03: C i t a


Victoria Nichols Mozkowitz salió del baño con el cuerpo completamente relajado, la piel aún caliente por el vapor y el aroma del jabón impregnado en su bata de baño. El agua caliente había logrado quitarle de encima el estrés del día, al menos en parte. Ahora sentía los músculos más livianos, su cabeza despejada y una leve sensación de paz que casi nunca lograba experimentar después de un mal día de trabajo.

Había pensado en tirarse en la cama de inmediato, hundirse entre las sábanas y dejar que la alarma del día siguiente hiciera el trabajo de despertarla, pero entonces la voz de Eli la llamó desde la cocina:

—Tory, la comida está lista.

Por un momento, consideró ignorarlo, no por maldad, sino porque su cuerpo aún pedía descanso, pero la idea de dejarlo comiendo solo después de haberse tomado el tiempo de cocinar para ambos le pareció injusta. Además, conocía de sobra el talento culinario de su esposo; la comida de Eli era una de las pocas cosas que lograban mejorarle el ánimo sin esfuerzo.

Suspiró y decidió apresurarse.

Soltó la toalla con la que se había envuelto el cabello, sacudiéndolo un poco para que terminara de secarse al aire. Luego se puso la primera ropa cómoda que encontró: un short holgado y una camiseta de manga larga que le quedaba ligeramente grande. Sin perder más tiempo, caminó descalza hacia la cocina, donde Eli ya la esperaba con la mesa servida.

En cuanto lo vio, se percató de que él no estaba sentado ni con el plato en las manos. En cambio, se había acercado al ventanal que daba a la terraza, con la mirada fija en el paisaje nocturno de la ciudad.

Victoria se detuvo a mirarlo un momento, en silencio.

A pesar de los años que llevaban casados, a veces sentía que aún le costaba leerlo. Eli tenía esa actitud relajada, con una sonrisa confiada que parecía que nada lo afectaba realmente. Pero ella sabía que no era así. Lo había visto molesto, lo había visto frustrado, y también lo había visto agotado después de un mal entrenamiento o un partido difícil. Lo que no siempre lograba descifrar era qué pasaba por su cabeza en momentos como este.

Él movió la cabeza hacia un lado, como si sintiera su mirada, y le sonrió antes de preguntar:

—¿Querés comer en la terraza?

Tory no respondió enseguida. Se mordió el interior de la mejilla, pensándolo. La idea no era mala, la noche estaba despejada y el clima era agradable, pero no había esperado la sugerencia.

Eli alzó las cejas.

—Era solo si querías, no hay problema si preferís comer adentro.

—No, no. —Negó con la cabeza, tomando su plato y el individual con los cubiertos—. Vamos afuera.

Eli la observó por un momento mientras ella salía a la terraza, con la brisa nocturna jugando con los mechones sueltos de su cabello aún húmedo. Luego tomó su propio plato y la siguió.

Se acomodaron en la pequeña mesa de la terraza, aquella que, dependiendo del día o la situación, usaban para tomar café juntos por las mañanas o para simplemente sentarse en silencio a ver la ciudad en las noches.

Cuando probó la primera cucharada, Tory suspiró con satisfacción.

—Esto está buenísimo —halagó, sin esfuerzo ni exageración—. No entiendo cómo podés cocinar así de bien.

Eli sonrió con diversión, apoyando un brazo en la mesa mientras masticaba.

—Es un secreto.

—¿Qué clase de secreto?

—Uno que se pasa de generación en generación.

Tory rodó los ojos con una pequeña sonrisa.

—Dale, en serio. ¿Cómo aprendiste?

—Mi mamá. —Eli se encogió de hombros—. Cuando era chico, ella cocinaba casi todos los días, y yo miraba. Supongo que algo se me pegó.

—Tu mamá es una genia.

—Sí, lo sé.

Tory lo miró con una ceja levantada ante su tono confiado, pero no dijo nada más. Se concentró en su comida, disfrutando cada bocado con un placer que era imposible ocultar.

Mientras tanto, Eli la observaba con cierta diversión oculta. Le gustaba ver cuando algo la hacía feliz, incluso si era solo su comida. Sabía que Tory tenía días difíciles en el trabajo, sabía que a veces la frustración se acumulaba hasta que explotaba, y aunque él no podía hacer nada para cambiar la forma en la que sus compañeros la trataban, al menos podía asegurarse de que su casa siguiera siendo un lugar donde ella pudiera relajarse.

Después de unos minutos en silencio, Tory apoyó el tenedor en el plato y suspiró.

—A veces pienso que mi comida no es tan buena como la tuya.

Eli frunció el ceño, ladeando la cabeza.

—¿Por qué decís eso?

—Porque es cierto. —Lo miró de reojo—. Mis platos no son malos, pero no son como los tuyos. A veces pienso que los comés solo por respeto.

Eli soltó una carcajada, inclinándose hacia atrás en su silla.

—¿Qué? No, pará. ¿En serio pensás eso?

Tory se encogió de hombros, sin responder.

—Tory, si no me gustara, te lo diría.

—¿De verdad?

—Sí, obvio. —Tomó un poco de agua antes de agregar—: Tu comida es buena. No sé por qué te preocupás por eso.

Tory entrecerró los ojos, observándolo con sospecha.

—Eso es lo que diría alguien que no quiere herir mis sentimientos.

Eli negó con la cabeza, sonriendo.

—Escuchame, si algún día hacés algo incomible, te lo voy a decir. Pero hasta ahora, no pasó.

Tory no parecía convencida, pero tampoco quiso seguir discutiendo.

El resto de la cena pasó en un ambiente relajado, con comentarios triviales sobre el día de cada uno. Tory le preguntó sobre su entrenamiento, y Eli le habló sobre los nuevos jugadores que estaban probando en su equipo, mencionando que algunos eran prometedores, aunque aún les faltaba mejorar.

Cuando terminaron de comer, Eli recogió los platos y los llevó de vuelta a la cocina. Tory lo siguió, apoyándose contra la encimera mientras él los ponía en el fregadero.

—Hoy me tocaba cocinar a mí —murmuró ella.

—Y yo decidí hacerlo por vos.

—No tenías que hacerlo.

—Lo sé.

Eli era consciente de que Tory cocinaba con todas las ganas del mundo. Lo había visto en más de una ocasión, a veces con éxito y otras con desastres culinarios que él prefería no recordar. Pero lo que más le llamaba la atención no era si sus platos salían bien o mal, sino la dedicación con la que lo hacía. Se lo tomaba en serio, como si fuera una especie de reto personal. Admiraba su esfuerzo, aunque nunca se lo decía directamente.

Se obligó a no pensar más en aquello y se enfocó en la conversación con ella.

—Gracias por recomendarme que me vaya a bañar —dijo Tory, enderezándose en su silla. Se limpió la boca con una servilleta y suspiró con alivio—. Me siento mejor, más relajada y liviana.

—Estoy feliz de escuchar eso.

Ella asintió con una pequeña sonrisa y luego apoyó los codos en la mesa.

—¿Y cómo te fue en el trabajo?

—Me fue bien, pero estoy algo cansado —mencionó él con sinceridad.

Apenas terminó de hablar, notó el cambio en la expresión de Tory. Su rostro pasó de neutral a culpable en cuestión de segundos, y eso lo hizo fruncir el ceño.

—No te preocupes —le dijo, buscando tranquilizarla—. No me molesta cocinar, me gusta hacerlo.

—Pero estás cansado... —murmuró ella, removiendo la comida en su plato con el tenedor.

—Y vos estabas llorando. —Eli la miró fijo—. Ahora estoy bien, porque estás mejor.

Ella bajó la mirada y su incomodidad se hizo evidente.

—Me asusté cuando llegué y te escuché llorar —agregó él en un tono más suave.

Tory tragó saliva y respiró hondo antes de responder:

—No pensé que hoy me iba a ir tan mal.

Eli asintió con lentitud.

—Entonces, yo también estoy bien.

Y con eso, ella decidió dejar el tema de lado.

Terminaron de comer y, sin decir nada, Tory se levantó de la mesa y se dirigió al fregadero. Eli la observó con curiosidad mientras ella recogía los platos y comenzaba a lavar.

—Puedo hacerlo yo —dijo él desde la terraza.

—Nah, vos cocinaste. Me toca a mí.

Sabía que podía insistir, pero algo en su tono le dejó claro que no iba a aceptar un "no" como respuesta, así que se quedó donde estaba.

La terraza estaba en calma. La ciudad seguía viva a lo lejos, con sus luces titilando en la distancia, pero ahí arriba todo se sentía más tranquilo. Eli exhaló suavemente y recargó los codos en la mesa. El aire fresco le mantenía despierto, aunque apenas. Su cuerpo pedía descanso, pero su mente estaba atrapada en la escena que tenía enfrente.

Cada tanto, desviaba la mirada hacia Tory.

Ella estaba de pie en la cocina, lavando una olla con las mangas de su sweater subidas hasta los codos. Sus movimientos eran mecánicos, como si su mente estuviera en otro lado. A veces fruncía el ceño con concentración, otras suspiraba con cansancio. Pero seguía, como siempre. Tory nunca dejaba las cosas a medias.

Eli apoyó la barbilla en su mano y la observó sin que ella se diera cuenta. Tory siempre le había parecido atractiva. Más de una vez lo había pensado, aunque nunca lo había dicho en voz alta. Tenía un cuerpo de maniquí, con curvas que parecían destacar sin importar lo que usara. Él juraba que no le importaba, pero lo cierto era que, sin importar qué tan descuidada o arreglada estuviera, siempre la veía bien.

Su piel parecía suave. Muy suave.

No iba a negar que muchas veces soñó con tocarla.

Pero eso era una estupidez.

Él tenía treinta y tres años, no diecisiete. Esos pensamientos no deberían ocupar su mente.

Aún así...

—¡Eli!

El grito lo sacó de golpe de su ensimismamiento. Se enderezó con un pequeño sobresalto y la encontró mirándolo con una sonrisa divertida.

—Perdón, ¿te asusté? —preguntó Tory, con la cabeza ladeada.

Él negó con la cabeza y carraspeó, como si así pudiera borrar lo obvio que había sido su distracción.

—¿Querés flan? —Ella levantó dos platos en sus manos, como si estuviera presentando un premio.

Eli alzó una ceja.

—¿Lo hiciste vos?

—Sí —respondió con orgullo—. Ya lo probé, está rico.

Él la miró con desconfianza.

—No dije nada aún, tranquila —se rió, y Tory hizo un puchero infantil.

—Bueno, es que siempre tenés un comentario listo para todo —se quejó, rodando los ojos—. Te me adelantaste en juzgar.

Eli tomó el plato con una sonrisita.

—¿Es la primera vez que hacés flan?

—Si hablamos de la primera vez que me sale comestible... —abrió la heladera y sacó un pote de dulce de leche—. Es la primera.

Eli soltó una carcajada mientras ella ponía una generosa cantidad de dulce de leche a un lado del flan.

—Me siento muy halagado.

—Y deberías —asintió con seriedad, como si él estuviera a punto de probar una obra maestra culinaria—. Se sacrificaron dos ollas de Miguel en el proceso.

Eli se quedó en silencio por un momento, sin saber si reír o llorar.

—No sé cómo, pero él te sigue hablando.

Tory alzó los hombros con indiferencia, como si ella tampoco tuviera idea de por qué Miguel seguía en su vida después de tantas catástrofes en la cocina.

Las horas pasaron sin que se dieran cuenta. Hablaron de todo y de nada al mismo tiempo, como siempre. No importaba el tema, Eli y Tory siempre encontraban la manera de burlarse, de exagerar las historias, de convertir una conversación cotidiana en algo entretenido.

—Entonces, el tipo se para en medio de la oficina y grita: "¡¿Alguien vio mi café?!" —Eli imitó la voz desesperada de su compañero de trabajo, con los ojos muy abiertos—. Y yo estaba con la taza en la mano.

Tory se tapó la boca con la mano, conteniendo la risa.

—No.

—Sí —asintió con gravedad—. Y lo peor es que tenía su nombre escrito.

Ella se inclinó sobre la mesa, riendo.

—¡Eli, sos un ladrón de café!

—No fue intencional —se defendió, alzando las manos—. Estaba medio dormido, no vi que decía "Mauricio".

Tory negó con la cabeza, todavía riendo.

—Pobre tipo.

—Después le compré otro, ¿ok? No soy un monstruo.

—Ah, sí, claro —dijo con sarcasmo—. "Mauricio, te robé el café, pero acá hay uno nuevo, ¿me perdonás?"

—Algo así.

Ambos se miraron por un segundo antes de soltar una carcajada simultánea.

Eli apenas se dio cuenta de lo tarde que era hasta que su teléfono vibró en la mesa.

Tory lo miró con el ceño fruncido.

—¡Eli, son las dos! —Le mostró la pantalla de su celular, incrédula.

—¿En serio? —Parpadeó varias veces y se pasó una mano por la cara—. No me di cuenta.

—¡Te estás durmiendo!

Por alguna razón, ella parecía sentirse culpable por eso.

—Nada que ver —respondió él, acomodándose en la silla.

Tory rodó los ojos.

—Vamos a dormir.

Su tono sonó como el de una madre hablándole a su hijo pequeño. Extendió su mano hacia él y, sin dudarlo, Eli la tomó.

Ella lo guió hasta la habitación, murmurando cosas sobre lo testarudo que era.

—No podés con vos mismo —murmuró—. Te dormís sentado y ni así admitís que estás cansado.

Él apenas la escuchaba, más concentrado en cómo su mano se sentía en la suya.

Al llegar, Tory sacó ropa limpia y se la pasó.

—Cambiáte.

Él la miró, atontado por el sueño.

—¿Qué?

—Cambiáte, Eli.

Él obedeció sin cuestionar más. Se puso una remera cómoda y un pantalón de pijama, mientras ella hacía lo mismo.

Ni bien terminaron, ambos se acostaron en la cama. Cada uno en su lado, separados por una línea imaginaria que siempre respetaban.

Silencio.

Hasta que Eli rompió la calma con una sonrisa perezosa.

—Gracias por la "cita".

Tory giró la cabeza y lo miró con diversión.

—¿Te gustó?

—Me encantó.

Ella soltó una risita.

—Espero que la próxima pueda ponerme más linda para la ocasión.

Él no dijo nada. Se quedó mirándola, preguntándose si en algún momento esa barrera invisible entre ellos se rompería.

Pero por ahora, lo que sea que hubiera entre ellos seguía en el aire.

Lo único diferente era que, esa noche, al quedarse dormidos, por primera vez traspasaron esa línea.

Y durmieron más cerca el uno del otro.

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