4 | Aphrodite's love
💐 JESS 💐
Fue bastante irónico el hecho de que no soñé con nada, considerando que todos mis sueños se habían ido por la borda. La calma que tuve al dormir sin interrupciones murió en cuanto abrí los ojos y un hada pequeña estaba parada junto a mi cama tratando de despertarme como si estuviéramos en un peligro inminente.
Mi cerebro estaba medio dormido. Limpié el vergonzoso rastro de saliva que quedó en la comisura de mi boca y me levanté de la cama de golpe, lo que causó que me mareara un poco, sin embargo, atender la emergencia de vida y posible muerte parecía más importante.
―¿Qué pasó? ¿Hay un ladrón? ¡Peor! ¿Un asesino en serie? ¿Debería ir por mi palo de amasar? ―mascullé, parpadeando con rapidez para despabilarme.
―No, no es nada de eso ―aclaró la niña de cinco años vestida con una camiseta verde bañada en lentejuelas, un tutú bordado con flores, y unas calzas a rayas que combinaban con las alas falsas que brotaban de su espalda―. En serio. ¿Qué harías con un criminal? ¿Le hornearías unas galletas?
Tiré hacia atrás los mechones sueltos de mi cabello que tapaban mi visión. Dormir con el cabello suelto era un desastre que no cometería otra vez.
¿A quién engañaba?
Me olvidaría de la promesa antes de ir a desayunar.
―Tal vez comer algo delicioso lo ponga de buen humor y no nos asesine. No lo sabes con seguridad.
Ella ladeó la cabeza, observando algo en el suelo de mi habitación.
―Bueno, tienes razón. Pero no sé si unos dulces revivirán a la tía Lee.
Fruncí el ceño, estando más confundida que cuando pensé que había un criminal acechando nuestro apartamento.
―¿Qué? ¿De qué hablas? Estoy muy dormida para entender tus bromas, Gracie.
Su nombre era Grace, pero creíamos que era muy serio para una niña y por eso casi siempre la llamábamos «Gracie».
―Está en el piso y no creo que esté respirando. ¿Ella está muerta, tía Jess? ¿Irá al cielo?
Tuve que dejar mi somnolencia a un lado para estirarme lo suficiente, acercarme al borde mi cama, y encontrar a la chica de veinticinco años que yacía tirada bocabajo en el suelo sin dar señales de vida.
―¡Por Dios! ―exclamé, luchando contra las sábanas que se habían enredado alrededor de mi cuerpo para hacerme tropezar y dar las rodillas contra el piso de madera.
Grace llevó sus palmas a sus mejillas para realizar una expresión de sorpresa exagerada.
―¡Eso fue lo que pensé!
Froté mi rodilla adolorida, resignándome a que tendría un moratón en el futuro, y me deshice de la tela de un color malva. Sufrí un leve pinchazo ante el contacto del suelo frío contra mis pies descalzos. Dolió. Me arrastré con torpeza hacia donde estaba Myleen Granville, conocida como «Lee», vistiendo la misma ropa del día anterior, es decir, una chaqueta de cuero sobre un top rojo, unos jeans, y unas zapatillas.
―Tienes que ver si está viva.
―¿Por qué yo?
―Porque tú eres el adulto responsable aquí.
―Cierto.
―Y no querrás traumatizarme de por vida.
La niña me animó a verificar su teoría con la varita mágica de plástico que empuñaba como si yo fuera su fiel súbdito y le obedecí a pesar de que arrugué la cara y la aparté para que no viera mi preocupación real mientras extendía el brazo para alcanzar el cuello de Myleen y ver si tenía pulso.
Mis dedos temblaban a centímetros de ella justo cuando rodó sobre su espalda para sentarse y encararnos con una expresión que decía sin palabras lo mucho que deseaba tener la habilidad de hacer que nos explotara la cabeza con el pensamiento. Retrocedí junto con Grace para colocar algo de distancia entre nosotras.
―¿Qué diablos están haciendo? ―preguntó y resopló de modo que logró apartar los mechones sueltos de su pelo rubio miel con algunos de su rostro salpicado con pecas.
Señalé a Gracie.
―¡Lenguaje!
Sus ojos oscuros y grandes me regañaron peor que mi madre.
―Lo siento. ¿Qué D-I-A-B-L-O-S estás haciendo?
―¿Saben que sé cómo deletrear? ―destacó la niña, arrugando la nariz para sonreír con picardía. El hecho de que le faltaban los dientes incisivos centrales lo hizo más tierno.
Me senté con las rodillas flexionadas y descansé los codos sobre las mismas.
―Pensábamos, no, Gracie pensaba que estabas muerta.
Myleen respiró profundo.
―¿Y estabas revisando mi pulso en mi cabello?
―¡Tú eres la que estudia medicina, yo no! ―me excusé con rapidez.
Ella se sostuvo de su cama individual sin ninguna arruga que se ubicaba contra su pared y se puso de pie con seguridad.
―No puedo morir. Tengo que estudiar.
Tambaleé cuando hice lo mismo.
―Puedes volver a dormir, solo trata de hacerlo en la cama en esta ocasión.
Lloriqueó.
―¿Cómo? ¡Me despertaste!
―Y a todo el vecindario contigo ―murmuró Grace, quien se salvó por ser adorable.
A pesar de que Myleen había expresado numerosas veces que no quería ser madre, era una excelente tía y le seguía el juego a Gracie mejor que cualquiera.
―¡Tendrías que estar de mi lado, duendecillo! ¡Casi muero!
Apenas ella amenazó con atraparla, la niña salió corriendo entre risas igual que cuando jugábamos a las escondidas por el apartamento o alguien rompía un plato.
―¡Soy un hada!
Myleen caminó y puso una palma en la puerta abierta para responderle sin internarse en el pasillo.
―¡Claro! ¡Y yo soy la hija de Madonna y Rune Elmqvist!
Mi cerebro no hizo la conexión.
―¿Quién?
―La cantante ―respondió mi amiga con obviedad una vez que volteó para establecer contacto visual conmigo.
―¡Sabes que no te pregunté por eso!
Su fuerte risa rebotó en mis oídos.
―Lo sé. Solo quería ver tu cara cuando lo decía.
Como estaba acostumbrada a lidiar con ella, sabía que en realidad era una de las mejores personas con las que me topé, solo tenía la costumbre de soltar comentarios inteligentes y brutalmente honestos. A simple vista, todos pensaban que era un robot. Pero ella era mi amiga, una de las mejores, una de las pocas que tenía. Por ende, teníamos la confianza suficiente para poder decirnos cualquier cosa.
―Eres una persona terrible.
Arrugó sus cejas perfectamente depiladas y torció un poco su boca con labios delgados.
―Salvo vidas todos los días.
Me mordí la mejilla interna. No tenía una forma de combatir contra eso.
Nosotras compartíamos cuarto desde hacía mucho tiempo. Teníamos una habitación del tamaño de un dormitorio de universidad claramente dividida en dos. Ella reinaba en el lado izquierdo y yo, en el derecho. Cada uno, muy diferente.
Mi sector atesoraba una colección de pósteres de bandas musicales colgados en la pared blanca, mi cama, una cómoda de madera que pinté de tonos pasteles, guardaba mis objetos personales y poseía florituras que otros consideraban chucherías coloridas y diminutas como adornos baratos que me encantaban, y el armario que ocupaba el fondo más cercano a la puerta y compartía con ella.
La división se marcaba con la luz que se balanceaba en nuestro techo. Su parte contrastaba con la mía. Lucía tan impersonal como la habitación de un hotel. Además de su cama con sábanas blancas y un cubrecama borgoña, tenía dos repisas llenas de sus medallas, sus trofeos, y todas las distinciones que ganó a lo largo de su vida.
Myleen pasaba gran parte de su tiempo en el hospital o cualquier lugar que estuviera abierto las veinticuatro horas y quedara cerca del mismo. Tendía a dormir en las salas de guardia que tenían disponibles allí o se tiraba en el primer sitio que encontrara, como el piso de nuestra habitación. Ella vivía por su carrera. Siempre estaba cansada, pero en ningún momento decía que quería dejarla. Era el precio de la genialidad, según ella, y lo corroboraba el hecho de que sus compañeros la consideraran la mejor de su edad a pesar de haberse graduado antes de la escuela.
Era lo opuesto a mí. Organizada, centrada, y devota. Desde muy pequeña siempre supo qué quería ser, cómo lograrlo, y que no habría nada en el mundo que pudiera detenerla, ni siquiera ella misma. La admiraba mucho porque sabía que yo no sería capaz de hacer eso si estuviera en su lugar. Ella vencía las probabilidades y les decía que le besaran el trasero, yo quedé atrapada como una estudiante promedio. Estaba bien. No podía viajar al pasado.
Ella adoraba leer, aprender, estar encerrada en aulas pequeñas, quirófanos silenciosos, y abrirles el abdomen con tal de realizar una cirugía. Yo no. Ir a la escuela fue un infierno y estar en un aula era lo más parecido a una sesión de tortura para mí. Mi versión de protagonizar una película de terror era asistir a una universidad y estudiar una carrera como medicina, abogacía o ingeniería. Me gustaba vivir al aire libre, moverme de un lado al otro, la idea de llenar un estadio inmenso, y experimentar la música con un montón de gente gritando. Las dos opciones eran igual de válidas.
Al principio, no creíamos que sería buena idea que durmiéramos en el mismo lugar, sin embargo, a pesar de nuestras diferencias, como su humor pesado, su falta de tacto, mi ingenuidad y mis problemas para cerrar la boca, nos llevábamos de maravilla. En otras circunstancias, quizás ni siquiera habríamos intercambiado palabras. En la actualidad, éramos como hermanas. El universo había colapsado y el resultado éramos nosotras.
―¡No puedo contigo!
Ella caminó como si el mundo fuera su pasarela personal y viviera feliz en su burbuja de arrogancia.
―¡Nadie puede!
―Dice la mujer que durmió en el piso cuando su cama estaba a cinco centímetros de distancia ―repliqué al final.
Su expresión se iluminó cuando me contestó.
―Valió la pena. Anoche vino un tipo con una tubería atravesándole el pecho y había sangre por todas partes.
El relato me horrorizó.
―Ahí no se supone que va una tubería.
―¡Fue grandioso!
―Grotesco.
Por más que los detalles tendían a generarme pesadillas, escuché el resto de su anécdota. Siempre hablaba con mucha pasión de los pacientes que atendía y las historias horribles que los acompañaban. Cuanto más horrible y rara fuera la historia, Myleen la adoraba todavía más.
―Luego llegó una mujer con un tumor del tamaño de una manzana.
Sacudí la cabeza, viendo los gestos que hacía con las manos.
―Nunca volveré a ver a las manzanas de la misma forma.
Se dirigió al armario de madera para abrirlo y revisar su ropa.
―Era como la Torre Eiffel de los tumores, todos querían ir a verlo.
Me agaché para acomodar mis sábanas y hacer mi cama.
―Esa no es mi idea de una locación turística.
―Me habría quedado, pero me enviaron a casa porque era "un zombi andante" y todos tienen que descansar ―repuso y resopló como si dormir fuera opcional.
Señalé al suelo.
―Tenemos evidencia de eso.
Sacó una americana gris, una camiseta verde de mangas largas, y una versión más oscura de los jeans que tenía puestos.
―Oye, soy un genio, no es mi culpa que mi cerebro trabaje a un ritmo diferente que el resto de los mortales.
Continué con mi tarea. A veces me daban ganas de tirarme en el suelo y dormir ahí como Myleen solo para no tener que hacer mi cama.
―En nombre de los mortales, te digo que bajes de las nubes y me devuelvas esa camiseta cuando termines de usarla.
Ella festejó al darse cuenta de que había accedido a prestársela a pesar de que no me la pidió de manera oficial.
―Eres un ángel.
Terminé y me enderecé, redundante.
―No estoy tan segura de eso.
Iba a irse y lo dejó todo para oír el chisme.
―Esa es mi entrada. ¿Qué pasó?
Esquivé su mirada.
―Nada.
Movió la cabeza de un lado para el otro para lograr que la mirara hasta que lo hice.
―Ahora que lo pienso, ayer no te vimos en todo el día luego de que te fuiste. ¿Cómo te fue con tu mamá?
Si tuviéramos una ventana en nuestro cuarto, me habría tirado de la misma. No quería recordar el día anterior. Nunca me había emborrachado en mi vida, pero había visto a varias personas con resaca, intentando olvidar las locuras que hicieron la noche anterior. Me sentía así, como si hubiera ido a Las Vegas y perdido el control en algún casino.
―Bien.
Me conocía demasiado bien para dejarlo ir así como así.
―¿Bien? ¿Eso es todo lo que vas a decir? Vienes hablando de su visita hace días.
―¿Qué quieres que diga?
―Algo más.
―Algo más ―repetí.
Mi broma poco sofisticada no fue bien recibida por la audiencia.
―No tienes la edad de Gracie.
Protesté.
―Desearía tenerla y no mis problemas actuales.
Se encogió de hombros.
―Está bien. Sabes que las chicas me contaran todo de todas formas.
Apreté los dientes antes de arrastrarlos sobre mi labio inferior.
―Ellas no lo saben. No he hablado con ellas todavía. Yo también llegué tarde anoche. Estaban durmiendo.
Se llevó una mano al pecho, actuando sorprendida, como si me hubiera teñido el pelo como el arcoíris y hubiera cambiado mi nombre a Lola, algo que nunca haría. En realidad, la idea de teñirme sonaba tan mal. Tuve que forzar a mi mente a concentrarse.
―Todas están acostumbradas a que yo llegué tarde a casa, pero tú, tú, casi nunca lo haces, al menos no sin avisar. Te espera un largo interrogatorio con la aspirante de la CIA mientras te da un cafecito.
Cubrí mi cara con las manos para ocultar mi pasado y vi a mi amiga a través del espacio que creé entre mis dedos.
―No quiero hablar de eso.
Dio vueltas alrededor de mí, divertida.
―¡Hiciste algo! ―dedujo y chocó sus palmas―. ¡Algo que la buena, hornea galletas, Jesslyn no haría! ¿Qué fue? ¿Te negaste a ayudar a una abuelita a cruzar la calle?
Bajé los brazos para exponer mi rostro.
―No, no soy un monstruo.
―¿Entonces?
Tragué grueso, repasando el día anterior y lo que ocurrió en la reunión.
Nada pasó cómo yo quería.
Nada.
Igual que en mi vida en general.
Cuando era una niña, creía que sería millonaria, sería una cantante reconocida, tendría un novio excelente, y viviría sola para mi edad actual.
Creí.
En realidad, apenas llegaba a fin de mes, me había vuelto una de esas chicas que nadie recordaba su nombre o su cara, mi vida romántica estaba tan viva como los dinosaurios, y ni siquiera tenía un cuarto para mí sola. Todo era un desastre que no podía arreglar por más que lo intentara y yo era el origen del mismo.
Tenía que salir de aquella espiral de pensamientos oscuros. Dormir me ayudó. Dormir ayudaba. No solía dormir mucho sin importar qué tan cansada estaba. Me quitaba el sueño saber que tenía muchas cosas pendientes. Tenía una especie de reloj mental. Aun así, resultaba agradable ponerles una pausa a mis errores, descansar, y estar lista para afrontar un nuevo día con una perspectiva fresca. No había ningún mal que una buena siesta no pudiera curar.
Me tiré a la cama, arruinando lo mucho que la había arreglado antes.
―¿Por qué no puedo quedarme en mi cama para siempre? ―dije, tirada como las personas que caían de un edificio y terminaban sobre un auto en las películas.
Myleen depositó su ropa en el borde mi colchón, agarró mis muñecas y tiró de mis brazos para levantarme.
―Porque morirías.
Fui un peso muerto.
―¡Excusas!
La batalla campal no fue interrumpida.
―¿Quieres que te cuente de nuevo sobre el sujeto que tenía decenas de gusanos en su intestino?
Me levanté de un salto para ponerme mis pantuflas violetas y cubrirme las orejas. Ella utilizaba aquella anécdota para molestarme.
―¡No! ¡Detente!
Ella me persiguió mientras yo corría al armario para agarrar ropa interior, una blusa magenta y el primer par de jeans claros que pude agarrar para crear mi atuendo de fuga.
―El más largo medía...
―¿Qué estás diciendo? ―canturreé muy fuerte, saliendo de la habitación―. ¡No me puedes traumatizar de por vida si no te escucho! ¡Iré a darme una ducha!
Aparté mis palmas de mis orejas un poco para verificar si seguía detallando la razón por la que lavaba mis frutas como si mi vida dependiera de ello.
―¡No! ¡Es mi turno!
En ese instante, supe que debía ser rápida. Usualmente, era muy calmada, evitaba el conflicto, y me guardaba todo para mí misma. Existía una excepción. El apartamento tenía un baño, por ende, usarlo era un verdadero desafío, desataba caos y peleas interminables, y valía la pena luchar por él. Corrí, dando manotazos con mi mano libre, igual que Myleen, quien venía detrás de mí con su ropa limpia bajo el brazo. Chocamos en la puerta, peleando para ver quien lograba entrar primero.
―¡Sabes que no puedes ganarme! ¡Vivo rodeada de sangre, órganos, y muerte! ¡He visto abuelitas de noventa y cinco años pelear más duro que tú! ―bufó, usando la única defensa que tenía.
Por más que su codo se clavaba en mi abdomen, no me rendí.
―¡Tomo el autobús en hora pico hace años! ¡Nunca me has visto pelear por un asiento en verano!
Al final, uno de sus empujones salió mal y en vez de enviarme lejos, ocasionó que tropezara y fuera la primera en poner un pie dentro del baño.
―¡No!
Myleen soltó un bufido dramático, quedando en el umbral, y yo permanecí boquiabierta.
―¡Gané! ―exclamé y comencé a realizar un pequeño baile descoordinado de alegría―. ¡Es un triunfo para todas las abuelitas de noventa y cinco años!
Ella aceptó la derrota.
―Bien, puedes ducharte primero, pero apresúrate, ser tan hermosa como yo lleva su tiempo.
Me detuve sin permitir que se esfumara mi felicidad momentánea. Alegrarme por las pequeñas cosas era lo que me mantenía cuerda.
―Oki doki.
Una vez que mi amiga cerró la puerta y se fue para darme privacidad, examiné el baño con las paredes cubiertas de baldosas blancas, una pequeña ventanilla cerrada en el fondo, una ducha simple cubierta por una cortina con dibujos de flores, un lavabo lleno de productos de belleza, y un gabinete que almacenaba los elementos que cada una de las habitantes utilizaba por separado. Ordené los objetos que necesitaba y me quité el pijama que consistía en una camiseta vieja y unos shorts que elegí al azar para iniciar mi día con una ducha agradable mientras tarareaba mis canciones favoritas de memoria.
Acababa de cubrir mi cuerpo húmedo con mi toalla morada justo cuando alguien abrió la puerta tras un golpe. Me sorprendió tanto que no llegué a cubrir mi cabello mojado y dejé que las gotas de agua cayeran de manera indiscriminada.
―¡Oye! ¡Persona desnuda! ¡Aquí!
Elizabeth Daham, otra de las chicas con las que vivía y mi amiga más descarada, se colocó frente al espejo que había en la pared mientras sacaba su maquillaje. A diferencia de mí, cada vez que ella se maquillaba parecía una profesional. Delineaba sus ojos verdes tan claros que parecían azules, remarcaba sus labios con colores mates a la perfección para resaltar su sonrisa amplia y su mandíbula definida, y hacía muchas otras cosas más.
―No, no, no ―respondió con su acento británico y voz segura―. Tienes una toalla.
A lo largo del tiempo, descubrí que nada le avergonzaba, nada hacía que sus mejillas se ruborizaran o entrara en pánico. Las groserías, la desnudez, los sentimientos. Nada. A pesar de su silueta delgada y aspecto tranquilo, nada la intimidaba. Incluso peleaba mejor que todas las personas que conocía y era tan capaz de defender a cualquiera que lo necesitaba como de dejarte llorando en un rincón tan solo con unas pocas palabras.
De hecho, la conocí en una situación similar. Estaba esperando en una cafetería, aguardando en la fila, y cuando un hombre me empujó para colarse en la fila y quitarme mi lugar, ella no pudo esconder su temperamento y salió a exponer su comportamiento grosero. Él terminó disculpándose conmigo y llorando en un rincón después de eso, en serio.
Fue mi heroína. Por más que yo le había pedido por favor al desconocido, él me ignoró, me insultó en el proceso y me llenó de incomodidad a pesar de que yo no era la que había hecho algo malo. Jamás habría tenido el coraje de enfrentarlo del modo en el que ella lo hizo. Al menos, no en esa época de mi vida.
Entonces, yo quedé tan deslumbrada que tuve que comprarle el almuerzo, charlamos, descubrí que buscaba un apartamento y yo le comenté que necesitaba una compañera y transcurrieron años desde ese día. Ella era tan valiente que resultaba inspirador. Así que, a lo largo del tiempo, fui juntando el coraje para hablar por mí misma. Por ejemplo, cinco años atrás nunca podría haberle respondido a Anwen en el bar y, aunque no fui una maestra de la defensa personal, fui capaz de defenderme gracias a Lizzie y mis pequeños puños de acero.
Más allá de los pensamientos internos, entrecerré mis ojos.
―Lizzie ―llamé y sonreí, nerviosa―. Eso no es gracioso.
Ella acomodó un mechón de su pelo negro, brillante y rizado que llegaba por encima de sus hombros.
―Pero es cierto.
Ajusté el agarre de mi toalla.
―¿Qué haces aquí?
Siguió su rutina sin problemas.
―Es mi baño también. Tenía que venir. Además, tardaste más de media hora. La pregunta es qué estabas haciendo aquí tú.
El vapor del baño hizo que se coloraran mis mejillas.
―Estaba en la ducha. Ya sabes, champú, acondicionador, jabón. El procedimiento estándar.
―Y yo que creí que estabas haciendo algo más divertido ―comentó, observándome por el rabillo del ojo.
Parpadeé sin comprender.
―¿Cómo qué? ¿Usando mi champú como micrófono en un concierto imaginario? Debería estar loca para hacer eso, ¿no?
Fue exactamente lo que hice.
Ella rio.
―El mundo debería imprimir más personas como tú.
Acepté el cumplido con júbilo.
―De verdad quieres tener el baño para ti sola ―deduje su táctica inteligente tras unos segundos.
No lo negó.
―No se te escapa una.
Sospeché que debía estar llegando tarde a un sitio y de ahí la prisa.
Lizzie tenía varios trabajos a la vez. Como no había terminado la escuela, tampoco fue a la universidad. No contaba con una carrera fija. Sus horarios siempre cambiaban cada mes, dependiendo de qué hacía, y la mayoría de las veces prefería no contarnos qué implicaban. Creció en un orfanato. Carecía de padres que la ayudaran y siempre pensaba que debía hacer todo sola. No era muy expresiva, aun así, yo sabía que había un corazón dulce y leal escondido detrás de esa armadura solitaria y astuta. Aunque ella podía ser muy independiente, no significaba que no necesitara a alguien más en su vida.
―¿Tienes que estar aquí?
No dejó de mirar su reflejo para aplicar su labial.
―No, debería estar aceptando mi cargo como la nueva reina de Inglaterra, pero decidí desviarme del tour y pasar por este baño.
―Me asombra tu humildad.
―Es la clase de líder que quiero ser.
Corté la broma por la mitad.
―¿Es de vida o muerte?
Si existiera un radar que enseñara la alta autoestima, los niveles que había en nuestro apartamento podían resultar alarmantes.
―Estamos hablando de mi maquillaje, así que sí.
Cedí y señalé al baño. A diario me costaba decirle a la gente que no; decírselo a Lizzie parecía una misión imposible. Había algo en la forma que hablaba y en el hecho de que medía un metro setenta y cinco que te daba la sensación de que era una modelo adinerada y salida de los años veinte.
―Solo necesito cinco minutos y te daré las llaves del reino.
Abandonó sus cosas sin ordenarlas. Aunque ella era tan desordenada como yo, siempre sabía si movías algo de su desordenado y caótico lugar. Juraba que tenían un orden específico en su cabeza que los demás no entendíamos.
―Okay. Agradece que Tracy hizo panqueques.
Me emocionó averiguar qué había para desayunar.
―Siempre lo hago.
Salió, dejando la puerta abierta.
―Cronometraré los cinco minutos.
La vi marcharse.
―¡No seas mala!
―¡No te atrases! ―respondió Lizzie sin darse la vuelta y desapareció por el pasillo que olía a dulzura y buenos días.
Gracias a que me había entrenado para prepararme con rapidez, logré vestirme y emperifollarme lo justo y lo necesario. Tendría que regresar a la novela de poco presupuesto en la que se había convertido la reunión del fin de semana.
Una vez que dejé todo ordenado, salí con tranquilidad y me tropecé con dos potencias mundiales llamadas Myleen y Lizzie.
―Nos engañaste.
Mi confusión se hizo cargo de dominar mi mueca.
―¿Qué?
Myleen apuntó a Lizzie y luego se señaló a sí misma.
―Nos dijiste a las dos que podíamos tener el baño.
Apreté los dientes, dándome cuenta de que era cierto.
―En teoría, es cierto.
―En teoría, ya no hay panqueques para ti ―advirtió Lizzie, molesta.
Llevé una mano a mi abdomen cuando mi estómago gruñó con tristeza y hambre. Había fantaseado con su sabor mezclado con la miel y una variedad deliciosa de otras cosas. Me sentí como una vagabunda frente a un restaurante costoso, viendo que servían los platillos más exquisitos.
―¿Por qué los panqueques tienen que pagar las consecuencias?
―Todo viene con un precio.
―Se pasaron ―murmuré, esquivándolas para ir al otro lado del pasillo corto a mi habitación―. ¡Y usé toda el agua caliente! ¡Diviértanse!
No tardé mucho en acomodar mis objetos personales y alistar todo para cuando saliera, en consecuencia, me apresuré a ir a la sala conectada a nuestra pequeña cocina en busca de algún rastro de los panqueques.
No teníamos un balcón o ventanales grandes, las luces artificiales eran las únicas que iluminaban todos los rincones de manera discreta. Atravesé el piso de madera, esquivé la enredadera falsa que decoraba una de las muchas paredes blancas, el sofá que había en el lado izquierdo junto con la mesa ratona, la televisión y la colección de películas que compramos, y me dirigí a la mesa redonda de madera oscura. Gracie era la única que ocupaba una de las seis sillas que la rodeaban junto con su plato lleno migajas y sus crayones para dibujar. Le devolví la sonrisa cuando se percató de mi presencia antes de encaminarme a mi objetivo.
Una encimera pintada de azul separaba la cocina de la sala. El refrigerador se ubicaba en un extremo y estaba repleto de dibujos coloridos de Gracie, notas pegadas, y menús de restaurantes que enviaban a domicilio junto con una colección de gabinetes. En el otro lado estaba la cocina en sí con el horno y un montón de elementos necesarios que siempre olvidaba que estaban ahí. Me olvidé de todo, seguí el agradable aroma del café, y di con sus más grandes admiradoras y las dos habitantes restantes del apartamento.
―Por favor, díganme que quedó algo para comer y no moriré de hambre y tristeza.
Tracy, Tracy Wang sacó un plato pequeño con una torre pequeña de panqueques y me lo entregó como si estuviéramos haciendo un intercambio en un callejón peligroso en lugar de un inocente regalo.
―Aquí tienes tu orden de panqueques milagrosos. Son deliciosos y hacen que el mundo sea un lugar mejor.
Me regaló una sonrisa tierna y divertida que siempre me recordaba a Gracie. Las dos tenían cabello negro y largo, ojos marrones y pequeños, la nariz respingada, y una secreta adicción a los chismes. No las podía culpar por la última, yo era igual.
Aunque ella no poseía un don para cocinar bien en general, sus panqueques eran celestiales. Se convirtieron en una pequeña tradición del apartamento. Cada vez que una de nosotras tenía un día importante, los preparaba para darnos confianza o consolarnos con algo dulce.
Me encantaba aquella tradición. Inicialmente empezó para alegrarle el día a Gracie, su hija, y luego se expandió. Tuvo a la niña a los dieciséis años después de que sus padres la echaran de su casa por quedar embarazada muy joven. Ninguna de nosotras los conoció, solo sabíamos que eran ricos y disponían de todos los medios necesarios y, aun así, no se molestaron en conocer a su nieta o asegurarse de que su hija de veintiún años estaba bien. Lo importante era que Tracy logró salir adelante con su espíritu inquebrantable, sus bromas sarcásticas y su personalidad deslumbrante y planeaba ser una fotógrafa sin dejar de ser una madre soltera y divertida.
Gracie no se parecía en nada a su padre físicamente. Él no me agradaba en lo absoluto y no por mis problemas paternales. Él no perdió su relación con sus padres como Tracy. Pudo seguir con su vida, salir con otras mujeres y heredar su pequeña empresa familiar como si nada. Aparecía una vez al año como mucho cuando su diminuto cerebro le recordaba que tenía una hija y actuaba como si fuera el padre del año. Sin embargo, ninguna de nosotras realizaba un comentario al respecto, no nos correspondía, y nos limitábamos a mirarlo como si fuera un terrorista buscado por la Interpol que mataba conejitos.
―¡Uy! ―soltó Claire Pearson con una ternura que desmantelaba el aura ruda y autoritaria que emanaba con su maquillaje oscuro, sus aretes, su saco oscuro, su top azul, sus pantalones formales, y sus botas negras con tacón―. ¡Panqueques caseros!
Claire era la primera en levantarse y quedar perfecta. Sus ojos oscuros y grandes, su nariz recta, su piel acendrada, su cabello negro, lacio y su cuerpo en forma. La combinación hacía que te quedaras mirándola fijamente por varios segundos sin darte cuenta. Pero eso no era lo más llamativo de ella, además de que era la más joven de nosotras, dejando de lado a Gracie, era que podía resultar muy intimidante a pesar de que su personalidad te hacía pensar que estaba borracha la mayor parte del tiempo cuando en realidad ella era así al natural.
El apartamento le perteneció a ella en un primer lugar, se mudó aquí desde Washington D. C. apenas cumplió los dieciocho años, y, pese a que no necesitaba dinero extra, puso el anuncio. Claire también odiaba estar sola. Sus padres siempre fueron muy estrictos y, por ende, ella tendía a ser muy dura consigo misma y se esforzaba mucho para llenar las expectativas y agradarle a la gente, pese a que ya era astuta, atrevida y asombrosa.
En la actualidad, tenía varias pasantías que no se atrevía a mencionar para qué eran. Habíamos hecho apuestas sobre ello e incluían a la Interpol, la CIA, y la posibilidad de que era la hija del embajador en una misión secreta. No nos molestaba su secretismo. Todas entendíamos lo que era tener un presente complicado y le confiábamos nuestros secretos sin problemas.
―Sí, caseros y muy secretos ―destacó Tracy, cruzando los brazos sobre su pecho cubierto por un suéter blanco y tejido―. Ni siquiera el Servicio Secreto puede saber de ellos.
Claire sonrió, enseñando sus hoyuelos sutiles y sus dientes blancos y perfectos.
―Tranquila, no revelaré su locación si me das uno.
Estaba a punto de darle un panqueque cuando Tracy intervino. Ella no era solo la madre de Gracia, sino del grupo entero.
―Ya comiste.
―Si algo te hace feliz, no existen límites ―enfatizó Claire, señalando el platillo con su taza de café con un dibujo tierno de un gato negro.
―Excusas.
―Válidas.
Tracy tomó su taza amarilla llena de café de la encimera y le dio un sorbo.
―No cedas.
Claire me contempló sin hacer nada en particular, aun así, logró debilitarme.
―Pero mira su cara ―protesté con un suspiro.
Ella rodeó mis hombros con sus brazos y apoyó su cabeza contra la mía.
―Sí, mira mi cara tremendamente sexy.
―¿Qué significa «sexy»? ―preguntó Gracie desde la mesa y Tracy le regaló una mirada asesina a cierta persona, quien se escondió detrás de su taza.
―Sí, ¿qué significa, Claire?
Ella se mordió la lengua, pensando en qué decir. Siempre hacía unos sonidos raros y tiernos cuando no sabía qué decir.
―Bueno, «sexy» es un adjetivo que significa Claire Pearson.
Gracia le creyó y Claire se salvó.
―¡Tienes algo con tu nombre! ¡Genial!
―Sí, lo es.
Hubo un silencio de palabras y un exceso de muecas intercambiadas por Tracy y Claire. Como no lidiaba bien con el conflicto, intervine.
―¿Quién quiere panqueques?
―¡Yo! ―exclamó Claire y me soltó para robar el tenedor que había en el plato para llevarse uno de los panqueques a la boca sin miramientos.
Una vez que fui libre, dejé el plato en la encimera, fui al refrigerador para robar una cajita de jugo de naranja, y busqué otro tenedor con el objetivo de dirigirme hacia la mesa. Estaba muy tranquila cuando el horror se apoderó de mí al ver las carpetas con fotografías que Claire revisaba mientras bebía su café con tranquilidad.
―¿Qué es eso?
Ella apoyó los codos en la encimera.
―Este es el trabajo de mi nueva asesina serial favorita.
―¿Tienes favoritos?
―¿Quién no?
Su actitud inocente me dejó perpleja. A diferencia de la mayoría, a Claire no le molestaba la sangre, los escenarios violentos, ni nada por el estilo, sino que le fascinaban. Era el tipo de persona que se reía durante una película de terror sin importar que los otros estuvieran llorando o tuvieran pesadillas por años. A veces la encontraba viendo documentales de asesinos seriales en la madrugada porque no podía dormir y decía que la calmaban.
―Creo que voy a vomitar ―mascullé, viendo las imágenes de cadáveres sangrientos acomodados de formas perturbadoras.
Dicho eso, cerró la carpeta para no dañar mis retinas con tanta violencia.
―Descuida, ya la cerré. Puedes abrir los ojos.
Lo hice.
―¿Estabas comiendo panqueques mientras ves fotografías de personas con las gargantas cortadas?
―Sí, ¿no es gracioso? ―rio, pasándose una mano por el cuello, y se puso seria de golpe―. No, no lo es.
Entrecerré los ojos.
―¿Cuántas tazas de café has bebido?
Se lamió los labios.
―Una.
―¿En serio? ―indagué y soltó un gruñido.
―Bien, fueron tres.
Le quité la taza con mi mano libre y se la pasé a Tracy, quien se había ofrecido a lavar los platos porque limpiar la ayudaba a relajarse por alguna razón.
―Okay, te cortaré el suministro antes de que pases a la sección de caníbales.
Hizo pucheros.
―Solo una taza más, por favor.
En realidad, yo no comprendía la fascinación con el café. Me gustaba el aroma, sin embargo, era muy amargo para mi gusto.
―Es café, no el elixir de la vida.
―Es el de mi vida ―defendió.
Estaba entre el área llena de fotografías de asesinatos y la mesa repleta de dibujos coloridos. Tuve que elegir con sabiduría.
―Si no te importa, iré por a la zona libre de homicidios.
Por más que ya me había alejado unos pasos, Claire sintió la necesidad de abogar por sí misma.
―¡No es aterrador si piensas que están cubiertos con salsa picante! ¡Amo la salsa picante! ¡Solo como cosas con salsa picante!
Reí antes de sentarme junto a Gracie, quien apartó sus crayones para darme espacio.
―¿Por qué la tía Claire habla de salsa picante?
Tomé un sorbo de mi jugo con la pajilla. No podía decirle que la "salsa picante" era otra forma de decir "sangre".
―Bueno, ella quería comer alitas de pollo para desayunar.
Gracie arrugó la nariz.
―¿Por qué?
Le di un vistazo a Claire, quien seguía revisando sus carpetas con curiosidad.
―No lo sé. Así es ella.
―¿Si ella puede comer eso, yo puedo tener caramelos para cenar? ―susurró Gracie.
Asentí con ironía.
―¿Por qué no? Claro, cuando yo esté en otro continente, incomunicada, y tu mamá se haya olvidado de que alguna vez existí.
La noticia la decepcionó tanto que se me estrujo el corazón.
―¿Quieres un panqueque extra?
Sus ojos se iluminaron de repente.
―¿Quieres ver mis dibujos?
Me emocioné de verdad. Estar o jugar con Gracie siempre me ponía de buen humor.
―¡Todos!
Ella tomó todas las hojas de papel, preparándose para enseñarme cada uno de ellos. Algo que me decía que algún día sería una gran artista. Se la pasaba dibujando la mayor parte del día.
―¡Sí!
El apartamento se dividía en dos y tenía cuatro cuartos en total. La sala funcionaba como un punto de encuentro. Mientras en un sector estaba mi pasillo, en el otro se encontraban las habitaciones de Claire, Tracy y Gracie. En un inicio, Myleen y yo dormíamos separadas, sin embargo, con la llegada de Gracie, acordamos compartir un cuarto para que la niña pudiera tener su habitación propia.
Vivíamos seis personas en el apartamento. Myleen, Lizzie, Claire, Tracy, Gracie, y yo. Todas vivíamos ahí bajo circunstancias diferentes. La mayoría de nosotras no tenía a una familia cerca, así que formamos una propia para sobrevivir en Nueva York.
Si una de nosotras amaba a alguien y la hacía feliz, todas lo adorábamos casi de manera automática. Si herían a una de nosotras, seríamos capaces de ayudarla a enterrar el cadáver si le apetecía asesinarlo. Esas eran las reglas. Aunque existían momentos en los que nos peleábamos y no podíamos vernos ni a la cara, éramos como un equipo de hermanas retorcidas y optimistas y sabíamos que podíamos contar una con la otra.
Además de Xove, no tuve muchos amigos a lo largo de mi vida. De hecho, no tuve amigos de verdad por años, ni uno, no de verdad. Me sentí sola, rechazada, y aislada. Todo cambió cuando vi aquel anuncio cerca de mi conservatorio donde se buscaban compañeras de cuarto para pagar la renta del apartamento y ellas fueron llegando una por una al lugar. Aquellas chicas lograron que volviera a tener fe en la amistad. Me hacían sentir acompañada, aceptada, y segura. No las cambiaría por nada.
―¿Qué estamos haciendo aquí? ―preguntó Tracy tras sentarse junto a Gracie con una nueva taza de café.
Su hija le enseñó su obra de arte.
―Estamos decidiendo entre ponerle brillantina o pintura dorada al dibujo.
Tras haber terminado con mi pequeña torre de panqueques, dije:
―Es un debate mundial.
Tracy me sonrió antes de concentrarse en los detalles que Gracie le dio sobre dicho debate.
De pronto, el teléfono de línea comenzó a sonar con entusiasmo desde la mesa que se encontraba en la esquina de la sala y me levanté para atender por las dudas. Además de mi madre, casi nunca nadie me llamaba, así que estaba acostumbrada a atender y pasarle la llamada a una de mis amigas.
Myleen apareció en el pasillo con su nuevo atuendo y sus ojos cerrados.
―¿Por qué esa cosa infernal está sonando y por qué nadie está apagándola?
Troté en dirección a la pequeña mesa sobre la que descansaba el teléfono de color violeta.
―Porque es un teléfono. Y, Lee, estás caminando medio dormida otra vez.
Ella procedió a arrojarse al sofá a ciegas.
―¿Quién es Lee?
―Yo la tengo ―respondió Lizzie, presentándose con su maquillaje listo, y cuidó a Myleen.
Suspiré, dejando de preocuparme una vez que Myleen aterrizó en tierra firme y Lizzie se fue a la mesa.
―Hola, habla Jess ―saludé, atendiendo la llamada―. ¿Quién es?
Una voz gruesa respondió con seguridad.
―Tu antiguo mejor amigo y tu novio actual.
Arrugué la frente.
―¿Quién?
―Xove ―se presentó con un suspiro―. Soy Xove. Xove Kieron, ¿recuerdas?
Me puse nerviosa al instante, como si la llamada estuviera siendo escuchada por el gobierno y pudieran oír hasta los latidos de mi corazón. Todavía no me acostumbraba a tenerlo de vuelta en mi vida, era extraño y agradable.
―Oh. ¿Tenías que saludarme así?
―Era una broma. Parcial.
Traté de enfocarme.
―¿Cómo tienes el número de mi casa?
―Elisia lo sabe de memoria.
Mi madre, claro.
―¿Ella está despierta?
Soltó una risa nerviosa y falsa.
―Ella me está viendo junto con mi madre mientras hago esta llamada.
Lo compadecí.
―¿Te secuestraron? ¿Es una llamada de rescate?
Mi pregunta extraña llamó la atención de mis amigas. Tuve que darme la vuelta para no pensar en sus miradas depositadas en mí.
―Es una llamada de advertencia.
―¿Qué pasó? ―vociferé, entrando en pánico―. ¿Saben lo que no queremos que sepan?
Pude oír su respiración a través de la comunicación.
―No, pero es complicado. Te lo explicaré en persona.
―¿De qué hablas?
―Quieren ir a tu casa ―notificó él―. Hoy.
Dejé de jugar con el cable del teléfono.
―¿Por qué?
―Fue idea de mi madre, ya sabes cómo es ella. Ellas se preocuparon cuando no te vieron, les dije que te habías ido a casa, y Elisia no pudo decirle que no cuando dijo que le daba curiosidad ver cómo era tu apartamento.
―¿Por qué no las detienes? ―inquirí, perdiendo las casillas.
―No tengo superpoderes, soy un simple mortal, Jess.
―Te pido que detengas a nuestras madres, no que pelees contra Zeus en el Olimpo.
Yo no actuaba con malas intenciones. Procuraba que mis acciones estuvieran guiadas por mis emociones y las gobernaba en ese momento como una brújula a un barco perdido en un océano tormentoso. Muy mal. Mi mente repetía una frase sin parar "no sé qué hacer" y mi cara lo reflejaba.
―Conseguí frenarlas por unas horas. Irán a un spa.
Fue el colmo.
―¿Ellas irán a darse masajes y relajarse mientras yo muero de estrés?
―No vas a morir ―aseguró igual de estresado que yo―. No sola.
―Ese es un consuelo.
Claire abandonó su encimera de asesinos y se unió a la mesa de chismosas.
―El punto es que ellas querían ir a sorprenderte y me las arreglé para avisarte que planean invadir tu espacio personal.
―Aprecio el aviso ―dije―. ¿Eso es todo?
Transcurrieron unos segundos lentos que hicieron que tuviera ganas de morderme las uñas.
―Yo también iré.
Le di un vistazo al apartamento. Aunque me encantaba, empecé a notar defectos que no vi antes: cosas desordenadas y tiradas por ahí, la falta de una ventana, el refrigerador lleno de chatarra en vez de comidas saludables, mi habitación compartida cubierta de cosas que me gustaban y me avergonzaban a la vez como los pósteres, y el baño que albergaba todos mis productos contra el acné. Quise desmayarme en ese preciso momento. Era un desastre que ni siquiera un terremoto podría destruir.
No solo me asesinaría mi madre por el hecho de que no había muchos vegetales en mi cocina, sino que moriría de vergüenza con la visita de Aledis y Xove. Me gustaba mi apartamento, era un apartamento promedio, pero ellos crecieron con otros estándares. Tenían miles de ventanas, ni siquiera iban a la cocina porque de seguro contaban con chefs personales, sus cuartos eran más grandes que mi conservatorio y fueron decorados por profesionales, y sus baños te daban la sensación de que acababas de entrar al palacio de Buckingham y no a hacer pipí.
Cuando alguien iba a la casa de otro, veía toda su vida reflejada en ella. Su pasado, su familia, su círculo social, su presente, sus gustos, sus defectos, las cosas que quería esconder del mundo, y todo.
Me sentí igual que cuando tenía catorce años y una compañera de clase vino a mi antigua casa para realizar un trabajo práctico que una profesora nos obligó a hacer. Yo me había emocionado tanto que compré cosas que podrían gustarle, limpié el lugar por mi cuenta, y la esperé como si se tratara de una visita del presidente. Sin embargo, ella juzgó mi casa desde antes de entrar con expresiones raras, comentarios pasivos―agresivos, y unos días más tarde tuve a la mayoría de mis compañeros burlándose de cómo vivía. Desde entonces, tenía cuidado con quien invitaba a mi casa, es decir, no invitaba a nadie. Ahí nació mi preocupación.
Yo no era tímida. Ellos me silenciaron.
Compararme me ató de manos y pies. Mi situación económica había mejorado un poco, claro, pero el mundo no lo había hecho. Algunas personas privilegiadas creían que no tenías dinero porque no trabajabas lo suficiente, que ellos eran ricos porque eran especiales y se lo merecían a pesar de que nacieron en una cuna de oro, y me hacían sentir insignificante pese a que yo sabía que no era cierto y que me esforcé tanto o más que ellos para estar donde estaba.
Conocí a muchas personas que lucían amigables hasta que exponían pensamientos similares y me asustaba, me asustaba tanto que Xove y Aledis fueran así. Crecí, poniendo sus recuerdos en pedestales de cristal, ignorando todos mis otros recuerdos espantosos y cubiertos de fango. No deseaba experimentar otra decepción.
Aun así, tendría que enfrentar la realidad y el gran barco de drama que navegaría en dirección a mi apartamento. Además, si todo salía bien, si dejaba de lado inseguridades que no tenían nada que ver conmigo y los escenarios que no podía controlar, podría resultar divertido.
¡Aledis y Xove vendrían a visitarme!
¡Sería divertido!
Tendría que hacerlo divertido o pensarían que era la persona más aburrida del planeta, susurró un rincón de mi mente.
Decidí teñir aquel pensamiento oscuro y cubierto de nubes con un arcoíris y un sol radiante. Era lo mejor. Preocuparme solo haría que el estrés me matara de verdad y no quería eso, ¿no?
Sería divertido. Punto final.
―¿Vendrás aquí?
―Sí, ¿te gustaría que lo haga? ―preguntó Xove con una pizca de nervios.
¿Estaba nervioso? ¿De verme?
Quise estallar de ternura.
Rayos, mis emociones eran como combinar un batido de fresa con papas fritas o pizza con piña.
―Sí, por supuesto que me encantaría.
No supe por qué me sonrojé.
¿Por qué sonábamos tan nerviosos?
Éramos amigos.
Bueno, lo fuimos.
Yo siempre supe que él fue mi primer amor. Para él, siempre fui su mejor amiga y le tomó casi veintidós años besarme por primera vez.
Claro, aquella ocasión extraordinaria no se volvería a repetir. Yo no quería que se repitiera. Él tampoco. Fuimos como una gota de agua en el desierto. No existimos, no de verdad.
―Ah, y tienes que buscar a Afrodita en la mitología griega.
―¿Por qué? ―pregunté, confundida, a pesar de que yo fui quien mencionó el Olimpo.
―Verás una foto de ti. Eres mi diosa. Me salvaste.
Fue imposible esconder mi sonrisa.
―De nada.
―Nos vemos luego.
―Te estaré esperando ―respondí y al finalizar la oración solté el mechón de cabello con el que estuve jugando.
De pronto, se escucharon unos ladridos a través de la llamada.
―Bob me odia porque sabe que no puede ir y yo sí. Lástima que yo no entiendo cómo los perros dicen groserías.
―Sé bueno con él.
Se oyeron pasos.
―Él no es bueno conmigo. De hecho, veo sus intenciones. Quiere morder mis zapatos.
―Tal vez está tratando de decirte a su manera que otro par iría mejor con tu atuendo actual.
―¿Por qué siempre suenas como si irradiaras luz y viajarás en unicornio en vez de autos? ―bufó en chiste.
Porque estoy muerta por dentro, bromeé en mi interior.
―Ten un buen día.
―Deseo que tú tengas uno mejor.
Guardé aquel diálogo en mi corazón y colgué la llamada. Estaba tan contenta que sentí la necesidad de dar un par de saltitos disimulados como pasos felices hasta que volteé y recordé que estaba en público y mi audiencia se limitaba a las chicas con las que vivía y de las que no podría huir.
―"Te estaré esperando" ―imitó Claire, parpadeando con coquetería.
Gracie se unió a ella con una voz más aguda.
―"Ten un buen día".
No supe en dónde esconderme.
―Entonces, doy por sentado que escucharon toda mi conversación.
―Cada jodida palabra ―respondió Myleen, levantó la cabeza del sofá como si saliera a la superficie luego de nadar en las partes del océano que nadie más vio en la historia.
Tracy le tapó las orejas a Gracie.
―¡Lenguaje!
La niña soltó una carcajada.
―¡Aún puedo oír todo!
Pausamos la conversación de adultos para darle espacio a Tracy para hablar con Gracie.
―De acuerdo, niña lista, ¿has hecho tu tarea?
Fue directa.
―Ya la hice. Voy a preescolar, mi tarea es hacer dibujos y tomar una siesta.
Todas reímos.
―No puedo discutir con eso ―se rindió Tracy―. De acuerdo, ¿puedes ir a dibujar a tu cuarto? Tendremos una conversación de adultos.
Gracie me señaló.
―¿Sobre el novio de la tía Jess?
No supe cómo reaccionar.
―Yo no diría que es mi novio.
―Y ella es la adulta ―bufó Gracie, levantándose de un salto.
Tracy agarró los utensilios de dibujo para acompañar a Gracie a su cuarto.
―Lo sé.
―¡Yo también puedo oír todo! ―me defendí, yendo a ocupar el asiento vacío.
Hundí mi cara en mis manos, evitando la charla que me esperaba, aunque sabía que la necesitaba para desahogarme. Nunca me sentí de esa forma antes.
―¿Con quién hablabas? ―Claire fue la primera en preguntar―. ¿Lo conocemos? ¿La conocemos?
Myleen respondió desde el sofá ante el inicio del interrogatorio.
―Te dije.
―¡Ya sé quién es! ¡Debe ser su cita a ciegas! ―dedujo Lizzie con rapidez.
Levanté la vista.
―¿No estabas apurada?
―Puede esperar.
Tracy regresó con las manos vacías y lista para escuchar mi pobre relato.
―¿Y qué tal fue? ¿Ya conociste al amor de tu vida?
―Depende, ¿puede serlo si se casó con alguien que no soy yo? ―repuse en broma.
―Oye, yo soy la menos indicada para elegir a los hombres. ¿Qué pasó?
Procedí a relatarle con lujo de detalles lo ocurrido con Anwen en la cita. Pasaron tantas cosas que me olvidé de él por completo. Ni siquiera me puse mal por lo horrible que resultó ser. Tuve mi mente ocupada con otro individuo.
―¡Me mataste! ―protestó Myleen, sentándose en el sofá.
―Nunca dije que fueras tú.
―Dije que tenías que ver a una amiga en el hospital, ¿quién más trabaja ahí?
―Fue por una buena causa ―aseguré.
―Pudiste asesinar a tu madre y no a mí.
―Sin duda ella me liquidaría a mí, no al revés.
―¿Y qué te dijeron específicamente? ―indagó Lizzie, dispuesta a oír hasta la última y sucia palabra―. ¿Te ofrecieron un trío?
Apoyé mi mejilla en mi puño.
―Por desgracia, ni siquiera eso.
A Claire se le escapó una carcajada sutil.
―Pobre Jess, no la dejaron participar en una orgía.
―¡Shh!
―Es como si vinieras con censura incluida. Ni siquiera te atreves a decir pene y esa es una parte del cuerpo humano ―bufó Myleen y me ardieron las mejillas.
―Eso no es cierto.
―Si no te molesta, dilo.
Ojeé a Lizzie debido al incentivo.
―Pen... ―articulé con las palabras adelantándose a mis pensamientos―. Penélope.
―Polla.
―Pollo.
Myleen regresó al juego.
―Verga.
―Verdura.
―¡Me rindo! ―se rindió Myleen.
Sonreí.
―¿Gané algo?
―Sí, un hábito de monja ―bromeó Lizzie.
―No te rías.
Claire rio. Ella era una maestra a la hora de disfrazar su expresión y pretender que todo estaba bien, así que borró todo rastro de una sonrisa con una facilidad sorprendente.
―No lo hago.
―Sin duda esta es la peor cita que has tenido ―enfatizó Myleen.
―Por cómo alguien se rio parece ser la mejor.
―Lo siento ―se disculpó Claire.
Me ahogué en mi propio vaso de agua.
―No lo entiendo. La gente dice que soy adorable. ¿Por qué es tan difícil hallar a alguien? Todos los que conozco han salido con alguien.
―Por todos te refieres a nosotras, ¿cierto? ―descifró Tracy con su voz suave y cariñosa.
―Sí ―farfullé, entretenida―. Hace unos días vi una película de terror y hasta los monstruos tenían pareja. ¿Cómo es que una bestia caníbal sabe ligar mejor que yo?
―Si te sirve de consuelo, creo que serás la tía rica y genial de mi hija.
Imaginé mi futuro.
―Gracias. Tuve quince citas este mes.
―Nos contaste sobre todas ―destacó Myleen, abrazando un cojín.
―¿Sueno desesperada?
Claire negó con la cabeza.
―No, desesperación es tener un letrero de "abrazos gratis" en Times Square después de una orden de restricción. Tú eres una inofensiva romántica empedernida para tu mala suerte.
―Tú estás bien. Por otro lado, yo estoy desesperada. No he tenido sexo en casi seis años.
Desde que se enteró de que estaba embarazada de Gracie.
―Siempre puedes llamar a Weiss ―bromeó Lizzie, dándole un codazo.
Weiss era un amigo de Tracy, siempre venía a nuestro apartamento cada vez que se rompía algo y aparecía cada vez que ella necesitaba algo. Se conocieron años atrás, ya que los dos se mudaron del pequeño pueblo en el que crecieron, pero se volvieron amigos de verdad cuando se instalaron en Nueva York. Era el chef de un restaurante al que Tracy iba todos los días sin falta y él siempre la atendía personalmente y le daba comida gratis. Todos sabían que Tracy y Weiss estaban enamorados uno del otro, excepto Tracy y Weiss. Nuestra teoría era que Weiss no quería arruinar la amistad que habían formado, ya que Gracie también lo adoraba porque estuvo presente como una especie de padre, y a Tracy le aterraba la idea de salir con alguien y que le rompieran el corazón otra vez.
Cada vez que yo los veía, veía amor en sus ojos como si fuera un tatuaje invisible que brillaba cuando se miraban. Eran una de las razones por las que todavía creía en el amor. Me daban esperanzas.
―No debí haberte dado panqueques ―acusó Tracy.
―Otro día en negación.
Se puso nerviosa.
―¡No lo estoy! ¡Ustedes son las que viven en un mundo imaginario!
―El primer paso es aceptar que tienes un problema, un problema llamado "estoy enamorada de mi mejor amigo" ―dijo Myleen hablando con total seriedad al principio para terminar riendo.
Quise deslizarme por la silla hasta caer al suelo para esconderme bajo la mesa. Claire lo notó.
―¿Por qué hiciste esa cara?
Solté un bufido.
―¿Qué cara?
―La misma cara que hiciste cuando rompiste mi taza de gatito y la reemplazaste sin que yo lo supiera, pero luego confesaste de todas formas.
Todas analizaron mi rostro.
―Sí, esa es la cara.
―Yo no hice nada con nadie ―afirmé.
―¿Por qué estás tan nerviosa?
―No lo estoy.
―Uy, se viene el interrogatorio ―festejo Myleen, viendo la serie de preguntas que Claire me hacía.
―Si la cita fue tan mala, supongo que no fue él quien te llamó y te tuvo jugando con tu cabello igual que Lee cuando habla de hacer un trasplante de corazón, así que, ¿quién era?
Empecé a sentir calor.
―Nadie.
―¿Esa es tu mejor respuesta?
―No ―mascullé y suspiré antes de decidir contarles todo―. Después de la cita en el hotel, conocí a alguien.
Todas suspiraron con dramatismo.
―¿Quién? ―preguntó Claire.
―¿Cómo es? ―inquirió Tracy.
―¿Cómo se ve? ―curioseó Myleen.
―¿Situación financiera? ―indagó Lizzie―. ¿Qué? Es una pregunta válida.
Fui respondiendo una por una.
―Es un ser humano con un nombre. Es amable y algo gruñón. Tiene tatuajes, muchos. También tiene tanto dinero que he considerado llevarlo a tomar un batido, secuestrarlo sin que se dé cuenta y pedir un rescate.
―¿Qué pasó?
―¿Qué te dijo?
―¿Qué hicieron?
―¿Qué quería?
Así éramos cada vez que algo le ocurría a la otra. Aquella fue una de las pocas ocasiones en las que yo era que portaba un secreto jugoso y musculoso.
―Nos quedamos charlando en el bar por un rato largo.
―¿Bebió? ―planteó Tracy, sobreprotectora―. No es una buena señal que esté tomando de día.
―No, no lo hizo.
―Prosigue.
―¿De qué hablaron? ―intervino Claire.
―Amor, lo que pensamos al respecto.
―Hablaron de amor ―canturreó Myleen con un tono burlón antes de sentarse en la mesa con nosotras.
―Será mejor que me calle.
―No, sigue hablando, eres mi nueva telenovela.
Comencé a ponerme nerviosa debido a los recuerdos.
―De acuerdo. Nosotros hablamos hasta que nos dijeron que debíamos irnos y...
―¿Y? ―interrumpió Lizzie más entusiasmada en mi relato que yo.
―Y yo iba a irme, pero él regresó y me preguntó algo.
―¿Qué?
―¿Fue algo pervertido?
―¿Turbio?
―Yo no tengo una pregunta.
―No, él me preguntó si podía besarme y dije que sí ―contesté, sintiendo unas cosquillas que probablemente estaban en mi imaginación.
Obtuve un par de pequeñas risitas. Claire fue la primera en volver a preguntar.
―¿Por eso te llamó? ¿Para arreglar una segunda cita?
―No y no terminé de contar la historia.
―Pues, hazlo de una vez ―incitó Myleen, esforzándose para permanecer despierta y no sucumbir ante la tentación de una buena siesta―. No sé cuánto tiempo más pueda resistir.
Resoplé y me armé de valor para decirlo.
―Tuve S-E-X-O. Por primera vez en toda mi vida. Con él. En su habitación de hotel.
Necesitaron un segundo para procesarlo. Yo también.
―Oh, Jess.
―¿Cómo estás?
―¿Te gustó?
―¿Fue bueno contigo?
Sus tonos de voz hicieron que me hiciera sentir más calmada y segura.
―Estoy bien. Sí. Sí.
Una vez que se aseguraron de que estaba bien, vinieron las bromas.
―Inauguraron el puerto Jess.
―Se comieron el pastelito de Jessie.
―Abrieron las fronteras de Jesslyn.
―Ja, lo hiciste.
―¿Cómo es que ustedes son adultas? ―protesté, riendo ante las reacciones.
―¿Y? ¡Sigue!
―Pero eso fue todo, algo de una vez. No quiero nada más.
Les sorprendió mi declaración. En su defensa, me la pasaba hablando de romances épicos.
―¿Tú? Tú persigues mariposas.
―Lees más novelas románticas que el club de lectura de mi abuela.
―Has visto Dirty Dancing un millón de veces y has llorado cantando The Time of My Life o como sea en cada oportunidad.
―Tuviste decenas de citas con la esperanza de encontrar a alguien que sea como el jodido señor Darcy. ¿Qué pasó?
―Bueno...
―Eres muy romántica para tu propio bien ―soltó Myleen.
Hundí las cejas.
―Me gusta ser así.
―Ten paciencia ―aconsejó Tracy―. No puedes forzar al amor.
Fruncí los labios, ofendida por mi supuesta falta de gentileza con el sentimiento.
―¿Forzarlo? Jamás le apunté con un arma.
―Tampoco le invitaste un café ―murmuró Claire.
Saqué una verdad de mi pecho.
―Simplemente, quiero saber qué se siente tener un novio.
―Para mí es como acostarte con tu mejor amigo ―reveló Lizzie con simpleza.
Tracy fingió reírse.
―Ja ja. Buena indirecta.
―De acuerdo. Hay un detalle que omití ―suspiré, tragando saliva para prepararme―. Les conté acerca de la reunión de mi mamá con su amiga y su familia, ¿lo recuerdan? ¿Se acuerdan de Xove?
Tracy lo recordó.
―Ah, sí. Tú y la trágica historia de tu primer amor no correspondido.
El resto también.
―No ―suspiró Claire, uniendo las piezas del rompecabezas mientras las demás no entendían―. ¡No puede ser!
―¿Qué?
―Bueno, resulta que el desconocido con el que te dije que me acosté ayer y mi antiguo mejor amigo es él ―revelé―. Por favor, no se alteren.
Mis amigas tardaron unos segundos en cerrar sus bocas abiertas ante el impacto del escándalo. Mi vida era demasiado tranquila y un drama de aquella magnitud era algo impensado.
―Oh, nosotras estamos bien ―afirmó Myleen en un tono objetivo―. Tú deberías alterarte. Esto es un desastre colosal.
―¡Lo sé!
―Jess, necesito que te serenes ―pidió Claire y yo solté un chillido―. Dime qué está pasando y haremos lo que podamos para ayudarte.
Ella inspiró y exhaló con profundidad para que yo la imitara. Lo hice y me fui calmando.
―Eso no es todo.
―¿No? ¿Qué hiciste? ¿Te acostaste con su madre también? ―bromeó Myleen―. Es una posibilidad remota, pero una posibilidad.
―No, pero resulta que él también es un cantante.
―¿Como tú? ―curioseó Tracy con suavidad.
―No, no como yo. Famoso. Millonario. Ese tipo de cantante.
―Jess Martínez ―nombró Lizzie―. ¿En qué momento, entre ayer y hoy, pasaste de estar soltera a ser la novia de una estrella internacional de la música?
―¡Nunca! No estoy saliendo con nadie y menos él.
Myleen se unió a la broma.
―Pobre Xovesito, lo rechazaron.
―¡Dijeron que me ayudarían!
―Si hubieras matado a alguien, te conseguiría un abogado porque es imposible que asesinaras a alguien. No tengo un protocolo para lo que sea que es lo sucede hoy. ―Claire se encogió de hombros―. ¿Qué tan famoso es tu chico y cómo es que no me lo presentaste antes?
―¡No le llames "mi chico"! No es mío.
Lizzie sonrió con malicia.
―Pero desearías que sí.
―¡Perdiste tu virginidad con una estrella de rock! ―repitió Myleen.
―Vence todas nuestras anécdotas.
―¡No sabía quién era! ―exclamé, poniéndome de pie―. Y ahora resulta que vendrá a cenar junto con nuestras madres y nombró su banda por mí. ¿Qué rayos significa? ¿Qué cocinaré? ¿Un pastel de carne?
Debido a que vieron cómo me alteré, se levantaron para acompañarme.
―Está bien. Te ayudaremos.
Y confié en ellas cuando me abrazaron en grupo. Encontraría una solución.
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