Los assamitas
Hundió la punta de la daga en su dedo índice con impaciencia. Ciertas actitudes incrementaban su hostilidad. Un quejido aquí; un mal gesto por allá. Los murmullos de un insolente que parecía sacado de un retrato costumbrista de la mafia. Un buen traje y modales finos moldeaban al espécimen que les acompañaba. Y qué, si la orden incluía aliarse con él; Asiavi detestaba a los energúmenos. Chicos tejidos con los hilos de la suerte que no eran capaces de apreciarla y se ahogaban en mares de codicia. Oh sí, conocía muy bien a los tipos de su calaña. No necesitaba indagar; su actitud lo delataba. Un niñato mediocre de clase media tan convencido de su excelencia que había solicitado convertirse en una criatura eterna.
La mera sospecha de la elección le revolvía las entrañas. No había sido su sino, pues provenía de una nación en guerra y su habilidad con las armas la había convertido en una candidata idónea para el clan.
Desde muy pequeña, la habían instruido en el campo de batalla. Arrancada de su hogar, despojándole de cualquier indicio de fragilidad, dejaba atrás una pila de familiares muertos que ya no alcanzaba a recordar. A menudo, se sentía identificada con el filo de su daga. Fría y letal. Asiavi se había adaptado a su estilo de vida, destacando como una asesina feroz y despiadada.
Suponía que dichas características habían despertado el interés de los assamitas, el clan vampírico que servía de mercenario a otros vástagos. Ya en vida había ejercido dicho rol; primero, como niña soldado al servicio de Irak y, segundo, como asesina a sueldo a las órdenes de dirigentes estadounidenses. Así pues, no le extrañó que la reclutaran una vez muerta. O quizá, la asesinaron con dicha idea. A decir verdad, le importaba poco el orden de acontecimientos. Desde siempre supo que lo suyo era la sangre y en sangre se había convertido.
El insolente perpetuó su verborrea. Disimulaba un acento albano que buscaba asemejarse al americano, aunque para Asiavi sonaba como un torbellino de abejas zumbando a su alrededor. Advirtió la mirada de Rashid sobre ella, su «hermano» assamita la invitaba a contenerse. Siempre tan comedido. El barco cesó su movimiento y el innombrable se dirigió hacia la puerta con destino al exterior, no sin antes soltar un discurso plagado de quejidos.
Dos, fueron los segundos que contó desde que la hoja de su daga se clavó en la pared ante la atónita mirada del albano. Tres hebras de cabello castaño se desprendieron de su cabeza, desmoronándose junto a su dignidad. Asiavi sonrió orgullosa, ignorando la reprimenda en los ojos de Rashid.
—¿Qué cojones...? —reprochó el individuo.
—Perdona, se me ha caído —Asiavi se aproximó con descaro, recuperando su apreciada compañera de batalla. El susodicho la repudió con la mirada, pero no tuvo agallas para enfrentarse a ella. Hacía bien; no estaba a su altura.
Salieron del barco de mercancía, hacia una zona poco iluminada del puerto que olía a putrefacción. Oteó una figura alargada, un hombre de marcados pómulos y tez cenicienta que se presentó como Pal, el guía del grupo. Les llevó hasta el coche, emprendieron la marcha en silencio. Ninguno de los presentes parecía interesado en conversar, detalle que Asiavi agradeció. Rashid no era un compañero especialmente hablador, el albano se mostraba herido por el comportamiento de la fémina y Pal apenas revelaba datos sobre la ciudad.
Observó con desdén las calles de Chicago, cuya apariencia le resultó insulsa; poco o nada la diferenciaba de otras metrópolis americanas.
Llegaron a un barrio con bastante movimiento, jóvenes de diferentes nacionalidades escuchaban música por las calles y, entre el sonido, divisó algún que otro trapicheo. Dedujo que se encontraban en uno de esos lugares marginales formados por hijos de inmigrantes. Pal aparcó enfrente de una tienda que vendía productos de segunda mano y les invitó a seguirle hacia su interior.
Tras traspasar los montones de chatarra y antigüedades, les llevó hasta una sala trasera donde su anfitrión les esperaba. No supo muy bien qué esperaba encontrar, pero les recibió un hombre de mediana edad apellidado Hoxha. El susodicho poseía una complexión ancha, de huesos amplios y robustos, así como unos ojos oscuros decorados por marcadas ojeras. Vestía como todo aspirante a mafioso, con un traje que imitaba la sofisticada elegancia de los italianos, pero que denotaba una calidad mediocre.
Se sintió decepcionada.
Hoxha había vencido años atrás a su compañero Rashid, por lo que éste no podía enfrentarse a él de nuevo según los dictámenes del clan assamita. Rashid seguía a pies juntillas las normas, conviertiéndole en un devoto de la cultura del clan. La experiencia de Asiavi como vampiresa apenas sobrepasaba unas décadas en comparación con su compañero, razón por la cual, no experimentaba un vínculo tan fuerte con el clan y sus preceptos. Bueno, quizás no se trataba de una cuestión de tiempo. Dudaba que a la centena su percepción mutara. Asiavi se regía única y exclusivamente por sus propias reglas.
Acarició con sutileza su daga mientras observaba a Rashid estrechándole la mano a Hoxha. Ella no había jurado sumisión ante su persona.
—Bueno —Hoxha se encendió un cigarro. Los vampiros eran incapaces de fumar, pero algunos mantenían la vieja costumbre. Le ofreció uno a los presentes, aunque los assamitas declinaron la oferta—, por fin he logrado reuniros. ¿Qué tal el viaje? ¿Os ha resultado pesado? Cuánto tiempo sin vernos, Rashid...
—¿Y el Justicar? —le interrumpió Asiavi.
Toda la atención de la sala se centró en ella. Hoxha emitió una especie de risita estrangulada, mientras la ceniza del cigarro se desvanecía entre sus dedos.
—Veo que has enseñado a tu chiquilla a ir al grano —corroboró.
—No es mi chiquilla —se apresuró a contestar Rashid—. Es mi hermana.
Dicha afirmación tampoco era verídica. O al menos, se trataba de información incierta. Asiavi no conocía a su sire, siendo novata, le habían asignado a Rashid como instructor en el mundo de las tinieblas, quien trataba a todos los integrantes del clan como hermanos y hermanas. En ocasiones, su viejo aliado le recordaba a algún pirado religioso, llegándose a cuestionar los orígenes de tal devoción. Intuía que durante su vida humana también había pertenecido a alguna clase de secta.
—De cualquier modo —el albano tuvo la insensatez de entrometerse en la conversa—, interrumpir la palabra de un anfitrión denota falta de disciplina y madurez. Quizás, señor Hoxha, debería replantearse su participación en la misión. Los setitas somos más sutiles a la hora de realizar un trabajo. La indiscreción no forma parte de nuestro vocabulario.
Asiavi notó la mano apaciguadora de Rashid sobre ella. Su mirada le ordenó que mantuviera la calma. Pero, contener a la bestia en tales condiciones suponía un esfuerzo difícil de digerir. Muy a su pesar, redujo sus instintos más primarios. Cerró el pico, apretó las uñas en su carne, resquebrajando la piel de la palma de sus manos.
—Señor Gjoni —Hoxha se dirigió al albano—, me complace su apreciación hacia el carácter de nuestro clan. Pero, me disgustaría mucho pensar que mi criterio es cuestionado. Al fin y al cabo, yo mismo decidí encomendar este trabajo a mi viejo amigo Rashid. La ciudad se encuentra en un momento complejo, cualquier aliciente que en un futuro nos pueda beneficiar será bienvenido. En cuanto al Justicar —se dirigió a la mujer—, señorita...
—Asiavi —respondió. Hoxha repitió su nombre cual loro amaestrado y prosiguió con su cháchara.
—Permanece en letargo, a mi disposición y continuamente vigilado por mis hombres. Nadie fuera de mi círculo de confianza conoce su paradero y, de tal manera, espero que se mantenga el secreto. A fin de cuentas, os lo entregaré una vez cumpláis vuestra parte del trato y consigáis la calavera de Set.
Rashid llevaba meses buscando el paradero del Justicar desaparecido, sospechando que permanecía con vida en algún rincón de Norteamérica. Los Justicar ejercían la función de jueces y verdugos del mundo de las sombras. Pertenecían a los clanes de la Camarilla, la mayor institución de gobierno sobre los vampiros, y había uno para cada continente. Eran los únicos con el poder suficiente como para destituir a un príncipe de un territorio y dependían exclusivamente del Circulo Interior, el grupo de gobierno más antiguo de la historia vampírica. El interés de su compañero por el Justicar derivaba de la generación a la que el susodicho pertenecía. Los vampiros determinaban su generación dependiendo de lo cerca que se encontraban de Caín, el vástago original. Cuanto más baja, mayores los poderes desarrollados.
En principio, Asiavi pensaba que solo los vampiros longevos ostentaban una generación antigua. Sin embargo, un neonato podía alcanzarla de dos maneras: a través de su sire, o diabolizando a otro vampiro. En el primer caso, por ejemplo, un individuo transformado por un vampiro con sexta generación obtenía automáticamente la séptima, pudiendo ser más poderoso que otro que ya hubiera vivido siglos con una generación base mucho más alta, habiendo un total de trece y siendo esta última la considerada más débil. Por otro lado, los vampiros podían diabolizar a sus iguales practicando una especie de canibalismo que consistía en alimentarse de la sangre del otro hasta absorber su alma. De esta manera, adquirían la generación de dicho vampìro.
Los assamitas habían tomado por costumbre diabolizar a sus víctimas, no obstante, dicha acción no estaba bien vista por la Camarilla, ya que temía que un aumento de poder en las filas del clan assamita supusiera el fin de su hegemonía. Así pues, el clan tremere, aprovechando su vínculo con la magia, lanzó una maldición a los assamitas para impedirles diabolizar a otros, a cambio de formar parte de la Camarilla. Como consecuencia, consideraban a los tremere como sus enemigos naturales. Aunque, se rumoreaba que la maldición había perdido su efectividad, la presencia de posibles tremeres en la ciudad podía alterar los planes. Hoxha les había asegurado antes de acudir a Chicago su inexistencia. Su ausencia era esencial, puesto que Rashid pretendía diabolizar al Justicar.
Por esa misma razón habían accedido a la misión. Junto al albano se infiltrarían en la metrópolis para hacerse con la calavera de Set. A cambio, Hoxha les entregaría al Justicar.
A los ojos de un assamita, deshacerse de un miembro tan imprescindible representaba un triunfo frente a la Camarilla.
Hoxha les explicó que esa misma noche había una exposición artística en el Eliseo, un punto de partida idóneo para la investigación. Camarilla, clanes independientes e incluso Sabbat se reunían en un espacio seguro donde la violencia no tenía cabida. Su objetivo se centraba en reunir el máximo de información sobre los presentes con la finalidad de localizar la calavera lo antes posible.
—Las últimas semanas han circulado muchos rumores sobre su posible paradero —afirmó Hoxha—. No me extrañaría la llegada de otros interesados. Si es el caso, esta noche es el momento oportuno para presentarse ante el príncipe, no quitéis el ojo de encima a cualquiera que huela a nuevo en la ciudad. Y por supuesto, no perdáis vuestra oportunidad de realizar las propias presentaciones ante Thomas, no queremos futuros problemas con la Camarilla, ¿verdad? El príncipe exige conocer en todo momento quién entra y sale de su ciudad. Yo mismo haría los honores, pero mucho me temo que Pal y yo tenemos asuntos que tratar por aquí y no podemos ausentarnos —se dirigió a los assamitas—. Mi querido Rashid, si no te importa me gustaría nombrar a jefe de equipo al señor Gjoni —le guiñó un ojo al albano y éste le sonrió como un tonto—, no es nada personal, simplemente considero que entre seguidores de Set nos comprendemos mejor.
Rashid asintió con marcada indiferencia. Como Asiavi imaginaba, quien liderase la misión no era de su incumbencia. El tal Gjoni no tardó en contestar con tono adulador.
—Será todo un orgullo y un placer ejercer tal cargo. Le estoy realmente agradecido por confiar en mi persona. Le aseguro que no le defraudaré, señor Hoxha.
—Bien, bien —se acomodó en su sillón—, ahora que ya estamos todos conformes, marchad cuanto antes —les entregó un teléfono móvil a cada uno—. Utilizadlo si es preciso, quiero que me mantengáis informado de los avances.
Pal les había proporcionado un coche demasiado grande como para aparcar en un lugar tan céntrico como el Eliseo, así que estacionaron a un par de manzanas y se dirigieron a paso ligero hasta el edificio. Para disgusto de Asiavi, el bastardo del albano se había tomado muy en serio su nueva posición como «jefe» de equipo, enumerando una serie de normas que la assamita ignoró desde la primera sílaba. Por su parte, Rashid caminaba absorto en sus pensamientos, hasta que se separó del grupo para acudir a un puesto que vendía revistas y periódicos. Pagó con un par de monedas al vendedor. Conociéndole, algo había llamado su atención. El albano se quejó, pero Asiavi imitó a su compañero y echó un vistazo a la portada que sostenía entre sus manos.
La primera página mostraba a todo color una fotografía de un cuerpo desmenbrado hallado la madrugada pasada en uno de los barrios de la ciudad. El titular nombraba el asesinato de un político destacado en el ámbito urbanístico, famoso por los escándalos de malversación de fondos. Pero, lo realmente relevante de la imagen eran las marcas de magia de sangre en el cadáver.
—Lo ha matado alguien de nuestro clan —susurró Rashid. La magia de sangre era un tipo de poder empleado solo por los assamitas—. A un humano. Ha incumplido nuestra regla más antigua.
Lo primero que le había enseñado su mentor sobre el clan era el valor de las normas. Para Rashid, saltárselas equivalía a la mayor de las ofensas.
—No podemos permitirlo, hermana —continuó—. Debemos buscar al asesino y hacerle pagar por su osadía. Los assamitas jamás matan a los humanos.
—Pero —intercedió el albano—, ¿de qué estás hablando? Tenemos una misión que cumplir, ¿recuerdas? —le quitó el periódico de las manos; Asiavi contuvo las ganas de partirle la cara— Olvídalo, ya tendrás tiempo de jugar a los detectives otro día.
Asiavi se encaró a él, pero Rashid le paró los pies, guardando el periódico en su abrigo. Con el gesto ceñudo prosiguió su marcha, aunque volvió a detenerse a los pocos minutos.
—Joder, ¿y ahora qué? —gruñó el idiota.
—Asiavi —ella se extrañó, pues su acompañante nunca la llamaba por su nombre. Señaló las ventanas de un bajo—, este edificio posee marcas realizadas por un tremere. Desconozco su uso, pero, sin duda alguna, las ha efectuado alguien de dicho clan —se dirigió al albano—. ¡Hoxha nos ha mentido!
—¡Oh, venga ya! ¿De verdad importa tanto que merodeen o no por la ciudad? Déjalo pasar, marchémonos ya —le agarró del brazo con insistencia.
—No le toques —Asiavi se apresuró a interponerse entre ambos y tiró del cuello de la camisa del albano. Él intentó zafarse de ella, e insistió al assamita.
—Vas a posponer tus asuntos personales y centrarte en nuestro objetivo. ¡Es una orden!
—No —espetó Rashid.
—Pero, ¿cómo te atreves? ¡Maldito gilipollas! Es que no ves que... ¡Auch! ¡Joder!
Harta de soportar su actitud prepotente, Asiavi le endiñó un puñetazo en la cara. Por una vez, Rashid no parecía disconforme.
—Es un asunto personal —se excusó su compañero—. Prometo que en cuanto lo resolvamos, colaboraremos en la búsqueda de la calavera. Danos un par de noches, si no lo conseguimos para entonces, nos pondremos en contacto contigo. Estoy convencido de que avanzarás por tu cuenta.
Rashid no conversaba muy a menudo, pero cuando lo hacía, decía las cosas con claridad. La sentencia era firme, ningún intento por parte del albano podía hacerlo cambiar de opinión. En este caso, Asiavi lo agradecía. Le resultaba mucho más estimulante salir a la caza de otros vampiros que dedicarse a buscar una estúpida calavera. Además, la perspectiva de alejarse del albano la complacía.
Por otro lado, el susodicho les observó enfurecido, aunque se guardó los reproches para sí. No era tan tonto como Asiavi imaginaba, de haber hablado, se habría ganado otro par de puñetazos.
—Está bien, haced lo que os venga en gana. Nos veremos en el Eliseo dentro de dos noches —echó una última mirada de soslayo a Asiavi cargada de odio y se marchó frotándose la magulladura.
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