CAPÍTULO 4

El silencio de la noche envolvía la casa de Thorn y Leandra como una manta oscura. La brisa nocturna susurraba a través de las grietas en las ventanas, trayendo consigo el aroma de la tierra húmeda y las flores que creían a lo lejos. El fuego en la chimenea se había reducido a brasas titilantes, llenando la sala con un brillo cálido y acogedor, pero el ambiente dentro era tenso, cargado de palabras no dichas.

Thorn estaba sentado en su vieja silla de madera, aquella que crujía bajo su peso como la tierra seca bajo la arada. Sus manos callosas, endurecidas por años de trabajo, descansaban sobre sus rodillas, aunque temblaban levemente. El temblor no era solo de sus músculos cansados, sino de algo mucho más profundo, como un campo reseco que temía no poder dar más fruto. Frente a él, Leandra lo observaba en silencio.

Finalmente, su esposa rompió el silencio.

—¿Vas a aceptar? —preguntó suavemente, aunque su voz llevaba consigo una mezcla de temor y resignación.

Thorn no respondió de inmediato. Tenía los ojos fijos en las brasas, como un hombre que intenta encontrar sentido en el rastro de humo que queda tras una hoguera apagada. Sabía lo que Leandra pensaba, lo que no se atrevía a decir. Sabía que había una verdad enterrada entre los dos, una que jamás habían mencionado, ni siquiera entre ellos.

—Sabes que tú... —empezó a decir Leandra, pero la frase quedó suspendida en el aire, como una semilla que nunca llegó a caer en la tierra.

Él levantó la mano, deteniendo sus palabras antes de que pudieran tomar forma. No quería hablar de eso. No podía.

—Los nobles siempre prometen mucho —murmuró, el ceño fruncido mientras apartaba la vista del fuego—. Pero luego te dejan con las manos vacías. Ya lo he visto antes.

Leandra se acercó, sentándose a su lado.
—¿Y crees que este noble será diferente? —preguntó con voz suave.

Thorn soltó una risa amarga.

—¿Lignarion? No lo sé. Puede que no sea tan distinto a los otros... Pero es el hijo del Gran Señor. Si no cumplo su pedido, quizás las cosas sean peores. ¿Quién sabe qué podrían hacerle a Brumaalta por simple frustración? Aun así, hay algo en su mirada... Tal vez pueda obligarlo a cumplir su palabra, usar su desesperación en mi favor.

Leandra lo miró con preocupación.

—Siempre prometen algo, pero luego piden más. Y, al final, se olvidan de los nuestros.

Thorn asintió.

—Lo sé. He vivido lo suficiente para no creer en cuentos de honor entre nobles —murmuró Thorn, su tono lleno de amargura—. Pero el pueblo... el pueblo se está muriendo, Leandra. Cada día esas malditas enredaderas avanzan más. Están ahogando los campos, matando nuestros cultivos... matando a nuestra gente.

Su voz se rompió por un momento, y apretó los puños sobre sus rodillas, luchando por contener la rabia que bullía en su interior. Miró al suelo antes de continuar.

—¿Recuerdas a Garik? —dijo con dureza, clavando los ojos en el fuego—. Se tropezó junto a su campo. Un maldito resbalón, y esas malditas raíces lo envolvieron antes de que pudiera siquiera gritar. Nadie pudo salvarlo. Y luego está Nylan... —su voz bajó, como si cada palabra lo quemara—. Solo un niño. Un niño, Leandra. Salió a jugar un poco más allá de los lindes seguros, y lo encontramos atrapado entre las raíces cazadoras al día siguiente. ¿Cuántos más?

Thorn se inclinó hacia adelante, sus ojos oscuros estaban llenos de ira contenida.

—Y Lena... —continuó—. Fue a recoger flores custosyl, pensando que podría proteger su casa. Pero esas enredaderas la arrastraron antes de que alguien pudiera ayudarla. Tres hijos se quedaron sin madre porque no tenemos suficientes flores para mantener a raya esas malditas plantas.

Se levantó de golpe, su vieja silla crujió bajo la fuerza del movimiento. Caminó hacia la ventana, mirando hacia el oscuro exterior como si buscara respuestas en la noche.

—¿Y qué hago yo mientras tanto? ¿Sentarme aquí a esperar que nos llegue el turno? —giró hacia Leandra—. Ya hemos perdido demasiados. No puedo quedarme sentado, viendo cómo Brumaalta se desmorona. No mientras haya algo que pueda hacer.

—Thorn... si vas, ese monstruo te matará. No podrás volver a ver nuestro hogar. No podrás volver a verme —dijo Leandra con la voz temblando mientras intentaba mantener la calma. Su voz se rompió al final y sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.

Thorn la miró lentamente.

—Si no voy, ya no habrá un hogar al que volver. Si no hacemos algo, ninguno de nosotros sobrevivirá. Puede que no vuelva, lo sé. —Tomó aire profundamente, luchando por controlar el nudo que sentía en su garganta—. Pero si eso significa que podré salvarte a ti, y al pueblo, entonces vale la pena.

Leandra dejó caer su rostro en sus manos por un momento, como si intentara absorber lo que su esposo estaba diciendo. Sabía que no había una decisión fácil, así como no había tierra fácil de arar. La tristeza en sus ojos era evidente, pero también lo era su comprensión. Ambos sabían que el campo de su vida juntos había sido sembrado con más espinas que trigo.

—Sabes que no voy a detenerte, viejo testarudo —dijo finalmente, levantando la vista para mirarlo con una leve sonrisa, tratando de aligerar el ambiente—. Pero más te vale no ir solo para dejarme con todas las cabras a cargo. Las cabras y yo no nos llevamos tan bien como tú.

Thorn soltó una carcajada, aunque fue breve y vacía, un intento de destensar el ambiente.

—Ya te vi luchando con ellas —bromeó—. Seguro que puedes manejarlas mejor que a mí.

Ambos rieron, pero sus risas sonaban huecas, teñidas de tristeza. Sabían que caminaban sobre hielo delgado, y debajo de ellos, el abismo de lo inevitable los esperaba.



Leandra miró a Thorn por última vez antes de salir del cuarto, con una sonrisa tenue en los labios, pero sus ojos no podían ocultar el miedo que intentaba cubrir tras la fachada de tranquilidad. Sabía que esa conversación no había terminado para él. Y aunque él intentaba calmar sus dudas, cada palabra suya dejaba un peso oscuro sobre su corazón. Cerró la puerta con suavidad, pero al girarse, sus manos temblaron ligeramente, como si sostuvieran el dolor que no se atrevía a expresar delante de él.

El pasillo estaba en penumbras, solo iluminado por la tenue luz de las brasas que se extinguían en la chimenea del salón. Caminó despacio, casi como una sombra deslizándose por la casa en busca de algo que solo ella sabía que la esperaba. Se detuvo frente a un pequeño estante de madera que Thorn había construido años atrás, cuando recién se habían mudado a Brumaalta.

Sobre ese estante, con una delicadeza casi ritual, reposaba un pequeño relicario de plata. Leandra lo tomó en sus manos, notando lo frío que estaba al tacto, pero también el peso familiar que siempre le recordaba lo que representaba. Era un regalo que Thorn le había dado en su primer aniversario, una joya simple y sin adornos innecesarios, pero en su interior guardaba un mechón de su cabello trenzado junto con el de él.

Un símbolo de su unión.

Leandra lo abrió lentamente, permitiendo que el resplandor de la luna iluminara el interior del relicario. Su dedo rozó las trenzas de cabello, ya descoloridas por el tiempo, pero aún entrelazadas, intactas. Se quedó mirando el objeto por un largo rato, sus pensamientos la llevaron a recuerdos de tiempos más simples, antes de que las enredaderas invadieran sus tierras y antes de que los rumores del Silvanox volvieran a surgir. Antes de que su esposo fuera llamado a ser un héroe una vez más.

«Siempre eres tú quien se va —pensó con amargura, aunque sabía que Thorn lo hacía por el bien de todos—. Y siempre soy yo quien se queda. ¿Hasta cuándo podremos seguir siendo nosotros, si cada vez que regresas, traes más oscuridad contigo?»

Se apoyó en la pared, sosteniendo el relicario contra su pecho, como si al mantenerlo cerca pudiera retener a Thorn, evitar que se fuera. Las lágrimas comenzaron a llenarle los ojos, pero se las secó con la mano antes de que pudieran caer. No podía permitirse llorar, no cuando él la necesitaba fuerte. Pero el miedo seguía allí, agazapado en su pecho, enroscándose alrededor de su corazón, recordándole que, tal vez, esta sería la última vez que él empuñara una espada.

Cerró el relicario con un suave clic y lo colocó de nuevo en su lugar en el estante, respirando hondo para calmarse. Entonces, miró a su alrededor. La casa, con todas sus imperfecciones, era su hogar. Cada rincón, cada mueble, había sido testigo de su vida juntos. Si Thorn no regresaba, cada uno de esos objetos se convertiría en un recordatorio doloroso de lo que habían perdido. Leandra sabía que, tarde o temprano, tendría que aceptarlo. Si Thorn volvía a empuñar esa espada, algo de él moriría, incluso si su cuerpo lograba regresar.

—Te necesito más de lo que ellos te necesitan —susurró, sin que nadie pudiera escucharla.

Pero sabía que Thorn no podía oír esas palabras. Y tampoco podía detenerlo.



Con la noche ya avanzada, se fueron a la cama. Pero el sueño no vino para ninguno de los dos. Thorn, en la oscuridad, escuchaba la respiración de Leandra a su lado. Las lágrimas caían silenciosas, mojando la almohada. Sabía que, si cerraba los ojos esta noche, podía ser la última vez que sintiera su calor a su lado.

Esperó hasta que Leandra se quedara dormida antes de levantarse con cuidado. Sus pasos eran lentos y pesados, como los de un hombre arando un campo demasiado grande para trabajar solo. Instintivamente, su mano rozó la pequeña flor atada a su cinturón, el único recordatorio de que una vez tuvo algo más que batallas por delante, algo más que pérdidas. Un recuerdo de Valten... y de lo que una vez fue su amistad.

Se dirigió hacia el cobertizo, un lugar que había evitado durante años. Allí, en el rincón más oscuro y polvoriento, lo esperaba algo que él mismo había enterrado en el olvido.

El arcón de madera negra estaba cubierto de una fina capa de polvo, como un campo dejado a la intemperie. Thorn lo miró con las manos temblorosas. Había cerrado esa parte de su vida como se sella un terreno infértil, con la esperanza de no tener que volver a verlo. Pero ahora, no podía evitarlo.

Con el corazón latiendo fuerte, se arrodilló frente al arcón y levantó la tapa. Dentro, envuelta en tela vieja, estaba la espada. La misma que lo había convertido en leyenda, la misma que lo había marcado para siempre.

La espada que había pertenecido al Silvanox.

Y la que él uso para matar a la criatura.

La sacó lentamente. La hoja, negra como el abismo, absorbía la luz de la luna. El frío del metal le recorrió los dedos, como si la tierra misma le recordara que nunca había terminado con él.

Thorn temblaba mientras sostenía a Sombraluz, la espada. No quería hacerlo. No quería volver a ser el hombre que había sido. La espada era hermosa, sí, pero para él, no era más que un recordatorio de todo lo que había perdido, de todo lo que había matado, incluidas partes de sí mismo.

De un amigo muerto, de nieve manchada de sangre y suplicas de ayuda.

El hombre que una vez había empuñado esa espada se había marchitado como un campo que nunca recibió agua.

Sabía que las decisiones fáciles se desvanecían como el rocío bajo el sol, ligeras, sin dejar huella. Pero cargar con lo que uno debía era como arrastrar el arado en tierra dura, profundo, ineludible, marcando el suelo de tu vida con cicatrices. Y ahora, su deber lo arrastraba de nuevo a la oscuridad, más pesado que cualquier carga que hubiera conocido.

El viento que lo había acosado estos últimos días, junto con la incómoda sensación de ser observado, se desvaneció de repente.

Sin otra palabra, cerró los ojos, con el rostro húmedo por las lágrimas no derramadas. Porque, aunque lo sabía en su corazón, no podía evitar temer lo que significaba sostener esa espada de nuevo.

Sabía que, si iba, nunca volvería.

Y, aun así, decidió ir a morir.


FIN DE LA PRIMERA PARTE

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