Urano, la última frontera
«A vuestra salud y a la mía, viento en las velas, buena comida y un buen botín».
La isla del tesoro. Robert Louis Stevenson.
No relataré todos los detalles de una travesía que se prolongó durante más de un año y medio, un periodo durante el que la convivencia y el clima dentro de la nave parecieron razonables, tal como Sandoval deseaba.
Pero esto era algo meramente aparente; la realidad diaria era la continua tensión que existía en la marinería, y es que las habituales trifulcas no llegaban siempre al conocimiento del capitán. Sin embargo, cuando César llegó a pelearse con Perro Negro a puñetazos, le puso un ojo morado y le partió dos dientes. Solo entonces Sandoval empezó a comprender que no todo era paz en su nave. Por supuesto, César tuvo que soportar las duras reprimendas del capitán para quien el marinero no era más que un ex convicto problemático.
La pobre Emma seguía intentando zafarse sin demasiada suerte del asqueroso Perro Negro. Sus insinuaciones y sus comentarios groseros eran algo que a César le sacaba de quicio. En realidad, este fue el motivo por el que los dos marineros se pelearon de forma tan violenta. Después de la paliza, el perro se moderó durante un par de semanas, hasta que volvió nuevamente a importunar a Emma. Revisé holocámaras y no había pruebas, hablé con Israel Hands y no había visto nada... No había pruebas y no había testigos. Pensé que esta situación era un polvorín a punto de estallar...
Yo seguía con mis sospechas, cada vez más fundadas, sobre Perro Negro y sus conexiones con la Walrus. Sus expresiones, su actitud, su comportamiento... todo en él me recordaba a Sara Huesos, pero me faltaba la prueba definitiva que me hiciera concluir que todo esto eran algo más que intuiciones.
Habitualmente, César vertía sus continuas críticas sobre, no solo Perro Negro, sino también Israel Hands e, incluso, Juan Argento. Él insistía con vehemencia en que el ambiente era raro, que algo se estaba preparando. Por supuesto, acusaba a Argento y sus amigos de ser algo así como seres malignos... Por desgracia, no supe escucharle a tiempo, porque tenía toda la razón y habríamos evitado algunas situaciones fatales.
Pero yo no podía creer a César cuando criticaba a Argento, es más, me enfadaba con él cuando lo hacía, porque me parecía una persona sencillamente maravillosa. Sandoval, al igual que yo, estábamos entusiasmados con el navegante de la Stella Maris, y no solo por su enorme competencia. Más que eso, yo llegué a tomarle verdadero afecto porque tenerle en el puente, era como navegar llevando un trocito de Bengaluru, de mi tierra, la Bengaluru que yo tanto añoraba, esa Bengaluru donde vivían mis padres y donde yo había nacido.
Para mí, acostumbrada a estas bajo las órdenes de capitanes ineptos, Sandoval era un hallazgo. Es verdad que nunca actuaba con la dureza, la disciplina y el rigor necesarios. Como todo el mundo, tenía sus rarezas y sus manías, pero era un tipo que solía ser muy razonable y comprensivo, y eso era fenomenal.
Así que al cabo de algo más de un año y medio de travesía alcanzamos la órbita de Urano, la última frontera. Si en Saturno la civilización era apenas incipiente, en Urano había un único puesto avanzado, y más allá del sistema uraniano ya no había bases científicas ni ciudades espaciales en el sistema solar. No había nada.
Las condiciones de sus lunas son tan extremas que no eran habitadas por humanos, solo por un puñado de cefalópodos en un puesto científico adelantado llamado Nueva Manila que tenía el objetivo de investigar ese entorno tan hostil.
Los científicos de Nueva Manila, la base en Titania, habían desvelado un mundo rico en hielos de metano y agua, que daba lugar a una química orgánica inesperada. Sus mares internos de agua tienen una composición muy distinta a la de los mares internos de las lunas de Júpiter y Saturno. No solo son mucho más fríos, sino que contienen menos sales y, además, un invitado inesperado: el amoniaco. Este compuesto tiene efectos muy interesantes y positivos, pues actúa como una especie de anticongelante que permite que el agua permanezca líquida a temperaturas muy bajas; pero, por otra parte, los cefalópodos no lo toleran bien. Para ellos, como para nosotros, el amoniaco es un veneno.
Realmente, los cefalópodos de Nueva Manila no vivían libres en el mar interno de Titania, sino recluidos en una base presurizada, desde la que intentaban adaptarse a vivir en ese ambiente tan hostil.
La base científica estaba inundada con agua sujeta a las condiciones europanas, en la que los cefalópodos podían vivir cómodamente. Sin embargo, uno de los módulos de la base estaba inundado con agua de los mares de Titania, rica en amoniaco. Así que, de vez en cuando, alguno de los atrevidos cefalópodos, con las modificaciones genómicas adecuadas, entraba en este módulo de pruebas para intentar soportar sus condiciones... hasta ahora sin éxito.
Por supuesto, las modificaciones genómicas de los cefalópodos se realizaban con todas las garantías de seguridad y los colonizadores siempre podían solicitar restaurar sus genes iniciales recurriendo a la copia de respaldo. Hasta el momento, no había habido que lamentar ningún accidente fatal.
Pero lo importante para nuestra historia es que Urano era un territorio salvaje en el que las infraestructuras no estaban desarrolladas. Algo tan simple como repostar propelente era un asunto muy complicado, no digo ya tener que reparar algún componente esencial de la nave, pues no había astillero orbital.
Tengamos en cuenta que la única comunicación con la civilización era una nave de Saturno que —solo de vez en cuando— visitaba la zona: la llamada «nave de Nueva Manila», que traía repuestos y consumibles necesarios para el funcionamiento del único puesto avanzado.
Las lunas de Urano tienen nombres extraídos del universo de ficción creado por un novelista norteño del pasado de nombre impronunciable, algo así como Shakespeare (espero haberlo escrito bien). Eso es algo que no debería extrañarnos en Urano, pues en Neptuno los nombres de sus satélites están inspirados en los personajes de las novelas de Cervantes, un autor mucho más conocido. Todos hemos oído hablar de sus lunas: Rocinante, Sancho, Dulcinea, Rinconete, Cortadillo, Galatea...
Enseguida visualizamos en la holopantalla del telescopio los principales satélites uranianos. Eran formidables: Miranda, Ariel, Umbriel, Titania y Oberón. De las cinco lunas, Miranda era la luna más cercana a Urano, apenas un pequeño e irrelevante puntito de luz que contrastaba sobre el tapiz del negro Espacio.
Miranda se llamaba así en recuerdo al personaje de una obra de teatro llamada La tempestad, quizá con el relato del naufragio de una nave espacial en apuros. En la obra literaria, al parecer Miranda y su padre Próspero viven abandonados en un aislado asteroide. No sé, lo importante, es que ése era nuestro destino.
Poniendo en el telescopio el máximo aumento, pude estudiar la superficie de hielo de agua de la esfera de casi quinientos kilómetros de diámetro: una superficie torturada, tectónica, cruzada por numerosos y profundos desfiladeros resultado de la intensa actividad geológica de su violento pasado, como si fueran las cicatrices del rostro de un pirata viejo e irredento que se cansó de abordar naves espaciales y ya no quiere navegar.
A partir de allí, buscaríamos «La tumba del muerto», pues así llamábamos al agujero negro. Yo estaba llena de inquietud sobre este asunto porque, a pesar de los esfuerzos de Sandoval para que yo entendiera los agujeros negros, había todavía cosas que se me escapaban.
No me sentía preparada todavía. Mis conocimientos —basados en la relatividad general— eran claramente insuficientes. Había que ir más allá para comprender ese mundo tan fascinante como aterrador que era el de los agujeros cósmicos.
Sin duda, había vida más allá de Albert Einstein.
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