Sospechas


A pesar de ello, doy gracias a los cielos porque nunca pudimos recobrar el tesoro de Flint. De lo contrario, sé muy bien qué habría pasado. Los demás se habrían gastado hasta el último céntimo en pocos días. Y después habrían ido a buscar al viejo Long John Silver, a la única alma a la que podían recurrir, y le habrían suplicado que les diera más. Siempre era así. No aprenderían nunca.

Long John Silver. Björn Larsson.

Al día siguiente busqué a César por toda la nave. Necesitaba su ayuda para taladrarme el lóbulo de la oreja derecha y meter una anilla de hierro espacial como hacen los nautas veteranos que han visitado Saturno. Todos en la tripulación —salvo Emma y Sandoval que no eran nautas verdaderos— las llevaban, y yo no iba a ser menos que ellos. Después de todo, las tradiciones estaban hechas para cumplirlas, y mi oreja no iba a ser una excepción.

Lo encontré en la Zona de Descanso. Y allí mismo, encima de una mesa del comedor, me echó una mano, tomó mi navaja eléctrica y se empleó con gran pericia. Después de todo, no era la primera vez que lo hacía. Apenas dolió. Mi nuevo pendiente lucía magnífico en mi oreja y ya pude considerarme toda una nauta veterana. Era una anilla similar a la que él siempre llevaba y que yo había estado admirando durante todos estos años.

Me puse de acuerdo con él para establecer la costumbre de quedar cada día en la Zona de Descanso un rato antes de tener que incorporarme a mi turno. Era una buena forma de empezar la jornada, con una taza de neurocafé caliente y un buen amigo:

—Que te digo que actúan de forma muy rara.

—Qué tontería, César.

Desde los primeros días del viaje, César desarrolló una especie de extraña desconfianza hacia sus nuevos compañeros que yo no supe entender. Lo asocié erróneamente a los nervios del inicio de un viaje tan azaroso como el nuestro.

—Que sí, que sí. Escúchame, Rebeca. Esos tres siempre andan juntos, cuchicheando y comentándolo todo. Esos andan tras algo, créeme, si lo sabré yo...

—Que no, César. Que no.

—Israel Hands, Perro Negro y, sobre todo, Juan Argento traman algo. Están siempre intrigando. Se los ve cuchichear entre ellos, mientras miran de reojo por si alguien los descubre. Algo esconden. A veces, cuando están con sus confabulaciones, me acerco a ellos haciéndome el despistado, como queriendo unirme a la conversación. Entonces, se ponen muy nerviosos y se va cada uno por su lado.

—Reconozco que Perro Negro no me da buena espina, pero tanto a él como a Israel Hands apenas los conozco y no quiero prejuzgarlos. De cualquier manera, sé que Argento es un buen nauta y un hombre cabal. De hecho, le tengo muchísimo aprecio. A ti lo que te pasa es que no les has caído bien y, de alguna manera, estás molesto con ellos.

—Pues no sé qué decirte.

—Argento te sorprenderá. Habla con él y hazte su amigo, César. Los tres somos paisanos. Él nació en Ceres, como tú y como yo, en una buena familia de nautas. Él sabe respetar las tradiciones, como todos los buenos nautas de Bengaluru. Confío plenamente en él. Le confiaría mi propia vida, fíjate lo que te digo.

—Ya será menos.

—No me digas que estás celoso. —Solté una carcajada.

—No es eso, Rebeca. ¿Cómo tengo que decírtelo? Actúan raro. Están tramando alguna cosa. Te contaré algo. Durante la estiba de los repuestos y los consumibles en la nave, ya sabes, cuando estábamos en la órbita baja poniendo cada paquete en su sitio, los sorprendí llevando con disimulo algunos materiales en un fardo que transportaban a escondidas. No sabría decirte qué portaban allí... ¿Lo entiendes? Su forma de actuar no es normal, es siempre sospechosa.

—César, ¿quién no ha escamoteado alguna vez algún capricho de contrabando en la nave para tener un viaje un poco más agradable? No me digas que tú nunca lo has hecho. Algunos hololibros, no sé, cosas por el estilo...

—¿Qué quieres que te diga? No me imagino a Perro Negro leyendo un hololibro. Él no es de ese tipo de personas.

—Basta, César. Deberías intentar llevarte bien con tus compañeros y no difundir calumnias contra ellos. Eso está muy feo. Vamos a tener que estar aquí recluidos algunos meses y hay que llevarse bien con la gente. Tienes que integrarte.

—A sus órdenes, contramaestre Vargas.

—No es la contramaestre la que habla. Es la amiga.

—Pues tus palabras suenan como órdenes.

—César, de verdad, desde que has salido de la prisión estás imposible. Ves cosas que no existen. Te molesta todo. Tú no estás bien. ¿Te sientes nervioso? ¿Hay algo que te preocupe?

—Que no soy yo, que son ellos...

—Te quería hacer una pregunta —le dije muy seria.

—Dispara.

—¿Cómo adivinaste cuál era nuestro destino? Quiero decir lo del agujero negro.

—¡Ya te lo dije! Porque no paraban de hablar de ello, sobre todo Ismael y el perro ése. Están siempre con esa cancioncilla sobre bailar encima de una tumba... A mí esas cosas no me gustan, dan mala suerte.

—Solo lo sabíamos Sandoval, Emma y yo. Sandoval es seguro que no lo hizo, y yo tampoco. Solo queda Emma. ¿Crees que fue ella? ¿Les contó ella lo del agujero negro?

—No lo creo. Tampoco se lleva bien con esa gentuza. Los rehuye. Esa chica es fina, y yo sé que es de fiar, basta verla, nada que ver con los otros...

—Ahora, una advertencia, César. Ten cuidado. Sandoval ya te ha echado el ojo. Te está cogiendo manía. Él te percibe como un ex convicto, un nauta problemático... Te lo aseguro: sospecha de ti. Más te valdría dejar de hacer el mentecato y concéntrarte en tus temas. A veces algunas tareas no las ejecutas con corrección. Céntrate, por favor, y es la amiga la que habla.

—El problema es que me toca hacer mis tareas y las de Perro Negro. Él es un vago, ése tiene alergia al trabajo. Mientras yo hago mis cosas, él retrasa las suyas y luego, cuando he terminado, me pide que le ayude. Entonces, cuando con buena voluntad me meto a echar una mano en sus faenas, se escabulle y me deja a solas con el asunto. Y si no hago sus tareas, cansado de él y su actitud, me reprocha que soy un mal compañero que no ayuda. En resumen: ¡al final siempre termino haciéndolo yo todo! ¡No puedo seguir así!

—César, qué te he dicho sobre calumniar a tus compañeros...

—Perro Negro no trabaja. Y cuando lo intenta es peor. Nunca conocí un nauta que hiciera con menos profesionalidad las cosas; él es la desidia hecha persona. El resultado es que no hace nada y yo todo. ¿Y qué pasa cuando ocurre que algo no está bien?, pues que la culpa siempre es mía. ¿Quién sino yo? ¿Quién sino el tonto que todo lo hace? Créeme, Rebeca, estoy muy harto de ese haragán.

—César, tú no tienes remedio.

Por desgracia, no supe hacer caso a mi amigo a tiempo. Si lo hubiera hecho, me habría ahorrado muchos problemas innecesarios y quizá alguno de nosotros no habría tenido que perder la vida de forma tan estúpida y tan cruel.

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