El Príncipe
Pese a su observancia del mundo a través de los «ojos» que empleaba, los cambios en éste se le antojaban extraños. No comprendía esos aparatos del tamaño de la palma de su mano que usaban para comunicarse, pero el joven llamado Marc lo utilizaba en ese preciso instante para realizar una llamada apartado del resto.
Mientras tanto, la joven —o quizá no tan joven— Daisy los guiaba hacia su automóvil. En su época, los trayectos se realizaban en carros de madera tirados por animales, para la mayoría, bestias de tiro; para los acaudalados, caballos de pura raza. Claro que había contemplado la evolución tecnológica y cómo esas piezas acorazadas tomaban el relevo de los animales para transportarlos por la ciudad dejando a su paso el sonido del motor, pero ni así se había acostumbrado. Una vez dentro del auto, se fijó en los roñosos pies descalzos de Oliver y en la expresión horrorizada de Erin al contemplarlos. La ausencia de calzado, sin embargo, le resultaba familiar, pues en vida él mismo se había descalzado para proyectar la palabra de Dios ante la muchedumbre de las calles. El último en tomar asiento fue Marc, quien entró una vez finalizada la charla en aquel chisme tecnológico.
—¿Os gusta el dubstep? —preguntó la conductora. Sin darles oportunidad de expresar una respuesta apretó un botón y dio paso a un sonido estridente.
Daisy arrancó; los edificios comenzaron a moverse tras el cristal, dejando muy atrás a los transeúntes de la ciudad.
Una vez llegado a su destino, estacionó sin dificultad, como si contase con un espacio reservado donde depositar su automóvil. Al igual que Erin, salió apabullado del vehículo. Detestaba esas novedades mundanas que alteraban sus sentidos. Daisy indicó el camino, una sencilla tarea, pues en sus pies portaba un calzado que parpadeaba en luces de colores al andar. Si bien Oliver no le prestó atención alguna, la muchacha pelirroja frunció el ceño. Al parecer, las nuevas modas le desconcertaban tanto como a él.
El Eliseo le recordó a esos templos antiguos de la arquitectura románica que proliferaban por la vieja Europa, con sus altas columnas acabadas por capiteles sencillos, su amplia entrada y su color a hueso añejo. Se trataba del edificio donde los vampiros podían reunirse de manera pacífica, sin importar su clan o secta. Un espacio idóneo para convocatorias peliagudas, como su motivación para encontrarse allí.
—Hoy se inaugura una exposición de arte escultórico —Daisy señaló el enorme cartel donde se vislumbraban figuras deformes.
—¡Oh, vaya! —exclamó Erin— En mi época proliferaba otro tipo de arte...
—¡Shhh! —le chitó Marc— No emplees esos términos aquí. El Eliseo está abierto a todo tipo de público.
Otto sujetó a Erin ligeramente por la manga del vestido, intentando no invadir en demasía su espacio personal.
—La mascarada, Erin —le susurró. El término hacía referencia al concepto que los vampiros utilizaban para prácticas o vocabulario prohibido, con la finalidad de mantener su existencia en la más absoluta clandestinidad—. Has de evitar ciertas palabras; compartimos sociedad con los humanos y jamás deben descubrirnos.
—Sí —asintió, como dándole peso a sus palabras.
—No te preocupes, creo que Marc tiene un mal día —añadió Oliver, mientras se colocaba los zapatos que le colgaban al cuello. Otto reprimió una carcajada, pese a no considerarse hombre de comedia. Justo quien intercedía era el único vampiro que portaba tatuado en el brazo el símbolo del clan brujah, del que seguramente formaba parte.
Lo cierto es que Otto no conocía a Oliver de nada. Amir, sus «ojos» durante su letargo y guardián del Eliseo, lo había citado en aquella fábrica con uno de sus aliados de confianza. Desconocía si el extraño formaba parte de la secta a la que ellos pertenecían, aunque se fiaba del criterio de Amir. De cualquier manera, Otto se encontraba acompañado por un grupo dispar formado por una chiquilla recién despertada de un letargo, un vampiro que presumía de escandalosos tatuajes que atormentarían a la Camarilla, de una muchacha con zapatillas iluminadas y un joven de apariencia despreocupada y mirada de depredador.
Sí, de todos ellos, Marc era el que le resultaba más emblemático. Interés que se incrementó cuando se adelantó al grupo, anunciando un encuentro concertado.
Una vez dentro del edificio, Daisy también se separó de ellos, confirmando un reencuentro póstumo en la entrada. En consecuencia, Oliver volvió a quedarse como el único guía de la pareja. Ante su impasible voluntad, Otto tuvo que recordarle el motivo de su visita al Eliseo, instando al vampiro a llevarlos ante el príncipe de Chicago.
Mientras se dirigían a su destino, se fijó en el entorno de la gran sala de exposiciones. En el centro, se alzaban una pila de grotescas esculturas emulando posturas de marcado horror. Aunque nunca había sido un gran amante de las artes, se había criado en un período donde las formas esbeltas de los clásicos dominaban el panorama, como si el arte se utilizase como un mecanismo para embellecer un tiempo marcado por trifulcas y sangre. La obra expuesta tan sólo evocaba miseria y terror, por lo que no comprendía las miradas de fascinación de los visitantes.
—¿Esto es el nuevo ideal de belleza? —comentó Erin. Otto no le reprochó, pues la frase se entendía en cualquier contexto. Nadie con un juicio sano sería capaz de deleitarse con tales esculturas, ya fuera en el pasado o en el presente.
—Eso parece... —le contestó.
—A mí no me gusta —reafirmó Oliver, en nombre de todo el grupo.
—En fin —continuó Otto—, no nos entretengamos más y vayamos...
Dejó las palabras suspendidas en el aire; sustituidas por una fragancia que le abrió el apetito. «Sangre», murmuró su interior y casi estuvo a punto de pronunciarse en voz alta. La sustancia olía distinta, adulterada por algo más fuerte. La identificó al instante, depositada en copas de cristal que servían algunos camareros. «¿Qué demonios hacen?» se preguntó. El recinto estaba plagado por humanos que deambulaban de un lado a otro y el príncipe consentía el consumo a plena vista de todos. Una de las camareras pasó por su lado, sin saber bien si se trataba de una vampiresa o no. Otto le preguntó si podían servirse y la chica les ofreció una a cada uno, ofrenda que Oliver rechazó.
—¡Saben igual que cuando vivía con William! —exclamó con alegría la pelirroja. Otto la inspeccionó primero, tratando de averiguar los componentes.
—¿Tiene alcohol? —indagó Otto. Erin asintió— ¿Lo preparaba él?
—Oh, no. Siempre guardaba en casa, pero lo compraba de fuera.
—Es invento de Gib —comentó en tono cantarín Oliver—. Es el único que sabe cómo mezclar sangre y alcohol.
—¿Gib es un tremere? —quiso saber Otto.
—Qué va, es un toreador. Y un gran amigo, seguro que os llevaréis bien.
Otto arrugó el ceño. Oliver comenzó a parlotear sobre algo de un grupo de baile mientras que Erin asentía con nerviosismo. Muy a su pesar, los ignoró. Depositó una gota de sangre sobre su dedo y la lamió, disfrutando del sabor afrutado del vino bajo las capas de sangre.
En efecto, la unión entre ambos elementos se había efectuado en perfecta ejecución. Otto sabía que sólo el clan tremere poseía tales poderes, si bien los otros clanes estaban capacitados para desarrollar habilidades de otros de la mano de un buen instructor, mucho tiempo y duro entrenamiento. La posibilidad existía, pero era remota y se inclinaba más por la idea de encontrar a otros tremeres en la ciudad.
—¡Ay!
Otto abandonó sus divagaciones y se giró de golpe. El grito provenía de Erin, pues otra pelirroja de mayor edad que ella le tiraba del brazo con fuerza.
—¡TÚ! —gritó la extraña.
—¡Suéltame! —intentó desasirse la muchacha.
—Beatriz, haya paz —trató de apaciguarla Oliver.
—¡Cierra el pico! —le señaló con el dedo y agarró con mayor fuerza del pálido brazo de Erin, dejando un hilito de sangre en su piel— ¿Dónde está mi niño? ¿Qué hiciste con mi William?
Entonces Erin abrió mucho los ojos, acongojada. El terror se dibujó en sus irises esmeralda.
—Señorita —Otto intercedió a su favor—, la chica ha despertado de un letargo apenas unas horas atrás y... —la susodicha Beatriz clavó su gélida mirada en él, percibiéndola como un puñal en el corazón.
—¿Y tú quién eres? —escupió con marcado desprecio.
—Mi nombre es...
—¡Me da igual quién seas, estúpido! —gritó irritada— Y más vale que no tengas nada que ver con mi niñito o conocerás el infierno. De momento —tiró de la flacucha Erin como si fuera una muñeca de trapo—, ésta se viene conmigo.
—Pero Beatriz —insistió Oliver—, íbamos a presentarla ante el príncipe.
—¿A dónde crees que la llevo? —corroboró mientras arrastraba de ésta, quien murmuró el nombre de Otto en silencio.
Otto miró a Oliver en busca de ayuda, pues desconocía qué estaba sucediendo. Su acompañante se encogió de hombros, siguiendo a las féminas. Otto lo imitó, preocupado por la chiquilla inexperta. «Se la van a comer» reflexionó. Cuando alcanzaron la primera planta, Beatriz hizo el amago de llamar a una enorme puerta de brillante madera pulida, de la que salió un individuo en la primera edad de la vejez. Iba bien vestido y se mantenía con elegancia sobre un bastón plateado. «El príncipe», lo reconoció de cuando lo visionó a través de Amir. A su lado, le acompañaba un excéntrico individuo con un sombrero multicolor con una edad aparente similar a la suya.
—Beatriz —anunció el príncipe Thomas—, ¿por qué arrastras a esa niña?
—Es ella, padre. La chiquilla de mi William, la que desapareció con él. Ha vuelto para restregarme por la cara su presencia mientras mi niño sigue en paradero desconocido. Ella lo mató.
—¡No es cierto! ¡Ay! —gritó, pues Beatriz amarró un trozo de su cabello y tironeó de él con fuerza.
—¡Basta, Beatriz! —exigió el monarca. La aludida le retó con la mirada, pero se rindió pronto. Soltó del pelo a la joven, dejando caer varias hebras de entre sus dedos— Resolveremos este asunto más tarde, mientras tanto, te prohíbo dañarla. En cuanto a vosotros —se dirigió hacia Otto—, imagino que eres quien ha solicitado audiencia conmigo —éste asintió—. Acompáñame, pues. Vosotras —clavó sus ojos las chicas—, esperadme aquí. Oliver, quédate con ellas.
Otto se despidió en silencio de Erin, quien frotaba el brazo malherido con gesto angustiado. Le apenó. Parecía imprudente y nada acostumbrada al mundo vampírico, pero no la imaginaba como una asesina.
Se adentró en el salón central y esperó a que el príncipe tomara asiento en su trono. Éste movió con elegancia sus largos dedos, invitándole a hablar. El vampiro con el sombrero le acompañaba a su lado, cual fiel perrito. Otto realizó una reverencia, evocando un tiempo pasado.
—Mi nombre es Otto Fisher, señor. Mi origen es europeo y he acudido hasta Chicago por un motivo en particular.
—¿Y bien?
—Ha llegado a mis oídos que el cráneo de Set se encuentra en esta ciudad —fue directo al grano. Observó al príncipe rumiar.
—No tengo constancia de ello —el embuste no le pilló de sorpresa. En sus más de quinientos años de vida se había amoldado al mundo de las intrigas. Vivos o muertos, todos mentían. Él mismo había presenciado el encuentro de Amir con el príncipe, mostrándole la calavera. Otto alzó la mirada, fingiendo normalidad. Si ese era su juego, debía realizar los movimientos adecuados para triunfar—. ¿Para qué quieres poseer tal reliquia mitológica?
—No es un mito, señor. La calavera existe y oculta visiones en su interior. Sus imágenes muestran el futuro, en consecuencia, nos avisa de la llegada de los antediluvianos. Mi misión no es quedármela, sino echarle un simple vistazo con la finalidad de prepararnos ante un ataque futuro.
Otto sintió el peso del príncipe sobre él. La sensación no le era desconocida. Sabía que muchos vampiros negaban el retorno de los antediluvianos, e incluso, su mera existencia. Mas, regresarían. Entonces, el mundo de las sombras ardería en tinieblas.
—Una lástima no saber su paradero —insistió Thomas.
Otto agachó la cabeza, más por costumbre que por respeto.
—En ese caso, me gustaría un permiso de permanencia en la ciudad por un tiempo indeterminado. Al menos, para indagar si alguien conoce otro posible paradero —el príncipe asintió, concediéndole su deseo. Antes de marcharse, Otto titubeó, deseoso de realizar otra cuestión—. Dígame, ¿existen tremeres en la ciudad? Me gustaría intercambiar ciertos estudios con ellos.
—No —se apresuró a decir—. Hace años que se extinguieron.
Otra mentira. En el encuentro de Amir con el príncipe los acompañaba un vampiro vestido de época que pudo ver a través del cráneo. Las copas servidas en la recepción se habían mezclado con magia que sólo los tremeres dominaban. Otto asintió con cordialidad y se marchó.
Afuera le esperaba una afectada Erin, acompañada de la cháchara de Oliver y fulminada por la frialdad de Beatriz. Tras de sí, el príncipe se asomó por la puerta para indicarle a la muchacha que entrara en la sala. Beatriz no ocultó su recelo cuando el príncipe le negó la entrada. La mujer se apartó de malos modos y se cruzó de brazos a la espera. Oliver reanudó su parloteo con Otto, pero éste le ignoró. Su interés se centró en agudizar sus sentidos para escuchar la conversa tras la puerta.
—Yo no lo hice —le oyó decir a Erin con una verborrea que se le escapaba apresurada.
—Cuéntame qué pasó —respondió Thomas.
—No lo recuerdo. Yo... bueno... —tras una larga pausa continuó— William hizo algo que me molestó. Me enfurecí, es cierto. Puede que incluso le golpease... pero, yo no le maté. Mi memoria está borrosa, pero me conozco. Por mucho que me ofuscase, jamás le haría daño. No hasta ese punto.
—Atentar contra otro vampiro es delito, Erin. Fueran tus intenciones asesinarle o no. Es un motivo de peso para declarar una caza de sangre.
—¿Entonces va a ejecutarme? —Otto escuchó el sollozo de Erin incluso tras la puerta. La imaginó encogiéndose ante el silencio prolongado.
—William tampoco acató la ley. Convirtió a otra humana sin mi consentimiento, al igual que todos los vástagos de Beatriz, era déspota, caprichoso e insolente. Su desaparición aportó calma a la Camarilla. Aun así, os buscamos con desespero durante años. Beatriz incluso acudió a Victoria, abatida, reclamando el alma de su hijo a través de los poderes de la nigromancia. Nunca obtuvo respuesta de su espíritu, así que pensamos que os habíais marchado de la ciudad. Hasta hoy. Según dices, Oliver te ha despertado de un extenso letargo y desconoces cuanto ha acontecido. Para serte sincero, no tengo motivos para refutar tu palabra. Tampoco, para no darte una oportunidad. Así que te perdono la vida a cambio de encomendarte una misión.
—¿De verdad? ¡Oh, mi señor! ¡Haré cuánto esté en mi poder!
—Encuentra a tu sire, pues. Descubre lo que sucedió y acude a mí para contármelo. Pero, no le digas a nadie sobre mi petición. Mucho menos a Beatriz. Demuéstrame si eres una digna heredera de tu sire o si, por el contrario, sigues la senda de mi linaje, pues eres sangre de mi sangre.
—Así lo haré, mi señor. Gracias, gracias por la oportunidad.
—No me las des todavía, Erin. Y una cosa más —añadió—, como vampiresa apenas has vivido unos meses pese a tu letargo. A falta de sire, necesitarás una tutora. Dile a Oliver que te lleve ante ella, él sabe a quien encomiendo tales tareas.
—De nuevo le doy las gracias, mi príncipe.
Un breve instante después, la pelirroja salió por la puerta e informó a Oliver.
—¿Por qué Oliver ha de encargarse? —cuestionó indignada Beatriz— ¿Acaso no soy yo... tu abuela? —arrancó la palabra como un clavo en el pie— ¡Yo debería tutorizarte!
—Tú tienes quehaceres más importantes, Beatriz —el príncipe se asomaba por la puerta. La susodicha miró a Erin con fingida dulzura.
—Puede que me haya equivocado contigo, cariño. Anda, convence a Thomas de que nos dé una oportunidad.
—Estaré bien —comentó la chica—. No deseo ser un incordio.
Beatriz se mordió la lengua, dedicándole una sonrisa feroz. Thomas se dirigió por última vez al grupito.
—Oliver, que les cedan un piso. Erin pertenece a la ciudad y Otto es un invitado bajo mi protección. Marchad cuanto antes, la noche es corta y tenemos asuntos que tratar.
Así pues, el trío se marchó a un lugar que Oliver acuñó como «el bar de Olivia.»
N/A:
Añadiré los nuevos personajes al anexo de personajes la semana que viene. Por si alguien lo lee: gracias por leer :)
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