momento vestida de novia, corriendo por el bosque. Estaba herida. La sangre caliente y espesa que se colaba entre sus dedos, brotando de su costado. Sintió el dolor y la fatiga, mientras a la memoria terrible se unía el sonido de su respirar laborioso, el galopar de un caballo. Al llegar al pie de aquella colosal montaña, miró hacia atrás y vio a su perseguidor. Edmund. Tardo un poco en reconocerle, en recordarle. La herida a la altura de las costillas inferiores pulsaba con gran dolor y ardor. Mientras escalaba apresuradamente, huyendo por su vida risco arriba, sintió gran cansancio, aquel cansancio que provoca una gran pérdida de sangre.
A mitad de trepada sintió que algo se clavaba en su espalda... luego en su brazo. Eran flechas, sus puntas bañadas en aceite ungido. Sus manos ya no aguantaron más el peso de su cuerpo y cayó al vacío. Cuando pudo abrir sus ojos, lo último que vio fue la espada que empuñada en las manos de aquel hombre, blandió con fuerza hasta quebrar su garganta, y ya no sintió nada, cuando oscuridad la arropó por completo.
—Pues llegó tarde... siempre a destiempo. Solo es un pusilánime, un cobarde.
—Si, tienes razón. Llegó tarde a Harz... solo porque te estaba buscando en el sur del Imperio. Le llegaron rumores de que te habías unido a Ardo y Pelagio en la batalla contra los humanos.
—Si, ahora recuerdo. Yo misma destruí aquella misiva que traía el mensajero, anunciando la victoria y alertando sobre mi. Me habían descubierto... ¡Ese bastardo de Edmund! Espera. Ardith... ¡Ardith! Acaso...
—Sí, fue convertida.
—Entonces... la profecía...— Leila abrió sus ojos enormes, fijos en Mideia.
—Tranquila, cumpliste tu parte— la pitonisa colocó la mano en el hombro de Leila.
—¿Qué pasó con ella? ¿Vive aún en Harz?
—Mejor vamos primero a que te asees y te pongas presentable. Los reyes ansían conocerte... total, tenemos tiempo de más para ponerte al corriente. Mientras, yo te puedo ayudar en el baño, ¿te parece?— Los ojos de la pelirroja desbordaban lujuria.
—Nada me llenaría más de gusto que volver a bañarme contigo—. Leila asintió, para luego avanzar de manos fuera de las mazmorras.
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