Otro vampiro en el pueblo

Otro vampiro en el pueblo

Unos le saludaban con respeto al reconocerle, otros, curiosos, se limitaban a observarle desde lejos y a cuchichear a sus espaldas. Ardith y Romynah, con disimulo intercambiaban miradas en complicidad, conteniendo la risa al escuchar las ocurrencias de la gente. Cómo si ellas no pudiesen oír los comentarios, muchos de ellos de asombro y de halagos, seguían de largo.

Y es que a la duquesa había que voltearse a mirarle. La beldad rubia caminaba irradiando aires de realeza y de divinidad, si es que la palabra divinidad resultase la más apropiada para describir a un vampiro. Despreocupada, se paseó por la plaza oliendo las flores en los puestos y hasta se detuvo a aplaudir a los músicos ambulantes como cualquier mortal lo hubiese hecho. Cuando era humana, pocas veces salió fuera del castillo, luego de que su madre muriera. Solo luego de su transformación y junto a su adorado Edmund, fue que pudo ser quien en verdad era ella.

Ya en el mercado, tomó su tiempo en escoger todo fruto y semilla que quería añadir a su despensa. Desde tubérculos y frutos exóticos traídos del nuevo mundo, hasta especias del lejano Oriente. Todo aquello que le era familiar de la cocina londinense, aunque ella misma no fuese a ingerirlo, salvo en especiales ocasiones, deseaba tenerlo en la cocina del castillo y cultivarlo en su huerto. Traer víveres ella misma, siempre ayudó a ahuyentar sospechas sobre su identidad y le acercaba más a su humanidad.

Romynah daba instrucciones al chofer para que llevase las compras al auto, toda vez que ellas irían a la boutique como su última parada. Ambas, una al lado de la otra, avanzaban por las calles adoquinadas, coronadas en tejados de terracota y balcones floridos, alejándose de la concurrida plaza hasta la siguiente esquina, donde se hallaba la tienda de la aclamada modista, Madame Betancourt.

Ardith se detuvo de repente, justo pasando el recién inaugurado hotel del pueblo a admirar remodelada estructura. —Si no viviera tan cerca, de seguro me hospedaría aquí. Me parece tan pintoresco y a la vez tan elegante—, sonrió la duquesa.

—Bueno, recuerde que se podrá hospedar en uno de los lujosos hoteles de Berlín cuando vaya a visitar a su esposo. Así que no se aflija, que pronto será.

—Tienes razón Romynah. En un par de semanas caemos de sorpresa por allá. Extraño a Edmund un mundo.

—Y lo mejor es que irá estrenando vestidos nuevos—,  la sirviente añadió en un tono cargado con la confianza que hay entre amigas.

—Iremos—, Ardith tomó de la mano a la ama de llaves, dejando atrás cualquier protocolo que distanciara toda diferencia entre clases sociales.

—Iremos pues—, Romynah asintió con una gran sonrisa.

El rostro de Ardith cambió de pronto, apretando las manos de la otra mujer, sus ojos cambiaron  de azul cielo a rubí en un segundo, mientras miraba en todas direcciones escudriñando los alrededores. —Hay otro vampiro cerca.

—¿Lo ha percibido? Sí, yo también...— titubeó Romynah—. No se preocupe, los de nuestra especie suelen vagabundear por estos lares. Los nómadas vienen seguido a cazar en los densos bosques del Harz.

—Qué tonta yo. A veces se me olvida que no somos los únicos. Es cierto, con el tiempo se nos ha obligado a buscar alimento en los lugares más remotos.

—Claro... y no está muy cerca. Debe andar a las afueras del pueblo... No pasa nada mi señora. Sigamos. Vamos de compras y olvidemos el asunto—. Romynah tomó de la mano de Ardith la sombrilla y la cerró, mientras le animaba a seguir por la callejuela sombreada por los balcones.

En la tienda, Madame Betancourt, recibió a Ardith con grandes atenciones. Mientras le invitaba un té, le mostraba la recién llegada mercancía, los más finos vestidos, zapatos y bolsos llegados desde Francia. Romynah y Ardith admiraban de igual modo, las creaciones propias de la modista, quien impartía instrucciones a las costureras en el taller en un rústico alemán con un pesado acento francés.

Con emoción, la duquesa escogía de entre las exquisitas telas, brocados y encajes los que se utilizarían en varios diseños a encargar. Laboriosas, las chicas tomaban las medidas a las damas con sumo cuidado, atendiendo a los detalles y requerimientos tanto de Ardith como de Madame Betancourt.

Allí en la boutique se les fue el tiempo y al cabo de unas horas salieron muy contentas llevando entre los artículos, botas de tacón, abrigos de piel y sombreros para el cruento invierno que se avecinaba. Afuera el chofer esperaba presto a asistir a la duquesa con el cargamento bajo un cielo que pronto se nublaba y que comenzaba a despedir el sol que recién comenzaba a descender.

Fue cuando se acercaban al hotel que Ardith percibió nuevamente la presencial del vampiro y esta vez demasiado cerca como para ignorarlo . —Puedes ir a buscar el auto. No te preocupes, deja estos paquetes con nosotras y nos recoges aquí.— la duquesa urgió al chofer en retirarse. —Está muy cerca.

—Sí, mi señora, muy cerca— Romynah asintió con obvia preocupación en su rostro.

En el vestíbulo del hotel, se escuchó una discusión que hizo que tanto Ardith como la ama de llaves se asomaran, junto a otros transeúntes curiosos. Allí entonces fue que ambas le vieron. Con un notable acento italiano, aquel apuesto caballero masticaba el alemán argumentando en la recepción algún asunto.

—¡No puede ser que no se me pueda conseguir una habitación. Puedo pagar la suite más cara si es necesario, pero yo necesito hospedarme por esta noche—, el hombre, que no era humano, sino el vampiro que habían detectado, soltaba sobre el mostrador una bolsa llena de monedas de oro.

—Lo siento caballero. Si quiere hablar con el gerente puede hacerlo, pero es imposible para nosotros acomodarle en estos momentos. El hotel rebasa su capacidad este fin de semana—, el recepcionista contestaba amablemente, empujando lejos de él el dinero sobre el mostrador.

—¿Y ahora qué se supone que yo deba hacer?

—Puedo recomendarle el hostal al otro lado del...

—¡Un hostal! ¡Me ofende usted con tal ofrecimiento!— El elegante vampiro tomaba furioso la funda con las monedas nuevamente.

—Disculpe conde, pero es que no...

—¡Pero nada! Mire, mejor olvídelo. Mejor me voy de aquí, y téngalo por seguro que daré las peores recomendaciones de este hotel—. El caballero se volteó, agarró su maleta y salió a toda prisa del edificio. Ardith y Romynah se le quedaron observando, encogiendo sus hombros mientras le veían pasar frente a ellas muy molesto. Habiendo dado algunos pasos por la acera, se detuvo en seco y de inmediato se volteó a mirar a las dos mujeres. Su rostro cambió de coraje a uno afable mientras caminaba hacia ellas. —Ya sabía yo... buenas tardes damas. Suyo era el dulce perfume que venía yo percibiendo hacía rato. Lo ha dejado impregnado en el aire por el pueblo entero— habló directamente a Ardith con delirante acento extranjero. Sus ojos de granate brillaban, mientras sus finos labios formaban una leve curva con un dejo de zalamería.

—Buenas tardes... gracias. No pude evitar escuchar que tuvo problemas en el hotel.

—Sí, bueno... vengo viajando de muy lejos y deseaba descansar... usted entenderá. Un techo para parecer un viajero más mientras me abastezco de camino a Copenhagen, en donde tengo una junta... de negocios... Pero que modales los míos. Permítanme presentarme. Mi nombre es Leonardo Draccomondi, conde de Milán. ¿Y con quién tengo el gusto, milady?— dijo mientras hacía una escueta reverencia a la sirviente, removiendo el sombrero de copa de su cabeza en ademanes de cortesía, para luego besar la mano de Ardith,

—Ardith Wigheard, duquesa de Wernigerode— asintió sonriendo la rubia—. Draccomondi... Draccomondi... me resulta familiar ese apellido.

—Tanto placer conocerles. Sí, bueno, los Draccomondi  han sido condes de Milán por generaciones. Propiamente dicho, desde su fundación. Digamos que es un linaje ancestral. Así que usted es la dueña del hermoso castillo al tope de aquella montaña. Lo he visto desde el tren... — las introducciones fueron interrumpidas a la llegada del chofer en el auto, quien se estacionó al costado y de inmediato se bajó del vehículo y caminó hacia la duquesa. El conde miró de reojo al conductor, quien ajeno a la identidad de aquel hombre y al peligro que representaba, le estudiaba con sobriedad. —Bueno, me retiro. No les quito mas tiempo a las damas. No habrá de otra que buscar el dichoso hostal. Me urge un baño. Espero tengan agua caliente en ese cuchitril.

—¿Usted viaja solo?— Ardith estudió de arriba abajo al vampiro. Su vestimenta, equipaje. Su marcado acento italiano, el rostro afilado y su nariz puntiaguda solo le confirmaban la veracidad de su procedencia, al menos, y sus ademanes refinados concordaban con tan antigua heráldica.

—Por está ocasión, sí... usualmente viajo con mi esposa. Pero le aburren los viajes de negocios y este era indelegable.

Ardith miró a su sirvienta, como buscando aprobación a una proposición que aún no hacía. Romynah asintió, entendiendo el mensaje. —Bueno, Leonardo, ¿qué le parece si le invito a pasar la noche en mi castillo. Allí podrá descansar más a gusto y darse ese baño con agua caliente que desea.

—No, pero cómo cree. No podría darle esa molestia a la duquesa. Sería un atrevimiento de mi parte. ¿Qué diría su esposo cuando le vea llegar con un hombre, un desconocido a su casa?

—En mi casa las decisiones las tomamos ambos, además él se encuentra de viaje también. No creo que le moleste. En nuestro hogar jamás se le ha negado albergue a nadie. Es usted bienvenido esta noche, conde. Mi chofer está aquí así que no se diga más. Venga usted con nosotros.

—Estoy muy agradecido per la tua gentilezza, señora mía— y luego de plantar otro beso en la mano de Ardith, un sonriente Leonardo ayudó al conductor a llevar los paquetes de compra al auto y de allí todos partieron al castillo.

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