Tolina mortal
Dantès pasó por todos los grados de la desdicha que sufren los presos olvidados en una cárcel.
El conde de Montecristo. Alejandro Dumas.
Cuando dejé de llamarme Rebeca para convertirme en la reclusa número 34, perdí la noción del tiempo. Hoy sé que la pesadilla en aquella celda angustiosa del presidio de Nuevo Chile duró varios años, pero entonces no llevaba la cuenta de los días y las noches que pasaban. Tampoco me importaba. Mi condena era perpetua, hasta el final de mi vida.
Como es habitual con los presidiarios que se pudren en las cárceles, me habían extirpado el intercomunicador de la cabeza. Quizá esta fue una de las cosas que más me dolió. Dejé de tener acceso a la red: ya no podía consultar las novedades, las noticias, ni los datos importantes para mí; también perdí el contacto con otros seres humanos, pues no tenía forma de acceder a mis mensajes; ni siquiera podía contactar con mi familia para enviarles un mísero «sigo viva». Tampoco era posible realizar cálculos complejos ni llevar un diario con mis cosas, ni consultar el calendario o el reloj... Mi única memoria era, pues, la que tenía de forma natural y esta se estaba deteriorando rápidamente.
El dispensador de la pared me servía comida y ropa limpia. Todo era automático, por desgracia, pues no tenía siquiera un triste carcelero con el que charlar en algún momento. En mi desdicha a veces golpeaba con fuerza la puerta de mi celda esperando que alguien, algún extraño, la abriera para así poder hablar durante unos minutos. Fue en vano.
En otras ocasiones fantaseaba con la idea de que mis amigos César o Ben aparecían mágicamente para visitarme. Supongo que los echaba de menos. Yo los imaginaba frente a mí y les gastaba bromas, mientras describía mi apurada situación. Hablaba en voz alta. Cualquiera que me escuchase hacerlo sola supongo que pensaría que estaba perdiendo la razón. Quizás era así.
El único consuelo en mi profunda desesperación era un pequeño ventanuco en la pared sur de mi celda por el que podía ver el mundo exterior. Con febril ansiedad me asomaba para contemplar el maravilloso romper de las olas en el litoral de aquel misterioso mar alienígena de Titán. Eso calmaba mi mente durante unas horas y llevaba un poco de paz a mi alma atormentada.
Recuerdo bien los intensos amaneceres rojos cuando el tenue sol se reflejaba sobre la plácida superficie especular del mar del Kraken, produciendo los efectos de luz más extraordinarios que puedan imaginarse. La gente siempre había hablado muy bien de las famosas panorámicas de Marte, pero había que reconocer que las de Titán tampoco estaban nada mal.
El aire solía estar limpio y con buena visibilidad por la mañana. A veces, se levantaba viento y la superficie marina se picaba. Aun así, era sorprendente comprobar que las olas nunca superaban los cinco centímetros de altura, y es que los mares de Titán no eran de agua; por el contrario, los hidrocarburos que los componían permanecían plácidos incluso en medio de la peor de las tempestades. Aquellos mares eran tan tranquilos y apacibles como una balsa de aceite; nunca mejor dicho.
Ese hermoso mar era el futuro. Está compuesto sobre todo de metano líquido, algo parecido a lo que en la Tierra llaman gas natural, con la diferencia de que en el polo norte de Titán hace tanto frío que se encuentra en estado líquido, formando numerosos mares y lagos.
En los mares de agua de Encélado los cefalópodos modificados con técnicas genómicas habían sido la clave de la colonización. En Titán, en cambio, no parecía fácil que la ingeniería permitiera desarrollar seres vivos que prosperasen en ese mar de hidrocarburos. En sus profundidades operaba una química orgánica tan rica y compleja que desafiaba la comprensión de los científicos más capaces.
Sin embargo, de vez en cuando, al atardecer, por el este se acercaban nubes oscuras. Cuando el tiempo empeoraba, llegaban las temibles tormentas con el maldito polvo criogénico de Titán...
Ese polvillo se colaba por todas las rendijas y las escotillas de la base. Daba lo mismo si los cierres eran herméticos. Se colaba siempre. Parecía imposible encontrar una celda limpia, aunque los recicladores limpiaran y filtraran de forma continua el aire. Siempre estaba presente la mortal tolina, ese polvo maldito... una muerte lenta que te destrozaba los pulmones.
Yo tosía sin parar. Con el pasar del tiempo mi respiración se estaba volviendo más fatigada. Era como si en mi pecho se estuvieran horadando profundas cavernas. Sabía que no viviría mucho tiempo en esa asquerosa prisión. Poco importaba mi condena de por vida, pues no sería una vida larga. Nadie sobrevivía demasiados años allí...
Soñaba en vano con volver algún día a Bengaluru, en Ceres, en el cinturón de asteroides, y allí abrazar a mi madre, a mi padre... La añoranza del hogar, de la familia, me daba fuerzas para sobrevivir al hastío de permanecer recluida en una celda de dos por cuatro metros. El espacio vital escaseaba en la base de Titán y un preso era el habitante con menos derechos de todos.
Los ataques de tos eran cada vez más frecuentes y violentos. A menudo me desplomaba sobre el suelo. Y así, tumbada, tosía durante un buen rato hasta quedar exhausta. Entonces intentaba incorporarme, pero ya no tenía fuerzas. La gravedad de Titán, comparable en intensidad a la de la Luna terrestre, me lo impedía. Era demasiado intensa para mí, estando tan debilitada. Yo había nacido en la ligera gravedad de Ceres y mis músculos no eran gran cosa en ese momento.
Además era peligroso respirar tumbada en el suelo porque, a pesar de los recicladores, siempre estaba sucio, manchado con el anaranjado y mortal polvo. «Tolina de Titán», lo llamaban. Hidrocarburos complejos, hidrocarburos de cadena larga. Ese compuesto orgánico era lo que me estaba matando.
En alguna ocasión vez medité sobre la posibilidad de fugarme, pero era imposible. Podía intentar horadar una de las paredes para escapar de la cárcel. Sin embargo, nunca podría salir de la base de Nuevo Brasil, de ninguna manera. Allí afuera, en el exterior de Titán, el aire es irrespirable y la temperatura está siempre por debajo de los 150 ºC bajo cero. Moriría en apenas unos segundos.
En el satélite Titán la química orgánica es exuberante, un lugar en el que fácilmente podían producirse alquitranes y asfaltos. Había en esta base de Nuevo Chile numerosos compuestos sintéticos. Por ejemplo, los compuestos necesarios para fabricar fibra de carbono están presentes en el medio ambiente de forma natural, así que, siendo más ligero y resistente que el acero, lo utilizaban mucho en todos los edificios. Os aseguro que no parecía sencillo horadar un boquete por el que escapar en las paredes construidas con la resistente fibra de carbono de mi celda. Fugarse no parecía una opción realista.
También fantaseé detenidamente sobre el suicidio. Es algo que tarde o temprano pasa por tu cabeza —quieras o no— y te lo planteas en serio. El método más sencillo —y quizás el único desde un punto de vista práctico— era la huelga de hambre. Dejabas de comer sin que tus supervisores se dieran cuenta, disimulando la situación. A nadie le importaría un preso muerto más en esta maldita prisión saturada de reclusos donde el espacio libre siempre era tan preciado.
Por supuesto, los guardas del presidio me supervisaban sin que yo fuera consciente de ello. Había holocámaras por todos lados, otra cosa es que yo nunca los viera, pero estoy segura de que estaban ahí, atentos a lo que pudiera suceder.
Solo había visto una vez a mi carcelero. Fue cuando me metió en este tétrico habitáculo y no me cayó bien, la verdad. Ese bruto me fue moviendo a empujones por la galería hasta llegar al número de mi celda. Al parecer, el muy idiota disfrutaba haciéndolo:
—Bienvenida a tu hogar, número 34 —dijo entre risas.
Así que comprenderéis mi sorpresa cuando unos años después de mi ingreso, la puerta de mi celda volvió a abrirse nuevamente.
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